Un hongo negro y creciente que llena los días

Un hongo negro y creciente que llena los días

TIEMPO DE LECTURA: 6 min.

Caminemos sobre Enero, la primera novela de nuestra autora del mes, Sara Gallardo. Un rastreo sobre esa voz que desde su inicio va a marcar que lo que viene por delante es una obra potente, única en su especie.

La primera vez que me crucé con el nombre de Sara Gallardo (1931-1988) fue en una librería de usados. Montañas, pilas, estantes llenos de hojas amarillas con tapas derruidas por el paso del tiempo. Entre tanta letra olvidada, ahí estaba ella. Una autora, por entonces desconocida para mí, un libro breve titulado Enero (1958) en el que se podía ver en la tapa la silueta negra y pequeña de una mujer observando el vasto campo, la soledad de la inmensidad. A esa edición nunca la volví a encontrar, pero sí a las historias de Sara. 

La familia de Sara Gallardo estuvo caracterizada por un largo linaje de hombres de política y poder. Hombres de gran renombre y participación en la conformación de la historia nacional, pero no es de ellos de quien habla Sara en sus relatos. No es de esos hombres de traje y mirada inquisidora de quien contará los pormenores de su día a día. En Enero, Sara mira para otro lado, ahí donde están los peones del campo, las mujeres de sonrisas serias y manos curtidas por el trabajo bestial y agotador. Sara agudiza el ojo hacia donde nadie quiere mirar y ya, en 1958, escribe la historia de los invisibilizados, mira a esos trabajadores y trabajadoras del campo en los que nadie prestaba atención. Mira, observa, cuenta sobre la vida de esos hombres y mujeres que ella conocía bien. No por pertenecer a su clase, sino por los lugares que habitaba, que visitaba con su familia y decide que pueden ser protagonistas de las historias que se transmiten página a página. 

En Enero, el calor del campo es sofocante. Ahoga, asfixia, el sopor del sol en la nunca se torna insoportable, los pasos se vuelven lentos y pesados, inclusive para Nefer que está llena de juventud y energía para transitar por las tierras llenas de polvo y silencio. Sin embargo, no es el calor lo que sofoca el alma de la protagonista de esta novela corta. Nefer tiene un “hongo oscuro” creciendo en su interior, solo el miedo y la soledad la acompañan. Una niña, una adolescente de dieciséis años, que no tiene a quien darle la mano para transitar lo oscuro que le toca vivir. 

Es en Enero que Nefer descubre que ya no está sola, aunque no es esa la compañía que ella estaba buscando sino el amor del Negro, a quien no encuentra, a quien mira, pero no recibe respuesta. Esta es una historia de amor y desamor, del amor más puro e inocente, de ese primer amor imposible, pero por el que se hace cualquier cosa por alcanzarlo. Nefer está perdidamente enamorada del Negro, un peón de campo que está con la Delia, y no voltea a verla a ella. Nefer se pone su mejor vestido para él, la esperanza de cruzarlo, aunque sea por breves segundos la invaden, pero es otro quien llega, es otro quien sujeta su cintura, la aparta y la somete. Es otro quien está ahí mientras ella piensa solo en el Negro y que todo lo quería con él. 

En esta historia, el campo y la desigualdad naturalizada son protagonistas, Gallardo escribió una historia que aún es contemporánea, una historia narrada desde lo no dicho en donde se está completando el sentido todo el tiempo. Las palabras más crueles no se nombran, no se escriben, solo están presentes en la desazón que siente la protagonista: el desamor, la violencia sexual, la seguridad de querer morir, la soledad y la imposición materna. 

¿Qué va a decir la gente del pueblo? ¿cómo mirar a los demás a partir de ahora? ¿Cómo esconder este secreto que crece día a día en el vientre de una niña? 

¿Es Gallardo quien elige no nombrar o es Nefer que no puede ponerle nombre a eso que la llena de desdicha? El silencioso, a veces el amigo, otras la semilla u hongo oscuro: “Amigo secreto no hay ninguno. Semilla triste que crece y crece sin piedad es lo que lleva, no amigo secreto”. Las ganas de morir invaden a Nefer y eso sí puede decirlo, aunque quien la escuche sea el viento, porque cuando grite lo que le está sucediendo será tarde. 

“Hoy Nefer quiere cavar un pozo en la tierra, aunque fuese con las uñas, aunque sangraran, con los dedos si las uñas se rompían, con los brazos si los dedos se gastaban, y en el pozo profundo enterrarse, cubrir de tierra los ojos cerrados y volverse poco a poco raíz, o pasto, o barro, sin sueños, sola, olvidada del miedo.”

Enero es y no es una historia de desamor. Es porque sí se narra el amor desinteresado y único de una adolescente hacia el Negro que solo tiene ojos para la Delia y para sus caballos. No lo es porque en esta narración solo hay dolor y desazón, es una historia de soledad y de violencia, donde la familia solo está en la mirada silenciosa del padre y los gritos imponentes de una madre que solo piensa en el qué dirán. Es la historia del dolor y del miedo, del desasosiego: miedo a terminar con aquello que genera miedo y, al mismo tiempo, no acabar con aquello que oprime, es historia del miedo a no poder decir, a la imposición del silencio, el miedo de callar eso que habita en el interior. A lo largo de toda la novela, conocemos todas las sensaciones, la soledad y desesperanza de Nefer porque es su voz la protagonista, es ella quien habla y se intercala con un narrador omnisciente que sigue a Nefer como una cámara que habita en su interior. Nefer abrumada, buscando una salida, galopando rápido y fuerte, Nefer buscando al Negro, Nefer llorando sola en el lomo de su perro, Nefer esperando la mirada de su padre, alguna mirada que la acompañe en esta inmensa tristeza. 

Enero, la primera novela de Sara, narra desde lo no dicho, pero, al mismo tiempo, le pone voz y palabras a la angustia, a ese nudo en la garganta que ahoga, ese nudo al qué dirán, a las imposiciones sociales de una época, esa libertad a la que solo acceden ciertas – y pocas- mujeres porque a Nefer le tocó vivir en una época y en un lugar en el que otro tipo de vida no era posible. A Nefer le tocó la soledad del campo, la brutalidad y violencia de un hombre, a ella le tocó estar sola incluso teniendo familia. Sara escribió en el siglo pasado, una historia actual, que se renueva día a día, una historia escrita desde el silencio y lo elidido y le pone voz a una protagonista que se queda en el corazón de quien lee.  Una historia corta, pero llena de potencia, una historia para revisitar. 


