TIEMPO DE LECTURA: 4 min.

Relato de Rocío García Romero, participante de la convocatoria de cuentos “Hebe Uhart”.

A veces uno no se da cuenta pero se pasa la vida recorriendo los mismos trayectos, una y otra vez, en un sentido y en otro, con diferentes ropas, con distintos humores, en diferentes épocas, en climas más cálidos o más fríos, solos o acompañados. Llega un momento en el que la infancia se tensa y a uno lo largan solo a la vida, le dan unas explicaciones vagas de hacia dónde dirigirse, qué cuidados tener, que compañías conservar, que presencias evitar. Y así te largan, con un par de consejos en el bolsillo y dos o tres palmadas en la espalda que con el tiempo empiezan a resonar hasta producir gemidos en los pulmones que generan una exhalación de un polvo sucio y familiar. Pilar era consciente de todo esto, recordaba que una vez alcanzado cuarto grado de la primaria sus papás le permitieron ir y volver sola a la escuela una vez que ya le habían explicado por qué camino ir (algo de harta cotidianidad ya para aquella niña), qué recaudos tener y a quién acudir en caso de emergencia. Recordó también la sensación de libertad y madurez que le significó todo esto a aquella pequeña pili, que se creía inmensa midiendo un metro veinte, sintiendo que con la mirada frenaba autos en las esquinas y que llegar a casa era un logro digno de reconocimiento. Con el tiempo las vueltas del cole perdieron su heroísmo en favor de una rutina pesada que los días de calor o de mal humor agobiaban más. La nostalgia se colaba entre sus pensamientos y deseaba renunciar a esa libertad tan anhelada antes para, en cambio, retornar al cómodo viaje en auto con sus papás.

Pilar hace rato que dejó de ser esa niña, y dejó de tomar esa ruta. Pero cambió la misma por otra, que ahora la dirige hacia el trabajo cinco de los siete días de la semana. Esta sería más duradera en el tiempo, tendría nuevos paisajes y personajes. Pero cuando algo es parte ornamental de la rutina pierde todo espíritu, la casa por la que pasamos todos los días no es digna de ser ahondada en detalles cuando la prisa de todos los días nos empuja, la persona que saludamos todas las mañanas deja de existir una vez que la pasamos y la perdemos de vista.

Un día, Pilar se percató de que un señor de avanzada edad, quien sospechaba de vista reducida por los lentes oscuros que vestía religiosamente, que siempre que el clima acompañaba se encontraba sentado a la sombra en la vereda en una reposera desgastada por el uso a través de los años. Todas las veces que Pilar pasaba, sin excepción, emitía un saludo al señor; en ocasiones un buen día, en otras un adiós, en otras un chau cómo va. Y a su vez, sin excepción, el señor de desconocida identidad siempre contestaba amablemente con un saludo similar al recibido, en un tono rasgado y ahogado a veces, levantando el bastón en otras, torciendo una sonrisa que la chica sospechaba irrepetible en cualquier otro rostro. Con el paso de los días, de los caminos, de los saludos, Pilar evidenció cómo iba reduciéndose el tiempo de respuesta del señor a sus saludos. Respuestas que en sus primeros recorridos eran casi inmediatas, dónde la voz del hombre era vivaz y clara, cuando el bastón aún no acompañaba su figura y el cabello todavía caía sobre su frente. Con el tiempo la voz del hombre se fue tornando carrasposa, el bastón entró en escena en diferentes posiciones, los horarios de exposición se acortaron y los tiempos de reacción se redujeron considerablemente.

Pilar se preguntó en qué momento aquel señor dejaría de ser un personaje más en la ruta de su vida, en qué momento el paisaje cambiaría, en qué momento las ausencias suplirían los amigables saludos. Por eso decidió comenzar a frecuentar distintas rutas, basándose en la idea de que si no había paisajes ni personajes a los que pudiera acostumbrarse o incluso encariñarse ayudada por el peso de la rutina, jamás tendría que preocuparse por sus desvanecimientos. Así, tal insulso miedo la privó de los últimos 27 saludos del señor, de las últimas 27 sonrisas torcidas todas dirigidas a ella. Y todo fue en vano, porque no pudo evitar extrañar sus saludos ni tampoco aquellos saludos de personas que incluso no conoció,
habitantes de caminos que jamás transitó. Y así comprendió que la nostalgia te atrapa cuando encaras algo al medio y que también lo hace cuando lo evitas. Que los caminos de su cotidianidad la abrazaban y la ahogaban en nostalgia, pero que los caminos constantemente renovados la pinchaban hasta hacerle sangrar gotas de añoranza de lo no vivido.

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