Frontera

Frontera

TIEMPO DE LECTURA: 8 min.

Bajar la voz, esconder las palabras, cuánto puede durar la noche o el desierto, que parecen ser la misma cosa. Escapar sin medir los pasos, el límite que nos separa del abismo. Todo eso trae Juan Fernández Marauda, en su cuento Frontera.

Para Sebastián Eloy Briozzo, caído en el desierto.

Dónde estoy cuando me despierto, todavía medio dormido, en realidad, pero ya agarrado a mi mochila, con la alarma moviendo las manos, apretando los nudillos, tanteando la manija de la puerta, buscando con los ojos ciegos y la boca abierta, la ventana, encontrando la cara del conductor difusa que me dice que me calme y baje la cabeza, que adelante están parando los gendarmes. Entonces el reflector tiene sentido, allá, nosotros y la camioneta detenidos fuera de la banquina, entre las matas, a un kilómetro o más, del retén de gendarmería, quizás a dos kilómetros, pero con las luces apagadas igual, y haciendo silencio, susurrando como si nos escucharan. El tipo que va en el asiento del acompañante abre y mete la mano en la guantera y ahí la deja y mira hacia la ruta intentando distinguir movimiento más adelante, una patrulla rondando el puesto o perros o algún auto deshaciendo en silencio la distancia que nos separa, oculto por la ausencia casi completa de la luna, que es apenas un remolino blanquecino de nubes y pocas o ninguna estrella. Todo al mismo tiempo, yo con una mano en una de las tiras de la mochila y la otra en el picaporte, preguntándome si puedo correr y cuánto, y si hay refugio o escondite posible en tanta nada forrada de yuyos. A tantos kilómetros estoy, tan urgido de fugarme, que recién la segunda o la tercera, o quizás a la cuarta vez escucho que el conductor, por arriba del hombro, me dice Despertalo al pibe, que es un ovillo lampiño enroscado contra la otra puerta, ni enterado, pienso yo, que me acabo de enterar de que es posible que acá se termine el viaje o que siga a pie o que directamente se termine todo, ni enterado pero a punto, cuando le pongo una mano en el codo  y lo sacudo para que reaccione y le digo, intentando no gritar, intentando dominar una voz que croa, le digo Dale, vamos, despertate que hay quilombo. Recién entonces, de nuevo entonces, como yo, también, recién, abre los ojos el pibe, o yo entiendo que abre los ojos, porque no veo más que un brillo tembloroso en el súbito blanco, húmedo entre las sombras. Y él dice Qué pasa, qué, qué y repite algunas veces más qué, trabado en la pregunta o apenas trabado en la palabra, agarrado a su bolsito de lona como yo a mi mochila, como si fueran las tripas que se le escapan del abdomen. Uno de adelante le dice Calmate, pibe, cerrá el pico, despabilate, todo al mismo tiempo, como si fuera posible. Yo todavía estoy tratando de decidir si tengo que tener miedo o solo precaución y pienso, por primera vez pienso, que no sé con quienes comparto el auto, que quizás me apura a subirme a la primera opción de vuelta y no medí, ni siquiera imaginé, que uno podría viajar armado, o incluso ambos, no lo sé, porque el otro puede tener un revólver bajo el asiento, una escopeta en el baúl, o un fusil, o una bomba en el paragolpes, lista para inmolarnos a todos contra el camión de gendarmería que está cruzado sobre la ruta a un kilómetro o dos, a distancia suficiente, de todas formas, para agarrar velocidad y estrellarnos, terminar hechos un revoltijo de fierros y carne. Un manifiesto en llamas para ser usado por separatistas y porteños por igual. En algún momento dejó de llorar y me siguió en silencio cuando me bajé. El trauma le duraba en el tranco, caminando sin levantar los pies de la tierra, arrastrando polvo y mierdas, deshechos de la nada esta en la que andábamos, tropezando con las raíces y las cuevas de los bichos que durmieran dentro. Íbamos así. Yo no quería ni mirarlo, pero igual estaba atento a que no se cayera, a que no quedara por el camino, despatarrado y solo, tan pendejo y solo entre las matas y las espinas, esperando al zorro o al carancho. ¿Qué línea hicimos esas primeras horas? ¿Qué baile sin sentido de pasos enredados? Cada vez que me detenía para mirar por sobre el hombro, para revisar si del otro lado de una loma se asomaba la luz de algún reflector, los faros de una cuatro por cuatro a campo traviesa, cada vez que frenaba porque me parecía escuchar pasos rondándonos, torcía la recta, encaraba en una nueva dirección. Así mil veces, una cada cinco minutos. Era otra forma de estar perdido, reajustar la ruta a cada paso. El único norte verdadero lo dictaban las barritas de la señal del cinco ge. Caminamos con el brazo recto, arriba y adelante, vigilando la pantalla del celular. El único gesto de resistencia posible, el brazo arriba y adelante, y cuando aparecía una barrita el dueño chillaba ¡Acá, acá! y después nos peleábamos por esos centímetros cuadrados de conectividad en el desierto, nos enroscábamos como dos putos en un baño químico de una fiesta electrónica, a ver quién quedaba arriba de quién. Pero la frustración llegaba enseguida: la barrita desaparecía como un espejismo y se llevaba consigo, además, una barrita de batería. Entonces caíamos, reventados, y jadeábamos con el culo lleno de espinas y yo puteaba y el pibe se aguantaba las ganas de volver a llorar. Después nos parábamos y volvíamos a caminar con rumbo nuevo, más cansados, quizás desandando, sin saberlo, el camino. Cuando vi el molino el pibe no quiso saber nada. Reculó, como queriendo volver a no sé dónde. Atrás solo estaba la segunda noche, que se nos venía encima. Pero le dije que si había un molino, estábamos adentro de una estancia y cerca estaría el casco, o al menos un puesto y gente y comida y, en el mejor de los casos, wi fi, o al menos algo de señal, que aunque precaria sería suficiente para mandar un mensaje como una bengala al cielo. Al final lo convencí y seguimos, y cuando del sol solo quedaba una línea rosada sobre nuestras cabezas nos animamos a prender la linterna del celular para no caer en una zanja y quedarla ahora que parecía que estábamos tan cerca de algo. Fuimos así, dos conos blancos ondeando en la negrura, detenidos solo para matar un movimiento entre los arbustos o buscar un susurro bajo a la altura de los tobillos y la burla de una lechuza cazando. Fuimos, por horas fuimos, ya bien metidos adentro de la noche, hasta que el pibe se enredó en un alambrado y yo casi me caigo en un tanque australiano y la silueta de una casita se recortó, apenas, más negra y sin estrellas, en tanto cielo. Y no nos animamos. Se nos metió el miedo a que nos entreguen, a no saber de qué lado de la frontera habíamos quedado, a que nos tomen por matreros y tiren sin mirar. Ni siquiera tuvimos que hablar para seguir de largo. Toda la noche estuvimos deseando no estar equivocados para justificar la errancia, pero al final olimos la sal. Llegamos hasta acá. Desde el borde del acantilado se ve la boca de la cueva, abajo, y el hilo de humo que se escapa, como si la piedra fumara mirando el mar. Como si el acantilado, de cara al mar, fumara mientras espera que lleguemos cruzando las matas, con el desgano de un taxista o de un almacenero chino, en musculosa y ojotas detrás del mostrador. Nos mandamos por los surcos en la roca, agarrándonos de raíces y yuyos para no rodar hasta el borde y terminar en la orilla, rotos sobre las paredes de mejillones. Nos movemos con una sed bíblica, de cuarenta años en cuarenta horas cruzando el desierto. El último tramo hay que saltarlo. Son tres metros hasta la arena húmeda y desde ahí una carrera hasta la cueva y el fuego fuente de ese humo, que delata la carne asándose, el cordero o la oveja robada de alguna estancia inglesa con salida al mar. Después de dos noches caminando, a veces corriendo por el desierto al borde de la Patagonia, esquivando la ruta, la gente, los ruidos, la luz, durmiendo poco y mal al acecho del alacrán y la víbora, súbitamente el mayor peligro es ahogarse en la propia saliva. Hago esta última carrera borracha, pienso, mientras estiro la línea de huellas sobre el barro de la orilla, las zapatillas ya mojadas de hundirse en cada paso, hago esta última carrera borracha y ya está. Ya estoy de vuelta. Pero la carrera se desbarata de golpe cuando entre los pasos húmedos y apurados resuena un estruendo que espanta a las gaviotas que anidan en el borde del acantilado y enseguida atrás viene un grito y adelante mío el pibe cae al piso y otro grito más, atravesando su llanto, me advierte que no dé un paso más. Se quedan quietos, la puta que los parió. Después veo el sol en el cristal de la mira telescópica y el brillo bruñido del cañón de un rifle de caza. De a poco sale de la cueva un tejido de ramas secas y plantas rodadoras apretadas juntas. Un arbusto armado. Yo me quedo parado con las manos en el aire, como si me estuviera robando un paquero en el microcentro una noche cualquiera, y el pibe, tirado a tres o cuatro metros, se agarra una pierna y se revuelca, se embarra en la arena que se encharca un poquito más con cada movimiento, enrojecida apenas, ahora. Mientras tanto el arbusto se acerca lentamente, paseando el cañón entre el pibe y yo y las ramas que le cuelgan de las piernas dibujan un peine de líneas en la arena, algunas más final, algunas más gruesas, pero casi paralelas entre sí, desde la cueva hasta nosotros. Y yo ahora pienso me cago en todo, qué necesidad. Ojalá me hubieran puesto un tiro hace dos días, en la ruta, en la noche. Qué necesidad de hacerme sobrevivir esa noche y luego caminar durante todo un día y una noche más para verme aparecer por encima de un acantilado, recortado contra el cielo sin una sola nube. Qué necesidad de emocionarme, de hacerme sentir el aroma de la carne asándose, la brisa, el alivio, para luego voltearme, ahora sí, de un balazo, a la orilla del mar junto a un pibe que ahora sí conozco, tuve tiempo de conocer, y se desangra conmigo en la arena. 

