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Aunque parezca algo lejano de la historia, a lo que nunca vamos a llegar, aunque hiele un poco la sangre pensarlo a la luz de las catástrofes históricas que ha causado, el fascismo pareciera querer asomar en muchas intolerancias diarias. No en todos lados; no se trata de sembrar fantasmas ni tampoco banalizar la cuestión, pero se vislumbran prácticas sociales y políticas que cada vez están más envalentonadas.

El momento para fecundarlo es oportuno: crisis económica, encierro, medios masivos sensacionalistas y redes sociales que ayudan a la deshumanización del dialogo. Todo ese caldo de cultivo fue encauzado en los banderazos, que no tienen una consigna del todo clara, pero que buscan canalizar los resentimientos populares.

Éstas tácticas del odio han sido usadas en forma reiterada por las derechas del mundo para llegar al poder. Sin embargo, creo que también es importante preguntarnos si algunas de esas prácticas no han sido tomadas por nuestra sociedad e incluso por quienes pensamos en militar por un mundo más justo e igualitario. Particularmente me refiero a las prácticas descalificadoras del otro, que vienen tomando cada vez más virtualidad en el último tiempo.

El fascismo, históricamente abrazado a los sectores conservadores, nos conduce a pensar que hay solo una forma de existir, la de la moral nuestra: todo lo que está por fuera está mal. Construye una política entre buenos y malos, castiga la disidencia, borra los matices y complejidades de nuestra historia, la construye inhumana, olvida la autocrítica y busca encontrar culpables, los que obviamente siempre terminan siendo “los otros”.

Esa matriz de pensamiento permite que pensemos que el disidente político es un desviado, una lacra, un débil mental, que nos conduce a una única conclusión. No se puede construir una sociedad con esos seres, hay que eliminarlos, no existe lugar para el diálogo, es un enemigo.

Ahora, resulta fácil ver la paja en el ojo ajeno pero cabe preguntarnos ¿qué hacemos para responder a eso? ¿Acaso nosotros no hemos en algún momento considerado las cosas de ese modo? ¿No hemos anulado el diálogo muchas veces por considerar que los otros son el problema? ¿Cuántas veces creamos fronteras con quien no compartimos ideología? ¿Cuántas veces dialogamos con quien piensa igual tratando de confirmar nuestra propia idea sin poner en tela de juicio lo que decimos y pensamos? Eso no nos implica ser fascistas, pero sí hay que observar cómo muchas prácticas pueden contribuir a la construcción de la política del enemigo. 

Con esto no se trata de convertirse en una bolsa de boxeo de quienes nos descalifican, ni de responder con flores a quienes tiran piedras, pero si de apelar a la política como respuesta. Entender que no se trata de tener razón, sino de expresar nuestras convicciones e ideas, exigiendo respeto pero no generando fronteras. El otro que piensa distinto puede ser tu hermano, tu amigo y quien también mostró empatía en algún momento que necesitabas.

Quienes deseamos construir una sociedad más igualitaria necesitamos dejar de buscar las fronteras que nos separan, que no construyen, que marcan cada vez más las diferencias, que crean un“otro enemigo” y no un “otro hermano”. Seguramente haya muchas diferencias y puntos de divergencia con quienes no compartimos posicionamientos políticos, pero es desde la confluencia donde necesitamos arrancar, de proponer una mayor participación política ciudadana, de resaltar a las diferencias como un valor democrático.

Dejar de estereotipar al disidente político burlonamente es necesario para discutir, en el buen sentido, desde un pie de igualdad. Ello, porque una visión así impide vernos humanos, falentes, inacabados, necesitados del diálogo, de la escucha más que del habla, de construir un mundo con el otro y no sobre el otro.

Reconocer nuestras historias personales, nuestras vivencias, falencias, puede ser el camino a construir una sociedad verdaderamente democrática, donde la disidencia sea parte inescindible del mundo diverso que deseamos.

Terminar con el terror que nos implica la posibilidad de estar equivocados, de ser el verdadero problema que siempre creímos que era el otro, de permitirle al otro pensar distinto sin enojarnos, simplemente exigir respeto. Comprender que nuestra verdad no es absoluta ni totalmente acabada, sino nuestra verdad, por la que vale la pena luchar, pero también escuchar. Esa es una batalla que podemos librar cuando militamos, más allá del poder que tengan quienes alimentan el odio; esto es algo que podemos reivindicar desde nuestro pequeño lugar en el mundo.

Como dijo Walsh: “…sepamos unirnos para construir una sociedad más justa, donde el hombre no sea lobo del hombre, sino su hermano.”

Rubén Abreu
Rubén Abreu

Recibido en la Universidad Pública de Abogado, aunque sigo estudiando. Me gusta leer y soy re colgado. Trabajo por ser consecuente con mis convicciones, con todas las imperfecciones que tengo.

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