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Lau Uhrig

Trabajadora, estudiante y lectora de Literatura. Docente de Lengua y Literatura en escuelas secundarias de La Matanza. Estudiante de Lic. en Lengua y Literatura (UnLaM). Siempre caminando por La Matanza

La crueldad tiene corazón humano

La crueldad tiene corazón humano

TIEMPO DE LECTURA: 5 min.

Juan Fernández Marauda nos trae su mirada sobre un libro potente, donde la crueldad, el amor, la fantasía, lo que está por delante y no sabemos bien de qué se trata parecen rosarse, ser una misma cosa y a la vez otra. Juan cuenta, habla, sobre Yegua de Cintia Rogovsky.

La crueldad tiene corazón humano y la envidia humano rostro – William Blake

Ya hemos aprendido que al amor romántico hay que huirle. Que ahí es donde afloran algunos de los rasgos más peligrosos que tenemos, como individuos y como especie. En esta colección de conceptos y emociones anacrónicas nacen los celos, la codependencia, la crueldad, el afán posesivo y controlador, la fantasía sin matices ni límites y todo aquello que hoy identificamos bajo el amplio toldo de la toxicidad. Ni siquiera es que todo esto sea la mera contracara del amor, ni sus consecuencias nefastas pero inesperadas. No. Todo esto es lo que ya está ahí, agazapado, y preferimos no ver hasta que es demasiado tarde. Bueno, Cintia Rogovsky lo ve, lo ubica a la distancia y lo expone. Esta es la fuente en la que bebe su Yegua.

Antes de empezar debo admitir que no soy un ávido lector de historias románticas. Me acerco a ellas con desconfianza y las miro de lejos, como quien tiene miedo de contagiarse, con una actitud que probablemente sea digna de ser llevada a terapia. Lo que sí soy, por otro lado, es un apasionado lector de relatos crueles. Esto también lo debo confesar, perdóneme padre. Me gusta el pollice verso del autor que se ensaña con sus personajes hasta la última línea, que les ensarta un divorcio, un cáncer y después los obliga a apoyar la cabeza en las vías del tren. Sin embargo disfruto aún más cuando esa crueldad está problematizada en la ficción y no solo sentenciada con brutalidad. Me encanta cuando el desprendimiento del narrador permite que los personajes ejerzan, casi sin mediación, sus fuerzas destructivas los unos sobre los otros. En estos últimos casos, ya no solo es catarsis autoral o fantasía de poder, sino más bien observación de la naturaleza voraz de las personas. El ojo que ve el ángulo en el que entra el cuchillo, metafórico o real, y la cara de quien lo retuerce. Adivinen en qué categoría se agarra, no sin algo de saña, la autora. 

Entonces, amor y crueldad. Amores románticos y desgarradores, amores platónicos y negados casi hasta la forclusión, amores adúlteros, tanto clandestinos como expuestos a los ojos de cuantos quieran ver. Y, al mismo tiempo, crueldad. La crueldad casi inocente del ingenuo o el lego, el desdén venenoso del oportunista y el rencor redoblado del rechazado. Pero también el sadismo organizado y la manipulación social y sistemática, perpetuada a través del tiempo y las culturas. En los cuentos que componen Yegua, la autora logra que la ficción hable de todo esto y, cuando no queda otra opción, permite que la realidad complete el mensaje.

George Eliot dijo “La crueldad, como cualquier otro vicio, no requiere ningún motivo para ser practicada, apenas oportunidad”. George Eliot era, además, el nombre de hombre con el que tenía que firmar Mary Anne Evans, novelista británica, para que la publicaran. En sus mejores momentos, Yegua expone estas desigualdades sin explicarlas. Muestra sin masticar aquello que muchas veces nos encontramos por la calle y no nos detenemos a ver. Cintia Rogovsky llama la atención sobre la herida para que duela. Esto se ve en sus mejores cuentos, los que trabajan con sutileza las presiones sociales, el peso de la envidia, el qué dirán de los vecinos y las consecuencias de la violencia. En otros casos, Rogovsky decide cambiar la lupa por la maza. Esta medida nos puede gustar o no, pero es indudable que a veces es necesario voltear una pared para que entre la luz. Primo Levi, escritor y víctima, aunque parlante, del holocausto, para cuando llegó a Los hundidos y los salvados, la última parte de su trilogía de Auschwitz, también se había cansado de sutilezas. Estaba harto de que una gran parte del mundo, al parecer, negara la violencia de su realidad. Si la comparación les parece extrema, está bien: es así a propósito.

¿Cintia Ragovsky, a pesar de todo esto, cuenta historias de amor?. Si, por supuesto. Con más razón, diría, además. Pero por suerte no escribe solo historias de amor. Trabaja con matices. Habla de amor -sepan disculpar la insistencia del significante- de política, de historia, de cultura y de clase social. También desnuda algunas formas estancadas del machismo y recupera otras caras del feminismo, quizás las menos evidentes, las víctimas del prejuicio. El gran logro de sus cuentos, por sobre todo, es que saben balancearse entre la ternura y el abandono, la pasión y la culpa. Ninguno de los vínculos que presenta, y en ocasiones también disecciona, es completamente inocente. Pero, de igual manera, si como he dicho hasta ahora, por momentos estas historias parecen cargarse de un ímpetu oscuro y tremendista, en otras ocasiones saben soltarse en una deriva nostálgica, casi dulce, en la que un momento de escapismo infatuado o una aventura sexual bien valen el reproche, la sorna o la confusión que vendrán. Porque, sí, dejemos esto claro, incluso en la ficción – y a veces, trágicamente, solo en la ficción- tanto el ejercicio del amor como la imposición de  la crueldad tienen consecuencias. 


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Juan Fernández Marauda

Nació en Lanús, en 1988, pero creció en el Valle Inferior del Río Chubut. Trabaja en el cruce entre salud mental y escritura en un hospital de día. Es escritor, editor, librero y coordina el taller de escritura PULP! en la ciudad de La Plata. El puente de las brujas, su primera novela, fue publicada por EME en 2020 y Esplín Tropical (México) en 2022

Recuperar el encuentro

Recuperar el encuentro

TIEMPO DE LECTURA: 5 min.

