Solo lo muerto permanece

Solo lo muerto permanece

TIEMPO DE LECTURA: 5 min.

Sobre Las visitas, de Victoria Ponce. De aquellos pueblo que se pierden con el tiempo y se vuelven espejismos.

El campo es el campo. En esta frase se juegan dos sentidos. Por un lado, la idea de lo inmutable y lo tradicional. Por el otro, la especificidad salvaje de un género, un territorio, sus habitantes y sus fronteras. Para quien mire desde una torre en la capital, para el norte, sur, este u oeste es siempre lo mismo: pura extensión, horizonte que se corre. Hace falta un ojo preciso para encontrar, en lo inmenso, lo particular. Más importante aún, es necesaria una voz fuerte para llamar, como quién con un grito hace venir hasta a las comadrejas como si fueran perros, la atención de los citadinos entumecidos hacia todo lo que se esconde, mágico, magro o mundano por igual, entre los pastos altos a la vera de las rutas que el mundo entero cruza y donde ya nadie se detiene.
Victoria Ponce tiene ese ojo, hereda esa voz. Y digo hereda porque otros también han cantado al campo sin perderse en la ilusión o la simple evocación del regionalismo vacío. Pienso en Juan José Morosoli, que en los personajes que recorren su campo encontró cómo conversan la soledad y la muerte en el aletargado apagarse del paso del tiempo. Pienso en el monte de Quiroga, con tanto espacio para la tragedia fortuita como para la fantasía que, aunque a veces parezca ingenua, nunca pierde su filo. Lo que Victoria Ponce hereda, en realidad, es esa capacidad de inventar una voz cosida de a pedazos, una lengua de frontera que quizás tenga menos que ver con la tierra en la que creció, bajo la sombra de los titanes de Salamone, que con la tradición en la que se ha instalado como autora. La importancia de este registro está en lo que nombra, en aquello a lo que le da existencia.
Cerca de donde me crié hay un paraje que se llama Cajón de Ginebra Chico y, cerca de ahí, hay otro lugar que se llama Cajón de Ginebra Grande. Como Herrería Nueva, el pueblo que Ponce inventa para sus personajes, son lugares que nacen por necesidad o accidente y son nombrados a partir de la mera observación de lo evidente. Allá se cayó un cajón de ginebra de una carreta y quedó en el medio del camino. Aquí abrieron una herrería nueva para reemplazar a aquella otra, quemada, quebrada, insuficiente o, a la medida de la oposición necesaria, solamente vieja. Estos lugares tienen otra cosa en común: no existen. O, para ser más preciso, la suya es una existencia relativa y temporal. Son lugares que nunca volverán a ser pueblo. Cajón de Ginebra Chico se volverá solo un cartel en la ruta cuando ya no quede ni el parador. Herrería Nueva se esfumará al final del libro, como el espejismo que es, pero no sin dejar huella.
A pesar de que me había propuesto tácitamente no recaer demasiado en las referencias, vuelvo un segundo a lo que dije sobre Morosoli. Hace casi un siglo él escribía acerca de un tipo de espacio que ya había cambiado y cuya eventual desaparición se llevaría consigo algunos oficios, prácticas e identidades. Era el adiós del gaucho. Victoria Ponce retoma esa elegía varias décadas después, cuando el que empieza a despedirse es el paisano. Los pocos que quedan se esconden en Herrería Nueva, dónde intentan combatir al paso del tiempo como si fuera un incendio en la llanura. Pero el cambio es un anillo que se cierra y ellos ya no tienen baldes ni saliva en la boca seca. Los que se avivan, se van. Se van a la capital, a la cabeza del partido, o simplemente saltan del otro lado del anillo. Los que se quedan resisten, siguen viviendo con ese abandono, o mueren. Quizás por eso para estos personajes la muerte, sus muertos, tienen mas presencia y peso que los ausentes, los desertores.
Aquí hacen aparición los muertos sin nostalgia de Victoria Ponce, el porcentaje mayoritario de la población de Herrería nueva. Los iremos conociendo de cuento en cuento, infaltables e ineludibles. Cada uno representa un aspecto distinto de la fascinación que sienten los que les rinden culto. Hay muertos que esperan en los lugares donde siempre estuvieron, agachados entre los pastos altos como si todavía trabajaran la tierra. Hay muertos enigmáticos, con nombres cercanos y rostros desconocidos. Hay muertos inminentes, muertos desteñidos, muertos encadenados por sus deudos a la rutina de las flores y el cementerio los domingos. No hay sorpresa ante la muerte ni ante los vueltos de la muerte, por más fantásticos que sean los medios de su retorno. Porque los muertos son los que nunca se terminan de ir, los muertos son los que permanecen. Y en esa certeza hay alivio, no dolor.
La última gran victoria de Ponce es la moderación. Con toda la discreción del mundo, ella entiende que hay ciertas cosas que no necesitan explicación ni desarrollo. Que, a veces, como sus propios personajes, hay que ser de pocas palabras, dejarse llevar por aquel ademán contemplativo del campo y aceptar sin peros la ensoñación, suave o pesadillesca, de las horas de la siesta al rayo. Es por ese primal llamado a la sobriedad que la autora logra evitar todos los vicios y excesos que suelen terminar siendo los que cargan el cajón del género fantástico. Cómo bien lo ilustra en el cuento que da nombre a su libro, hay tanto mérito en acercarse a nuestros lugares incómodos como en saber cuando retirarse.

