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Juan Machado nació en Carhué, provincia de Buenos aires, en 1992. Escritor y conductor del programa Plastico Cruel. Publicó el libro de cuentos, microrelatos y poesías, No hay que jugar en la casa vieja y otros relatos (2020) Pájaros Punk (Malisia 2022). Comparte con Revista Trinchera el siguiente relato.

   Junto con la tarde, caía una cierta pesadumbre digna de velorios, de jornadas extensas, de veranos inagotables. Sobre el lomo de la casa se veía una niebla que empezaba tenue que después, con el correr de las horas, se trasformaba en insostenible, como una mentira incapaz. En mañanas de invierno uno atina a correr la niebla con la mano, dando manotazos en el aire también espeso y frio, como el que en la casa se respiraba esas inmensurables noches secas.

   Él llegaba junto con la niebla y se recibía de noche, con esa oscuridad blanca, con esas siluetas azules de hojas inquietas. Cuando abría la puerta, entraban ambos, él con paso disimulado envuelto en esa sabana gris que lo acompañaba siempre. Tirando la llave sobre la mesa ratona, que bien aprendió a esquivar, de camino al baño pasaba al lado de ella, que siempre de espaldas, cocinaba en la mesada fría e incómoda. A veces, dependiendo su humor, besaba alguna parte de la cara de la mujer sin importar cuál y otras veces solamente pasaba rumbo al baño y le regalaba una de las sonrisas más despreciables que se pueda imaginar, mezcla de perversión y burla, la perversión como burla siempre.

   Cada noche se repetía, a la vuelta del baño él caminaba de pies abiertos mientras ella ponía la mesa muda y desolada. Él le olía el cuello, con la punta de los dedos recorría los contornos de la espalda de la mujer, largaba unos vapores calientes de olor a boca usada sobre las orejas nacientes del cuello largo y blanco que empoderaba la espalda. Luego inhalaba a toda fuerza idiota los aromas sueltos de la mujer, volvía a crecer con sus manos por la cintura pero esta vez abarcando el ancho de la espalda escurriéndose por las axilas, hasta comprobar las texturas de sus pechos abiertos a la huida. Tomaba su mano haciéndola girar y la besaba derramante, clavando sus ojos secos en los de la mujer que no detenía la mirada ni un solo segundo en él y se iba con sus ojos bien lejos, a alguna realidad que la tenga sórdidamente radiante y dueña y mujer y amante.

   La casa no era muy grande, le decían la casa vieja porque quedaba atrás de la loma, justo antes del monte. Había sabido ser la casa de los patrones pero cuando hicieron el casco nuevo del otro lado del monte, esta quedó destinada a ser la casa de los peones. Un par de habitaciones usaron para despensas sin consultar al matrimonio, cosas de patrones, le quedaba una habitación para ellos, una cocina minúscula, un comedor amplio y el baño.

   Se sentaron a la mesa, tajeaba la cara del hombre una sonrisa torcida caída de otro cara, era dos veces una cara. ella se sentaba con ambas manos entre sus rodillas que se pegaban bajo el vestido, como sintiendo frio. Él la tocaba del hombro al codo con el revés de la mano áspera.Comamos mi amor. Decía casi cómplice. Explotaba en una carcajada filosa como cuchilla, hiriente como el desamor.Me acorde de una pavada, perdón amor, comamos. No paraba de reír.¿Sabes qué dice la mujer de Víctor? Eso me acordé ¿Sabes qué dice? Que se cansó de él, pobre tipo, labura todo el día solo para ella y la tipa está cansada porque él pasa por el bar después del trabajo. ¿Podes creerlo mi amor? La mujer no alcanzó a contestar mientras él prosiguió. Por suerte yo te tengo a vos que sos incapaz de hacerme una cosa así. Ni se me pasa por la cabeza que me lo hagas. De perfil sublime, ella se destinaba al plato de comida, se llevaba el primer bocado a la boca, humeaba la comida en el tenedor, un mechón de pelo negro dibujaba la cara de la mujer de boca abierta. Él plantó su palma derecha frente a la mujer, ella cerraba los ojos, como quien lamenta una herida.

Primero yo amorcito, quién trabajó todo el día hoy.

 Sin bajar la mano se llevaba el tenedor rebalsando a la boca, sin soplar aguantó el calor entre sus comisuras y escupió hediondo sobre la mesa.

