Desvarío

Desvarío

TIEMPO DE LECTURA: 3 min.

Relato de Luz Iriarte, participante de la convocatoria de cuentos “Hebe Uhart”.

Soy de hogar tierno y cuna tibiecita. Como en cama y duermo en comida, no hay que no tenga ni donde estar. En mi hogar tierno y cuna tibiecita soy feliz. Sueño mundos de leche y mimos, si es que acaso existen lugares así, porque aspiro a ser yo cuya leche y mimos nutran a mi descendencia.

Salgo de mi hogar, me adentro en la jungla y observo las bestias, observo el metal, me adentro con miedo en la jungla de cemento y espero hasta que el sol frene a las terribles criaturas con su acromático brillo. Embiste el último demonio y atravieso el vacío caminando elegante. Ante todo, cortesía, ante todo el valor principal de coexistencia entre los nuestros.

Al cielo, después, volando entre peldaños y misterios, me vuelvo una con el pensamiento de que algún día no voy a volar y que por eso deben volar mis futuros niños, que deben aprender a tomar flote y que no seré yo quien los eduque sino ellos, tristes en su existencia, pero en quizás un hogar adecuado y no tanto tierno. Un hogar de espuma y suavecito, menos tierno (más carnoso), bien fibroso (no tan crudo).

Ahí en el cielo está el Don, enrollado como tazón y rellenito como un pan. Me acerco y amago a pegarle, él ni se inmuta. Al rato, frota su rostro contra el mío y su bigote me acaricia la cara. Sé que le gusta. A mí me gusta él, pero hay algo que me aleja, ese olor insoportable a desvarío que no sé cómo manejar, que no sé cómo enfrentar, así que le pego un zarpazo en el cachete para que no se acerque y eso lo rompe. Retrocede uno, dos, avanza tres y se me abalanza. Nos enrollamos y caemos en las bases del cielo, paraíso lejos. Al Don le falta eso: pasión, y a mí me sobra. Él es grande y no me puede dar lo que quiero. Él es viejo, yo soy joven. Le grito: corre a esconderse en cuna fría, yo bajo de nuevo a tierra.

Don no tiene amigos, yo tampoco; él por cobarde y yo por desdichada. No creo que lo sepa, pegote que es conmigo, que a comparación suya parezco una condesa como aquellas que veo por los caminos infinitos tras vidrieras. Infinitas son las posibilidades de una que no es como lobo, sino que más bien es hábil y rápida. Escapando siempre, vez tras vez, me encuentro cara a cara con cosas que no puedo evitar. Siempre, pero siempre, se me cae el cielo encima. Se angustia y estalla en mil pedazos, esos lugares en fracciones de segundo no están ahí, permanecen inaudibles en mi imaginación, sólo son imágenes, no más que eso. Vivo triste porque triste me vive el cielo, y así como vuelvo mojada a mi cuna tibiecita, que ya ha sido vaciada y a mi hogar duro y afilado, también vuelvo a mis viejos rituales. Duermo mojada, duermo sin comer, duermo. Al final, sólo me queda soñar mundos de leche y mimos, si existe un lugar así, cada vez me lo creo menos

Dormir con las estrellas

Dormir con las estrellas

TIEMPO DE LECTURA: 5 min.

Manuela Bertola nació en La Plata en el año 2001, es estudiante de sociología y productora del programa Cual Pinta? en Radio Trinchera. Comparte con Revista Trinchera el siguiente relato.

Qué fácil es dormir en las estrellas, dice mientras me dirige la mirada pero no mira. Tiene un tono que decanta entre funesto e ingenuo. 

Una maravilla -retruco- ¿y dormir sobre una nube?, ¿qué se sentirá? 

Escucho el silencio  que se presenta ante lo desconocido o lo incuestionado. Sé que son los silencios que más le gustan. Puedo ver cómo procede a poner en pausa todo movimiento y cómo si viera una telaraña hilvanarse de punta a punta dentro de la habitación, toca su boca y sonríe ante las elocuencias, las ajenas, pero particularmente las propias.

¿Dónde fuiste cuando abanicamos la luna? me pregunta con insistencia, genuinamente me pregunta, y no se que decirle. 

Sus ojos danzan, son una marea opaca de marrones figurines.  Se bambolean como un hipnótico reloj, de esos que llevan los tipos como él. ¿Cómo quién? me pregunta, cómo él, sostengo firmemente y ninguna de las dos vuelve a mencionarlo. 

No hay que explicar mucho las cosas frente a esos ojos, más bien, hay que aprender a no preguntar tanto y mucho menos pretender enseñar. 

Al entrar a la habitación hay un cartel, de colores pastel, un pastel gastado, casi imperceptible, que grita en un melodrama aterciopelado: “Antes de entrar, quítese los zapatos, los prejuicios y esa maña insoportable de querer enseñarle a los demás. Admita que usted no sabe nada y si sabe, olvídese. Aquí no se enseña ni se corrige. Y si no va a ser así, no se gaste en entrar que no será recibido.”

Siempre me pareció porteño y contradictorio ese cartel con aires de superioridad, pero nunca me animé a hacer énfasis en esas características. Simplemente entraba, diluyendo enseñanzas previas y en un estado casi de neonato. Como si estuviera en el oráculo de Matrix y una calva miniatura me mirara despótica entre risas, mientras yo ingenua pretendía doblar la cuchara, hasta doblarme.

Los días nos pesaban a ambas, todos los días nos pesaban. La densidad del aire, el tabaco rumiando bajo las uñas, el peine enredado entre pelos blancos y rubios cobrizo de farmacia, la humedad martillando las rodillas en un devenir paulatino pero constante llenando la habitación.  El final del día de un intenso olor a menta y marihuana mezclado con pachuli y psicofármacos matizados bajo un fuerte hedor a palo santo. 

Las conversaciones giran en un constante desaprendizaje yendo y viniendo del espacio exterior al barrio que la vio crecer. Dormir en la luna, dijo un día, debe ser bastante parecido al mierdero de Mar del Plata, igual de imprevisible. Los cráteres, imaginate querida, deben ser tan acogedores como esa escollera, dura y suave, pero peligrosa. Sinónimo de mar y felicidad con olor a mierda, dependiendo de donde sople el viento, y de cuánto crezca el cielo sobre la luna. Mira nena, es como si un día te quedaras dormida en un cráter y el cielo lo inundara todo, lo mismo, exactamente lo mismo que pasa en el mierdero. Vos estás ahí, después de trabajar horas en el hotel, como la sierva de los dueños del mundo, aprendiendo a pelar una naranja con cubiertos. La etiqueta de la etiqueta- dice eufórica mientras hace un gesto alusivo a la élite, juntando el dedo pulgar con el índice, mientras el meñique queda apuntando al cielo de reverso, en un semicírculo compulsivo.- para que los chetos vengan y se coman la naranja con la mano y para colmo en la cara de una. ¿Vos podes creer?, ¿no te parece descabellado? 