Juan Fernández Marauda

Nació en Lanús, en 1988, pero creció en el Valle Inferior del Río Chubut. Trabaja en el cruce entre salud mental y escritura en un hospital de día. Es escritor, editor, librero y coordina el taller de escritura PULP! en la ciudad de La Plata. El puente de las brujas, su primera novela, fue publicada por EME en 2020 y Esplín Tropical (México) en 2022

En el lago-al lado

En el lago-al lado

TIEMPO DE LECTURA: 3 min.

Algo hundido en un lugar espera, gente que pasa como el tiempo. Una voz silenciosa que narra este cuento de Wanda Chaves

Juan aparecía siempre, todos los domingos a las diecisiete horas estaba acá. A veces variaba, si era verano y hacía mucho calor, se aparecía a las diecinueve, y en invierno la misma lógica, pero más tempranito claro. Venía, me miraba un rato, un rato largo. Hacía gestos con su cara, movía sus ojos y sus manos, como que estaba diciendo algo.

Pero no decía nada. Se prendía un pucho, siempre después de todo el baile. Lo fumaba lento, tanto que a veces hasta yo quería dar unas pitadas de esas, parecían refrescantes. Aguantaba el humo unos segundos largos, y después, cuando lo soltaba, también parecía soltar parte de él, o algo que llevaba él. A los minutos de eso, se levantaba casi de un salto, agarraba la bici y empezaba a pedalear. Sin decir chau, sin mirar atrás, nada, se iba. Pero a la semana volvía y así era siempre. Parte del trato era que yo le guardara un lugar cómodo, seguro, tranquilo; y él, a cambio, me miraba. Me hacía sentir contemplado, me hacía sentir.

Es difícil en estos tiempos, nadie puede juzgarme. Ya no vienen a verme a mí. Acordate el Renacimiento, la gente venía a pintarme, a escribir sobre mí, a decir lo que yo les hacía sentir, y ya no es más así. Vienen a no verme. Ponele que a veces los turistas, los extranjeros, me devuelven un poco de entusiasmo, pero hasta ahí. Aparte los traen acá después de haber pasado por la República y no me parece.

Les quita la emoción y a acá solo llega un ay, qué lindo.

Respecto a la acusación de una supuesta condición artificial no quiero hablar. Es un tema muy serio, me tiene muy acomplejado aún hoy y no me siento cómodo ni preparado para abordar el asunto. Gracias. Porque después empiezo a hablar y no paro. A quién se le ocurrió que yo era culpable de la situación, yo soy la principal víctima de todo. Ustedes ya ni nos sonríen y pretenden que sigamos como si nada, así no es la cosa. Ya nadie se queda como si nada. Les aviso, les advierto. Te aviso, te anuncio//que hoy renuncio//a tus negocios sucios. Más vigente que nunca.

El viento ya está tomando cartas sobre el asunto.

Y de repente, Juan ayer no vino solo. Me sorprendió. Aah está re piola este lugar.

Viste boludo. Sentate acá.

Perdón hermano, no sé qué onda.

Tranqui boludo, estás enojado, está bien. Sí, pero ya me voy de tema a veces.

Por eso vengo para acá amigo. Mira el agua. Yo vengo todos los domingos a las cinco de la tarde a prenderme un pucho y mirar el agua amigo. Te juro. Mirala, está quieta, tranquila, parece que habla. Si haces mucho silencio, y por suerte este lugar es re tranquilo y siempre está libre, podes escuchar el sonido que hace. Es relajante amigo. Esta es mi terapia amigo.

 Gracias amigo.

Ahí me di cuenta, dije claro. Con Juan tenemos una relación. También la tendré con los demás que vienen cotidianamente.

—–

¿El señor que viene a dormir, a veces, al lado mío?

¿La pareja que viene a pelear para terminar siempre a los besos sucios cochinos?

¿La que viene a usar el celular y ni me registra?

¿La nena y el bebé?

¿Las dos abuelas?

—–

También está la que viene a usar el celular, no saca la cabeza de ahí.

Aunque yo sé que ella me contempla, levanta la mirada cada tanto. Pero ni ella me entiende. Aunque trata, pero no entiende. Nadie entiende. Ni yo. Porque no puedo. Yo estoy quieto y ellos a un lado.

Wanda Chaves

Platense nacida en Julio del 2001. Hoy estudio Letras en la UNLP.
Hace 10 años que tengo el mismo número de teléfono; soy bastante charlatana y también contempladora.
La mejor sensación es la que tenemos cuando conocemos algo nuevo.

Pupitre

Pupitre

TIEMPO DE LECTURA: 12 min.

Fito Páez que se mezcla con Makano, el fotolog, el juego de la botellita que parece perdurar en el tiempo. Es todo el ruido de una época. Un pupitre que se escribe y se espera. Un juego de niños, que como todo juego de niños, es letal. Este es el terreno por el que camina este cuento de Paloma Barberena.

A Simón siempre le molestó que su mamá comprara cantimploras para los regalos de cumpleaños de sus compañeros. No por la cantimplora en sí, sino porque compraba al por mayor. Eran cantimploras de plástico duro y venían de varios colores y motivos pero igual cuando llegaba a las fiestas decían “Ahí viene Simón con la cantimplora”: Y Simón envolvía el paquete hacia adentro suyo y buscaba la mirada de algún adulto que lo defendiera.

Eso pasaba en los cumpleaños cuando eran más chicos: primer grado, segundo, tercero y cuarto. Ya más entrados en la preadolescencia los amigos de Simón creían que era canchero no hacer regalos. En su último año de primaria no había burlas, el ambiente Brillante sobre el mic era más fuerte que las cantimploras al por mayor. El clima de canción de Fito Paez y también el hartazgo los unía. No era un nene como los de primero, segundo, tercero y cuarto que veía en los recreos. Él y sus amigos estaban en sexto. Eran los dueños del patio y ya no corrían. Se sentaban en los bancos, revoleaban cosas, peleaban a sus compañeras por la música que escuchaban y tenían malones.

Le gustaban los malones pero él no sacaba a bailar a sus compañeras ni sus compañeras a él. Eso lo hacían Valentín o Bautista, dos amigos suyos que jugaban al rugby y tenían malones desde los nueve. Ese octubre estaba de moda Te amo de Makano y cuando sonaba,

generalmente en el medio de la fiesta a eso de las 23:00, todos lo cantaban a los gritos. A Simón le daba vergüenza mirar sin querer a una de las chicas y que pareciera que les decía “estar contigo es lo que me hace más feliz” a ella y no al aire.

El día que Tatiana hacía su malón, Simón estaba nervioso porque uno de los chicos había desafiado al resto a jugar al juego de la botellita y sus compañeras dijeron que sí. Él nunca había dado un beso ni pico ni con lengua. Sus amigos los rugbiers contaban que si, que se habían transado a las chicas de hockey del club y que la botellita les parecía una papa. Su

curso, el B, hacía turno tarde. Antes de cada cumpleaños él y sus amigos se reunían en la casa de alguno para prepararse y después alguna mamá, papá o hermano mayor los llevaba.

Siempre los dejaban media cuadra antes por pedido de los chicos, no daba que los vieran junto a los adultos.

En la última hora de clase no paró de mirar el reloj de pared que le parecía que no avanzaba. Ya se había perdido en lo que explicaba la maestra. Algo de las células eucariotas que anotó hasta la mitad. Se le hacía imposible porque para él estaban en esa clase hacía seis horas. En lugar de anotar del pizarrón, dibujó el escudo de Boca en la hoja Rivadavia y siguió garabateando hasta llegar a la mesa donde escribió “Aguante sexto B”. Texto que acompañó de flechas y caritas. Mientras tanto, en algún lado la maestra diferenciaba las células que nada tenían de interesante para Simón comparado a lo que se le iba a venir esa noche. Se acordaba de como poner los labios, Bautista le había dicho que cerrara los ojos antes porque sino la chica en cuestión iba a verlo como a un pez. El timbre que indicaba la finalización del día lo hizo volver al aula. Cerró y guardó sus cosas rápido, bruto y corrió hacia la puerta llevándose puestos unos pupitres. Él que doblaba en altura a sus compañeros tenía que tener siempre más cuidado cuando pasaba entre los bancos porque los chocaba.

