Bajar la voz, esconder las palabras, cuánto puede durar la noche o el desierto, que parecen ser la misma cosa. Escapar sin medir los pasos, el límite que nos separa del abismo. Todo eso trae Juan Fernández Marauda, en su cuento Frontera.
Para Sebastián Eloy Briozzo, caído en el desierto.
Dónde estoy cuando me despierto, todavía medio dormido, en realidad, pero ya agarrado a mi mochila, con la alarma moviendo las manos, apretando los nudillos, tanteando la manija de la puerta, buscando con los ojos ciegos y la boca abierta, la ventana, encontrando la cara del conductor difusa que me dice que me calme y baje la cabeza, que adelante están parando los gendarmes. Entonces el reflector tiene sentido, allá, nosotros y la camioneta detenidos fuera de la banquina, entre las matas, a un kilómetro o más, del retén de gendarmería, quizás a dos kilómetros, pero con las luces apagadas igual, y haciendo silencio, susurrando como si nos escucharan. El tipo que va en el asiento del acompañante abre y mete la mano en la guantera y ahí la deja y mira hacia la ruta intentando distinguir movimiento más adelante, una patrulla rondando el puesto o perros o algún auto deshaciendo en silencio la distancia que nos separa, oculto por la ausencia casi completa de la luna, que es apenas un remolino blanquecino de nubes y pocas o ninguna estrella. Todo al mismo tiempo, yo con una mano en una de las tiras de la mochila y la otra en el picaporte, preguntándome si puedo correr y cuánto, y si hay refugio o escondite posible en tanta nada forrada de yuyos. A tantos kilómetros estoy, tan urgido de fugarme, que recién la segunda o la tercera, o quizás a la cuarta vez escucho que el conductor, por arriba del hombro, me dice Despertalo al pibe, que es un ovillo lampiño enroscado contra la otra puerta, ni enterado, pienso yo, que me acabo de enterar de que es posible que acá se termine el viaje o que siga a pie o que directamente se termine todo, ni enterado pero a punto, cuando le pongo una mano en el codo y lo sacudo para que reaccione y le digo, intentando no gritar, intentando dominar una voz que croa, le digo Dale, vamos, despertate que hay quilombo. Recién entonces, de nuevo entonces, como yo, también, recién, abre los ojos el pibe, o yo entiendo que abre los ojos, porque no veo más que un brillo tembloroso en el súbito blanco, húmedo entre las sombras. Y él dice Qué pasa, qué, qué y repite algunas veces más qué, trabado en la pregunta o apenas trabado en la palabra, agarrado a su bolsito de lona como yo a mi mochila, como si fueran las tripas que se le escapan del abdomen. Uno de adelante le dice Calmate, pibe, cerrá el pico, despabilate, todo al mismo tiempo, como si fuera posible. Yo todavía estoy tratando de decidir si tengo que tener miedo o solo precaución y pienso, por primera vez pienso, que no sé con quienes comparto el auto, que quizás me apura a subirme a la primera opción de vuelta y no medí, ni siquiera imaginé, que uno podría viajar armado, o incluso ambos, no lo sé, porque el otro puede tener un revólver bajo el asiento, una escopeta en el baúl, o un fusil, o una bomba en el paragolpes, lista para inmolarnos a todos contra el camión de gendarmería que está cruzado sobre la ruta a un kilómetro o dos, a distancia suficiente, de todas formas, para agarrar velocidad y estrellarnos, terminar hechos un revoltijo de fierros y carne. Un manifiesto en llamas para ser usado por separatistas y porteños por igual. En algún momento dejó de llorar y me siguió en silencio cuando me bajé. El trauma le duraba en el tranco, caminando sin levantar los pies de la tierra, arrastrando polvo y mierdas, deshechos de la nada esta en la que andábamos, tropezando con las raíces y las cuevas de los bichos que durmieran dentro. Íbamos así. Yo no quería ni mirarlo, pero igual estaba atento a que no se cayera, a que no quedara por el camino, despatarrado y solo, tan pendejo y solo entre las matas y las espinas, esperando al zorro o al carancho. ¿Qué línea hicimos esas primeras horas? ¿Qué baile sin sentido de pasos enredados? Cada vez que me detenía para mirar por sobre el hombro, para revisar si del otro lado de una loma se asomaba la luz de algún reflector, los faros de una cuatro por cuatro a campo traviesa, cada vez que frenaba porque me parecía escuchar pasos rondándonos, torcía la recta, encaraba en una nueva dirección. Así mil veces, una cada cinco minutos. Era otra forma de estar perdido, reajustar la ruta a cada paso. El único norte verdadero lo dictaban las barritas de la señal del cinco ge. Caminamos con el brazo recto, arriba y adelante, vigilando la pantalla del celular. El único gesto de resistencia posible, el brazo arriba y adelante, y cuando aparecía una barrita el dueño chillaba ¡Acá, acá! y después nos peleábamos por esos centímetros cuadrados de conectividad en el desierto, nos enroscábamos como dos putos en un baño químico de una fiesta electrónica, a ver quién quedaba arriba de quién. Pero la frustración llegaba enseguida: la barrita desaparecía como un espejismo y se llevaba consigo, además, una barrita de batería. Entonces caíamos, reventados, y