Yo la miro, desde el vértice de la habitación. Creo que divaga, quiero corregirla, pero el cartel de la entrada suena en mi cabeza con la intensidad de un taladro. Se confunde mi nombre, lo mezcla con el de otros, mientras me cuenta sobre un viaje de jubilados que hizo con Pami, allá, en sus años coquetos, sus años mozos.

En Malvinas hacía un frío de aquellos, de esos que te congelan la lengua,- me río, aunque noto que no le gusta – ¿Vos nena, anduviste por allá también? de todas formas, tampoco podía decir mucho yo, porque inglés, lo que se dice inglés, nunca supe. Así que eso de que se congele la lengua… tampoco era un problema. Había, eso sí, una cantidad increíble de cruces, tan chiquita la isla.. y tantos.. tanto.. ¿Cómo era que te llamabas vos?, En fin, como te decía nena, muy lindo  Malvinas, es como la luna. Igual de lindo, pero más cerquita. ¿Anduviste por allá, por la luna digo, conociste allá? 

Muevo sutilmente la cabeza, en un intento de responder que no, que no estuve en la luna, ni yo, ni ella, ni nadie, salvo por un perro, leí alguna vez y algún que otro loco que creyó comprar una parcela de tierra en luna, quiero gritar. Me muerdo los labios. Desaprender, Manuela, des-a-pren-der. Aca nadie cuestiona ni enseña. La miro nuevamente y está ahí, quieta sobre su mecedora de paja y madera, con los ojos clavados en esa telaraña invisible que nos separa y noto que me ve, puede verme, estoy sentada espejada-mente sobre una mecedora de paja y madera, me ve, tiene que verme, debería hacerlo, pero no lo hace. Nunca me ve. No sabe mi nombre, ni puede verme, no me reconoce. Siento la tibieza de las perlas plastificadas presionando mi pecho. Me ve, yo se que me ve. Estiro los dedos que dan contra la telaraña, al final, invisible no es inexistente. Pienso. Quiero decir su nombre, y la noto rejuvenecida, pareciera de unos 20 años, podría decir 22 con exactitud, tiene el pelo suelto, y castaño, castaño claro. Le vendría bien un baño de sol y manzanilla, pienso. Me río, yo nunca pienso esas cosas. Esas son cosas que piensa ella, ¿pienso?. Me acuerdo de Malvinas, los pingüinos, esos bichos chiquitos y chuecos que parecieran vestir esmoquin. Es-mo-quin, es una palabra que siempre me ha causado gracia. ¿Usarán esmoquin en la luna? ¿Habrá pingüinos allá? Seguro, hay pingüinos en todos lados. Me río de mi elocuencia. A ella no le causa gracia. Esta seria, me mira con los ojos aguados, como si no entendiera de que le estoy hablando. ¿Quién será la chica que me mira desde el otro lado de este vidrio? Es jovencita la chica. ¿Habrá ido también a Malvinas?- le pregunto, pero no contesta-. ¿conocerá la luna? No, si la conociera, no me miraría así. ¿Qué quiere esta chica? ¿Quién es? 

Disculpame querida, ¿Cómo era tu nombre? bua , no importa, sentime una cosita, ¿que fácil, no? dormir en las estrellas.

Manu Bertola

Hija y nieta de la historia de nuestro pueblo. Estudiante de sociología. Nacida y criada en la ciudad donde las diagonales tocan el sol.

El miedo de los héroes

El miedo de los héroes

TIEMPO DE LECTURA: 3 min.

Relato de Silvia Elena Machado, participante de la convocatoria de cuentos “Hebe Uhart”.

El contorno del agujero como el de aquella vez, según de donde se lo mire, es el mismo zigzag entre testigo y actor. Si lo hago desde adentro con ojos cerrados soy el testigo de mi propio miedo, en cambio, si lo hago desde afuera y con los ojos abiertos soy protagonista de la megamentira.

Tal vez no exista parecido, aunque yo tampoco soy la misma persona.

Por la domesticación sentía el pudor del machismo, era incapaz de expresar tanto amor que sentía por lapatri, mipatri, subterfugio para no decir que estaba enamorado de la Patria. Luego, en la calle como perro de Pavlov, gritaba los goles hechos y en los penales el sufrimiento hervía mi odio hacia los rivales. Como un auténtico energúmeno hubiera destrozado con mis caninos a todo el equipo contrario. Y por eso de que “la pelota no se embarra”, me agarré a las piñas con cualquiera que no fuera cristiano y señalé para toda la vida a cualquiera que no fuera futbolero. Mientras, en las efemérides me llenaba la panza con bollos y chocolate. Así era mi amor a lapatri, gastronómico y de comensal, de agrupación, no gregario, no solidario.

Con el sinsentido de la vida, que pasa tan rápido para los pibes pobres, casi sin darme cuenta me bañaba en las duchas del ejército. Me asusté, pensé en cuál sería la unidad de medida del tiempo de los colimbas, ¿serían los castigos? Aunque muy adentrito mío yo quería demostrarle a lapatri de todo lo que era capaz por ella. La llevaba tatuada en el envés de la piel, quizás si hubiese tenido acceso a las muñecas hinchables probablemente la hubiese llevado en mi mochila sin desempacar del envase original.

Pero, de las duchas pasé a no ducharme, a cagarme de hambre en el frigorífico de las hermanitas perdidas.

Lapatri que no se entera jamás de nada apareció después de los horrores como hoy, como ahora mismo veo este miedo que me va a chupar. Porque el miedo no es una sensación, es una gelatina con vida que nos mama, y aunque fuera más beneficioso que tuviera dientes. Pero no, no los tiene, no nos tritura, nos inmoviliza.

Esta aparición o visión del pino es en verdad es un agujero. Porque igual, igual apareció aquel agujero como ojo de aguja que distinguí en la tierra del miedo congelante. No veía nada en el infierno frío, gélido, el infierno que amputa dedos, pies, manos, pero el ojo de aguja era como este pino, y yo no sentía miedo de él. El miedo no lo sentí con los chicos del grupo, quizá por las órdenes, por el hambre. Porque eso era el asombro diario, eso era la falta de sombra, el miedo, el miedo es un pedazo de algo que limita, que paraliza, y yo en ese momento desde algo así como la eternidad era inmóvil como lapatri. Hoy si veo el ojo de pinoaguja sé que la viscosidad del miedo me está chupando y esta vez el agujero canta. Cantan el romancero de lapatri a los comoyo, los chicos de la guerra o de las enfermeras violadas de Malvinas. Ellas y yo, y los comoyo sí nos asustamos, conocemos el miedo y también sabemos que nada lo contiene.

El miedo trajina con la memoria, no tiene carnes. Los comoyo evocamos abrazos, canciones, poemas, aunque sean sencillas y escritas en los tapiales a medio terminar del barrio. Vivía con los ojos bien abiertos, no quería dormir para no despertar y ver muertos de ojos abiertos, por congelación, por metrallas, balas, explosiones, que se yo… Prefería verlos morir, cantar fuerte la Marcha y despedirlos de mipatri.