A las nueve de la noche, después del ritual del gel en el pelo y las fotos con cámara digital

frente al espejo, salieron para el cumpleaños Simón, Bautista,Valentín y Camilo que tampoco había besado nunca pero decía que igual era chico. El cumpleaños empezaba a esa hora pero ellos decidieron llegar quince minutos tarde.

El malón era en un garaje cubierto convertido en quincho con bañito propio. Los focos de las dos lámparas estaban cubiertos de papel celofán uno verde y otro rojo y en uno de los costados había una mesa con papas fritas, pizzetas y gaseosas. Tatiana tenía puestas plataformas. Se veían mucho sus zapatos porque todo el tiempo hacía comentarios sobre lo alta que quedaba comparada a las demás. Casi todas sus compañeras parecían más grandes que ellos. Algunas usaban labial y delineador, Simón tenía unos pocos pelitos que no llegaban a negro en los bigotes.

El momento en que la pista delimitada por cajas y sillas se encendió fue cuando sonó Yo soy tu maestro, otro de los hits de ese año. Bautista, que era amigo de las chicas, sacó a bailar a la cumplañera. A él no le daba vergüenza porque ellos eran BFF Best Friends Forever y subían fotos juntos a fotolog. Si alguien le preguntaba a Tatiana si gustaba de su amigo ella decía que ni en pedo, que era un tonto pero que lo re quería igual. Valentín se terminó una botellita de cocacola de vidrio y gritó “¿Y cagonas? ¿Se animan?” Todas las chicas respondieron que obvio, que era un juego y que igual a ellas les gustaban los de primero de secundaria. De todas formas fueron corriendo y apurando al resto para armar el círculo.

Bautista fue el primero y casi le tocó con Tatiana pero no. Ella dijo que menos mal, que se había salvado y el otro empujado por los amigos le dio un besito rápido a Mercedes que coronó el momento con aires de superada: “¿Ven? no es tan terrible.” Jugaron algunas rondas más pero a Simón nunca le tocó. Cada vez que el pico de la botellita pasaba cerca de él sentía movimientos en toda la panza y la metía para adentro como para frenar la sensación.

Después, cuando finalmente se detenía ante otro respiraba fuerte.

Esa noche se fue sin besar a nadie. Él no era bff de ninguna de las chicas, ni tampoco ninguna le gustaba. Miraba de lejos el momento en que las bocas de sus compañeros y compañeras se tocaban y creía que aún le faltaba mucho para llegar ahí y que el día que le tocara no sabría qué hacer. Las bocas de sus compañeras le parecían lejanas, como la voz de su profesora en clase pero no en un segundo plano tedioso, sino en uno imposible de alcanzar. Una vez en su casa, tardó en dormirse.

El lunes siguiente el juego de la botellita fue el tema de charla de las cuatro horas de clase.

Una de las chicas acusó a otro de haberla babeado, uno dijo que su compañera de beso tardó en despegarse. Simón no dijo nada. Tampoco escuchó la clase. Esta vez la maestra hablaba de la diferencia entre Día de la Raza y Día del Respeto a la Diversidad Cultural. Él agarró su lápiz para seguir el dibujo que había empezado la semana anterior y cuando se dispuso a mejorar el escudo de Boca vio que debajo de su “Aguante Sexto B” decía “¡¡¡Aguante Sexto A!!!”, acompañado con un corazón de liquid paper.

Simón y sus amigos no se llevaban bien con los de Sexto A, en realidad no conocían a nadie.

Unos hacían turno mañana y otros turno tarde. Iban a conocerlos en noviembre cuando se hiciera el campamento de fin de curso en San Antonio de Areco organizado por los profesores de educación física.

Se quedó mirando la declaración desafiante y pensó en ignorarla pero algo en el corazón blanco lo motivó a responder. Primero escribió con lápiz “Amm, cualquiera ¿Quién sos?” pero decidió borrar con el dedo la última parte. Miró y miró su frase hecha de lápiz abajo del liquid, atinó apretar el dedo contra el pupitre para borrar pero no borró. En cambio repasó letra por letra con cuidado. Finalmente su mensaje sobresalía del resto de los garabatos de la mesa. No tocó más hasta que sonó el último timbre, cualquier roce podría deformar el texto. Se alejó del banco atento y hasta que cruzó la puerta no paró de mirarlo sin saber bien por qué.

Esta tarde era tarde de fútbol. Se comió algunas puteadas ese día. Valentín le gritó si estaba dormido porque erró tres o cuatro pelotas y él pidió perdón. Si, estaba distraído. En lugar de ser las células eucariotas las que quedaban como en un segundo plano, como de fondo, era ese partido, sus compañeros y el entrenador. Y en el centro, como una imagen que uno quiere despejar pero no puede porque está fija, el corazón que acompañaba la frase “Aguante Sexto A”.

El día siguiente le pidió a la mamá que lo llevara unos minutos antes a la escuela. Que respetara el acuerdo de dejarlo en la esquina pero en lugar de a las 13:15 a las 13:00. Y corrió, revoleando la mochila hacia los costados y con los cordones desatados, corrió al aula con una adrenalina que jamás le había generado la primera hora de clase. Frenó su entrada envalentonada cuando vio que ya había algunas personas en el aula. Se detuvo y fue despacito hasta su pupitre que era siempre el mismo. Miró hacia los costados y una vez que se aseguró que nadie estuviera prestando atención buscó los textos de la mesa.

Durante esos segundos notó otra vez el movimiento en la panza que había sentido el día que la botellita casi se detuvo frente a él. No vio nada nuevo en el pupitre y resopló. Se desplomó en la silla y apoyó los codos sobre la mesa y ahí sí. Bien chiquito debajo de su “Amm cualquiera” leyó: “Jaja ¿Como andáss?”. Otra vez el movimiento en la panza como un retorcijón. Varios minutos se quedó mirando “Jaja ¿Cómo andás?” hasta que una voz, en un segundo plano, lo hizo volver al aula:

Ey ¿de que te reís, nene?- Lo increpó una de sus compañeras.

No me estoy riendo, tarada ¿Que flasheás?

Y para él no se estaba riendo. Se apuró a sentarse para que la interlocutora no viera la situación y tapó la conversación de lápiz y liquid sin apoyar la palma de la mano completa para no borrar.

Pasó la primera parte del día haciendo una barrera con el brazo entre Valentín, que era su compañero de banco, y él. Durante las dos horas que duró la clase de Historia leyó las cuatro líneas de charla mitad liquid mitad lápiz. Una y otra vez leyó las mismas palabras. La última línea era una pregunta que había que contestar. En el recreó volvió dos veces a custodiar su banco con la excusa de ir al aula a buscar su botella de agua. Lo miró de lejos sin tocar para no cambiar nada y chequeó si desde lejos se veía la charla.

La segunda parte del día se dispuso a pensar que responder y el pupitre de fórmica se le volvió una hoja en blanco. Y todo lo demás vacío. Solo el pupitre y él estaban ahí. Contó cuánto faltaba para terminar. Dos horas. Valentín estaba en otra haciendo bollitos con baba y pegándoselos al de adelante. Miró el reloj de nuevo y ahora faltaba una hora. Nunca se le había pasado tan rápido una clase de Lengua. Una hora era poco tiempo para una respuesta que tenía que ser perfecta. Valentín seguía con los bollitos que eran cada vez más grandes y babosos. Le dieron ganas de darle un manotazo y tirarlos todos al piso.

A las 16: 30 estaban en la recta final de la clase. Simón se apretó las dos sienes con las manos y se rascó la cabeza tanto que llamó la atención de su compañero. Puso rápido el brazo en el banco y los segundos que duró la conversación, la charla de la mesa quedó tapada. Sonó el timbre de salida y todavía no había un nuevo renglón. Nada era ni perfecto ni gracioso ni de piola para él que se quedó solo en el aula e invadido por un calor que le venía desde las extremidades. La maestra le pidió que saliera porque tenían que entrar a limpiar y él le rogó que le diera un segundo más alegando que había perdido una llave. Escribió “¿Bien y vos?” y salió tirando el lápiz en la mochila sin guardarlo.

Se pasó todo el viaje de vuelta con los brazos cruzados, tirado sobre la ventana del auto y envuelto hacia adentro pero esta vez sin cantimplora al por mayor ni la posibilidad de hablar con alguien más grande que le asegurara que todo estaría bien. A Bautista o Valentin no les hubiera pasado eso. Ellos habrían contestado rápido, sin dudar y mostrándoles a todo el resto lo clara que la tenían aunque no supieran quién estaba escribiendo en el turno mañana. Sintió alivio de no haberle contado a nadie sobre su incipiente amistad secreta.