Juan Fernández Marauda

Nació en Lanús, en 1988, pero creció en el Valle Inferior del Río Chubut. Trabaja en el cruce entre salud mental y escritura en un hospital de día. Es escritor, editor, librero y coordina el taller de escritura PULP! en la ciudad de La Plata. El puente de las brujas, su primera novela, fue publicada por EME en 2020 y Esplín Tropical (México) en 2022

Lo que queda de la fiesta a finales de otoño

Lo que queda de la fiesta a finales de otoño

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Una hipérbole bien latina de nuestro eterno laberinto político

Enserio, hay que militar seriamente esta causa: no es verdad que lo mejor de Gabriel García Márquez sean Cien Años de Soledad o El Amor en los Tiempos del Cólera ¿Podríamos animarnos a considerar que hubo un leve exceso de elogios producto de su inconfundible aroma a premio nobel?
El Otoño del Patriarca (1975) es el punto de evolución máxima de Gabriel García Márquez (1927-2014), una obra más entramada, osada en recursos y una crítica que conecta con alguna forma de planteo propio del pensamiento de la Filosofía Política.
Dicen que de Rafael Trujillo de República Dominicana, dicen que de Fulgencio Batista de Cuba o tal vez de Somoza de Nicaragua, El Otoño del Patriarca está groseramente inspirado en las formas casi desopilantes de las dictaduras que pintarrajearon la Historia de Latinoamérica en el siglo XX. Pero acá hay un país ficticio ubicado en algún borde caluroso del Mar Caribe. Ese país tiene un dueño, único y exageradamente longevo, tan viejo que ha olvidado incluso su nombre, incluso el nombre del país que fue su reino; sólo recuerda que es general, que gobernó ese país por más de cien años y que está solo en un palacio desvencijado y cohabitándolo con vacas y gallinas. Tal vez se llame Zacarías, pero poca certeza se tiene de eso o de cómo llegó al poder salvo que la gringada aplicó un correctivo con el viejo truco del golpe de estado y segundos después él era presidente. Él, bastardo, de origen más que humilde y analfabeto hasta ya entrada la adultez.
El ritmo narrativo es particular, muchas voces en un permanente tono de monólogo interior que van configurando la historia del general pero sin seguir ningún orden; no se sabe quién habla casi nunca y el único punto de referencia temporal es que cada personaje que relata lo hace a partir del descubrimiento del cuerpo muerto Zacarías. A la escasa puntuación se le suma un pulido en las formas de decir que definitivamente transforma a esta novela en el producto más poético de García Márquez.
Y después tenemos a la madre del protagonista que es canonizada y transformada en la Santa Patrona del Pueblo; una monja que deja sus hábitos para convertirse en amante del presidente y que luego será devorada junto a su hijito por una jauría; un doble que lo reemplaza por años y que termina ajusticiado por traidor; una amante que desaparece sin explicaciones mientras observa un eclipse desde el techo del palacio…Más García Márquez no se consigue, eh.
Pero además de ese balanceo entre la caricatura de un dictador bananero y un personaje que no termina siendo del todo repulsivo hay un planteo que escapa a la trama: en principio, aceptar que el poder es finalmente un mito que siempre termina con la muerte salvadora -si es a tiempo- o con el olvido implacable.