Lau Uhrig vuelve con su recomendaciones, análisis y critica. Con un ojo certero nos trae una de sus últimas lecturas; El año en que hablamos con el mar de Andrés Montero.

Montero escribe una novela en la que la nostalgia, la belleza y el compartir historias se vuelve un punto de encuentro, un lugar seguro para estar con el otro. 

Últimamente mis lecturas -casualmente o no- están relacionadas con la reconstrucción de la figura del narrador oral. Volver a los orígenes del relato para pensar cómo narramos y qué narramos en la actualidad se transforma en una especie de reflexión dentro de la ficción misma. El encuentro con otros es indispensable para contar historias, para construirlas, para verle los gestos de sorpresa, de enojo, de felicidad a quien escucha y, sobre todo, repensar cómo los relatos que nos identifican se construyen de forma colectiva y activa.  Y eso hace Montero en su ultimo libro: volver al encuentro con otros, construir una historia colectiva, recuperar la figura del narrador oral en constante relación con la escritura.  

En Kalpa Imperial, y más atrás en Decamerón, el narrador oral se transforma en el puntapié para compartir historias alrededor de un fuego, cerca de los otros, reconstruyendo historias reales o inventadas, pero que siempre se crean junto a la otredad. En El año en que hablamos con el mar, el autor chileno propone la lectura de una historia llena de ternura, de nostalgia, de encuentro y desencuentros, pero sobre todo nos muestra cómo ese encuentro entre los personajes permite que la historia sea del pueblo y para el pueblo. 

“Lo supimos por la mirada amplia, por el suspiro de los que vuelven. Lo decía también con los ojos: había algo en ellos que hablaba del tiempo y la nostalgia, de la necesidad de juntar las imágenes de los recuerdos con las que tenia ahora la vista, de ponerlas unas sobre otras para comprobar si calzaban o si había que hacer algunos ajustes en la memoria”

En una pequeña isla, solitaria y alejada del continente, los habitantes están expectantes a cualquier visitante que llegue. El ruido de la avioneta que puede traer a un turista curioso o los víveres para vivir un mes más, rompen con la rutina y todos van a la pista de aterrizaje a ver quién o qué llegó. Solo se puede llegar con ese medio de transporte porque ¿quién va a garantizar otro transporte hacia esta isla desconocida? Así, después de cincuenta años de estar lejos de su isla, Jerónimo vuelve a lo que fue su hogar. El reencuentro con su hermano mellizo es inminente. Ambos hermanos idénticos físicamente, pero opuestos en la historia de vida. Uno, tosco, solitario y testarudo, el otro aventurero y escritor. 

Todo el pueblo o toda la isla está pendiente de este reencuentro. Quieren saber qué fue lo que separó a esos hermanos mellizos que no hacían nada sin el otro, qué o quién motivó a Julián a irse de la isla para encontrar refugio allá, en España, lejos de su hermano, su isla, su familia. Qué lo llevó a olvidar sus raíces y encontrar refugio en la fotografía, en el periodismo, en la escritura. 

La historia la vamos a conocer gracias a las preguntas y respuestas que se plantean los habitantes que observan, buscan recuerdos en su memoria que creían apagada, unen relatos recortados, versiones, y así, entre todos, arman la historia de estos dos hermanos que están juntos, pero que el rencor por lo que fue no los deja seguir. 

Montero nos obliga a volver a una imagen del mundo, a un lugar en el que el internet no llega, las computadoras no existen y la escritura toma un aire nostálgico de lapicera y cuadernito, el encuentro con el otro -con los otros- se vuelve fundamental para matar el aburrimiento, para que las horas pasen entre historia e historia. 

El pasado se reconstruye gracias al entrelazamiento de la escritura y la oralidad. Un pueblo que se encuentra en una taberna, que en realidad es un barco abandonado, se preguntan qué ocurrió entre esos dos hermanos que antes eran tan unidos y ahora no se pueden mirar a los ojos cuando se hablan, se preguntan y cada uno le responde al otro, entre todos arman la historia a su gusto, pero también las paginas escritas, el narrador en primera persona participa de esta reconstrucción. Una especie de diario intimo que viene a completar esos datos que faltan, a desmentir versiones equivocas, a mostrar los sentimientos de un hombre que no olvida su pasado y se cuestiona sus decisiones. 

“Era bonito contarnos una historia, pero advertíamos que nos iba a dejar un vacío cuando se acabara” 

Andrés Montero no solo escribe una historia en la que dos hombres mayores se encuentran y reproducen y rompen con la rudeza masculina, cada uno a su modo, sino que utiliza la literatura para reflexionar -conscientemente o no- de la construcción de la literatura misma. Los orígenes del relato, la oralidad como punto de inflexión, el narrador colectivo que se interrumpe, se corrige y vuelve al ritmo de la narración. Una novela con campanas hundidas bajo el mar, con pactos con el diablo y que lleva a reflexionar sobre el vinculo y la historia familiar que tiene tintes de realismo mágico. 

“Mientras los oía dar argumentos y razones de por qué esto o por qué lo otro, pensé que, en esa discusión, sostenida en la pequeña taberna de una isla perdida al final del mundo, estaba contenida toda la historia de la literatura.

La idea, en cualquier caso, no es mía, sino de Walter Benjamin. Decía que los que cuentan historias han sido siempre campesinos o marineros. Campesino sería el que recoge la memoria local, y la cuida, y la traspasa. Marinero, aquel que se va por las aguas y regresa con historias de otras tierras. Por supuesto, Benjamin concluye que un buen narrador tiene que ser un poco campesino y un poco marinero”

Lau Uhrig

Trabajadora, estudiante y lectora de Literatura. Docente de Lengua y Literatura en escuelas secundarias de La Matanza. Estudiante de Lic. en Lengua y Literatura (UnLaM). Siempre caminando por La Matanza

Perros que vuelven

Perros que vuelven

TIEMPO DE LECTURA: 8 min.

Partiendo del cuento Habrá que matar a los perros, de nuestro autor del mes Miguel Briante, Juan Machado propone un recorrido por la figura de los perros desde Rulfo hasta autores de la actualidad.