El día después no fue quince minutos antes. Llegó arrastrando los pies porque todo volvía a ser aburrido y era su culpa, nada más que su culpa. Convencido de haber arruinado la charla entre lápiz y liquid se tiró en la silla sin saludar a nadie pero por las dudas miró.

Efectivamente no había ningún mensaje blanco en la mesa. Pensó en la botellita, que ahora le parecía más lejana aún ¿Cuándo daría su primer beso? Seguro que como a los quince, pensó y sacó los útiles de la mochila como si cada uno pesara lo mismo que un bloque de cemento.

Miró el reloj, faltaban tres horas cincuenta y cinco minutos para que terminara el día y ahí dejó los ojos un buen rato.

La maestra retomó lo visto en la clase anterior. No bien empezó la explicación, él se sostuvo la cabeza con una mano. Se sentía más pesado. Con la otra empezó a dibujar la mesa. Hizo lineas hasta llegar al primer diálogo de liquid paper que ya era para él algo arruinado y rayó sus renglones, los de lápiz. Fuerte los rayó. No atinó a mirar dos veces las otras líneas, las blancas. Se le generaba una puntada como arriba del estomago hacia adentro que lo hacía apretar los labios y cerrar los ojos. Que desaparezcan, pensaba. Un golpe en la puerta lo hizo volver a concentrarse en la clase. La voz de la maestra, en un segundo plano, ya no se escuchaba. En cambio sonaba una menos densa. Alguien que decía :“Hola seño, perdón que interrumpa. Me olvidé la cartuchera ¿puedo buscarla?”.

Era una chica de la edad de Simón que tenía una vincha lila, el pelo muy lacio hasta los hombros y el guardapolvo aún puesto. Simón asumió que pertenecía a sexto A ¿Conocería ella a su amistad desconocida de mesa? La maestra le respondió: “Si, Pili. ¿Querés que la busque yo?” Pero la chica se negó porque no recordaba si la había dejado en el pupitre y

pidió entrar. Cruzó por delante del pizarrón y caminó en dirección al pupitre de Simón que se incorporó, como los días anteriores, como cuando se le movía la panza y le daba calor desde afuera hacia adentro.

Simón la veía cada vez más cerca. Ya no estaba desplomado, ahora en cambio estaba quieto y derecho. La chica frenó. Al lado de él frenó. Lo miró y le preguntó si estaba su cartuchera abajo del banco. Simón no respondió ni se movió ni atinó a mirar. Inhaló más fuerte que de costumbre. “La cartuchera y el liquid paper” volvió a decir Pilar, que ahora tenía nombre

además de letra. Valentín, lo empujó y le dijo bajito “Te está hablando, tarado. Hacé algo”. Y él tragando muy fuerte y sin pestanear metió la mano, que ahora estaba temblorosa, debajo del pupitre hasta encontrar una cartuchera y al lado el liquid paper. Se lo dio y sin querer su dedo tocó la mano de ella que era una mano suavecita y a la vez eléctrica.

Otra vez la sensación de ser observado, como con las cantimploras, pero esta vez sin un adulto cerca que pudiera defenderlo pero no le importaba. Pensó que seguro todos sus compañeros se daban cuenta de los hoyitos que aparecieron de repente en la cara. Tampoco importaba. Pilar le agradeció con una sonrisa chiquita. Eso sí, nadie más podría haberla notado y caminó a la puerta. Cuando se fue desde la ventana le hizo chau con la mano y salió corriendo. Simón la siguió con los ojos y pensó que su pelo era el más lindo del mundo.

La maestra retomó el tema de la clase anterior. Su voz estaba de nuevo en un segundo plano, como de fondo. Pero ahora a Simón la cabeza, las manos, el reloj y las cantimploras al por mayor no le pesaban más.

Desvarío

Desvarío

TIEMPO DE LECTURA: 3 min.

Relato de Luz Iriarte, participante de la convocatoria de cuentos “Hebe Uhart”.

Soy de hogar tierno y cuna tibiecita. Como en cama y duermo en comida, no hay que no tenga ni donde estar. En mi hogar tierno y cuna tibiecita soy feliz. Sueño mundos de leche y mimos, si es que acaso existen lugares así, porque aspiro a ser yo cuya leche y mimos nutran a mi descendencia.

Salgo de mi hogar, me adentro en la jungla y observo las bestias, observo el metal, me adentro con miedo en la jungla de cemento y espero hasta que el sol frene a las terribles criaturas con su acromático brillo. Embiste el último demonio y atravieso el vacío caminando elegante. Ante todo, cortesía, ante todo el valor principal de coexistencia entre los nuestros.

Al cielo, después, volando entre peldaños y misterios, me vuelvo una con el pensamiento de que algún día no voy a volar y que por eso deben volar mis futuros niños, que deben aprender a tomar flote y que no seré yo quien los eduque sino ellos, tristes en su existencia, pero en quizás un hogar adecuado y no tanto tierno. Un hogar de espuma y suavecito, menos tierno (más carnoso), bien fibroso (no tan crudo).

Ahí en el cielo está el Don, enrollado como tazón y rellenito como un pan. Me acerco y amago a pegarle, él ni se inmuta. Al rato, frota su rostro contra el mío y su bigote me acaricia la cara. Sé que le gusta. A mí me gusta él, pero hay algo que me aleja, ese olor insoportable a desvarío que no sé cómo manejar, que no sé cómo enfrentar, así que le pego un zarpazo en el cachete para que no se acerque y eso lo rompe. Retrocede uno, dos, avanza tres y se me abalanza. Nos enrollamos y caemos en las bases del cielo, paraíso lejos. Al Don le falta eso: pasión, y a mí me sobra. Él es grande y no me puede dar lo que quiero. Él es viejo, yo soy joven. Le grito: corre a esconderse en cuna fría, yo bajo de nuevo a tierra.

Don no tiene amigos, yo tampoco; él por cobarde y yo por desdichada. No creo que lo sepa, pegote que es conmigo, que a comparación suya parezco una condesa como aquellas que veo por los caminos infinitos tras vidrieras. Infinitas son las posibilidades de una que no es como lobo, sino que más bien es hábil y rápida. Escapando siempre, vez tras vez, me encuentro cara a cara con cosas que no puedo evitar. Siempre, pero siempre, se me cae el cielo encima. Se angustia y estalla en mil pedazos, esos lugares en fracciones de segundo no están ahí, permanecen inaudibles en mi imaginación, sólo son imágenes, no más que eso. Vivo triste porque triste me vive el cielo, y así como vuelvo mojada a mi cuna tibiecita, que ya ha sido vaciada y a mi hogar duro y afilado, también vuelvo a mis viejos rituales. Duermo mojada, duermo sin comer, duermo. Al final, sólo me queda soñar mundos de leche y mimos, si existe un lugar así, cada vez me lo creo menos

Dormir con las estrellas

Dormir con las estrellas

TIEMPO DE LECTURA: 5 min.

Manuela Bertola nació en La Plata en el año 2001, es estudiante de sociología y productora del programa Cual Pinta? en Radio Trinchera. Comparte con Revista Trinchera el siguiente relato.

Qué fácil es dormir en las estrellas, dice mientras me dirige la mirada pero no mira. Tiene un tono que decanta entre funesto e ingenuo. 

Una maravilla -retruco- ¿y dormir sobre una nube?, ¿qué se sentirá? 

Escucho el silencio  que se presenta ante lo desconocido o lo incuestionado. Sé que son los silencios que más le gustan. Puedo ver cómo procede a poner en pausa todo movimiento y cómo si viera una telaraña hilvanarse de punta a punta dentro de la habitación, toca su boca y sonríe ante las elocuencias, las ajenas, pero particularmente las propias.

¿Dónde fuiste cuando abanicamos la luna? me pregunta con insistencia, genuinamente me pregunta, y no se que decirle. 

Sus ojos danzan, son una marea opaca de marrones figurines.  Se bambolean como un hipnótico reloj, de esos que llevan los tipos como él. ¿Cómo quién? me pregunta, cómo él, sostengo firmemente y ninguna de las dos vuelve a mencionarlo. 

No hay que explicar mucho las cosas frente a esos ojos, más bien, hay que aprender a no preguntar tanto y mucho menos pretender enseñar. 

Al entrar a la habitación hay un cartel, de colores pastel, un pastel gastado, casi imperceptible, que grita en un melodrama aterciopelado: “Antes de entrar, quítese los zapatos, los prejuicios y esa maña insoportable de querer enseñarle a los demás. Admita que usted no sabe nada y si sabe, olvídese. Aquí no se enseña ni se corrige. Y si no va a ser así, no se gaste en entrar que no será recibido.”