Y en segundo lugar, la novela ofrece como un murmullo perfectamente audible la conectividad limpia entre los estertores del poderoso y la forma en que ejerció ese poder. La correspondencia entre el rumbo del patriarca hacia su decrepitud y postración y el del país hacia su total deterioro social y económico es la mejor forma de explicar por qué las dictaduras terminan siendo además de desbastadoras, ridículamente banales. No hay más asombro que el de preguntarse cómo un país y la vida de millones de personas puede quedar en manos de un imbécil, salvo el que provoca asumir que lo único que necesita un imbécil para disfrazarse de héroe político son los aplausos de esa misma gente que será en breve engullida por el ídolo.
En el ocaso del mandato del general se ha contraído una deuda externa tan grande “que no han de redimir ni cien generaciones de próceres” advierte una de las voces. El Otoño del Patriarca tiene detrás de Zacarías una hipérbole de la historia de Latinoamérica, donde la demagogia, la corrupción, el nepotismo, la hipoteca del país a una potencia extranjera, la miseria degradante del pueblo no termina cuando muere el dictador, apenas comienza a terminar cuando el pueblo se despierta de la resaca de una fiesta que pagó y en la que sólo fue convocado para servir el lunch y limpiar los baños.

Amanda Corradini

Mujer de trincheras: Reparte su vida entre la trinchera de la Escuela Pública, la de su biblioteca y la que guarda algunas banderas que gusta agitar. Todo regado de mate dulce, Charly García y un vergonzoso apego por el humor infantil.

Una poesía que respira bajo el agua

Una poesía que respira bajo el agua

TIEMPO DE LECTURA: 2 min.

Desde Ensenada, la poesía de Marcos Arena es una bocanada de aire en esta contemporaneidad ultrajada. Cómo tantos otros, Arena se anima a escribir. Y demuestra una vez más, que la poesía responde al caos y es el caos en sí.

Primero fue el caos no es solo el título del último libro de poesía escrito por Marcos Arena y publicado en la editorial Agnes.
Primero fue el caos, es una premisa clara: en tiempos desiguales la poesía se interroga, se desdibuja, nos invita a construir pasajes y versos incómodos. Desde la primera estrofa, Arena sacude la poética invitándola a nadar bajo el agua de lo que se quiere callado, en silencio. “el agua se llevó/lo nuestro/nos quedamos flotando/con la bandera al cuello” versos que ubican al despojo en la hoja imponiendo ante los descuidos de la indiferencia “tendríamos que haber/ubicado la casa/ante las cámaras/y la justicia/de los televidentes” en un grito que parece provenir, del fondo del Mar. Arena nos insta a zambullirnos en poesía, con reserva y sin apuro, pero zambullirnos al fin, en el mundo acuático que en este libro pudo construir.
Un libro que también , habla de la libertad “el cerco policial/está en flor/casca el huevo/de gas lacrimógeno/saldrá un pajarito” en clave de belleza urbana, absorta en la propia metáfora construida por el autor
La poesía de Marcos es una poesía en minúscula. Aún así, las palabras se dispersan en la hoja y pesan en sí mismas, intentando hilar el mundo que habitamos. A veces parece, que intenta construir un hogar “¿alcanzará/con este manojo/de poemas/para sentar/jurisprudencia?”. Un hogar que se hundió, que se perdió entre la inacción de algunos, que se consolida con cada palabra.
Primero fue el caos, como un presupuesto mitológico, como la antesala a la poesía, como escama que protege al autor del mismo mundo que en su obra describe. Una búsqueda y un camino “la consciencia es/una lengua/que adhiere tu cuerpo/a las hojas” Un libro que en ningún momento se desdice, en el cual tenemos que aprender, al igual que las voces que lo atraviesan,
a respirar bajo el agua.