¡Está caliente! ¿Lo haces a propósito? Decime nena ¿es a propósito? El hombre retiraba la silla hacia atrás marcando para siempre el aparador blanco, alzando los restos escupidos en la mesa. Tomá, tiralo, tomá, dale. La mujer ponía la mano para recibir lo que el hombre había escupido, clavaba la vista en la pared indiferente donde rebotaban todos los lamentos impávidos

 Pará, pará, no lo tires, comelo.

 Ella que caminaba hacia el tacho de basura frenó a medio camino. Él ya sentado en la mesa nuevamente la miraba mientras se rascaba la barba.

Dale amor, comelo. La mujer se llevó la mano cargada a la boca y tragó sin saborear aunque lo rancio y frio se le penetró en las encías.

 Muy bien, muy bien ¿Sabes por qué no te quemaste? Porque yo ya me quemé antes, como siempre, como en todo haciendo sacrificios por vos. Vení comamos. El hombre comenzaba a poner énfasis en ciertas palabras que se desprendían de su boca.

 Pobre Víctor para qué mierda trabaja todo el día, todo el reputísimo día para llegar y que la mina esta le haga una comida de mierda, para colmo dice que la toca y tiene olor a cebolla, pobre Víctor, si quería olor a cebolla se tendría que haber casado con una negra cualquiera. El hombre volvió a romper la noche en una carcajada impiadosa, ella inflaba el pecho con total disimulo, tomaba aire que se hacía entrecortado. Él recuperaba la postura y se dejaba caer sobre el plato que ya estaba casi vacío. 

 Llenito papi, qué pasa que no comes. Caminó hacia ella rosando la mesa.

Andá a bañarte, debes estar cansada. Ordenó mientras ella se apretaba las rodillas bajo el vestido y se tragaba entre suspiros esas lagrimas espesas que desgarran por dentro en un hecho irreversible.

Andá que yo tampoco me quise casar con una boliviana. Los ecos de su voz rebotaban en las paredes y caían sobre su pecho. La mujer sin soltarse el vestido, encorvada y temblorosa, pasó por delante de él. Cruzó el pie de la mujer y empujó su espalda dejándola caer de piernas abiertas. En el piso lo veía desprenderse el pantalón, vio las piernas finas y blancas con pelos negros del hombre que se apoyaba en sus rodillas frías. Le tapó la boca con su boca pastosa, justo en el momento en que lo áspero opacaba lo blando, se escucharon una seguidilla de golpes que venían desde el patio, hacia la vereda.

   Guardaron silencio, ambos con las miradas extraviadas, al silencio respondió la misma seguidilla de golpes, pero esta vez en dirección contraria.

Qué mierda. Compuso él. La mujer miraba extrañada al hombre que todavía duraba sobre sus rodillas. Él pareció estar dispuesto a retomar su acción sin dar demasiada importancia a los golpes, que ya habían desaparecido.

    No dejando llevar a cabo el desempeño cotidiano del hombre y el padecimiento de la mujer, volvió a repetirse el intenso golpeteo. Otra vez ambas en ambos sentidos.

   ¿Escuchaste? ella respondió que no en un movimiento de cuello dolorido y espalda fría. ¿No escuchaste el tropel? Repitió el gesto la mujer y él sostuvo con una mano en el pecho el intento de ella por levantarse. El silencio fue sepulcral y el sonido volvió a repetirse.

 El tropel, alguien corre afuera. Va y vuelve. ¿No escuchás? Ni para eso servís, Alma. Se apoyó con ambas manos sobre ella y se paró. Abrió la puerta del patio, puro macho, en el remanso terco de la noche húmeda halló una pura oscuridad pasmosa, lo helado se le acunó en el pecho de camisa abierta. Volvió una mano adentro, para prender la luz, el foco explotó en una llovizna de vidrio, el hombre insultó, volviendo sus pasos hacia atrás y cerrando la puerta.

¿Cómo puede ser que no escuches? Mientras se sacudía los vidrios ella encogió los hombros parada frente a él. El hombre se detuvo en la ventana un buen rato, con las manos cerradas y la espalda ancha, sin omitir ningún tipo de agravio, cosa que a la mujer le resultó extraño, ella se lucía sentada en la mesa ahora, el ejercía el oficio de la preocupación con total apremio. Luego giró dejando caer la cortina, retornó a la mesa, sin posar sus ojos en ella, tenía la mirada algo ida.