Cacería

Cacería

TIEMPO DE LECTURA: 3 min.

Relato de Angela G. Lencinas, participante de la convocatoria de cuentos “Hebe Uhart”.

Una tarde de cielo gris abrumador y un calor húmedo asfixiante todo se derrumbó. El cuerpo, la piel, se sentía pegajosa. Era imposible concentrarse con las gotas que poco a poco caían de los pequeños vellos que rodean la nuca; pero más allá de eso, aquello que me desesperó completamente fue que, con la humedad, la maldita humedad insolente e irrespetuosa que avanzó sin siquiera presentarse pero ejerciendo evidentemente el rol de culpable de que la cerradura de la jaula estuviese algo floja. Con las altas temperaturas el hierro se expande, y de tanto expandirse y reducirse, sumado a lo resbaloso del sudor respirado que exhala luego de haber estado tantas horas al sol; terminaron por dejar a la traba de la jaula sin razón de ser y sin propósito, y a mí sin la única cosa que me mantenía en pie en este mundo de vorágines catastróficas, trágicas y lúgubres.

Desde pequeño me ganó la misantropía, y solo pude, solo puedo, comunicarme con los pájaros; ellos me calman, son mi ancla, mi eje.

Escuchar sus trinos bien entrada la mañana, mantenerlos entre mis palmas y ver como se retuercen un poco, como mueven sus cabecitas diminutas desesperados, o incluso intentan lanzarme unos picotazos juguetones. Cuando les doy de comer se avalanchan en aquella jaula de veinte metros cúbicos las setenta crías de ruiseñor, uno encima del otro, atacándose por un grano aunque sea de alimento. Me regocijo al ver sus ojos desesperados necesitándome, tanto que terminan amándome; por eso mismo me gusta dejarlos en dieta estricta, y cada vez que se atreven a matar a uno, en mi honor, por mi amor, por mi atención estallo por dentro de una felicidad inmensa que no me cabe en el cuerpo; pero aún así, para mantener las apariencias, me veo obligado a castigarlos cortándole las comidas, el agua, u “olvidándome” por un rato, media horita, de cubrir la jaula con una manta ante el sol.

Sus chillidos no hacen más que susurrarme: “Vuelve, te amo, no me dejes aquí en este infierno en la tierra cuando solo quiero ver tus ojos y tus manos que todo lo pueden y todo lo dan”.

Verdaderamente así me siento, un dios, porque tengo el poder inconmensurable de decidir sobre su vida, y ellos me aman tanto que aceptan con sumisión cualquiera de mis mandatos. Van a donde les digo, hacen lo que les pido, y me cantan serenatas de amor cada tarde para demostrarme su eterna lealtad. Los humanos jamás harán esto, jamás se someterán a alguien de esta manera, ellos no saben amar y por eso los desprecio.

Es por eso que cuando la cerradura, floja, caída cedió ante los golpes en la bandada hacia la puerta, y salieron de allí cada uno de mis amantes dejando plumas, sangre, y pedazos de patas y picos partidos en el camino entendí que moriría; mi vida ya no tenía nada de sentido sin nada que la sostuviera, sin ellos que la sostuvieran.

Es por eso que cuando alcancé a uno de ellos, tímido de salir pero finalmente decidido a hacerlo; volando justo al alcance de mi mano para que le parta el cuello diminuto. Fue allí donde sentí uno de los mayores placeres que podría haber experimentado nunca. Ellos no me amaron lo suficiente, y solo muertos serían capaces de hacerlo hasta la eternidad, solo muertos tendría su sumisión complaciente y eterna.

Corrí hasta el galpón a buscar el rifle de aire comprimido con el que me gustaba asustarlos, para después volver con premios, algunas flores y comida, y así ganarme su corazón; busqué y entre latas de atún vencido encontré perdigones viejos, los guarde en el bolsillo de forma cuidadosa.

Era hora de salir de cacería.

Ese día diluvió

Ese día diluvió

TIEMPO DE LECTURA: 5 min.

Relato de Lucas Carreño, participante de la convocatoria de cuentos “Hebe Uhart”.

Yo sé que cuando se destape la olla se va a ver lo podrido del asunto y esto lo estoy contando de antemano un poco por eso. Cuando se arme el lío no me va a dar el tiempo para decir nada. También pasó mucha agua debajo del puente pero ¿estos tipos tienen ese vicio no? No te perdonan una. Además estoy grande ya y viste como es, se te empiezan a borrar los bordes del recuerdo, se te van los detalles y terminas armando una mezcolanza de historias que no conectan.

Afuera llueve y eso me pone en clima, no por nostálgico ni nada sino porque ese día también llovía. Me indigno cuando me vienen con historias del diluvio universal, ese día si llovía como para que se inundara el mundo. La cuestión es esa, afuera llueve y a mí me caen las imágenes oxidadas por el desuso. Si lo pienso dos minutos, me vino al pelo el agua, porque ni bien cayeron las primeras gotas se armó como una desbandada de gente que se llevó a todos los chismosos. Y fue como tiene que ser. Los que estuvimos fuimos los de siempre, los que sabíamos, los amigos con derecho a estar. Si el pobre se las estaba bancando todas por nosotros, más que nada por mí. ¿Cómo no lo iba a aguantar hasta lo último?

Cuando me vino con esa idea de que tenía un plan para que yo zafara lo saque cagando. Si yo ni había pensado bajarme. Si ya estaba todo arreglado de antemano con el viejo y era un negocio redondo que cerraba por todos lados. Pero él, bicho, me conocía. Sabía que yo estaba dudando, que ella me volaba la cabeza. A todo el mundo le pasaba lo mismo. Nadie se animaba a mirarla de frente, era imposible, te desarmaba, entrabas en un estado como vegetativo. No es que fuera solamente hermosa, era perfecta. Lucida, bella, tiránica, insolente, simpática y distante todo en su medida ideal. En la ciudad se comentaba que no era real, no podía ser de este mundo. El tema es que sí, que existía y para darle la razón a este chiflado se notaba que yo le gustaba.

¿Cómo no querés que dude hermano? Si la piba por la que te morís, la que te tiene dos noches enteras sin dormir viene y te sonríe pícara y te dice -vas a caer- mientras te señala los cordones desatados, no hay corazón que aguante. Me estoy yendo de mambo y cuando lean esto no lo van a querer terminar pero por aburrido. La cosa es que cuando este ñato me viene con ese plan de que cambiemos, de que sos conocido pero no tanto, de que con la barba y el pelo largo medio que somos todos iguales… Si hubiéramos intentado lo que hicimos en esa época al día de hoy hubiera sido imposible. Con las cámaras, los teléfonos, la televisión y que lo que uno hace lo saben hasta en Japón, más que nada lo saben en Japón, tengan cuidado. Te decía que si lo hubiéramos intentado hoy nos linchan a todos, al grupo entero.