Briante dice que la inglesa dijo que habrá que matar a los perros, pero que no sabe, él no, su narrador, Briante dice que su narrador no sabe. Que a la noche dan lastima oírlos ladrar así, tan despacio, como si lloraran. Los perros, en este cuento, para Miguel Briante son la banda musical que lo entristece todo. También son la insistencia, el recuerdo que pierde fuerza, pero no peso. En fin, un fantasma.

En Habrá que matar a los perros, cuento escrito en 1968 y que es parte del libro Ley de Juego publicado en 1983, los perros son el pasado que insiste. Reaparecen una y otra vez, su forma es la forma de la melancolía del lamento, del recuerdo, de lo que no se va, ni aún muerto. Los perros de Briante que, en principio, penosos, ladran, van deformando la voz para al final llorar. Los perros de Briante no ladran, lloran y son el fondo de un hombre que recuerda su época de domador, su tiempo de payaso, la vieja Laver, la humillación. Porque recordar, muchas veces y en todo caso, es humillarse.  

Pero, ¿Con qué tradición se sienta a discutir Miguel Briante? ¿De dónde vienen los perros que a él le lloran? ¿A quién le contesta?

Lo que es presencia en Habrá que Matar a los Perros nace de la ausencia. Para pensar la ausencia es necesario irse hasta el gran autor de los vacíos, quien del silencio hizo un lenguaje; 1953 es el año, el lugar es México. El Fondo de Cultura Económica en su colección Letras Mexicanas, publica El Llano en Lllamas de Juan Rulfo. Este, su primer y único libro de cuentos, contiene No Oyes Ladrar a los Perros. Hay autores con universo propio, eso es palabra usada a la hora de describir la obra de un autor, en este caso no es aplicable, porque entrar a Rulfo no es entrar a su universo, es entrar a una literatura que no se parece a nada. Juan Rulfo, como otro puñado mínimo de autores, es una literatura por sí misma. Se instala con este libro y años más tarde con Pedro Páramo, como un artefacto, hecho de lenguaje y nuevas estructuras, complejo y palpable en la literatura universal. 

Son muchos los autores y autoras que van a comer de Rulfo, uno de ellos es Briante. 

En No oyes ladrar a los perros, un padre cruza el llano con su hijo a cuestas, herido por su mala vida, por andar en los malos pasos. La noche se les cae encima y ya nada es lo que se ve. Queda entonces la esperanza de oír el ladrido de los perros que indiquen que ahí está Tonaya, que ahí está la cura para las heridas del hijo, que ahí están los perros y la vida esperando.   

¡Aguántate! – Dice Rulfo que dice el padre – ya debemos estar cerca. Lo que pasa es que ya es muy noche y han de haber apagado la luz en el pueblo. Pero al menos debías de oír si ladran los perros. Haz por oír. Pero lo que llega es la muerte del hijo. El padre -dice Rulfo- después de descargar el cuerpo del hijo, oyó cómo por todas partes ladraban los perros.  

Los perros de Rulfo que son ausencia. 

Los perros de Briante que son presencia. 

Los perros de Rulfo que son la esperanza perdida en el silencio.

Los perros de Briante que son la derrota en el recuerdo.  

Entonces, justo ahí, está Moyano. Retomando la figura de perro de Rulfo poco después que Briante. Daniel Moyano es el escritor Riojano que supo decir: antes de Borges y de Cortázar yo estoy muchas más cerca de Rulfo cuando dice mi hermanita la Tacha está a un tantito así de volverse piruja. En uno de sus libros más reconocidos, El estuche de cocodrilo publicado en 1974, retoma una de las figuras que Rulfo plasma en El llano en llamas. En Cantata para los hijos de Gracimiano, Daniel Moyano toma la figura del perro y lo introduce en la historia de un matrimonio pobre -como todos los matrimonios sobre los que contó Moyano- que sube a todos sus hijos al carreta para ganar la calle e ir dejándolos uno por uno en diferentes casas por no poder darles de comer, para que tengan un mejor futuro o un futuro. Dice que, cada acto de amor les sabía a duelo. En Moyano el amor es perder; a diferencia de Miguel Briante, no son perros los de Moyano, es un perro, porque los personajes de Moyano siempre son tímidos, están heridos y solos. En Habrá que Matar a los Perros, la figura del animal está presente en el cuento en la primera línea, creciendo como un paisaje en el desarrollo, también aparece en la última. En Cantata para los Hijos de Gracimiano, el perro recién aparece en la sexta página: El último en subir fue el perro, que calentaba a la vez las piernas del menor. Los brazos de José el mayor y una parte de las costillas de la otra mujercita, que dormía todavía.  El perro va a ser lo último que escuche José, el primero en bajar de la carreta; José se quedó mirando alejarse la carreta. Ninguno de sus hermanos volvió la cabeza, ni sus padres. El perro estuvo ladrándolo un rato y él oyó ese ladrido hasta que el sonido desapareció, y también la carreta, después del ladrido.  El ladrido del perro en Moyano es el último gesto de amor de una vida que nos abandona. 

Daniel Moyano en sus cuentos suele cargar de sentido a los objetos, sépase un río en Para que no entre la muerte, en una puerta en La puerta, en un monumento en La espera. En Cantata para los hijos de Gracimiano todos los gestos inútiles en esa hora de los hijos van a estar cargados en la figura del perro. Entonces este doble final, que hacen a un cuento magistral. Porque este cuento termina dos veces, en el final mismo, pero también dos páginas antes, junto con el perro: El perro no quiso quedarse en ninguna parte, por su afición a Gracimiano, y hubo que degollarlo. Se entregó solo al puñal, como si hubiese comprendido la congruencia que había en su brillo. 

Y entre Briante y Moyano, los galgos.

Sara Gallardo en 1968 -después de Briante y antes de Moyano-  publica su tercera novela, Los Galgos, Los Galgos, que en orden de importancia también será la segunda detrás de su obra máxima Eisejuaz.

Esta novela tensa el arco poético, lleva al texto al terreno del amor, pero no en la idea de romanticismo de época, este amor es un amor que se pregunta a sí mismo por el amor, el suelo que se pisa, la finitud, el silencio. Ahí están los galgos entonces, Corsario y Chispa, un casalito que Sara Gallando, de manera magistral y al igual que Moyano, carga de sentidos humanos, vivir por instinto es lo que quieren el resto de los personajes y que sólo los galgos lo logran. El amor se agota, es finito, se va apagando de a poco como toda llama que supo iniciar el fuego, y los galgos también.

