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Relato de Miramar Caos, participante de la convocatoria de cuentos “Hebe Uhart”.

El calor apretaba duro este verano.
En otros barrios, no muy lejos del que habitaba, el agua corriente era apenas un hilo en las canillas.
En todos, la tierra empezaba a rajarse por la falta de lluvia.
En el suyo, el bombeador abastecía solamente a cincuenta y dos viviendas, muchas de ellas con un único habitante, de modo que, a menos que se cortara la energía que lo hacía funcionar o se agotara la napa subterránea, el agua era más que suficiente para todos.
Eso pensaba cuando decidió regar todas las noches, convencida de que las plantas, como el resto de los seres vivos, eran merecedoras de la necesaria humedad para crecer, florecer y dar semilla, o quizá solo mantenerse vivas hasta que lloviese con ganas.
Comenzó con la regadera azul y las pocas macetas.
Unos días después reparó en los manchones amarillos del pasto, la falta de penachos en las cortaderas, las flores marrones y secas de la lavanda y las ramas de la corona de novia que se deshacían de sus hojas en una época temprana. Entonces usó la manguera.
Apenas unos instantes en cada planta, dispersaba el chorro presionando un poco la salida con su dedo, lo hacía cruzar el alambrado hasta alcanzar los ceibos de la vereda que ni las cuatro flores del año anterior habían adornado. Daba la vuelta a la Pelopincho armada en el centro del terreno para continuar con los pichones de viraró de flores amarillas y semillas rojas conseguidos en el vivero nativo de Hudson. Luego era el turno de las suculentas de flores fucsias en los pilares de entrada, del cantero contra la pared medianera y sus pequeñas matitas de orégano y albahaca, la menta invasiva y el oloroso romero. No olvidaba tampoco regar el suelo, esperando que el amarillo se convirtiera en nuevo verde y reaparecieran los tréboles. A todo regalaba la breve sensación de lluvia, mojando desde la tierra hasta las hojas, tallos y flores.
Pensó con preocupación si no estaría interfiriendo en algún proceso vital de la naturaleza, quitándoles a las plantas el entrenamiento de no tener agua por un tiempo, puesto que en algún momento llovería otra vez, evitándoles así la posibilidad de fortalecerse con el esfuerzo. Pero decidió que el jardín merecía un respiro a la hora tardía en que el sol no le daba de lleno. Regaba un poco y el suelo se encargaría de dosificar esa humedad hasta que el día caliente comenzara otra vez.
Pasadas las primeras semanas, recordó el patio trasero centro de manzana compartido con los vecinos. Gracias a la sombra de los árboles aledaños se mantenía fresco y húmedo. El falso arrayán que se estiraba para conseguir la luz imprescindible y florecía siempre tarde, hacía de sostén para la flor de patito. El aloe vera estaba triste en las macetas de colores. Los malvaviscos se mantenían sin crecer, raramente pudo ver abiertas las pequeñas flores amarillas. Sin embargo las varitas carnosas de equisetum se mantenían firmes y verdeaban de lo lindo pegadas a la pared color ciruela.
Atravesó con la manguera la ventana del baño, cruzó el comedor y llegó hasta el fondo.
Todo revivió gracias al riego breve pero constante de cada atardecer.
Una de esas nochecitas vio entre los árboles una mancha oscura moviéndose lentamente. Se calzó los anteojos y despacio se acercó: ¡un sapo¡
Lento, como agotado, el sapo se dirigió a la tierra recién regada, aplastó contra ella la panza y cerró los ojos, jura que lo vio sonreír.
Maite no sabía qué hacer, se quedó inmóvil con la manguera chorreando agua colgada de la mano. Hacía mucho ya que había superado su rechazo hacia estos pegajosos animalitos, que además se comían los bichos que detestaba. Pero llevaba tanto tiempo sin ver ni oír ninguno que el encuentro la sorprendió.
El sapo aprovechó el instante de su indecisión para avanzar hasta el chorro de agua dejando que lo bañara.
La línea de su boca cerrada seguía extendiéndose a lo ancho de la cabeza.
Definitivamente sonreía. Pasados unos minutos dio un enérgico salto y desapareció por donde había venido.
Maite reaccionó. Saliendo de su estupor cerró el grifo, recogió la manguera y continuó con sus quehaceres.
El calor y la seca siguieron castigando la tierra, y ella combatiéndolos con su riego todos los días, en una rutina que no por serlo le resultaba desagradable.
Cada tarde el sapo reaparecía, al principio solo, luego seguido de otro, y otro más.
Finalmente fueron cinco o seis los que disfrutaban del baño vespertino. Intentó seguirlos algunas veces, pero a los pocos pasos los perdía de vista. Nunca pudo dar con sus madrigueras.
Cuando menguaron las temperaturas y comenzaron de a poco las lluvias, el pasto estaba más verde, las lavandas recuperaron su color lila, y las cortaderas habían abierto una buena cantidad de penachos.
Maite dejó de regar y supo, investigando un poco, que el sapo común era una especie en extinción.
De lo que jamás se enteró fue que esos, eran los últimos sapos que alguien vio con vida alguna vez.

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