El tema es que una vez que me planteo su plan yo empecé a darle a la maquinita de la cabeza. Le había dicho que no que ni en pedo pero por dentro si que fantaseaba. Mudo quede cuando, dos días después, en una reunión con los muchachos nos hizo callar a todos y nos anunció que tenía fecha para morirse. Lo dejamos hablar porque quedamos como en shock. Él nos contó que había hablado con el viejo, no dijo como pero el viejo siempre encuentra la manera de contactarte, y que este le había dicho que se iba a morir. No sé qué enfermedad le nombró pero le afirmó que le quedaba poco, que se hiciera la idea a un par de días. Después de que pasara lo que estaba arreglado conmigo quedaba afuera él también. Los muchachos se pusieron como locos, que no podía ser, que yo iba a contactar al viejo para que lo arreglara, que el trabajo futuro era difícil y no se podía bajar antes de arrancar. Cuando se dejaron de gritar él empezó a hablar otra vez. Totalmente serio, creo que para despejar nuestras dudas, les contó lo que me había planteado a mí. Íbamos a cambiar de lugar, yo todavía era un borrego y él ya estaba jugado, también agregó, al final, que si al viejo no le gustaba la idea que se podía ir bien a la mierda. Y vos viste como son los muchachos, por bancar a un amigo

hacen lo que sea. Y encima en este caso estaban bancando a dos, porque sobre todo me hacían la pata a mí que era el principal beneficiado del asunto. Yo lo único que atine a decir, lo que en verdad me daba cagaso del asunto, fue que hacía falta saber que pensaba ella, eso era lo importante realmente.

El amor. El tipo se estaba jugando su vida por mí y me estaba dando la oportunidad de mi vida con ella. Con esa gratitud y enamoramiento infinitos rebotando en el cuerpo fui y se lo planteé. Me costó muchísimo. No es fácil exponer el corazón y menos si en el medio lagrimeas y no se te entiende nada. Pero ella lo entendió y lo resolvió todo a su manera. Le dio forma de felicidad a mi vida plantándome un beso que me hizo, y me hace, el tipo más feliz del universo.

A partir de ahí fue todo una gran despedida, dolor y certeza. Él era terco como una mula y yo me refugiaba en ella. Estaba todo decidido. La conversación con los sacerdotes, las treinta monedas de plata, su última cena, el calvario y la agonía. Hice lo que pude por aliviar su sufrimiento cuando llego el momento del final. Lo que sigue en la historia ya lo sabe todo el mundo. Aunque haya sido pura actuación para nosotros es la verdad para el resto.

Hay dos sensaciones de ese día que por más que el tiempo me barra la memoria no va a lograr quitarme del cuerpo, una es su sonrisa desde lo alto de la cruz bendiciéndonos con su sacrificio. La segunda es la sensación de ella apretándome la mano entre las suyas diciéndome que sí, que por toda la eternidad.

Alguien corre toda la vuelta

Alguien corre toda la vuelta

TIEMPO DE LECTURA: 12 min.

Juan Machado nació en Carhué, provincia de Buenos aires, en 1992. Escritor y conductor del programa Plastico Cruel. Publicó el libro de cuentos, microrelatos y poesías, No hay que jugar en la casa vieja y otros relatos (2020) Pájaros Punk (Malisia 2022). Comparte con Revista Trinchera el siguiente relato.

   Junto con la tarde, caía una cierta pesadumbre digna de velorios, de jornadas extensas, de veranos inagotables. Sobre el lomo de la casa se veía una niebla que empezaba tenue que después, con el correr de las horas, se trasformaba en insostenible, como una mentira incapaz. En mañanas de invierno uno atina a correr la niebla con la mano, dando manotazos en el aire también espeso y frio, como el que en la casa se respiraba esas inmensurables noches secas.

   Él llegaba junto con la niebla y se recibía de noche, con esa oscuridad blanca, con esas siluetas azules de hojas inquietas. Cuando abría la puerta, entraban ambos, él con paso disimulado envuelto en esa sabana gris que lo acompañaba siempre. Tirando la llave sobre la mesa ratona, que bien aprendió a esquivar, de camino al baño pasaba al lado de ella, que siempre de espaldas, cocinaba en la mesada fría e incómoda. A veces, dependiendo su humor, besaba alguna parte de la cara de la mujer sin importar cuál y otras veces solamente pasaba rumbo al baño y le regalaba una de las sonrisas más despreciables que se pueda imaginar, mezcla de perversión y burla, la perversión como burla siempre.

   Cada noche se repetía, a la vuelta del baño él caminaba de pies abiertos mientras ella ponía la mesa muda y desolada. Él le olía el cuello, con la punta de los dedos recorría los contornos de la espalda de la mujer, largaba unos vapores calientes de olor a boca usada sobre las orejas nacientes del cuello largo y blanco que empoderaba la espalda. Luego inhalaba a toda fuerza idiota los aromas sueltos de la mujer, volvía a crecer con sus manos por la cintura pero esta vez abarcando el ancho de la espalda escurriéndose por las axilas, hasta comprobar las texturas de sus pechos abiertos a la huida. Tomaba su mano haciéndola girar y la besaba derramante, clavando sus ojos secos en los de la mujer que no detenía la mirada ni un solo segundo en él y se iba con sus ojos bien lejos, a alguna realidad que la tenga sórdidamente radiante y dueña y mujer y amante.

   La casa no era muy grande, le decían la casa vieja porque quedaba atrás de la loma, justo antes del monte. Había sabido ser la casa de los patrones pero cuando hicieron el casco nuevo del otro lado del monte, esta quedó destinada a ser la casa de los peones. Un par de habitaciones usaron para despensas sin consultar al matrimonio, cosas de patrones, le quedaba una habitación para ellos, una cocina minúscula, un comedor amplio y el baño.

   Se sentaron a la mesa, tajeaba la cara del hombre una sonrisa torcida caída de otro cara, era dos veces una cara. ella se sentaba con ambas manos entre sus rodillas que se pegaban bajo el vestido, como sintiendo frio. Él la tocaba del hombro al codo con el revés de la mano áspera.Comamos mi amor. Decía casi cómplice. Explotaba en una carcajada filosa como cuchilla, hiriente como el desamor.Me acorde de una pavada, perdón amor, comamos. No paraba de reír.¿Sabes qué dice la mujer de Víctor? Eso me acordé ¿Sabes qué dice? Que se cansó de él, pobre tipo, labura todo el día solo para ella y la tipa está cansada porque él pasa por el bar después del trabajo. ¿Podes creerlo mi amor? La mujer no alcanzó a contestar mientras él prosiguió. Por suerte yo te tengo a vos que sos incapaz de hacerme una cosa así. Ni se me pasa por la cabeza que me lo hagas. De perfil sublime, ella se destinaba al plato de comida, se llevaba el primer bocado a la boca, humeaba la comida en el tenedor, un mechón de pelo negro dibujaba la cara de la mujer de boca abierta. Él plantó su palma derecha frente a la mujer, ella cerraba los ojos, como quien lamenta una herida.

Primero yo amorcito, quién trabajó todo el día hoy.

