
El 25 de noviembre el mundo paró la pelota. El silencio se apoderó de las gradas y el planeta, confundido, levantó la mirada y vio que el 10 no estaba en el centro para meterse al área. Durante ese minuto de desconcierto, el mundo recordó todo aquello que el 10 temía que fuese olvidado: sus gambetas dibujadas, que ha tanto facho le pintaron la cara; las polémicas transmitidas por todos los medios; las peleas y goleadas. Todo eso que es el Diego, tan distinto e igual a nosotres que es imposible negar su humanidad tanto como su divinidad.


El Dios humano, símbolo de lo bueno y lo malo, el cabecita negra que de un manotazo nos robó la alegría para devolvernos las ganas de soñar. Porque no fue un mundial, son las Malvinas. Fue ver a los ingleses desparramados en suelo latinoamericano. El Diego es el arrabal jugando para América Latina, devolviéndonos el sentimiento de soberanía.


Y no se trata de subirlo a un pedestal para tapar las equivocaciones, no. Que no se confunda, el corazón se nos estruja por la conmoción y la contradicción entra a jugar. Y de eso se trata todo esto, lo popular, de vernos a nosotres mismes en su figura y entendernos pobres, negres, humildes y descamisades intentando sobrevivir en un mundo desigual. El nos enseño a desafiar la comodidad de los poderosos que no le pudieron negar el mérito, y por eso mismo intentaron callarlo.


Sus piernas hablaban un lenguaje universal, aquí y allá iba dejando un reguero de emociones, porque fue el tipo que torció el destino de millones. Por eso el mundo está de luto. Y en las tapas de los diarios se dibujan las camisetas de todos los colores unidas en un acto de amor. Joder, el ultimo ídolo popular, nuestro Dios, ha muerto. Que nadie se atreva a negarnos el llanto.