   Con la mano golpeó la mesa haciendo saltar todo.

 No me digas que no escuchaste, no me quieras volver loco. Acarició como siempre con el revés de la mano la mejilla de la mujer.

Me hacés enojar amor, mirá como me hacés poner. Desde algún rincón le brota un llanto sin edad, mientras se seguía apretando las rodillas ya marcadas. Él le usurpaba la piel, como a un animal muerto. Cargaba la mano con una furia precoz, cuando el golpeteo volvió a nacer, desde el fondo del terreno, pasando por la puerta que antes el hombre había abierto y creciendo en dirección a la vereda. Repitiéndose en esta oportunidad cuatro veces las idas y las vueltas. Se congeló con el puño alto y ella vio, entre los dedos de su mano, como al hombre se le extraviaban los ojos.

Otra vez. Susurró como contando un secreto, mientras dejaba caer su puño que ya no tenía nada de fuerte. Ella vio en sus manos que sostenían sus rodillas cuajadas, el color de sus sueños muertos. La desidia de la sombra que la había abandonado hace demasiado tiempo. Él ya se había pegado al vidrio de la ventana, que cabeceaba incrédulo, penoso, buscando el motivo. Buscando respuestas en el piso el hombre caminó y pasó casi sobre ella. 

Alguien corre afuera. 

Frente a la mujer se agachó. ¿Seguro es un amante tuyo no? Se te terminó el amante. Fue hacia la habitación y volvió con la escopeta entre las manos y la cargó frente a ella. Los postigos abiertos resonaban en un ruido a chapa que al hombre alteraba aún más. Abrió la puerta de par en par y una garúa liviana mojaba la vereda corta, empuñando el arma se paró en medio del pasillo que llevaba del patio a la vereda.

 ¡A ver, corre ahora hijo de puta, dale!

 El viento zarandeaba las solapas de la camisa, parado en medio de la oscuridad abría los ojos más que antes. Lo sorprendió un soplido en los pocos pelos de la nuca, sin pensarlo el hombre cuerpeó y dando la vuelta largó un fogonazo que iluminó el pasillo vacío. Buscó entre la humareda algún resabio de un cuerpo acribillado pero nada vio, ningún bulto, ningún quejido, nada. La oscuridad se parece a la nada. Se hacía larga la noche hacia el patio, el molino todavía abierto se quejaba en lo alto, los álamos del monte resonaban sus gajos no muy lejos y en la noche deshojada el eco del fogonazo se durmió en un intento inútil.

   El hombre entró sosteniéndose de los marcos y con el pulso insostenible cerró la puerta y apoyó la espalda abrazando el arma. Del otro lado de la mesa ella lo miraba fijamente, encontraron sus miradas en el medio del comedor, los ojos que se fueron al piso. Qué me mirás, me la estás haciendo bien, pero no me asustás, eh ¿sabés lo que te falta para asustarme a mí? Posó la culata de la escopeta en su hombro y apuntó tuerto hacia la cabeza de la mujer que llenó de intensidad esa mirada al piso sosteniendo su cuerpo rígido, inquebrantable. Caminó hacia ella pasos largos y retumbantes, apoyó el caño todavía tibio en la sien de la mujer, ella sintió un leve olor a pólvora que volvió su suave piel en una lija gruesa e hiriente.

 Pedime perdón. Dijo el hombre con el pulso inquieto.

 Pedime perdón, arrodíllate y pedime perdón por lo que me estás haciendo.

 Un llanto voraz se le adivinaba subiendo por la garganta al hombre y mientras ella caía de rodillas, él prefería guardar silencio. Ella nunca lo había visto llorar. La mujer se apretó las manos como rezando pero no cerró los ojos, él seguía apuntándole, apoyado en su nuca. pudo contar los temblores de su espalda desabrigada. La mujer estaba flaca y la columna parecía cortarle la espalda al medio con un filo de hacha.