 Sin bajar la mano se llevaba el tenedor rebalsando a la boca, sin soplar aguantó el calor entre sus comisuras y escupió hediondo sobre la mesa.

¡Está caliente! ¿Lo haces a propósito? Decime nena ¿es a propósito? El hombre retiraba la silla hacia atrás marcando para siempre el aparador blanco, alzando los restos escupidos en la mesa. Tomá, tiralo, tomá, dale. La mujer ponía la mano para recibir lo que el hombre había escupido, clavaba la vista en la pared indiferente donde rebotaban todos los lamentos impávidos

 Pará, pará, no lo tires, comelo.

 Ella que caminaba hacia el tacho de basura frenó a medio camino. Él ya sentado en la mesa nuevamente la miraba mientras se rascaba la barba.

Dale amor, comelo. La mujer se llevó la mano cargada a la boca y tragó sin saborear aunque lo rancio y frio se le penetró en las encías.

 Muy bien, muy bien ¿Sabes por qué no te quemaste? Porque yo ya me quemé antes, como siempre, como en todo haciendo sacrificios por vos. Vení comamos. El hombre comenzaba a poner énfasis en ciertas palabras que se desprendían de su boca.

 Pobre Víctor para qué mierda trabaja todo el día, todo el reputísimo día para llegar y que la mina esta le haga una comida de mierda, para colmo dice que la toca y tiene olor a cebolla, pobre Víctor, si quería olor a cebolla se tendría que haber casado con una negra cualquiera. El hombre volvió a romper la noche en una carcajada impiadosa, ella inflaba el pecho con total disimulo, tomaba aire que se hacía entrecortado. Él recuperaba la postura y se dejaba caer sobre el plato que ya estaba casi vacío. 

 Llenito papi, qué pasa que no comes. Caminó hacia ella rosando la mesa.

Andá a bañarte, debes estar cansada. Ordenó mientras ella se apretaba las rodillas bajo el vestido y se tragaba entre suspiros esas lagrimas espesas que desgarran por dentro en un hecho irreversible.

Andá que yo tampoco me quise casar con una boliviana. Los ecos de su voz rebotaban en las paredes y caían sobre su pecho. La mujer sin soltarse el vestido, encorvada y temblorosa, pasó por delante de él. Cruzó el pie de la mujer y empujó su espalda dejándola caer de piernas abiertas. En el piso lo veía desprenderse el pantalón, vio las piernas finas y blancas con pelos negros del hombre que se apoyaba en sus rodillas frías. Le tapó la boca con su boca pastosa, justo en el momento en que lo áspero opacaba lo blando, se escucharon una seguidilla de golpes que venían desde el patio, hacia la vereda.

   Guardaron silencio, ambos con las miradas extraviadas, al silencio respondió la misma seguidilla de golpes, pero esta vez en dirección contraria.

Qué mierda. Compuso él. La mujer miraba extrañada al hombre que todavía duraba sobre sus rodillas. Él pareció estar dispuesto a retomar su acción sin dar demasiada importancia a los golpes, que ya habían desaparecido.

    No dejando llevar a cabo el desempeño cotidiano del hombre y el padecimiento de la mujer, volvió a repetirse el intenso golpeteo. Otra vez ambas en ambos sentidos.

   ¿Escuchaste? ella respondió que no en un movimiento de cuello dolorido y espalda fría. ¿No escuchaste el tropel? Repitió el gesto la mujer y él sostuvo con una mano en el pecho el intento de ella por levantarse. El silencio fue sepulcral y el sonido volvió a repetirse.

 El tropel, alguien corre afuera. Va y vuelve. ¿No escuchás? Ni para eso servís, Alma. Se apoyó con ambas manos sobre ella y se paró. Abrió la puerta del patio, puro macho, en el remanso terco de la noche húmeda halló una pura oscuridad pasmosa, lo helado se le acunó en el pecho de camisa abierta. Volvió una mano adentro, para prender la luz, el foco explotó en una llovizna de vidrio, el hombre insultó, volviendo sus pasos hacia atrás y cerrando la puerta.

¿Cómo puede ser que no escuches? Mientras se sacudía los vidrios ella encogió los hombros parada frente a él. El hombre se detuvo en la ventana un buen rato, con las manos cerradas y la espalda ancha, sin omitir ningún tipo de agravio, cosa que a la mujer le resultó extraño, ella se lucía sentada en la mesa ahora, el ejercía el oficio de la preocupación con total apremio. Luego giró dejando caer la cortina, retornó a la mesa, sin posar sus ojos en ella, tenía la mirada algo ida.

   Con la mano golpeó la mesa haciendo saltar todo.

 No me digas que no escuchaste, no me quieras volver loco. Acarició como siempre con el revés de la mano la mejilla de la mujer.

Me hacés enojar amor, mirá como me hacés poner. Desde algún rincón le brota un llanto sin edad, mientras se seguía apretando las rodillas ya marcadas. Él le usurpaba la piel, como a un animal muerto. Cargaba la mano con una furia precoz, cuando el golpeteo volvió a nacer, desde el fondo del terreno, pasando por la puerta que antes el hombre había abierto y creciendo en dirección a la vereda. Repitiéndose en esta oportunidad cuatro veces las idas y las vueltas. Se congeló con el puño alto y ella vio, entre los dedos de su mano, como al hombre se le extraviaban los ojos.

Otra vez. Susurró como contando un secreto, mientras dejaba caer su puño que ya no tenía nada de fuerte. Ella vio en sus manos que sostenían sus rodillas cuajadas, el color de sus sueños muertos. La desidia de la sombra que la había abandonado hace demasiado tiempo. Él ya se había pegado al vidrio de la ventana, que cabeceaba incrédulo, penoso, buscando el motivo. Buscando respuestas en el piso el hombre caminó y pasó casi sobre ella. 

Alguien corre afuera. 

Frente a la mujer se agachó. ¿Seguro es un amante tuyo no? Se te terminó el amante. Fue hacia la habitación y volvió con la escopeta entre las manos y la cargó frente a ella. Los postigos abiertos resonaban en un ruido a chapa que al hombre alteraba aún más. Abrió la puerta de par en par y una garúa liviana mojaba la vereda corta, empuñando el arma se paró en medio del pasillo que llevaba del patio a la vereda.

 ¡A ver, corre ahora hijo de puta, dale!

 El viento zarandeaba las solapas de la camisa, parado en medio de la oscuridad abría los ojos más que antes. Lo sorprendió un soplido en los pocos pelos de la nuca, sin pensarlo el hombre cuerpeó y dando la vuelta largó un fogonazo que iluminó el pasillo vacío. Buscó entre la humareda algún resabio de un cuerpo acribillado pero nada vio, ningún bulto, ningún quejido, nada. La oscuridad se parece a la nada. Se hacía larga la noche hacia el patio, el molino todavía abierto se quejaba en lo alto, los álamos del monte resonaban sus gajos no muy lejos y en la noche deshojada el eco del fogonazo se durmió en un intento inútil.