” querida me voy
al desalojo
[…]
conoceré al gobernador
al ministro de seguridad
a las balas de goma”

Valen Cabrera

Fiel convencida de que todo lo puede el cuerpo, escribe poesía por la irreverencia que supone sentir en palabras. Milita las causas que supone justas y cree en la ternura como el arma indiscutible para construir otros horizontes posibles.

Asco, lástima y pena

Asco, lástima y pena

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Relato de Alejandro Alfonzo, participante de la convocatoria de cuentos “Hebe Uhart”.

Leímos juntos sobre especular. En realidad ella leyó y yo escuché. Aunque estábamos en el balcón y eran casi las 9 de la noche, el calor era agobiante: nos habíamos tomado 2 botellas de agua en 10 minutos y nos acariciábamos poco para no pegotearnos. El árbol que se metía sin pedir permiso en el balcón, cada tanto se movía pero en vez de dar viento nos llenaba de hojas o de coquitos, o de esas cosas chiquitas que tienen los ombúes.
Había baches en los que no prestaba atención porque estaba especulando, como lo hago ahora también. ¿Qué pasaba si ese cuarentón pasado de pepa y de gira no me chocaba de frente el auto porque se había quedado dormido? ¿Y si yo estaba en el auto? ¿Y si tal vez me subía antes al auto, lograba esquivarlo pero me chocaba, no sé, un árbol? ¿Y qué pasa si no hubiese trabajado en el colegio? ¿Estaría acá?
En realidad no todo es tan grave: un loco se quedó dormido a las 11 de la matina, me chocó el auto dos días antes de salir de viaje y bueno, por suerte pago un seguro.
¿Servirán los seguros? ¿Son como las jubilaciones? O sea, sé cómo funcionan pero,

¿funcionan?

Esa noche después de leer sobre especular, bajamos el ascensor un piso (si, un piso. El ascensor más inútil que conozco pero es lindo), y caminamos en busca de algún antro. En realidad queríamos cenar helado. Yo quería comer helado sobre ella. ¿Quería o quiero? Bueno, fuimos en busca de crema de coco y dulce de leche y de golpe estábamos tomando una birra en vasos pequeños y comiendo unas hamburguesas buenísimas.
Ahí, después de que se me caiga una silla frente a todos, hablamos sobre los sentimientos más ¿feos? que se pueden sentir para con otro humano. Mi top 3 es asco,

lástima y pena. El de ella creo que era parecido. Divagamos, nos reímos y nos pedimos otras birras ácidas. ¿Alguien me puede decir por qué están tan de moda?
El flaco un poco de lástima me dio. Bajó de su auto rojo que estaba incrustado en mi auto rojo, me miró, me preguntó si era mío, me explicó que se había quedado dormido y me pidió perdón con un puño, ¿acaso tenía que pegarle? ¿Decirle que me había cagado un viaje? ¿Qué cómo iba a manejar dormido?
No sé bien que hice, solo noté que sus manos histéricas prendieron un cigarrillo y que se sentó en la vereda, a mirar y a pensar en cómo hace unas horas estaba de fiesta o cogiendo o anda a saber qué, y ahora de golpe, había chocado su auto y su fin de año de había ennegrecido. Y el mío. A veces creo que soy medio pelotudo. Me di lástima y pena. Asco, por suerte, todavía no.
A veces todo es muy difuso, mis pensamientos se mezclan y por unos segundos pierdo la noción de qué fue primero: ¿el choque? ¿La cena? Para no errarle, cuento todo a la vez.
A la primera persona que llamé fue al Gordo, llegó realmente rápido y con su cara de ya había armado el bolso para irme de vacaciones en tu auto recién chocado pero siento pena por vos, me abrazó y me dijo vamos a cambiar la rueda así no se rompe más. Y también vino María. Yo moría de ganas porque se conozcan pero no lo disfruté por el choque. Nunca entenderé como se dan las cosas, capaz planear y todo eso de organizar es chamuyo.
Estuvimos un rato sin hacer mucho, el flaco se fue a buscar el seguro y un conjunto de sucesos bizarros sucedieron: me dejó el registro para que yo le crea que iba a volver, una señora que era la antigua dueña del auto llegó al lugar y se quedó para retar al tipo y yo, me quedé parado, como si las horas fuesen segundos.