El movimiento que hace Sara Gallardo en Los galgos, los galgos es simétrico al de Moyano en Cantata para los hijos de Gracimiano. Contar lo humano a través de los perros. Contar lo perros. 

En autores actuales los perros también aparecen, basta con citar algunos de ellos como Samanta Schweblin en Matar a un perro. Para conseguir un trabajo, un hombre debe pasar la prueba de matar a un perro. En este cuento Samanta Schweblin trae a juego, aunque el relato no este citado en tiempo y espacio concreto, las practicas que perduraron en la pos dictadura. El secuestro, la tortura y la muerte. Puede pensarse en este comportamiento, por ejemplo, al clan Pucho. Ahí está la necesidad de estos tipos de cuentos de leerlos en clave dictadura. En este cuento los perros son la alegoría, la ironía, el pasado, como en Briante, que insiste. 

En clave dictadura también se lee Infierno grande, cuento de Guillermo Martínez. Un triángulo amoroso en un pueblo, una desaparición en la época de las apariciones, el perro que irrumpe casi en el final del cuento para darle sentido a todo. En dictadura un perro se pasea por las calles del pueblo con una mano humana, el perro corre la suerte de los que han hecho preguntas en los tiempos de la no pregunta, un cuento clásico de Guillermo Martínez con un final abrumador. 

Y los perros van a ladrar, después, en la puerta de la casa, enfurecidos.  Dice Hernán Ronsino en su cuento Y a los perros también, incluido en la antología La Última Gauchada.  

Los perros de Ronsino son fuertes, tenaces, como esa familia que cuenta ahí, como el Fabián. Ellos van hacia la muerte, a ver al muerto y lo que deja el muerto, y los perros también. Los perros corren por el campo, acompañan o persiguen, que parece ser la misma cosa. Fabián, uno de los protagonistas, habla sólo de dos cosas, del trabajo o de los perros. Es acá que Ronsino se toma el tiempo de narrar la historia de los perros desde la llegada de los primeros, al echar cría le dan paso a estos perros que corren detrás de los dueños, babeando, sucios, tapados de tierra. Cada escena de este cuento, en su mayoría, la abren o la cierran estos animales. Todo se condensa en la relación que Fabián tiene con los perros y los perros con Fabián.  

El Fabián se distrae con los perros, cuenta la narradora, dice que son como chicos, que lo único que les falta es la palabra. Es de lo único que habla, mayormente. Entonces, para Ronsino, es Fabián quien hace lo de Gallardo, lo de Moyano: humanizar los perros. 

En Y a los perros también, el autor contesta a Briante en Habrá que matar a los perros, lo que para uno es ausencia en el otro es toda presencia. Esos perros moribundos de Briante, ya sin fuerzas para el ladrido de tanto llorar y llorar, en Ronsino son la potencia, baba y tierra, ladridos que acompañar la vida, la muerte y lo que quedan sonando de este lado de la muerte.

Ahí están los perros en la literatura. Todo el tiempo son perros que vuelven como ausencia, como recuerdo, como pasado, como violencia, como amor, como perros.  

Juan Machado

Juan Machado nació en Carhué, provincia de Bueno Aires, en 1992. Poeta, escritor, también se desempeña como conductor y productor de Plástico Cruel en radio Trinchera. Publicó los libros, Pájaros Punk ( Malisia, 2022) y Como corderos (Azul Francia, 2024). Obtuvo una mención meritoria, por su cuento Una canción desesperada, en el 10° Concurso de cuento Haroldo Conti, 2023.

El degenerado en su decorado

El degenerado en su decorado

TIEMPO DE LECTURA: 4 min.

Una novela abrumadora que señala cómo la enfermedad de la figura es la enfermedad del fondo

Bueno, la anticipación es automática si consideramos el título de esta novela: Degenerado, escrito por la autora argentina Ariana Harwicz (1977) no es recomendable para personas fanáticas del método narrativo de las fábulas: gente mala acá, gente buena allá, gana el bien, pierde el mal y en el final la tranquilizadora moraleja.
Y no es que acá el malo no pierda. De hecho la historia comienza con el malo a punto de enfrentar las preliminares de su castigo penal, pero este hombre, El Degenerado, interceptado ya por la ley, va a disparar balas discursivas que hace de esta novela una tesis de antilógica moral. Por eso, advierto, este libro se lee a los golpes, avanzás dos páginas y lo cerrás con violencia para poder sobreponerte al espanto que te provocan los argumentos del protagonista. Que no desistas y que las ganas de seguir leyendo sean más fuertes es todo mérito de la autora.
Veamos: Un hombre, un mal hombre; un misántropo septuagenario atrincherado en una pequeña finca en alguna zona semirural de Francia. Es judío, sobreviviente junto a su familia del terrorismo estalinista. Y, sí, además es pedófilo, acusado de violar y asesinar a una nena de trece años.
La trama depende sólo de su monólogo. Luego de que es detenido por ser el principal sospechoso del crimen de la nena, todo lo que tiene para ser y hacer este personaje se compone de sus largos parlamentos sean frente al tribunal que lo está juzgando o en la soledad de su flamante celda.
Afuera, quienes fueron sus vecinxs se amontonan frente a las cámaras y los micrófonos para expresar su repugnancia, compiten frente a lxs cronistas para demostrar quién cruzó más palabras con él, quién está más horrorizadx, quién exige la pena más brutal.
Este es el marco y acá la cosa se despega brutalmente de la tentadora fábula moderna: El cinismo avanza como una nube tóxica pero se niega a ser un asunto sólo del hombre malo. Ariana Harwicz extiende el dedo índice y señala el perímetro social alrededor de él.
Es difícil, racionalmente muy difícil asimilar los argumentos que expone el protagonista. Nunca confesará ser el asesino de la nena pero defenderá su gusto por erotizarse con niñas. Cree que el deseo sexual no puede ser normado; cree que la empatía por las víctimas del nazismo –con las que compartió desgracia- es cursi, cree que la pequeña multitud de vecinxs que se agolpa frente a la cárcel donde está alojado son apenas un puñado de imbéciles más fascinadxs por salir en televisión que por militar su condena social, cree que los jueces son hombrecitos mediocres demasiado limitados para entenderlo.
Y en esos largos parlamentos van ascendiendo pedazos de pasado y presente de este hombre, de su miserable infancia junto a sus padres siendo rehenes del régimen estalinista, de su peregrinaje de adulto, dañado mentalmente para siempre, todo va emergiendo como desechos en la superficie de un río. La autora compone así el escenario para la interpretación política del degenerado.
Si hay alguna posibilidad de linkearlo con el legendario Raskólnikov de Crimen y Castigo la esperanza es breve, porque la empatía por este hombre es insostenible, no se trata de un asesino de viejas avaras y usureras, el Degenerado es un miserable sin precedentes.
Sin embargo, podemos pensar que ésta no es una novela provocativa o al menos no parece ser el objetivo de Ariana Harwicz. No se preocupa por justificar al protagonista, menos por condenarlo. Sólo toma un cuchillo, abre por la mitad a la bestia y dice: miren, este tipo es un monstruo indefendible, no hay una sola cosa en él que podamos poner para hacer contrapeso, pero quienes lo juzgan penal o socialmente sólo son parte de un decorado que se acopla con exactitud.
Así que, sepa disculpar, querido Mollo, acá no hay “el bien y el mal definiendo por penal”. El Degenerado tiene un solo acto de filantropía no premeditada cuando nos grita desde esa incontinencia discursiva que ya no hay bien en ningún lado.