   El hombre entró sosteniéndose de los marcos y con el pulso insostenible cerró la puerta y apoyó la espalda abrazando el arma. Del otro lado de la mesa ella lo miraba fijamente, encontraron sus miradas en el medio del comedor, los ojos que se fueron al piso. Qué me mirás, me la estás haciendo bien, pero no me asustás, eh ¿sabés lo que te falta para asustarme a mí? Posó la culata de la escopeta en su hombro y apuntó tuerto hacia la cabeza de la mujer que llenó de intensidad esa mirada al piso sosteniendo su cuerpo rígido, inquebrantable. Caminó hacia ella pasos largos y retumbantes, apoyó el caño todavía tibio en la sien de la mujer, ella sintió un leve olor a pólvora que volvió su suave piel en una lija gruesa e hiriente.

 Pedime perdón. Dijo el hombre con el pulso inquieto.

 Pedime perdón, arrodíllate y pedime perdón por lo que me estás haciendo.

 Un llanto voraz se le adivinaba subiendo por la garganta al hombre y mientras ella caía de rodillas, él prefería guardar silencio. Ella nunca lo había visto llorar. La mujer se apretó las manos como rezando pero no cerró los ojos, él seguía apuntándole, apoyado en su nuca. pudo contar los temblores de su espalda desabrigada. La mujer estaba flaca y la columna parecía cortarle la espalda al medio con un filo de hacha.

   Un golpe seco se escuchó, un golpe seco en la pared, el hombre levantó la cabeza y recorrió los espacios de la casa con una mirada rabiosa. Un tropel más corto por el pasillo del patio y el hombre bajó el arma, el mismo tropel en dirección contraria, otro golpe en la misma pared y después silencio. Ella seguía de rodillas, con las manos abrazadas al punto de quitarles el color, con los ojos abiertos y con lágrimas gordas rodando por sus mejillas. El hombre caminó hacia la puerta con paso inseguro y cuando manoteó el picaporte, un golpe vino de la misma pared. Soltó el picaporte, aguardó respuesta y la respuesta llegó. Otro golpe en la misma pared, caminó al centro del comedor donde la mujer seguía de rodillas, y vino el tropel por el pasillo, eran varios tropeles que rodeaban la casa, la rodeaban, la cercaban.

 Alguien corre toda la vuelta. Dijo el hombre. De las paredes vacías empezaron a brotar unos golpes leves pero continuos, en todas las paredes, en el comedor, en el baño, en la cocina, en la habitación, los golpes se caían de las paredes, zamarreaban los postigos de las ventanas y manoteaban los picaportes, se desprendían como gajos secos los revoques flojos de la casa vieja. Afuera los tropeles no paraban, corridas alrededor de la casa, interminables.

 ¿Escuchás ahora, escuchás? Respóndeme hija de puta. El hombre se agachó y tomó con su mano el mentón de la mujer.

 No sé si es pájaro o jaula. Dijo ella y volvió de un tirón los ojos al piso sin dejar de repetir…

 No sé si es pájaro o jaula, no sé si es pájaro o jaula, una y otra vez. Los golpes incasables aflojaron los cuadros que empezaron a desprenderse de los clavos, fotos viejas de gente muerta en cuadros opacos reventando en astillas en el suelo. En las alacenas las ollas caían al piso y rodaban, el vino del hombre se escapaba del vaso y todo era temblor, como si por arriba de la casa pasara un tren carguero de madrugada. Todos los golpes en las padres parecían hacerse un solo golpe, siempre continúo, afuera los tropeles alrededor de la casa parecían hacer zanjas, se perseguían rodeando la casa, se perseguían o se perseguía o se buscaba o se burlaba o se perdía o se encontraba o se olía el aroma espeso de los amores puros gastados en espejos negros.

En un espejo negro, uno no puede repetirse.

   El hombre recorrió la casa impávida tambaleándose sobre los muebles, mientras la mujer no paraba de repetir.

 No sé si es pájaro o jaula, no sé si es pájaro o jaula. Una y otra vez. No sé si es pájaro o jaula. Todo era una sola vibración. Adoptó una posición fetal de espaldas a la puerta y frente a la mujer arrodillada. Los golpes en las paredes y los tropeles habían crecido en maneras incalculables. 

El hombre llevó el caño a su boca y se borró la cara en un zumbido prodigioso.

 De repente en la casa todo fue silencio.

 El cuerpo del hombre con la cabeza abierta en flor se recostaba contra la puerta salpicada, los brazos vencidos a ambos lados, la escopeta caída sobre el hombro izquierdo, la bragueta abierta.

   La mujer miró lo que quedaba del hombre, abrió los brazos todavía arrodillada

 Es pájaro. Dijo. Es pájaro.

 Y una carcajada blanca invadió el silencio de la noche. Se puso de pie emprolijándose el vestido, se corrió los pelos de la cara con los dedos abiertos al límite. Ante los restos del hombre dejó quieta una sonrisa muda en el ancho de la cara. Recorrió el baño, la habitación, la cocina, el comedor, rozó las paredes y respiró erguida el silencio total de la casa. Probó los ecos con un silbido bajo, arrastró de los pies al hombre hasta liberar la puerta, abrió, aire puro, respiró. La casa recibió el aire y se desperezó. Cantaban los gallos, antes de que el día alcance los últimos vestigios de la noche. caminó hacia el monte arrastrando al hombre de los pies, abierta la cabeza perdía sesos que comerían los chimangos en los pastos mojados apenas asome el día por detrás de la casa. Se hundió en el monte que se aclaraba en un sol todavía tímido. Oscura y parpadeante dejó al hombre caer, boca arriba, en un matorral. Agazapada clavó los dientes en la carne fresca y esperó a que se habite la casa vieja.

Juan Machado

Nació en Carhué, provincia de Buenos aires, en 1992. Actualmente reside en La Plata. Escritor, también se desempeña como conductor de radio. Dicta talleres y encuentros literarios. Publicó el libro de cuentos, microrelatos y poesías, No hay que jugar en la casa vieja y otros relatos (2020) Pájaros Punk (Malisia 2022)

Asco, lástima y pena

Asco, lástima y pena

TIEMPO DE LECTURA: 4 min.

Relato de Alejandro Alfonzo, participante de la convocatoria de cuentos “Hebe Uhart”.

Leímos juntos sobre especular. En realidad ella leyó y yo escuché. Aunque estábamos en el balcón y eran casi las 9 de la noche, el calor era agobiante: nos habíamos tomado 2 botellas de agua en 10 minutos y nos acariciábamos poco para no pegotearnos. El árbol que se metía sin pedir permiso en el balcón, cada tanto se movía pero en vez de dar viento nos llenaba de hojas o de coquitos, o de esas cosas chiquitas que tienen los ombúes.
Había baches en los que no prestaba atención porque estaba especulando, como lo hago ahora también. ¿Qué pasaba si ese cuarentón pasado de pepa y de gira no me chocaba de frente el auto porque se había quedado dormido? ¿Y si yo estaba en el auto? ¿Y si tal vez me subía antes al auto, lograba esquivarlo pero me chocaba, no sé, un árbol? ¿Y qué pasa si no hubiese trabajado en el colegio? ¿Estaría acá?
En realidad no todo es tan grave: un loco se quedó dormido a las 11 de la matina, me chocó el auto dos días antes de salir de viaje y bueno, por suerte pago un seguro.
¿Servirán los seguros? ¿Son como las jubilaciones? O sea, sé cómo funcionan pero,

¿funcionan?