María de golpe me devolvió a la realidad. A veces parece estar eclipsada en su mundo, en su celular, en su cabeza recopilando todas las tareas que tiene que hacer. Sin embargo, tengo la teoría de que solo está esperando el momento indicado para decir lo justo o pensando cómo hacerte sentir mejor: gran virtud la aparición oportuna, ¿no?
¿Vamos a comer un helado Ale? Y fuimos, y nos reímos, y nos retaron por usar juegos infantiles, y realmente estuvo bueno y llegué a pensar: si esto siempre fuese así, ¿por qué no me chocan todos los días?
No entiendo mucho de casi nada, menos las cosas que siento. Tal vez no las describa bien tampoco, pero con María, siempre estoy en una heladería. Espero que la próxima vez sea sin el auto roto. Saz.
Mientras nos lavábamos los dientes, después de caminar para bajar la birra y la hamburguesa, para alargar la conversación sobre cánceres y personas amadas, para estirar, estirar y estirar el tiempo aunque sea una tarea imposible, la miré y le dije que la quería. Un poco de lástima me di. Me abrazó y me dijo yo también Ale, obvio.

Huérfanos de ese tiempo

Huérfanos de ese tiempo

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Poemas de Roxana Aramburú, participante de la convocatoria de poemas “Daniel Omar Favero”.

Indicaciones: nombrar insectos, pájaros, vestidos. No hablar de amor, no hablar de ausencia. Arriesgar el tiempo, que pase como sombra. Romper los vidrios de una casa en llamas.


ORFANDAD


Zumbaba noviembre 
denso como miel, 
como de goma.
La mañana se movía 
anunciando un fin temprano
-el suyo, no el de mi padre-
El calor aceleraba el 
paso a mediodía,
se apuraba a dormir siesta 
con paciencia de chicharra. 
Épocas en que el zorzal 
vivía en campos sin estrago; 
cambiaban las estaciones
en árbol deshojado, 
en frío, escarcha, 
en tilos luminosos,
plátanos de estornudo, 
sucesiones de ceibo y paraíso. 
Recuerdos desparejos
-el recuerdo es así-
con piezas deformadas, 
mezcladas de otro juego,
de otras vidas. 
No saber que 
será la última vez,
que me espera un tiempo 
sin medida, de duelos 
malnacidos y arrastrados; 
fue quizá esa ignorancia 
un regalo, o una maldición 
que no me suelta.
DETENERSE


Lavé el vestido que llevaba. 
Quitarle tu aliento, tu pelo, 
tu perfume de piel,
fue entonces un ritual. 
No así las sábanas 
donde nunca entramos: 
apremiados, urgentes 
del abrazo, de saber 
que cuando pasara
nada retendría tu tiempo 
entre ellas mirando
el cielo, o el adentro
o dormir como si fuese 
un lujo, un imperativo 
detenerte a mi lado.
Fue por eso que lavé
el vestido, sencillamente; 
no las sábanas que 
testificaban la espera
de ese tiempo cancelado, 
amoroso,
que no quiso 
avanzar conmigo.
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