jadeábamos con el culo lleno de espinas y yo puteaba y el pibe se aguantaba las ganas de volver a llorar. Después nos parábamos y volvíamos a caminar con rumbo nuevo, más cansados, quizás desandando, sin saberlo, el camino. Cuando vi el molino el pibe no quiso saber nada. Reculó, como queriendo volver a no sé dónde. Atrás solo estaba la segunda noche, que se nos venía encima. Pero le dije que si había un molino, estábamos adentro de una estancia y cerca estaría el casco, o al menos un puesto y gente y comida y, en el mejor de los casos, wi fi, o al menos algo de señal, que aunque precaria sería suficiente para mandar un mensaje como una bengala al cielo. Al final lo convencí y seguimos, y cuando del sol solo quedaba una línea rosada sobre nuestras cabezas nos animamos a prender la linterna del celular para no caer en una zanja y quedarla ahora que parecía que estábamos tan cerca de algo. Fuimos así, dos conos blancos ondeando en la negrura, detenidos solo para matar un movimiento entre los arbustos o buscar un susurro bajo a la altura de los tobillos y la burla de una lechuza cazando. Fuimos, por horas fuimos, ya bien metidos adentro de la noche, hasta que el pibe se enredó en un alambrado y yo casi me caigo en un tanque australiano y la silueta de una casita se recortó, apenas, más negra y sin estrellas, en tanto cielo. Y no nos animamos. Se nos metió el miedo a que nos entreguen, a no saber de qué lado de la frontera habíamos quedado, a que nos tomen por matreros y tiren sin mirar. Ni siquiera tuvimos que hablar para seguir de largo. Toda la noche estuvimos deseando no estar equivocados para justificar la errancia, pero al final olimos la sal. Llegamos hasta acá. Desde el borde del acantilado se ve la boca de la cueva, abajo, y el hilo de humo que se escapa, como si la piedra fumara mirando el mar. Como si el acantilado, de cara al mar, fumara mientras espera que lleguemos cruzando las matas, con el desgano de un taxista o de un almacenero chino, en musculosa y ojotas detrás del mostrador. Nos mandamos por los surcos en la roca, agarrándonos de raíces y yuyos para no rodar hasta el borde y terminar en la orilla, rotos sobre las paredes de mejillones. Nos movemos con una sed bíblica, de cuarenta años en cuarenta horas cruzando el desierto. El último tramo hay que saltarlo. Son tres metros hasta la arena húmeda y desde ahí una carrera hasta la cueva y el fuego fuente de ese humo, que delata la carne asándose, el cordero o la oveja robada de alguna estancia inglesa con salida al mar. Después de dos noches caminando, a veces corriendo por el desierto al borde de la Patagonia, esquivando la ruta, la gente, los ruidos, la luz, durmiendo poco y mal al acecho del alacrán y la víbora, súbitamente el mayor peligro es ahogarse en la propia saliva. Hago esta última carrera borracha, pienso, mientras estiro la línea de huellas sobre el barro de la orilla, las zapatillas ya mojadas de hundirse en cada paso, hago esta última carrera borracha y ya está. Ya estoy de vuelta. Pero la carrera se desbarata de golpe cuando entre los pasos húmedos y apurados resuena un estruendo que espanta a las gaviotas que anidan en el borde del acantilado y enseguida atrás viene un grito y adelante mío el pibe cae al piso y otro grito más, atravesando su llanto, me advierte que no dé un paso más. Se quedan quietos, la puta que los parió. Después veo el sol en el cristal de la mira telescópica y el brillo bruñido del cañón de un rifle de caza. De a poco sale de la cueva un tejido de ramas secas y plantas rodadoras apretadas juntas. Un arbusto armado. Yo me quedo parado con las manos en el aire, como si me estuviera robando un paquero en el microcentro una noche cualquiera, y el pibe, tirado a tres o cuatro metros, se agarra una pierna y se revuelca, se embarra en la arena que se encharca un poquito más con cada movimiento, enrojecida apenas, ahora. Mientras tanto el arbusto se acerca lentamente, paseando el cañón entre el pibe y yo y las ramas que le cuelgan de las piernas dibujan un peine de líneas en la arena, algunas más final, algunas más gruesas, pero casi paralelas entre sí, desde la cueva hasta nosotros. Y yo ahora pienso me cago en todo, qué necesidad. Ojalá me hubieran puesto un tiro hace dos días, en la ruta, en la noche. Qué necesidad de hacerme sobrevivir esa noche y luego caminar durante todo un día y una noche más para verme aparecer por encima de un acantilado, recortado contra el cielo sin una sola nube. Qué necesidad de emocionarme, de hacerme sentir el aroma de la carne asándose, la brisa, el alivio, para luego voltearme, ahora sí, de un balazo, a la orilla del mar junto a un pibe que ahora sí conozco, tuve tiempo de conocer, y se desangra conmigo en la arena.

Juan Fernández Marauda
Nació en Lanús, en 1988, pero creció en el Valle Inferior del Río Chubut. Trabaja en el cruce entre salud mental y escritura en un hospital de día. Es escritor, editor, librero y coordina el taller de escritura PULP! en la ciudad de La Plata. El puente de las brujas, su primera novela, fue publicada por EME en 2020 y Esplín Tropical (México) en 2022












