POR MIRANDA CERDÁ CAMPANO*

En octubre del 2019, el gobierno de Sebastián Piñera debió enfrentar una ola de protestas masivas que se extendió durante meses. Si bien el detonante fue el incremento del precio del pasaje de metro, las demandas sociales de los manifestantes tuvieron un carácter heterogéneo y abarcaban asuntos como el acceso a la salud, a la educación, la reducción de las disparidades de género, lo insuficientes que son los ingresos para la mayoría de la población y el fin del sistema privado de pensiones, entre otros.
De la creciente movilización popular, se desprendió que las inequidades socioeconómicas eran insostenibles, y que además estaban íntimamente relacionadas a las reglas del juego institucionales consagradas en la Constitución Política de Chile, diseñada durante la dictadura, que protegen el statu quo y obstaculizan la adopción de cambios que promuevan una mayor equidad.

En ese sentido, fue tomando fuerza la idea de producir un nuevo texto constitucional, y los principales partidos políticos de gobierno y oposición sellaron un acuerdo mediante el cual se disponía que la ciudadanía chilena iba a poder decidir, mediante un plebiscito a celebrarse el 25 de octubre, si apoyaba o rechazaba la idea de una nueva constitución.
En esa misma instancia, les chilenes también podrían emitir su voto en torno al mecanismo de redacción de esa nueva constitución, si el resultado fuese positivo. Las dos opciones en este caso, serán si se conforma una convención constitucional compuesta por ciudadanes elegides para ese propósito o una convención mixta que incluya también a un 50% de les legisladores del país.
Pese a que el Gobierno accedió a este acuerdo, los niveles de legitimidad de la gestión de Piñera siguieron cayendo. Hoy, en contexto de pandemia, según un estudio realizado por el Centro Estratégico Latinoamericano de Geopolítica (CELAG), 7 de cada 10 chilenes evalúa negativamente las medidas del Presidente frente a la crisis del coronavirus.
Respecto a los cambios constitucionales, la misma encuesta asegura que 6 de cada 10 encuestades creen que Chile está viviendo una transformación política, y 9 de cada 10 apuestan por un cambio constitucional: un 61% cree que debería promulgarse una nueva constitución y un 39% aboga por cambios en la actual Carta Magna.
¿El faro político?
La irrupción de la pandemia de coronavirus tuvo lugar en medio de un estallido social de grandes proporciones. Si bien durante enero y febrero habían mermado las movilizaciones iniciadas en octubre, a principios de marzo hubo grandes manifestaciones y ese descontento social volvía a sonar con fuerza. Pero ¡PUM¡ Llegó el Covid-19 y el gobierno y la clase política, que ya exhibían bajísimos niveles de legitimidad, tuvieron que hacerse cargo de una de las crisis sanitarias más importantes de la historia.