Esa noche después de leer sobre especular, bajamos el ascensor un piso (si, un piso. El ascensor más inútil que conozco pero es lindo), y caminamos en busca de algún antro. En realidad queríamos cenar helado. Yo quería comer helado sobre ella. ¿Quería o quiero? Bueno, fuimos en busca de crema de coco y dulce de leche y de golpe estábamos tomando una birra en vasos pequeños y comiendo unas hamburguesas buenísimas.
Ahí, después de que se me caiga una silla frente a todos, hablamos sobre los sentimientos más ¿feos? que se pueden sentir para con otro humano. Mi top 3 es asco,

lástima y pena. El de ella creo que era parecido. Divagamos, nos reímos y nos pedimos otras birras ácidas. ¿Alguien me puede decir por qué están tan de moda?
El flaco un poco de lástima me dio. Bajó de su auto rojo que estaba incrustado en mi auto rojo, me miró, me preguntó si era mío, me explicó que se había quedado dormido y me pidió perdón con un puño, ¿acaso tenía que pegarle? ¿Decirle que me había cagado un viaje? ¿Qué cómo iba a manejar dormido?
No sé bien que hice, solo noté que sus manos histéricas prendieron un cigarrillo y que se sentó en la vereda, a mirar y a pensar en cómo hace unas horas estaba de fiesta o cogiendo o anda a saber qué, y ahora de golpe, había chocado su auto y su fin de año de había ennegrecido. Y el mío. A veces creo que soy medio pelotudo. Me di lástima y pena. Asco, por suerte, todavía no.
A veces todo es muy difuso, mis pensamientos se mezclan y por unos segundos pierdo la noción de qué fue primero: ¿el choque? ¿La cena? Para no errarle, cuento todo a la vez.
A la primera persona que llamé fue al Gordo, llegó realmente rápido y con su cara de ya había armado el bolso para irme de vacaciones en tu auto recién chocado pero siento pena por vos, me abrazó y me dijo vamos a cambiar la rueda así no se rompe más. Y también vino María. Yo moría de ganas porque se conozcan pero no lo disfruté por el choque. Nunca entenderé como se dan las cosas, capaz planear y todo eso de organizar es chamuyo.
Estuvimos un rato sin hacer mucho, el flaco se fue a buscar el seguro y un conjunto de sucesos bizarros sucedieron: me dejó el registro para que yo le crea que iba a volver, una señora que era la antigua dueña del auto llegó al lugar y se quedó para retar al tipo y yo, me quedé parado, como si las horas fuesen segundos.

María de golpe me devolvió a la realidad. A veces parece estar eclipsada en su mundo, en su celular, en su cabeza recopilando todas las tareas que tiene que hacer. Sin embargo, tengo la teoría de que solo está esperando el momento indicado para decir lo justo o pensando cómo hacerte sentir mejor: gran virtud la aparición oportuna, ¿no?
¿Vamos a comer un helado Ale? Y fuimos, y nos reímos, y nos retaron por usar juegos infantiles, y realmente estuvo bueno y llegué a pensar: si esto siempre fuese así, ¿por qué no me chocan todos los días?
No entiendo mucho de casi nada, menos las cosas que siento. Tal vez no las describa bien tampoco, pero con María, siempre estoy en una heladería. Espero que la próxima vez sea sin el auto roto. Saz.
Mientras nos lavábamos los dientes, después de caminar para bajar la birra y la hamburguesa, para alargar la conversación sobre cánceres y personas amadas, para estirar, estirar y estirar el tiempo aunque sea una tarea imposible, la miré y le dije que la quería. Un poco de lástima me di. Me abrazó y me dijo yo también Ale, obvio.

Los sapos

Los sapos

TIEMPO DE LECTURA: 4 min.

Relato de Miramar Caos, participante de la convocatoria de cuentos “Hebe Uhart”.

El calor apretaba duro este verano.
En otros barrios, no muy lejos del que habitaba, el agua corriente era apenas un hilo en las canillas.
En todos, la tierra empezaba a rajarse por la falta de lluvia.
En el suyo, el bombeador abastecía solamente a cincuenta y dos viviendas, muchas de ellas con un único habitante, de modo que, a menos que se cortara la energía que lo hacía funcionar o se agotara la napa subterránea, el agua era más que suficiente para todos.
Eso pensaba cuando decidió regar todas las noches, convencida de que las plantas, como el resto de los seres vivos, eran merecedoras de la necesaria humedad para crecer, florecer y dar semilla, o quizá solo mantenerse vivas hasta que lloviese con ganas.
Comenzó con la regadera azul y las pocas macetas.
Unos días después reparó en los manchones amarillos del pasto, la falta de penachos en las cortaderas, las flores marrones y secas de la lavanda y las ramas de la corona de novia que se deshacían de sus hojas en una época temprana. Entonces usó la manguera.
Apenas unos instantes en cada planta, dispersaba el chorro presionando un poco la salida con su dedo, lo hacía cruzar el alambrado hasta alcanzar los ceibos de la vereda que ni las cuatro flores del año anterior habían adornado. Daba la vuelta a la Pelopincho armada en el centro del terreno para continuar con los pichones de viraró de flores amarillas y semillas rojas conseguidos en el vivero nativo de Hudson. Luego era el turno de las suculentas de flores fucsias en los pilares de entrada, del cantero contra la pared medianera y sus pequeñas matitas de orégano y albahaca, la menta invasiva y el oloroso romero. No olvidaba tampoco regar el suelo, esperando que el amarillo se convirtiera en nuevo verde y reaparecieran los tréboles. A todo regalaba la breve sensación de lluvia, mojando desde la tierra hasta las hojas, tallos y flores.
Pensó con preocupación si no estaría interfiriendo en algún proceso vital de la naturaleza, quitándoles a las plantas el entrenamiento de no tener agua por un tiempo, puesto que en algún momento llovería otra vez, evitándoles así la posibilidad de fortalecerse con el esfuerzo. Pero decidió que el jardín merecía un respiro a la hora tardía en que el sol no le daba de lleno. Regaba un poco y el suelo se encargaría de dosificar esa humedad hasta que el día caliente comenzara otra vez.
Pasadas las primeras semanas, recordó el patio trasero centro de manzana compartido con los vecinos. Gracias a la sombra de los árboles aledaños se mantenía fresco y húmedo. El falso arrayán que se estiraba para conseguir la luz imprescindible y florecía siempre tarde, hacía de sostén para la flor de patito. El aloe vera estaba triste en las macetas de colores. Los malvaviscos se mantenían sin crecer, raramente pudo ver abiertas las pequeñas flores amarillas. Sin embargo las varitas carnosas de equisetum se mantenían firmes y verdeaban de lo lindo pegadas a la pared color ciruela.
Atravesó con la manguera la ventana del baño, cruzó el comedor y llegó hasta el fondo.
Todo revivió gracias al riego breve pero constante de cada atardecer.
Una de esas nochecitas vio entre los árboles una mancha oscura moviéndose lentamente. Se calzó los anteojos y despacio se acercó: ¡un sapo¡
Lento, como agotado, el sapo se dirigió a la tierra recién regada, aplastó contra ella la panza y cerró los ojos, jura que lo vio sonreír.
Maite no sabía qué hacer, se quedó inmóvil con la manguera chorreando agua colgada de la mano. Hacía mucho ya que había superado su rechazo hacia estos pegajosos animalitos, que además se comían los bichos que detestaba. Pero llevaba tanto tiempo sin ver ni oír ninguno que el encuentro la sorprendió.
El sapo aprovechó el instante de su indecisión para avanzar hasta el chorro de agua dejando que lo bañara.
La línea de su boca cerrada seguía extendiéndose a lo ancho de la cabeza.
Definitivamente sonreía. Pasados unos minutos dio un enérgico salto y desapareció por donde había venido.
Maite reaccionó. Saliendo de su estupor cerró el grifo, recogió la manguera y continuó con sus quehaceres.
El calor y la seca siguieron castigando la tierra, y ella combatiéndolos con su riego todos los días, en una rutina que no por serlo le resultaba desagradable.
Cada tarde el sapo reaparecía, al principio solo, luego seguido de otro, y otro más.
Finalmente fueron cinco o seis los que disfrutaban del baño vespertino. Intentó seguirlos algunas veces, pero a los pocos pasos los perdía de vista. Nunca pudo dar con sus madrigueras.
Cuando menguaron las temperaturas y comenzaron de a poco las lluvias, el pasto estaba más verde, las lavandas recuperaron su color lila, y las cortaderas habían abierto una buena cantidad de penachos.
Maite dejó de regar y supo, investigando un poco, que el sapo común era una especie en extinción.
De lo que jamás se enteró fue que esos, eran los últimos sapos que alguien vio con vida alguna vez.

