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Por Miranda Cerdá Campano*

Desde hace algún tiempo Perú sufre una inmensa crisis política, traducida en el debilitamiento de las instituciones y la democracia: líderes políticos que no superan el 25% de imágen positiva, ex presidentes que han estado en prisión, prófugos o investigados por la Justicia, un ex dictador que fue indultado, cuya hija, hoy presa, es la principal referente opositora, y un presidente que arriba al poder luego de la renuncia de su predecesor.

El escándalo de Odebrecht que precipitó la salida de Pedro Pablo Kuczynski y salpicó a todos los presidentes del 2000 al presente, llevó a Vizcarra a la cabeza del Ejecutivo. Otro escándalo, el de los audios de la Corte Nacional de la Magistratura, le darían la posibilidad de reordenar el juego político. La Justicia operó como juez y parte; fue reordenada y fue la que investigó a los mismos congresistas a los cuales se la acusaba de haber encubierto. El escándalo salpicó a casi todos, incluido el propio presidente, dividió al fujimorismo en el Congreso y judicializó a distintos actores de la oposición. En este caos, Vizcarra creció.

En diciembre del año pasado, se llevó a cabo un Referéndum Nacional impulsado por el Ejecutivo, a fin de someter a consulta de la ciudadanía la reforma política que se planteaba en pos de contrarrestar la corrupción en la esfera pública. En el referéndum, la ciudadanía acompañó por abrumadora mayoría, la posición del presidente Vizcarra, aprobando las tres primeras propuestas: conformación de la Junta Nacional de Justicia, regulación del financiamiento a los partidos políticos y prohibición de la reelección parlamentaria inmediata.

Esto aumentó las tensiones entre el ejecutivo y el Congreso, de mayoría fujiaprista, y la gran pregunta era qué iba a suceder con la reforma política, que evidentemente no iba a ser fácil de imponer porque la relación entre Vizcarra y el poder legislativo estaba bastante caldeada. En este escenario, el Presidente presentó un recurso constitucional llamado Cuestión de Confianza, a través del cual le solicitaba al Congreso la confianza respecto de una determinada política de gobierno. Si se aprobaba aquella confianza, el Congreso se comprometía a tratar la reforma política dentro del año legislativo en curso; si se negaba, Vizcarra tenía la facultad de disolver el Congreso y llamar a elecciones parlamentarias. Todos salieron victoriosos: el fujiaprismo logró que sus miembros continuaran su periodo parlamentario, y el oficialismo demostró su interés por garantizar la gobernabilidad y ganó la atención de la opinión pública, una suerte de paz armada entre el Congreso y la Casa de Pizarro. Mientras, la crisis de legitimidad de las instituciones peruanas no se había resuelto.

Martín Vizcarra

Discusiones no saldadas, manotazos de ahogado y movilización popular

En este “tira y afloja” constante, en esta dinámica revanchista que viene tomando la política peruana a raíz del claro bloqueo entre el Poder Ejecutivo y el Congreso, es que parece haberse llegado a un punto de no retorno. Vizcarra presentó una nueva moción de confianza para reformar el método de designación de los magistrados del Tribunal Constitucional, el árbitro en cualquier controversia entre el Ejecutivo y el Legislativo respecto de asuntos constitucionales. En la semana anterior al voto de confianza, la mayoría parlamentaria había designado a seis miembros de los siete que integran aquella instancia. Con el Tribunal bajo su control, el fujiaprismo se aseguraba por cuál posición se inclinaría el árbitro. En esta ocasión, la cuestión de confianza respondía a una acusación directa de Vizcarra hacia al fujiaprismo, al que acusaba de actuar en contra de la democracia para buscar impunidad frente a los cargos de corrupción.

Esa misma semana, el fujiaprismo también archivó el proyecto presidencial para adelantar en un año las elecciones legislativas y presidenciales, evitando el debate en el plenario. La propuesta de Vizcarra de recortar el mandato parlamentario y del ejecutivo respondía a presiones que recaían sobre su figura: por un lado la de la Confederación Nacional de Instituciones Empresariales Privadas, que con el argumento de que hay un “estancamiento económico”, buscan hacer lobby en sus dos principales proyectos (la ley de flexibilización laboral y la licencia de Southern Copper para construir en Tía María); y por el otro lado, la de los gobernadores del Sur, que vienen trabajando en la unidad y se han opuesto a la instalación de la minera en el valle del Tambo, un espacio en el que se produce alimento para cuatro millones de peruanos y que está en riesgo por la instalación de esta minera y la explotación a cielo abierto a solo dos kilómetros del río.

La solución al constante conflicto: el Presidente decretó el cierre del Congreso al entender que el mismo había rechazado la tercera moción de confianza presentada en el actual periodo de gobierno. Lejos de acatar la decisión del Ejecutivo, el fujiaprismo contraatacó votando la “suspensión temporal” de Vizcarra y juramentando a la aprista Mercedes Áraoz, representante del poder económico aglutinado en la Confederación Nacional de Instituciones Empresariales Privadas, como “Presidenta Interina” de la República.

“A ver quién es el que la tiene más grande”, cantaba Joan Manuel Serrat. Se abre ahora un periodo de incertidumbre que se dirimirá dependiendo de la correlación de fuerzas y los posicionamientos que adopten algunos actores claves. Vizcarra cuenta con el apoyo de las fuerzas armadas y un sector de la población, no así del poder económico. Sin embargo, la posta es ahora del Tribunal Constitucional, que deberá resolver este 10 de octubre si es constitucional el cierre del Congreso decretado por Vizcarra o si prevalece el argumento de la mayoría parlamentaria fujiaprista que sostiene que el presidente no estaba habilitado para activar tal mecanismo.

La sociedad, hastiada de la corrupción de la clase política, se ha manifestado en las calles al grito de “Cierren el Congreso” y aunque la demanda parece haberse abierto paso, debe entenderse que esta es una vuelta de tuerca más en la dinámica bipartidista que dirime la política peruana desde la vuelta a la democracia. La decisión de Vizcarra responde a una demanda de la ciudadanía y por eso fue saludada por casi un millón de peruanos que se han movilizado, pero la función no terminó y la lucha en las calles debe poner en cuestión la preservación de la estructura productiva, la defensa de los recursos energéticos, y una Asamblea Constituyente que elabore una nueva Carta Magna acorde a las exigencias del pueblo peruano.

La mafia fujiaprista aún piensa que puede salvarse: no sólo buscará recuperar las posiciones perdidas, sino que también irá por la venganza. Por lo pronto llamará a la OEA y esperará que el traidor Almagro o los gobiernos de su mismo signo político, reconozcan su reclamo. Los modos de la derecha empiezan a convertirse en modas, y los intentos por continuar desestabilizando la democracia deben tener su correlato en las calles.


*Periodista, columnista sobre Sudamérica del programa Marcha de Gigantes (Radio UNLP - AM 1390), redactora de Revista Trinchera y colaboradora de Agencia Timón.

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