Siempre me pareció porteño y contradictorio ese cartel con aires de superioridad, pero nunca me animé a hacer énfasis en esas características. Simplemente entraba, diluyendo enseñanzas previas y en un estado casi de neonato. Como si estuviera en el oráculo de Matrix y una calva miniatura me mirara despótica entre risas, mientras yo ingenua pretendía doblar la cuchara, hasta doblarme.

Los días nos pesaban a ambas, todos los días nos pesaban. La densidad del aire, el tabaco rumiando bajo las uñas, el peine enredado entre pelos blancos y rubios cobrizo de farmacia, la humedad martillando las rodillas en un devenir paulatino pero constante llenando la habitación.  El final del día de un intenso olor a menta y marihuana mezclado con pachuli y psicofármacos matizados bajo un fuerte hedor a palo santo. 

Las conversaciones giran en un constante desaprendizaje yendo y viniendo del espacio exterior al barrio que la vio crecer. Dormir en la luna, dijo un día, debe ser bastante parecido al mierdero de Mar del Plata, igual de imprevisible. Los cráteres, imaginate querida, deben ser tan acogedores como esa escollera, dura y suave, pero peligrosa. Sinónimo de mar y felicidad con olor a mierda, dependiendo de donde sople el viento, y de cuánto crezca el cielo sobre la luna. Mira nena, es como si un día te quedaras dormida en un cráter y el cielo lo inundara todo, lo mismo, exactamente lo mismo que pasa en el mierdero. Vos estás ahí, después de trabajar horas en el hotel, como la sierva de los dueños del mundo, aprendiendo a pelar una naranja con cubiertos. La etiqueta de la etiqueta- dice eufórica mientras hace un gesto alusivo a la élite, juntando el dedo pulgar con el índice, mientras el meñique queda apuntando al cielo de reverso, en un semicírculo compulsivo.- para que los chetos vengan y se coman la naranja con la mano y para colmo en la cara de una. ¿Vos podes creer?, ¿no te parece descabellado? 

Yo la miro, desde el vértice de la habitación. Creo que divaga, quiero corregirla, pero el cartel de la entrada suena en mi cabeza con la intensidad de un taladro. Se confunde mi nombre, lo mezcla con el de otros, mientras me cuenta sobre un viaje de jubilados que hizo con Pami, allá, en sus años coquetos, sus años mozos.

En Malvinas hacía un frío de aquellos, de esos que te congelan la lengua,- me río, aunque noto que no le gusta – ¿Vos nena, anduviste por allá también? de todas formas, tampoco podía decir mucho yo, porque inglés, lo que se dice inglés, nunca supe. Así que eso de que se congele la lengua… tampoco era un problema. Había, eso sí, una cantidad increíble de cruces, tan chiquita la isla.. y tantos.. tanto.. ¿Cómo era que te llamabas vos?, En fin, como te decía nena, muy lindo  Malvinas, es como la luna. Igual de lindo, pero más cerquita. ¿Anduviste por allá, por la luna digo, conociste allá? 

Muevo sutilmente la cabeza, en un intento de responder que no, que no estuve en la luna, ni yo, ni ella, ni nadie, salvo por un perro, leí alguna vez y algún que otro loco que creyó comprar una parcela de tierra en luna, quiero gritar. Me muerdo los labios. Desaprender, Manuela, des-a-pren-der. Aca nadie cuestiona ni enseña. La miro nuevamente y está ahí, quieta sobre su mecedora de paja y madera, con los ojos clavados en esa telaraña invisible que nos separa y noto que me ve, puede verme, estoy sentada espejada-mente sobre una mecedora de paja y madera, me ve, tiene que verme, debería hacerlo, pero no lo hace. Nunca me ve. No sabe mi nombre, ni puede verme, no me reconoce. Siento la tibieza de las perlas plastificadas presionando mi pecho. Me ve, yo se que me ve. Estiro los dedos que dan contra la telaraña, al final, invisible no es inexistente. Pienso. Quiero decir su nombre, y la noto rejuvenecida, pareciera de unos 20 años, podría decir 22 con exactitud, tiene el pelo suelto, y castaño, castaño claro. Le vendría bien un baño de sol y manzanilla, pienso. Me río, yo nunca pienso esas cosas. Esas son cosas que piensa ella, ¿pienso?. Me acuerdo de Malvinas, los pingüinos, esos bichos chiquitos y chuecos que parecieran vestir esmoquin. Es-mo-quin, es una palabra que siempre me ha causado gracia. ¿Usarán esmoquin en la luna? ¿Habrá pingüinos allá? Seguro, hay pingüinos en todos lados. Me río de mi elocuencia. A ella no le causa gracia. Esta seria, me mira con los ojos aguados, como si no entendiera de que le estoy hablando. ¿Quién será la chica que me mira desde el otro lado de este vidrio? Es jovencita la chica. ¿Habrá ido también a Malvinas?- le pregunto, pero no contesta-. ¿conocerá la luna? No, si la conociera, no me miraría así. ¿Qué quiere esta chica? ¿Quién es? 

Disculpame querida, ¿Cómo era tu nombre? bua , no importa, sentime una cosita, ¿que fácil, no? dormir en las estrellas.

Manu Bertola

Hija y nieta de la historia de nuestro pueblo. Estudiante de sociología. Nacida y criada en la ciudad donde las diagonales tocan el sol.

El miedo de los héroes

El miedo de los héroes

TIEMPO DE LECTURA: 3 min.

Relato de Silvia Elena Machado, participante de la convocatoria de cuentos “Hebe Uhart”.

El contorno del agujero como el de aquella vez, según de donde se lo mire, es el mismo zigzag entre testigo y actor. Si lo hago desde adentro con ojos cerrados soy el testigo de mi propio miedo, en cambio, si lo hago desde afuera y con los ojos abiertos soy protagonista de la megamentira.

Tal vez no exista parecido, aunque yo tampoco soy la misma persona.

Por la domesticación sentía el pudor del machismo, era incapaz de expresar tanto amor que sentía por lapatri, mipatri, subterfugio para no decir que estaba enamorado de la Patria. Luego, en la calle como perro de Pavlov, gritaba los goles hechos y en los penales el sufrimiento hervía mi odio hacia los rivales. Como un auténtico energúmeno hubiera destrozado con mis caninos a todo el equipo contrario. Y por eso de que “la pelota no se embarra”, me agarré a las piñas con cualquiera que no fuera cristiano y señalé para toda la vida a cualquiera que no fuera futbolero. Mientras, en las efemérides me llenaba la panza con bollos y chocolate. Así era mi amor a lapatri, gastronómico y de comensal, de agrupación, no gregario, no solidario.

Con el sinsentido de la vida, que pasa tan rápido para los pibes pobres, casi sin darme cuenta me bañaba en las duchas del ejército. Me asusté, pensé en cuál sería la unidad de medida del tiempo de los colimbas, ¿serían los castigos? Aunque muy adentrito mío yo quería demostrarle a lapatri de todo lo que era capaz por ella. La llevaba tatuada en el envés de la piel, quizás si hubiese tenido acceso a las muñecas hinchables probablemente la hubiese llevado en mi mochila sin desempacar del envase original.

Pero, de las duchas pasé a no ducharme, a cagarme de hambre en el frigorífico de las hermanitas perdidas.

Lapatri que no se entera jamás de nada apareció después de los horrores como hoy, como ahora mismo veo este miedo que me va a chupar. Porque el miedo no es una sensación, es una gelatina con vida que nos mama, y aunque fuera más beneficioso que tuviera dientes. Pero no, no los tiene, no nos tritura, nos inmoviliza.

Esta aparición o visión del pino es en verdad es un agujero. Porque igual, igual apareció aquel agujero como ojo de aguja que distinguí en la tierra del miedo congelante. No veía nada en el infierno frío, gélido, el infierno que amputa dedos, pies, manos, pero el ojo de aguja era como este pino, y yo no sentía miedo de él. El miedo no lo sentí con los chicos del grupo, quizá por las órdenes, por el hambre. Porque eso era el asombro diario, eso era la falta de sombra, el miedo, el miedo es un pedazo de algo que limita, que paraliza, y yo en ese momento desde algo así como la eternidad era inmóvil como lapatri. Hoy si veo el ojo de pinoaguja sé que la viscosidad del miedo me está chupando y esta vez el agujero canta. Cantan el romancero de lapatri a los comoyo, los chicos de la guerra o de las enfermeras violadas de Malvinas. Ellas y yo, y los comoyo sí nos asustamos, conocemos el miedo y también sabemos que nada lo contiene.

El miedo trajina con la memoria, no tiene carnes. Los comoyo evocamos abrazos, canciones, poemas, aunque sean sencillas y escritas en los tapiales a medio terminar del barrio. Vivía con los ojos bien abiertos, no quería dormir para no despertar y ver muertos de ojos abiertos, por congelación, por metrallas, balas, explosiones, que se yo… Prefería verlos morir, cantar fuerte la Marcha y despedirlos de mipatri.

Cacería

Cacería

TIEMPO DE LECTURA: 3 min.