Las rutas de la vida

Las rutas de la vida

TIEMPO DE LECTURA: 4 min.

Relato de Rocío García Romero, participante de la convocatoria de cuentos “Hebe Uhart”.

A veces uno no se da cuenta pero se pasa la vida recorriendo los mismos trayectos, una y otra vez, en un sentido y en otro, con diferentes ropas, con distintos humores, en diferentes épocas, en climas más cálidos o más fríos, solos o acompañados. Llega un momento en el que la infancia se tensa y a uno lo largan solo a la vida, le dan unas explicaciones vagas de hacia dónde dirigirse, qué cuidados tener, que compañías conservar, que presencias evitar. Y así te largan, con un par de consejos en el bolsillo y dos o tres palmadas en la espalda que con el tiempo empiezan a resonar hasta producir gemidos en los pulmones que generan una exhalación de un polvo sucio y familiar. Pilar era consciente de todo esto, recordaba que una vez alcanzado cuarto grado de la primaria sus papás le permitieron ir y volver sola a la escuela una vez que ya le habían explicado por qué camino ir (algo de harta cotidianidad ya para aquella niña), qué recaudos tener y a quién acudir en caso de emergencia. Recordó también la sensación de libertad y madurez que le significó todo esto a aquella pequeña pili, que se creía inmensa midiendo un metro veinte, sintiendo que con la mirada frenaba autos en las esquinas y que llegar a casa era un logro digno de reconocimiento. Con el tiempo las vueltas del cole perdieron su heroísmo en favor de una rutina pesada que los días de calor o de mal humor agobiaban más. La nostalgia se colaba entre sus pensamientos y deseaba renunciar a esa libertad tan anhelada antes para, en cambio, retornar al cómodo viaje en auto con sus papás.

Pilar hace rato que dejó de ser esa niña, y dejó de tomar esa ruta. Pero cambió la misma por otra, que ahora la dirige hacia el trabajo cinco de los siete días de la semana. Esta sería más duradera en el tiempo, tendría nuevos paisajes y personajes. Pero cuando algo es parte ornamental de la rutina pierde todo espíritu, la casa por la que pasamos todos los días no es digna de ser ahondada en detalles cuando la prisa de todos los días nos empuja, la persona que saludamos todas las mañanas deja de existir una vez que la pasamos y la perdemos de vista.

Un día, Pilar se percató de que un señor de avanzada edad, quien sospechaba de vista reducida por los lentes oscuros que vestía religiosamente, que siempre que el clima acompañaba se encontraba sentado a la sombra en la vereda en una reposera desgastada por el uso a través de los años. Todas las veces que Pilar pasaba, sin excepción, emitía un saludo al señor; en ocasiones un buen día, en otras un adiós, en otras un chau cómo va. Y a su vez, sin excepción, el señor de desconocida identidad siempre contestaba amablemente con un saludo similar al recibido, en un tono rasgado y ahogado a veces, levantando el bastón en otras, torciendo una sonrisa que la chica sospechaba irrepetible en cualquier otro rostro. Con el paso de los días, de los caminos, de los saludos, Pilar evidenció cómo iba reduciéndose el tiempo de respuesta del señor a sus saludos. Respuestas que en sus primeros recorridos eran casi inmediatas, dónde la voz del hombre era vivaz y clara, cuando el bastón aún no acompañaba su figura y el cabello todavía caía sobre su frente. Con el tiempo la voz del hombre se fue tornando carrasposa, el bastón entró en escena en diferentes posiciones, los horarios de exposición se acortaron y los tiempos de reacción se redujeron considerablemente.

Pilar se preguntó en qué momento aquel señor dejaría de ser un personaje más en la ruta de su vida, en qué momento el paisaje cambiaría, en qué momento las ausencias suplirían los amigables saludos. Por eso decidió comenzar a frecuentar distintas rutas, basándose en la idea de que si no había paisajes ni personajes a los que pudiera acostumbrarse o incluso encariñarse ayudada por el peso de la rutina, jamás tendría que preocuparse por sus desvanecimientos. Así, tal insulso miedo la privó de los últimos 27 saludos del señor, de las últimas 27 sonrisas torcidas todas dirigidas a ella. Y todo fue en vano, porque no pudo evitar extrañar sus saludos ni tampoco aquellos saludos de personas que incluso no conoció,
habitantes de caminos que jamás transitó. Y así comprendió que la nostalgia te atrapa cuando encaras algo al medio y que también lo hace cuando lo evitas. Que los caminos de su cotidianidad la abrazaban y la ahogaban en nostalgia, pero que los caminos constantemente renovados la pinchaban hasta hacerle sangrar gotas de añoranza de lo no vivido.

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