Amanda Corradini

Mujer de trincheras: Reparte su vida entre la trinchera de la Escuela Pública, la de su biblioteca y la que guarda algunas banderas que gusta agitar. Todo regado de mate dulce, Charly García y un vergonzoso apego por el humor infantil.

Lo que queda de la fiesta a finales de otoño

Lo que queda de la fiesta a finales de otoño

TIEMPO DE LECTURA: 4 min.

Una hipérbole bien latina de nuestro eterno laberinto político

Enserio, hay que militar seriamente esta causa: no es verdad que lo mejor de Gabriel García Márquez sean Cien Años de Soledad o El Amor en los Tiempos del Cólera ¿Podríamos animarnos a considerar que hubo un leve exceso de elogios producto de su inconfundible aroma a premio nobel?
El Otoño del Patriarca (1975) es el punto de evolución máxima de Gabriel García Márquez (1927-2014), una obra más entramada, osada en recursos y una crítica que conecta con alguna forma de planteo propio del pensamiento de la Filosofía Política.
Dicen que de Rafael Trujillo de República Dominicana, dicen que de Fulgencio Batista de Cuba o tal vez de Somoza de Nicaragua, El Otoño del Patriarca está groseramente inspirado en las formas casi desopilantes de las dictaduras que pintarrajearon la Historia de Latinoamérica en el siglo XX. Pero acá hay un país ficticio ubicado en algún borde caluroso del Mar Caribe. Ese país tiene un dueño, único y exageradamente longevo, tan viejo que ha olvidado incluso su nombre, incluso el nombre del país que fue su reino; sólo recuerda que es general, que gobernó ese país por más de cien años y que está solo en un palacio desvencijado y cohabitándolo con vacas y gallinas. Tal vez se llame Zacarías, pero poca certeza se tiene de eso o de cómo llegó al poder salvo que la gringada aplicó un correctivo con el viejo truco del golpe de estado y segundos después él era presidente. Él, bastardo, de origen más que humilde y analfabeto hasta ya entrada la adultez.
El ritmo narrativo es particular, muchas voces en un permanente tono de monólogo interior que van configurando la historia del general pero sin seguir ningún orden; no se sabe quién habla casi nunca y el único punto de referencia temporal es que cada personaje que relata lo hace a partir del descubrimiento del cuerpo muerto Zacarías. A la escasa puntuación se le suma un pulido en las formas de decir que definitivamente transforma a esta novela en el producto más poético de García Márquez.
Y después tenemos a la madre del protagonista que es canonizada y transformada en la Santa Patrona del Pueblo; una monja que deja sus hábitos para convertirse en amante del presidente y que luego será devorada junto a su hijito por una jauría; un doble que lo reemplaza por años y que termina ajusticiado por traidor; una amante que desaparece sin explicaciones mientras observa un eclipse desde el techo del palacio…Más García Márquez no se consigue, eh.
Pero además de ese balanceo entre la caricatura de un dictador bananero y un personaje que no termina siendo del todo repulsivo hay un planteo que escapa a la trama: en principio, aceptar que el poder es finalmente un mito que siempre termina con la muerte salvadora -si es a tiempo- o con el olvido implacable.
Y en segundo lugar, la novela ofrece como un murmullo perfectamente audible la conectividad limpia entre los estertores del poderoso y la forma en que ejerció ese poder. La correspondencia entre el rumbo del patriarca hacia su decrepitud y postración y el del país hacia su total deterioro social y económico es la mejor forma de explicar por qué las dictaduras terminan siendo además de desbastadoras, ridículamente banales. No hay más asombro que el de preguntarse cómo un país y la vida de millones de personas puede quedar en manos de un imbécil, salvo el que provoca asumir que lo único que necesita un imbécil para disfrazarse de héroe político son los aplausos de esa misma gente que será en breve engullida por el ídolo.
En el ocaso del mandato del general se ha contraído una deuda externa tan grande “que no han de redimir ni cien generaciones de próceres” advierte una de las voces. El Otoño del Patriarca tiene detrás de Zacarías una hipérbole de la historia de Latinoamérica, donde la demagogia, la corrupción, el nepotismo, la hipoteca del país a una potencia extranjera, la miseria degradante del pueblo no termina cuando muere el dictador, apenas comienza a terminar cuando el pueblo se despierta de la resaca de una fiesta que pagó y en la que sólo fue convocado para servir el lunch y limpiar los baños.

Amanda Corradini

Mujer de trincheras: Reparte su vida entre la trinchera de la Escuela Pública, la de su biblioteca y la que guarda algunas banderas que gusta agitar. Todo regado de mate dulce, Charly García y un vergonzoso apego por el humor infantil.

Lo sublime de ser monstruo

Lo sublime de ser monstruo

TIEMPO DE LECTURA: 3 min.

