TIEMPO DE LECTURA: 3 min.

Relato de Angela G. Lencinas, participante de la convocatoria de cuentos “Hebe Uhart”.

Una tarde de cielo gris abrumador y un calor húmedo asfixiante todo se derrumbó. El cuerpo, la piel, se sentía pegajosa. Era imposible concentrarse con las gotas que poco a poco caían de los pequeños vellos que rodean la nuca; pero más allá de eso, aquello que me desesperó completamente fue que, con la humedad, la maldita humedad insolente e irrespetuosa que avanzó sin siquiera presentarse pero ejerciendo evidentemente el rol de culpable de que la cerradura de la jaula estuviese algo floja. Con las altas temperaturas el hierro se expande, y de tanto expandirse y reducirse, sumado a lo resbaloso del sudor respirado que exhala luego de haber estado tantas horas al sol; terminaron por dejar a la traba de la jaula sin razón de ser y sin propósito, y a mí sin la única cosa que me mantenía en pie en este mundo de vorágines catastróficas, trágicas y lúgubres.

Desde pequeño me ganó la misantropía, y solo pude, solo puedo, comunicarme con los pájaros; ellos me calman, son mi ancla, mi eje.

Escuchar sus trinos bien entrada la mañana, mantenerlos entre mis palmas y ver como se retuercen un poco, como mueven sus cabecitas diminutas desesperados, o incluso intentan lanzarme unos picotazos juguetones. Cuando les doy de comer se avalanchan en aquella jaula de veinte metros cúbicos las setenta crías de ruiseñor, uno encima del otro, atacándose por un grano aunque sea de alimento. Me regocijo al ver sus ojos desesperados necesitándome, tanto que terminan amándome; por eso mismo me gusta dejarlos en dieta estricta, y cada vez que se atreven a matar a uno, en mi honor, por mi amor, por mi atención estallo por dentro de una felicidad inmensa que no me cabe en el cuerpo; pero aún así, para mantener las apariencias, me veo obligado a castigarlos cortándole las comidas, el agua, u “olvidándome” por un rato, media horita, de cubrir la jaula con una manta ante el sol.

Sus chillidos no hacen más que susurrarme: “Vuelve, te amo, no me dejes aquí en este infierno en la tierra cuando solo quiero ver tus ojos y tus manos que todo lo pueden y todo lo dan”.

Verdaderamente así me siento, un dios, porque tengo el poder inconmensurable de decidir sobre su vida, y ellos me aman tanto que aceptan con sumisión cualquiera de mis mandatos. Van a donde les digo, hacen lo que les pido, y me cantan serenatas de amor cada tarde para demostrarme su eterna lealtad. Los humanos jamás harán esto, jamás se someterán a alguien de esta manera, ellos no saben amar y por eso los desprecio.

Es por eso que cuando la cerradura, floja, caída cedió ante los golpes en la bandada hacia la puerta, y salieron de allí cada uno de mis amantes dejando plumas, sangre, y pedazos de patas y picos partidos en el camino entendí que moriría; mi vida ya no tenía nada de sentido sin nada que la sostuviera, sin ellos que la sostuvieran.

Es por eso que cuando alcancé a uno de ellos, tímido de salir pero finalmente decidido a hacerlo; volando justo al alcance de mi mano para que le parta el cuello diminuto. Fue allí donde sentí uno de los mayores placeres que podría haber experimentado nunca. Ellos no me amaron lo suficiente, y solo muertos serían capaces de hacerlo hasta la eternidad, solo muertos tendría su sumisión complaciente y eterna.

Corrí hasta el galpón a buscar el rifle de aire comprimido con el que me gustaba asustarlos, para después volver con premios, algunas flores y comida, y así ganarme su corazón; busqué y entre latas de atún vencido encontré perdigones viejos, los guarde en el bolsillo de forma cuidadosa.

Era hora de salir de cacería.

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