Relato de Angela G. Lencinas, participante de la convocatoria de cuentos “Hebe Uhart”.

Una tarde de cielo gris abrumador y un calor húmedo asfixiante todo se derrumbó. El cuerpo, la piel, se sentía pegajosa. Era imposible concentrarse con las gotas que poco a poco caían de los pequeños vellos que rodean la nuca; pero más allá de eso, aquello que me desesperó completamente fue que, con la humedad, la maldita humedad insolente e irrespetuosa que avanzó sin siquiera presentarse pero ejerciendo evidentemente el rol de culpable de que la cerradura de la jaula estuviese algo floja. Con las altas temperaturas el hierro se expande, y de tanto expandirse y reducirse, sumado a lo resbaloso del sudor respirado que exhala luego de haber estado tantas horas al sol; terminaron por dejar a la traba de la jaula sin razón de ser y sin propósito, y a mí sin la única cosa que me mantenía en pie en este mundo de vorágines catastróficas, trágicas y lúgubres.

Desde pequeño me ganó la misantropía, y solo pude, solo puedo, comunicarme con los pájaros; ellos me calman, son mi ancla, mi eje.

Escuchar sus trinos bien entrada la mañana, mantenerlos entre mis palmas y ver como se retuercen un poco, como mueven sus cabecitas diminutas desesperados, o incluso intentan lanzarme unos picotazos juguetones. Cuando les doy de comer se avalanchan en aquella jaula de veinte metros cúbicos las setenta crías de ruiseñor, uno encima del otro, atacándose por un grano aunque sea de alimento. Me regocijo al ver sus ojos desesperados necesitándome, tanto que terminan amándome; por eso mismo me gusta dejarlos en dieta estricta, y cada vez que se atreven a matar a uno, en mi honor, por mi amor, por mi atención estallo por dentro de una felicidad inmensa que no me cabe en el cuerpo; pero aún así, para mantener las apariencias, me veo obligado a castigarlos cortándole las comidas, el agua, u “olvidándome” por un rato, media horita, de cubrir la jaula con una manta ante el sol.

Sus chillidos no hacen más que susurrarme: “Vuelve, te amo, no me dejes aquí en este infierno en la tierra cuando solo quiero ver tus ojos y tus manos que todo lo pueden y todo lo dan”.

Verdaderamente así me siento, un dios, porque tengo el poder inconmensurable de decidir sobre su vida, y ellos me aman tanto que aceptan con sumisión cualquiera de mis mandatos. Van a donde les digo, hacen lo que les pido, y me cantan serenatas de amor cada tarde para demostrarme su eterna lealtad. Los humanos jamás harán esto, jamás se someterán a alguien de esta manera, ellos no saben amar y por eso los desprecio.

Es por eso que cuando la cerradura, floja, caída cedió ante los golpes en la bandada hacia la puerta, y salieron de allí cada uno de mis amantes dejando plumas, sangre, y pedazos de patas y picos partidos en el camino entendí que moriría; mi vida ya no tenía nada de sentido sin nada que la sostuviera, sin ellos que la sostuvieran.

Es por eso que cuando alcancé a uno de ellos, tímido de salir pero finalmente decidido a hacerlo; volando justo al alcance de mi mano para que le parta el cuello diminuto. Fue allí donde sentí uno de los mayores placeres que podría haber experimentado nunca. Ellos no me amaron lo suficiente, y solo muertos serían capaces de hacerlo hasta la eternidad, solo muertos tendría su sumisión complaciente y eterna.

Corrí hasta el galpón a buscar el rifle de aire comprimido con el que me gustaba asustarlos, para después volver con premios, algunas flores y comida, y así ganarme su corazón; busqué y entre latas de atún vencido encontré perdigones viejos, los guarde en el bolsillo de forma cuidadosa.

Era hora de salir de cacería.

Ese día diluvió

Ese día diluvió

TIEMPO DE LECTURA: 5 min.

Relato de Lucas Carreño, participante de la convocatoria de cuentos “Hebe Uhart”.

Yo sé que cuando se destape la olla se va a ver lo podrido del asunto y esto lo estoy contando de antemano un poco por eso. Cuando se arme el lío no me va a dar el tiempo para decir nada. También pasó mucha agua debajo del puente pero ¿estos tipos tienen ese vicio no? No te perdonan una. Además estoy grande ya y viste como es, se te empiezan a borrar los bordes del recuerdo, se te van los detalles y terminas armando una mezcolanza de historias que no conectan.

Afuera llueve y eso me pone en clima, no por nostálgico ni nada sino porque ese día también llovía. Me indigno cuando me vienen con historias del diluvio universal, ese día si llovía como para que se inundara el mundo. La cuestión es esa, afuera llueve y a mí me caen las imágenes oxidadas por el desuso. Si lo pienso dos minutos, me vino al pelo el agua, porque ni bien cayeron las primeras gotas se armó como una desbandada de gente que se llevó a todos los chismosos. Y fue como tiene que ser. Los que estuvimos fuimos los de siempre, los que sabíamos, los amigos con derecho a estar. Si el pobre se las estaba bancando todas por nosotros, más que nada por mí. ¿Cómo no lo iba a aguantar hasta lo último?

Cuando me vino con esa idea de que tenía un plan para que yo zafara lo saque cagando. Si yo ni había pensado bajarme. Si ya estaba todo arreglado de antemano con el viejo y era un negocio redondo que cerraba por todos lados. Pero él, bicho, me conocía. Sabía que yo estaba dudando, que ella me volaba la cabeza. A todo el mundo le pasaba lo mismo. Nadie se animaba a mirarla de frente, era imposible, te desarmaba, entrabas en un estado como vegetativo. No es que fuera solamente hermosa, era perfecta. Lucida, bella, tiránica, insolente, simpática y distante todo en su medida ideal. En la ciudad se comentaba que no era real, no podía ser de este mundo. El tema es que sí, que existía y para darle la razón a este chiflado se notaba que yo le gustaba.

¿Cómo no querés que dude hermano? Si la piba por la que te morís, la que te tiene dos noches enteras sin dormir viene y te sonríe pícara y te dice -vas a caer- mientras te señala los cordones desatados, no hay corazón que aguante. Me estoy yendo de mambo y cuando lean esto no lo van a querer terminar pero por aburrido. La cosa es que cuando este ñato me viene con ese plan de que cambiemos, de que sos conocido pero no tanto, de que con la barba y el pelo largo medio que somos todos iguales… Si hubiéramos intentado lo que hicimos en esa época al día de hoy hubiera sido imposible. Con las cámaras, los teléfonos, la televisión y que lo que uno hace lo saben hasta en Japón, más que nada lo saben en Japón, tengan cuidado. Te decía que si lo hubiéramos intentado hoy nos linchan a todos, al grupo entero.

El tema es que una vez que me planteo su plan yo empecé a darle a la maquinita de la cabeza. Le había dicho que no que ni en pedo pero por dentro si que fantaseaba. Mudo quede cuando, dos días después, en una reunión con los muchachos nos hizo callar a todos y nos anunció que tenía fecha para morirse. Lo dejamos hablar porque quedamos como en shock. Él nos contó que había hablado con el viejo, no dijo como pero el viejo siempre encuentra la manera de contactarte, y que este le había dicho que se iba a morir. No sé qué enfermedad le nombró pero le afirmó que le quedaba poco, que se hiciera la idea a un par de días. Después de que pasara lo que estaba arreglado conmigo quedaba afuera él también. Los muchachos se pusieron como locos, que no podía ser, que yo iba a contactar al viejo para que lo arreglara, que el trabajo futuro era difícil y no se podía bajar antes de arrancar. Cuando se dejaron de gritar él empezó a hablar otra vez. Totalmente serio, creo que para despejar nuestras dudas, les contó lo que me había planteado a mí. Íbamos a cambiar de lugar, yo todavía era un borrego y él ya estaba jugado, también agregó, al final, que si al viejo no le gustaba la idea que se podía ir bien a la mierda. Y vos viste como son los muchachos, por bancar a un amigo

hacen lo que sea. Y encima en este caso estaban bancando a dos, porque sobre todo me hacían la pata a mí que era el principal beneficiado del asunto. Yo lo único que atine a decir, lo que en verdad me daba cagaso del asunto, fue que hacía falta saber que pensaba ella, eso era lo importante realmente.

El amor. El tipo se estaba jugando su vida por mí y me estaba dando la oportunidad de mi vida con ella. Con esa gratitud y enamoramiento infinitos rebotando en el cuerpo fui y se lo planteé. Me costó muchísimo. No es fácil exponer el corazón y menos si en el medio lagrimeas y no se te entiende nada. Pero ella lo entendió y lo resolvió todo a su manera. Le dio forma de felicidad a mi vida plantándome un beso que me hizo, y me hace, el tipo más feliz del universo.