La novela de la vida de una niña bien, adinerada, superdotada, Una niña monstruo que elige qué monstruosidad ser

“…Subo a mi desván rengueando, el asqueroso bicho en que me he convertido revisa un antañoso arcón de papeles y fotografías, de informes de maestras y psicólogas solicitados por mi padre, preocupado por develar el porqué del monstruo que engendró, para sacar en conclusión si fue su culpa o la consecuencia de alguna herencia morbosa por línea materna…”

Con algo así Aurora Venturini (1921-2015) nos arrastra a su novela Nosotros Los Caserta ¿Qué hay adentro? Adentro está contada la vida Micaela Stradolini (Chela), parida en el caserón amplio y luminoso de la estancia de su familia, lujosa edificación ubicada en el centro de un pedazo de tierra bonaerense compuesto de miles de hectáreas productivas. Tiene un padre poderoso, correcto, una madre hermosa y culta, además Chela tiene una inteligencia fuera de lo normal, pero acá Venturini le levanta su dedo mayor a lo previsible y tuerce todo camino posible a una historia dorada.  

La protagonista es casi instantáneamente rechazada y escondida por su familia desde que nace, no sabemos al principio por qué, la autora no se molesta en revelarlo rápidamente, pero el impacto del desamor de su familia, mezclado con su enorme capacidad intelectual -que le permite aprender a leer a los 3 años e inferir sola leyes de la Física mientras explora el campo- no la transforman en una heroína clásica.

Chela no combate el rechazo, Chela lo asume, se lo apropia: la gente programada genéticamente para amarla la repudia sin explicaciones desde una fría educación, no se molestan en impedir que viva escondida en un desván de la mansión o desaparezca por semanas acampando en la intemperie. Lo que ande mal en ella para que esto ocurra, la autora lo revelará casi promediando la historia; mientras tanto Chela no va protagonizar grandes discursos untados de moralina y autocompasión, no, preferirá convertirse en el monstruo al que la condenó  su familia.

Se vuelve salvaje,  funesta, se amalgama con el espacio abierto de sus tierras, vive trepada en los árboles, escondida en pozos, sola, huraña, su subjetividad alimentada a toneladas por su aplastante intelecto la vuelve sabia, una experta en crueldad y una creyente apasionada de la misantropía. Ella elige qué monstruosidad ser.

Aurora Venturini trabajó junto a Eva Duarte en su fundación y la amó para siempre, fue peronista explícita y eso le retrasó los premios y el reconocimiento unos cincuenta años. Inevitablemente sube esta ficción al tren de la historia del peronismo y deja que se deslice suavemente con ese permanente fondo: la pugna de su familia por sostener los privilegios, el pánico a la expropiación de sus tierras por parte “del Dictador Perón” y los intentos de evitar la decadencia moral y material de la alta burguesía a la que pertenecía su linaje…

En Nosotros Los Caserta, la prosa que trama toda la vida de Chela, es exuberante, impiadosa y  desconcertantemente frágil, como la propia protagonista. Esto es tan hermoso de Venturini: la forma de narrar la cuenta mucho más que las propias acciones. Y terminado el libro, es casi inevitable sumergirse en elucubraciones relacionadas con la contraluz de lo monstruoso, la desafiante belleza de cierta maldad que huele a justicia poética.

Y ahora, mientras liquido esta columna, viene a mi cabeza una idea impactante que aprendí leyendo al filósofo foucaultiano Byung Chul Han (si no lo leyeron, por favor háganlo). Byung separa con precisión quirúrgica lo bello de lo sublime, él dice que lo bello es fácil, confortable, previsible; lo sublime es la verdadera experiencia estética, porque espanta, incomoda y te atraviesa más que mil lágrimas.

Byung, te presento a Aurora y a su Chela, mucho gusto.

Amanda Corradini

Mujer de trincheras: Reparte su vida entre la trinchera de la Escuela Pública, la de su biblioteca y la que guarda algunas banderas que gusta agitar. Todo regado de mate dulce, Charly García y un vergonzoso apego por el humor infantil.

Desde lejos no se ve

Desde lejos no se ve

TIEMPO DE LECTURA: 3 min.

La elogiada civilización del primer mundo es atacada por una pandemia que provoca ceguera. Pero para su autor, Saramago, ya estábamos todxs ciegxs mucho antes

Alguna vez le preguntaron a Sábato el por qué de la recurrencia en incluir personajes ciegos en sus novelas, no se molestó mucho en edulcorar su respuesta, para él –explicó al entrevistador- los ciegos pueden acceder a un tipo de entendimiento diferente, subterráneo que los vuelve poderosos y por lo tanto algo perversos ¿Qué escritor se perdería eso?
No sé si suma en algo recordar que Borges decía que Dios le había dado los libros y el crepúsculo, como una sutil forma de desafiar la posible desventaja de no ver.
Edipo termina ciego, el personaje principal de El Corazón es un Cazador Solitario de McCullers es ciego. Lxs ciegxs aparecen y aparecen en la literatura.
Pero en 1.994 José Saramago (1922-2010) propone darle una vuelta a la cosa ¿Qué tal no un personaje ciego, sino una ceguera para todos y todas?
Es un escenario distópico. Nada de robots malditos ni guerras nucleares ni bichos alienígenos destruyéndolo todo. El marco temporal y espacial de Ensayo Sobre la Ceguera es una ciudad moderna y cosmopolita, profundamente corrompida y bipolar pero qué importa si accede a integrar el adorado Primer Mundo.
Un hombre queda repentinamente ciego mientras espera la luz verde del semáforo y luego a más y a más pesonas les irá pasando inexplicablemente lo mismo; una ceguera pandémica. Las personas infectadas son confinadas a una cuarentena rigurosa en un sanatorio abandonado que funcionará como hospital y donde habrá que soportar una improvisada y cruda vida comunitaria.
¿Y entonces? Entonces Saramago aprieta toda la botonera de lo humano en medio de ese caos. Ciegxs pero vivxs, la desesperación por sobrevivir se va entramando con la empatía, la avaricia atroz, la crueldad, la fe y el poder. Cada personaje va develando con su peso específico esta dicotomía entre el individualismo más crudo y la posibilidad de lo colectivo como única forma de salvación, si es que aún estamos a tiempo. Largos párrafos sin puntos seguidos ni comas ni signos de diálogo, sólo un lenguaje sencillo y directo, tampoco aparecen nombres propios: los personajes son “el médico”, “la mujer del médico”, “la chica de anteojos oscuros”, “el ladrón”. En los distintos mojones argumentativos hay una inevitable intertextualidad con Autopista del Sur (Cortázar), con La Peste (Camus) o 1984 (Orwell).
Elige llamar a la enfermedad La Ceguera Blanca, usa astutamente el adjetivo “blanca”…Brillante, Saramago. Así logra inaugurar una alegoría imposible de no desentrañar. La Humanidad más blanca y civilizada está ciega. No ven, no se ven, no quieren verse ¿Y qué pasa cuando no nos vemos? El autor se encarga de explicarlo en amplitud y profundidad, desestima los lugares comunes que pueden traer las reflexiones éticas. El bien común es la única salvación pero casi ningunx de nosotrxs está preparadx para entenderlo y menos militarlo, formateadxs como bebés de probeta dentro de una maquinaria infame que vanagloria una especie de amor histérico por unx mismx y una educada indiferencia por los demás, que siempre sobran o molestan.
Esta obra escrita en 1.994 (y que empujó definitivamente a su autor al Premio Nobel unos años después)no es una novela alegórica, es una poderosa y aplastante metáfora que se acomodó dentro de las formas de la novela. Los personajes son definitivamente arquetípicos de la sociedad “civilizada” pero en absoluto unidimensionales. No hay tiempo para las apariencias sólo para las esencias. Todo lo estrafalario que propone narrativamente Ensayo Sobre la Ceguera se nos vuelve corriente, lo fantástico nos sabe sospechosamente a cotidiano y eso es lo más perturbador, porque, entre otras cosas, en 2023 ya casi nadie ve.