Las personas acataron bastante las medidas de distanciamiento social y por lo tanto se depusieron las masivas movilizaciones. De alguna manera, la pandemia vino a darle un poco de aire a un gobierno que se encontraba sofocado por la movilización popular. Pero para el pueblo chileno, el coronavirus aparece como un problema más: ahora tienen dos pestes, la sanitaria y la sistémica.
Durante los primeros días de marzo, cuando Chile comenzó a registrar casos de Covid-19, el mandatario aseguró que su gobierno contaba con las herramientas para enfrentar la pandemia, pero en mayo dio marcha atrás y reconoció que “tampoco estaban preparados”.
Asimismo, Chile fue aplaudido por la comunidad internacional en tanto se constituyó como el país de la región que más testeos realizaba cada millón de habitantes, pero eso nunca le garantizó un buen manejo de la pandemia.
En las últimas 24 horas, Chile registró 6.405 nuevos casos y 96 muertes, y sigue siendo el tercer país de América Latina con más positivos de coronavirus por detrás de Brasil y Perú, aunque su tasa de mortalidad es menor a la de otros países con menos casos como Ecuador y Colombia.
Por otra parte, no se han tomado medidas efectivas para el beneficio de la mayoría de la población en este contexto. De hecho se pidió un préstamo al Fondo Monetario Internacional de 23 mil millones de dólares y hay que resaltar dos cuestiones: primero, que el gobierno de Piñera intentó encubrir el préstamo y salieron a decir que no lo habían pedido; fue el Banco Central el que tuvo que admitir la información, luego de que el FMI lo publicara en su página web; y segundo, que el ministro de Hacienda, Ignacio Briones salió a decir que el préstamo no estaba diseñado para resolver los problemas con el gasto público, por que “no es un préstamo para el gobierno chileno”. ¿Para quién es la guita, entonces? Lo que distintos analistas apuntan es que el préstamo se propone evitar un corte en la cadena de pagos de bancos y grandes empresas.
Es en este sentido que hay una abismal diferencia entre lo que se destina para salvar a las grandes corporaciones, que lo que se dedica para ayudar a los grupos más vulnerabes socialmente, que son los más afectados por la pandemia.
Se han ofrecido planes de asistencia que son insuficientes. También se lanzó una Ley de Protección al Empleo, que evidentemente sirvió para permitir a las empresas despedir trabajadores sin tener que justificarlo o suspender temporalmente los contratos, y el desempleo ha aumentado considerablemente en el último trimestre.
Como si esto fuera poco, sumado a los estragos que está causando el Covid-19, debe añadirse la violencia que ejerce el aparato represivo del régimen neoliberal. La cuarentena obligatoria ha venido como anillo al dedo para imponer un estado de sitio. En este sentido, la bestialidad del modelo se manifiesta con violencia y terrorismo estatal sobre quienes disienten y resisten las políticas económicas y sociales y se han manifestado, respetando el distanciamiento social, en contra del hambre.
De lo que se observa en los barrios populares, se entiende que el hambre no puede ser saciado con una caja de alimentos no perecederos, que es lo que de manera clientelar empieza a distribuir el Gobierno. La crisis sanitaria causada por la pandemia está profundizando las desigualdades económicas y sociales, y los culpables son los que siguen perpetrando este modelo de miseria.
De alguna manera, en su afán por aferrarse al poder y salvar la calamidad neoliberal, el gobierno de Piñera está dispuesto, como lo hace desde aquel 18 de octubre del año pasado, a descargar la barbarie represiva que ha caracterizado históricamente a la derecha. La novedad en este punto tiene que ver con la decisión del Gobierno de dar suma urgencia a un proyecto de ley que modifica la Ley 19.974 sobre el Sistema de Inteligencia del Estado, ya aprobada en el Senado y también en la Comisión de Defensa de la Cámara de Diputados.

Basta con analizar lo que dijo el ministro de Defensa, Alberto Espina, para entender que el objetivo de la iniciativa es reprimir la movilización social: “Si hubiésemos tenido un sistema de inteligencia moderno, los actos de violencia que ocurrieron en el mes de octubre se podrían haber impedido”.
En lugar de pensar políticas sociales y económicas que den respuesta a las causas estructurales de la protesta popular, el Gobierno y parte del Congreso optan, una vez más, por la represión y el debilitamiento de los derechos humanos.
Las más graves modificaciones de la iniciativa del ejecutivo apuntan a centralizar, concentrar y ampliar las atribuciones de los órganos de inteligencia. Con este proyecto, se pretende una concentración del poder incompatible con un sistema que se dice democrático, y se impide la participación de otros órganos y de la sociedad en la definición de las políticas de defensa e inteligencia, que tan profundamente pueden afectar los derechos humanos de la población chilena.
Básicamente, se diseña un sistema de Inteligencia que liderará Piñera con sus ministros de Defensa e Interior, la Agencia Nacional de Inteligencia, la Policía y las Fuerzas Armadas, sin ningún control de otro poder del Estado y en sesiones secretas. En otras palabras, el Presidente se transforma en el Jefe de la Inteligencia Policial y Militar.
A medida que avanza la pandemia y por extensión, la crisis social, se va confirmando la imperiosa necesidad de masificar el debate en torno al papel del Estado en todos los ámbitos estratégicos de la economía, la seguridad social, la educación y la salud. Que deje de prevalecer el lucro por sobre la vida.
* Chubutense de nacimiento y militante porque no hay mejor manera de transformar el mundo.
En la escuela le hablaron de la colonización y las guerras. Cuando la militancia le mostró
la historia de las resistencias, empuñó el mejor arma: la pluma.