A partir de ahí fue todo una gran despedida, dolor y certeza. Él era terco como una mula y yo me refugiaba en ella. Estaba todo decidido. La conversación con los sacerdotes, las treinta monedas de plata, su última cena, el calvario y la agonía. Hice lo que pude por aliviar su sufrimiento cuando llego el momento del final. Lo que sigue en la historia ya lo sabe todo el mundo. Aunque haya sido pura actuación para nosotros es la verdad para el resto.

Hay dos sensaciones de ese día que por más que el tiempo me barra la memoria no va a lograr quitarme del cuerpo, una es su sonrisa desde lo alto de la cruz bendiciéndonos con su sacrificio. La segunda es la sensación de ella apretándome la mano entre las suyas diciéndome que sí, que por toda la eternidad.

Alguien corre toda la vuelta

Alguien corre toda la vuelta

TIEMPO DE LECTURA: 12 min.

Juan Machado nació en Carhué, provincia de Buenos aires, en 1992. Escritor y conductor del programa Plastico Cruel. Publicó el libro de cuentos, microrelatos y poesías, No hay que jugar en la casa vieja y otros relatos (2020) Pájaros Punk (Malisia 2022). Comparte con Revista Trinchera el siguiente relato.

   Junto con la tarde, caía una cierta pesadumbre digna de velorios, de jornadas extensas, de veranos inagotables. Sobre el lomo de la casa se veía una niebla que empezaba tenue que después, con el correr de las horas, se trasformaba en insostenible, como una mentira incapaz. En mañanas de invierno uno atina a correr la niebla con la mano, dando manotazos en el aire también espeso y frio, como el que en la casa se respiraba esas inmensurables noches secas.

   Él llegaba junto con la niebla y se recibía de noche, con esa oscuridad blanca, con esas siluetas azules de hojas inquietas. Cuando abría la puerta, entraban ambos, él con paso disimulado envuelto en esa sabana gris que lo acompañaba siempre. Tirando la llave sobre la mesa ratona, que bien aprendió a esquivar, de camino al baño pasaba al lado de ella, que siempre de espaldas, cocinaba en la mesada fría e incómoda. A veces, dependiendo su humor, besaba alguna parte de la cara de la mujer sin importar cuál y otras veces solamente pasaba rumbo al baño y le regalaba una de las sonrisas más despreciables que se pueda imaginar, mezcla de perversión y burla, la perversión como burla siempre.

   Cada noche se repetía, a la vuelta del baño él caminaba de pies abiertos mientras ella ponía la mesa muda y desolada. Él le olía el cuello, con la punta de los dedos recorría los contornos de la espalda de la mujer, largaba unos vapores calientes de olor a boca usada sobre las orejas nacientes del cuello largo y blanco que empoderaba la espalda. Luego inhalaba a toda fuerza idiota los aromas sueltos de la mujer, volvía a crecer con sus manos por la cintura pero esta vez abarcando el ancho de la espalda escurriéndose por las axilas, hasta comprobar las texturas de sus pechos abiertos a la huida. Tomaba su mano haciéndola girar y la besaba derramante, clavando sus ojos secos en los de la mujer que no detenía la mirada ni un solo segundo en él y se iba con sus ojos bien lejos, a alguna realidad que la tenga sórdidamente radiante y dueña y mujer y amante.

   La casa no era muy grande, le decían la casa vieja porque quedaba atrás de la loma, justo antes del monte. Había sabido ser la casa de los patrones pero cuando hicieron el casco nuevo del otro lado del monte, esta quedó destinada a ser la casa de los peones. Un par de habitaciones usaron para despensas sin consultar al matrimonio, cosas de patrones, le quedaba una habitación para ellos, una cocina minúscula, un comedor amplio y el baño.

   Se sentaron a la mesa, tajeaba la cara del hombre una sonrisa torcida caída de otro cara, era dos veces una cara. ella se sentaba con ambas manos entre sus rodillas que se pegaban bajo el vestido, como sintiendo frio. Él la tocaba del hombro al codo con el revés de la mano áspera.Comamos mi amor. Decía casi cómplice. Explotaba en una carcajada filosa como cuchilla, hiriente como el desamor.Me acorde de una pavada, perdón amor, comamos. No paraba de reír.¿Sabes qué dice la mujer de Víctor? Eso me acordé ¿Sabes qué dice? Que se cansó de él, pobre tipo, labura todo el día solo para ella y la tipa está cansada porque él pasa por el bar después del trabajo. ¿Podes creerlo mi amor? La mujer no alcanzó a contestar mientras él prosiguió. Por suerte yo te tengo a vos que sos incapaz de hacerme una cosa así. Ni se me pasa por la cabeza que me lo hagas. De perfil sublime, ella se destinaba al plato de comida, se llevaba el primer bocado a la boca, humeaba la comida en el tenedor, un mechón de pelo negro dibujaba la cara de la mujer de boca abierta. Él plantó su palma derecha frente a la mujer, ella cerraba los ojos, como quien lamenta una herida.

Primero yo amorcito, quién trabajó todo el día hoy.

 Sin bajar la mano se llevaba el tenedor rebalsando a la boca, sin soplar aguantó el calor entre sus comisuras y escupió hediondo sobre la mesa.

¡Está caliente! ¿Lo haces a propósito? Decime nena ¿es a propósito? El hombre retiraba la silla hacia atrás marcando para siempre el aparador blanco, alzando los restos escupidos en la mesa. Tomá, tiralo, tomá, dale. La mujer ponía la mano para recibir lo que el hombre había escupido, clavaba la vista en la pared indiferente donde rebotaban todos los lamentos impávidos

 Pará, pará, no lo tires, comelo.

 Ella que caminaba hacia el tacho de basura frenó a medio camino. Él ya sentado en la mesa nuevamente la miraba mientras se rascaba la barba.

Dale amor, comelo. La mujer se llevó la mano cargada a la boca y tragó sin saborear aunque lo rancio y frio se le penetró en las encías.

 Muy bien, muy bien ¿Sabes por qué no te quemaste? Porque yo ya me quemé antes, como siempre, como en todo haciendo sacrificios por vos. Vení comamos. El hombre comenzaba a poner énfasis en ciertas palabras que se desprendían de su boca.

 Pobre Víctor para qué mierda trabaja todo el día, todo el reputísimo día para llegar y que la mina esta le haga una comida de mierda, para colmo dice que la toca y tiene olor a cebolla, pobre Víctor, si quería olor a cebolla se tendría que haber casado con una negra cualquiera. El hombre volvió a romper la noche en una carcajada impiadosa, ella inflaba el pecho con total disimulo, tomaba aire que se hacía entrecortado. Él recuperaba la postura y se dejaba caer sobre el plato que ya estaba casi vacío. 

 Llenito papi, qué pasa que no comes. Caminó hacia ella rosando la mesa.

Andá a bañarte, debes estar cansada. Ordenó mientras ella se apretaba las rodillas bajo el vestido y se tragaba entre suspiros esas lagrimas espesas que desgarran por dentro en un hecho irreversible.

Andá que yo tampoco me quise casar con una boliviana. Los ecos de su voz rebotaban en las paredes y caían sobre su pecho. La mujer sin soltarse el vestido, encorvada y temblorosa, pasó por delante de él. Cruzó el pie de la mujer y empujó su espalda dejándola caer de piernas abiertas. En el piso lo veía desprenderse el pantalón, vio las piernas finas y blancas con pelos negros del hombre que se apoyaba en sus rodillas frías. Le tapó la boca con su boca pastosa, justo en el momento en que lo áspero opacaba lo blando, se escucharon una seguidilla de golpes que venían desde el patio, hacia la vereda.

   Guardaron silencio, ambos con las miradas extraviadas, al silencio respondió la misma seguidilla de golpes, pero esta vez en dirección contraria.

Qué mierda. Compuso él. La mujer miraba extrañada al hombre que todavía duraba sobre sus rodillas. Él pareció estar dispuesto a retomar su acción sin dar demasiada importancia a los golpes, que ya habían desaparecido.

    No dejando llevar a cabo el desempeño cotidiano del hombre y el padecimiento de la mujer, volvió a repetirse el intenso golpeteo. Otra vez ambas en ambos sentidos.

   ¿Escuchaste? ella respondió que no en un movimiento de cuello dolorido y espalda fría. ¿No escuchaste el tropel? Repitió el gesto la mujer y él sostuvo con una mano en el pecho el intento de ella por levantarse. El silencio fue sepulcral y el sonido volvió a repetirse.

 El tropel, alguien corre afuera. Va y vuelve. ¿No escuchás? Ni para eso servís, Alma. Se apoyó con ambas manos sobre ella y se paró. Abrió la puerta del patio, puro macho, en el remanso terco de la noche húmeda halló una pura oscuridad pasmosa, lo helado se le acunó en el pecho de camisa abierta. Volvió una mano adentro, para prender la luz, el foco explotó en una llovizna de vidrio, el hombre insultó, volviendo sus pasos hacia atrás y cerrando la puerta.