Amanda Corradini

Mujer de trincheras: Reparte su vida entre la trinchera de la Escuela Pública, la de su biblioteca y la que guarda algunas banderas que gusta agitar. Todo regado de mate dulce, Charly García y un vergonzoso apego por el humor infantil.

Jujuy, las uvas, la ira

Jujuy, las uvas, la ira

TIEMPO DE LECTURA: 3 min.

La rabia de lxs vencidxs que cruzan sin mapas la oscuridad

Jujuy fue y vino en los últimos días, fue y vino delante de los ojos. Todo lo que el mínimo sentido común podría haber explicado como un legítimo grito de pedido de justicia fue reinterpretado y encuadrado desde sillones cómodos y lustrados: si nosotrxs somos la civilización, ellxs son siempre la barbarie, no importa lo que pidan, son la barbarie y a la barbarie se la expropia y se la silencia, como hizo el gran patriota Roca.
Quieren tierra y agua, los hijxs de lxs que no tuvieron tierra y agua, lxs nietxs de lxs que no tuvieron tierra y agua…lxs herederxs del largo linaje usurpado de sus tierras y del agua.
Y vino a mi cabeza una novela que no se lee…se sufre: Las Uvas de la Ira, escrita por John Steinbeck (1902/1968), tan reveladora y bien escrita que le permitió a su autor ganar el premio Pulitzer en 1.940
Steinbeck despabiló con esta novela la somnolencia ideológica de un sector del pueblo norteamericano refugiado en el incipiente estado de bienestar. El contexto es el de la Gran Depresión, aquel devenir histórico que vivió Estados Unidos luego de empalmar la caída de la bolsa de Nueva York con la Segunda Guerra Mundial. Lo que fue crisis económica para los sectores acomodados fue catástrofe para las clases populares, el desempleo fue brutal, por la caída de los precios de mercados agrícolas y el poco consumo lxs pequeñxs agricultorxs tuvieron que abandonar sus humildes fincas -ya de por sí hipotecadas- y emigrar siguiendo rumores de una posible nueva prosperidad en la cosecha de frutales.
En 1.936, el autor, columnista de un diario de gran tirada, entrevistó a muchos trabajadores agrícolas del sur y oeste de EEUU caídos en desgracia y obligados a emigrar con lo puesto. Publicó sus crónicas a lo largo de todo ese año, denunciando el éxodo de esas familias, nómadas a su pesar, describiendo de forma brutal y conmovedora los miles de campamentos improvisados, las inhumanas condiciones que padecían lxs emigrantes, los vehículos destartalados que quedaban por el camino reventados por el uso y la sobrecarga, las historias de desarraigo y una esperanza casi infantil.
Estos reportajes son la semilla de Las Uvas de la Ira, que ficcionó la pura realidad encarnándola en la familia Joad y un predicador en plena crisis de fe que se suma al grupo como un integrante más de esta tribu de desposeídxs. En lenguaje cinematográfico podríamos decir que es una road movie. Lxs Joad viajan, paran, acampan, fracasan, vuelven a viajar, a acampar y a fracasar junto a otrxs miles de laburantes. La peregrinación destroza cuerpos y almas y desgrana la familia Joad: el abuelo muere a los pocos días; la abuela no remonta la pérdida y también fallece; el primogénito se va en busca de alguna forma de salvación; el cuñado lxs abandona después de dejar embarazada a su esposa…
El clan Joad y otros muchos que se suman a esta marcha agónica se mueven entre la miseria más absoluta, soportan con una dignidad casi incomprensible que sus compatriotas, movidos por el rechazo a lo que queda de estxs granjerxs, incendien sus campamentos, destruyan las cosechan para que no las saqueen, los humillen y en el mejor de los casos sólo lxs expriman. Esto es la desigualdad según Steinbeck: que lxs que tengan te expriman sin posibilidad de que escapes de esa hemorragia.
Pero hay un guiño, un chistido mínimo de esperanza, Ellxs se ayudan, se protegen, se sostienen y va apareciendo tímidamente la idea de lo colectivo como la única forma de salvarse. El final de la novela amortigua de alguna manera el sufrimiento en una tremenda escena cargada de amor.
Luego de ganar el premio Púlitzer, John Steinbeck dijo acerca de su novela: “Quise colocarles la etiqueta de la vergüenza a los codiciosos hijos de puta que han causado esto”
A tu salud, Morales.

Amanda Corradini

Mujer de trincheras: Reparte su vida entre la trinchera de la Escuela Pública, la de su biblioteca y la que guarda algunas banderas que gusta agitar. Todo regado de mate dulce, Charly García y un vergonzoso apego por el humor infantil.

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