   Un golpe seco se escuchó, un golpe seco en la pared, el hombre levantó la cabeza y recorrió los espacios de la casa con una mirada rabiosa. Un tropel más corto por el pasillo del patio y el hombre bajó el arma, el mismo tropel en dirección contraria, otro golpe en la misma pared y después silencio. Ella seguía de rodillas, con las manos abrazadas al punto de quitarles el color, con los ojos abiertos y con lágrimas gordas rodando por sus mejillas. El hombre caminó hacia la puerta con paso inseguro y cuando manoteó el picaporte, un golpe vino de la misma pared. Soltó el picaporte, aguardó respuesta y la respuesta llegó. Otro golpe en la misma pared, caminó al centro del comedor donde la mujer seguía de rodillas, y vino el tropel por el pasillo, eran varios tropeles que rodeaban la casa, la rodeaban, la cercaban.

 Alguien corre toda la vuelta. Dijo el hombre. De las paredes vacías empezaron a brotar unos golpes leves pero continuos, en todas las paredes, en el comedor, en el baño, en la cocina, en la habitación, los golpes se caían de las paredes, zamarreaban los postigos de las ventanas y manoteaban los picaportes, se desprendían como gajos secos los revoques flojos de la casa vieja. Afuera los tropeles no paraban, corridas alrededor de la casa, interminables.

 ¿Escuchás ahora, escuchás? Respóndeme hija de puta. El hombre se agachó y tomó con su mano el mentón de la mujer.

 No sé si es pájaro o jaula. Dijo ella y volvió de un tirón los ojos al piso sin dejar de repetir…

 No sé si es pájaro o jaula, no sé si es pájaro o jaula, una y otra vez. Los golpes incasables aflojaron los cuadros que empezaron a desprenderse de los clavos, fotos viejas de gente muerta en cuadros opacos reventando en astillas en el suelo. En las alacenas las ollas caían al piso y rodaban, el vino del hombre se escapaba del vaso y todo era temblor, como si por arriba de la casa pasara un tren carguero de madrugada. Todos los golpes en las padres parecían hacerse un solo golpe, siempre continúo, afuera los tropeles alrededor de la casa parecían hacer zanjas, se perseguían rodeando la casa, se perseguían o se perseguía o se buscaba o se burlaba o se perdía o se encontraba o se olía el aroma espeso de los amores puros gastados en espejos negros.

En un espejo negro, uno no puede repetirse.

   El hombre recorrió la casa impávida tambaleándose sobre los muebles, mientras la mujer no paraba de repetir.

 No sé si es pájaro o jaula, no sé si es pájaro o jaula. Una y otra vez. No sé si es pájaro o jaula. Todo era una sola vibración. Adoptó una posición fetal de espaldas a la puerta y frente a la mujer arrodillada. Los golpes en las paredes y los tropeles habían crecido en maneras incalculables. 

El hombre llevó el caño a su boca y se borró la cara en un zumbido prodigioso.

 De repente en la casa todo fue silencio.

 El cuerpo del hombre con la cabeza abierta en flor se recostaba contra la puerta salpicada, los brazos vencidos a ambos lados, la escopeta caída sobre el hombro izquierdo, la bragueta abierta.

   La mujer miró lo que quedaba del hombre, abrió los brazos todavía arrodillada

 Es pájaro. Dijo. Es pájaro.

 Y una carcajada blanca invadió el silencio de la noche. Se puso de pie emprolijándose el vestido, se corrió los pelos de la cara con los dedos abiertos al límite. Ante los restos del hombre dejó quieta una sonrisa muda en el ancho de la cara. Recorrió el baño, la habitación, la cocina, el comedor, rozó las paredes y respiró erguida el silencio total de la casa. Probó los ecos con un silbido bajo, arrastró de los pies al hombre hasta liberar la puerta, abrió, aire puro, respiró. La casa recibió el aire y se desperezó. Cantaban los gallos, antes de que el día alcance los últimos vestigios de la noche. caminó hacia el monte arrastrando al hombre de los pies, abierta la cabeza perdía sesos que comerían los chimangos en los pastos mojados apenas asome el día por detrás de la casa. Se hundió en el monte que se aclaraba en un sol todavía tímido. Oscura y parpadeante dejó al hombre caer, boca arriba, en un matorral. Agazapada clavó los dientes en la carne fresca y esperó a que se habite la casa vieja.

Juan Machado

Nació en Carhué, provincia de Buenos aires, en 1992. Actualmente reside en La Plata. Escritor, también se desempeña como conductor de radio. Dicta talleres y encuentros literarios. Publicó el libro de cuentos, microrelatos y poesías, No hay que jugar en la casa vieja y otros relatos (2020) Pájaros Punk (Malisia 2022)

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