¿Cómo puede ser que no escuches? Mientras se sacudía los vidrios ella encogió los hombros parada frente a él. El hombre se detuvo en la ventana un buen rato, con las manos cerradas y la espalda ancha, sin omitir ningún tipo de agravio, cosa que a la mujer le resultó extraño, ella se lucía sentada en la mesa ahora, el ejercía el oficio de la preocupación con total apremio. Luego giró dejando caer la cortina, retornó a la mesa, sin posar sus ojos en ella, tenía la mirada algo ida.

   Con la mano golpeó la mesa haciendo saltar todo.

 No me digas que no escuchaste, no me quieras volver loco. Acarició como siempre con el revés de la mano la mejilla de la mujer.

Me hacés enojar amor, mirá como me hacés poner. Desde algún rincón le brota un llanto sin edad, mientras se seguía apretando las rodillas ya marcadas. Él le usurpaba la piel, como a un animal muerto. Cargaba la mano con una furia precoz, cuando el golpeteo volvió a nacer, desde el fondo del terreno, pasando por la puerta que antes el hombre había abierto y creciendo en dirección a la vereda. Repitiéndose en esta oportunidad cuatro veces las idas y las vueltas. Se congeló con el puño alto y ella vio, entre los dedos de su mano, como al hombre se le extraviaban los ojos.

Otra vez. Susurró como contando un secreto, mientras dejaba caer su puño que ya no tenía nada de fuerte. Ella vio en sus manos que sostenían sus rodillas cuajadas, el color de sus sueños muertos. La desidia de la sombra que la había abandonado hace demasiado tiempo. Él ya se había pegado al vidrio de la ventana, que cabeceaba incrédulo, penoso, buscando el motivo. Buscando respuestas en el piso el hombre caminó y pasó casi sobre ella. 

Alguien corre afuera. 

Frente a la mujer se agachó. ¿Seguro es un amante tuyo no? Se te terminó el amante. Fue hacia la habitación y volvió con la escopeta entre las manos y la cargó frente a ella. Los postigos abiertos resonaban en un ruido a chapa que al hombre alteraba aún más. Abrió la puerta de par en par y una garúa liviana mojaba la vereda corta, empuñando el arma se paró en medio del pasillo que llevaba del patio a la vereda.

 ¡A ver, corre ahora hijo de puta, dale!

 El viento zarandeaba las solapas de la camisa, parado en medio de la oscuridad abría los ojos más que antes. Lo sorprendió un soplido en los pocos pelos de la nuca, sin pensarlo el hombre cuerpeó y dando la vuelta largó un fogonazo que iluminó el pasillo vacío. Buscó entre la humareda algún resabio de un cuerpo acribillado pero nada vio, ningún bulto, ningún quejido, nada. La oscuridad se parece a la nada. Se hacía larga la noche hacia el patio, el molino todavía abierto se quejaba en lo alto, los álamos del monte resonaban sus gajos no muy lejos y en la noche deshojada el eco del fogonazo se durmió en un intento inútil.

   El hombre entró sosteniéndose de los marcos y con el pulso insostenible cerró la puerta y apoyó la espalda abrazando el arma. Del otro lado de la mesa ella lo miraba fijamente, encontraron sus miradas en el medio del comedor, los ojos que se fueron al piso. Qué me mirás, me la estás haciendo bien, pero no me asustás, eh ¿sabés lo que te falta para asustarme a mí? Posó la culata de la escopeta en su hombro y apuntó tuerto hacia la cabeza de la mujer que llenó de intensidad esa mirada al piso sosteniendo su cuerpo rígido, inquebrantable. Caminó hacia ella pasos largos y retumbantes, apoyó el caño todavía tibio en la sien de la mujer, ella sintió un leve olor a pólvora que volvió su suave piel en una lija gruesa e hiriente.

 Pedime perdón. Dijo el hombre con el pulso inquieto.

 Pedime perdón, arrodíllate y pedime perdón por lo que me estás haciendo.

 Un llanto voraz se le adivinaba subiendo por la garganta al hombre y mientras ella caía de rodillas, él prefería guardar silencio. Ella nunca lo había visto llorar. La mujer se apretó las manos como rezando pero no cerró los ojos, él seguía apuntándole, apoyado en su nuca. pudo contar los temblores de su espalda desabrigada. La mujer estaba flaca y la columna parecía cortarle la espalda al medio con un filo de hacha.

   Un golpe seco se escuchó, un golpe seco en la pared, el hombre levantó la cabeza y recorrió los espacios de la casa con una mirada rabiosa. Un tropel más corto por el pasillo del patio y el hombre bajó el arma, el mismo tropel en dirección contraria, otro golpe en la misma pared y después silencio. Ella seguía de rodillas, con las manos abrazadas al punto de quitarles el color, con los ojos abiertos y con lágrimas gordas rodando por sus mejillas. El hombre caminó hacia la puerta con paso inseguro y cuando manoteó el picaporte, un golpe vino de la misma pared. Soltó el picaporte, aguardó respuesta y la respuesta llegó. Otro golpe en la misma pared, caminó al centro del comedor donde la mujer seguía de rodillas, y vino el tropel por el pasillo, eran varios tropeles que rodeaban la casa, la rodeaban, la cercaban.

 Alguien corre toda la vuelta. Dijo el hombre. De las paredes vacías empezaron a brotar unos golpes leves pero continuos, en todas las paredes, en el comedor, en el baño, en la cocina, en la habitación, los golpes se caían de las paredes, zamarreaban los postigos de las ventanas y manoteaban los picaportes, se desprendían como gajos secos los revoques flojos de la casa vieja. Afuera los tropeles no paraban, corridas alrededor de la casa, interminables.

 ¿Escuchás ahora, escuchás? Respóndeme hija de puta. El hombre se agachó y tomó con su mano el mentón de la mujer.

 No sé si es pájaro o jaula. Dijo ella y volvió de un tirón los ojos al piso sin dejar de repetir…

 No sé si es pájaro o jaula, no sé si es pájaro o jaula, una y otra vez. Los golpes incasables aflojaron los cuadros que empezaron a desprenderse de los clavos, fotos viejas de gente muerta en cuadros opacos reventando en astillas en el suelo. En las alacenas las ollas caían al piso y rodaban, el vino del hombre se escapaba del vaso y todo era temblor, como si por arriba de la casa pasara un tren carguero de madrugada. Todos los golpes en las padres parecían hacerse un solo golpe, siempre continúo, afuera los tropeles alrededor de la casa parecían hacer zanjas, se perseguían rodeando la casa, se perseguían o se perseguía o se buscaba o se burlaba o se perdía o se encontraba o se olía el aroma espeso de los amores puros gastados en espejos negros.

En un espejo negro, uno no puede repetirse.

   El hombre recorrió la casa impávida tambaleándose sobre los muebles, mientras la mujer no paraba de repetir.

 No sé si es pájaro o jaula, no sé si es pájaro o jaula. Una y otra vez. No sé si es pájaro o jaula. Todo era una sola vibración. Adoptó una posición fetal de espaldas a la puerta y frente a la mujer arrodillada. Los golpes en las paredes y los tropeles habían crecido en maneras incalculables. 

El hombre llevó el caño a su boca y se borró la cara en un zumbido prodigioso.

 De repente en la casa todo fue silencio.

 El cuerpo del hombre con la cabeza abierta en flor se recostaba contra la puerta salpicada, los brazos vencidos a ambos lados, la escopeta caída sobre el hombro izquierdo, la bragueta abierta.

   La mujer miró lo que quedaba del hombre, abrió los brazos todavía arrodillada

 Es pájaro. Dijo. Es pájaro.

 Y una carcajada blanca invadió el silencio de la noche. Se puso de pie emprolijándose el vestido, se corrió los pelos de la cara con los dedos abiertos al límite. Ante los restos del hombre dejó quieta una sonrisa muda en el ancho de la cara. Recorrió el baño, la habitación, la cocina, el comedor, rozó las paredes y respiró erguida el silencio total de la casa. Probó los ecos con un silbido bajo, arrastró de los pies al hombre hasta liberar la puerta, abrió, aire puro, respiró. La casa recibió el aire y se desperezó. Cantaban los gallos, antes de que el día alcance los últimos vestigios de la noche. caminó hacia el monte arrastrando al hombre de los pies, abierta la cabeza perdía sesos que comerían los chimangos en los pastos mojados apenas asome el día por detrás de la casa. Se hundió en el monte que se aclaraba en un sol todavía tímido. Oscura y parpadeante dejó al hombre caer, boca arriba, en un matorral. Agazapada clavó los dientes en la carne fresca y esperó a que se habite la casa vieja.

Juan Machado

Nació en Carhué, provincia de Buenos aires, en 1992. Actualmente reside en La Plata. Escritor, también se desempeña como conductor de radio. Dicta talleres y encuentros literarios. Publicó el libro de cuentos, microrelatos y poesías, No hay que jugar en la casa vieja y otros relatos (2020) Pájaros Punk (Malisia 2022)

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