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Una novela abrumadora que señala cómo la enfermedad de la figura es la enfermedad del fondo

Bueno, la anticipación es automática si consideramos el título de esta novela: Degenerado, escrito por la autora argentina Ariana Harwicz (1977) no es recomendable para personas fanáticas del método narrativo de las fábulas: gente mala acá, gente buena allá, gana el bien, pierde el mal y en el final la tranquilizadora moraleja.
Y no es que acá el malo no pierda. De hecho la historia comienza con el malo a punto de enfrentar las preliminares de su castigo penal, pero este hombre, El Degenerado, interceptado ya por la ley, va a disparar balas discursivas que hace de esta novela una tesis de antilógica moral. Por eso, advierto, este libro se lee a los golpes, avanzás dos páginas y lo cerrás con violencia para poder sobreponerte al espanto que te provocan los argumentos del protagonista. Que no desistas y que las ganas de seguir leyendo sean más fuertes es todo mérito de la autora.
Veamos: Un hombre, un mal hombre; un misántropo septuagenario atrincherado en una pequeña finca en alguna zona semirural de Francia. Es judío, sobreviviente junto a su familia del terrorismo estalinista. Y, sí, además es pedófilo, acusado de violar y asesinar a una nena de trece años.
La trama depende sólo de su monólogo. Luego de que es detenido por ser el principal sospechoso del crimen de la nena, todo lo que tiene para ser y hacer este personaje se compone de sus largos parlamentos sean frente al tribunal que lo está juzgando o en la soledad de su flamante celda.
Afuera, quienes fueron sus vecinxs se amontonan frente a las cámaras y los micrófonos para expresar su repugnancia, compiten frente a lxs cronistas para demostrar quién cruzó más palabras con él, quién está más horrorizadx, quién exige la pena más brutal.
Este es el marco y acá la cosa se despega brutalmente de la tentadora fábula moderna: El cinismo avanza como una nube tóxica pero se niega a ser un asunto sólo del hombre malo. Ariana Harwicz extiende el dedo índice y señala el perímetro social alrededor de él.
Es difícil, racionalmente muy difícil asimilar los argumentos que expone el protagonista. Nunca confesará ser el asesino de la nena pero defenderá su gusto por erotizarse con niñas. Cree que el deseo sexual no puede ser normado; cree que la empatía por las víctimas del nazismo –con las que compartió desgracia- es cursi, cree que la pequeña multitud de vecinxs que se agolpa frente a la cárcel donde está alojado son apenas un puñado de imbéciles más fascinadxs por salir en televisión que por militar su condena social, cree que los jueces son hombrecitos mediocres demasiado limitados para entenderlo.
Y en esos largos parlamentos van ascendiendo pedazos de pasado y presente de este hombre, de su miserable infancia junto a sus padres siendo rehenes del régimen estalinista, de su peregrinaje de adulto, dañado mentalmente para siempre, todo va emergiendo como desechos en la superficie de un río. La autora compone así el escenario para la interpretación política del degenerado.
Si hay alguna posibilidad de linkearlo con el legendario Raskólnikov de Crimen y Castigo la esperanza es breve, porque la empatía por este hombre es insostenible, no se trata de un asesino de viejas avaras y usureras, el Degenerado es un miserable sin precedentes.
Sin embargo, podemos pensar que ésta no es una novela provocativa o al menos no parece ser el objetivo de Ariana Harwicz. No se preocupa por justificar al protagonista, menos por condenarlo. Sólo toma un cuchillo, abre por la mitad a la bestia y dice: miren, este tipo es un monstruo indefendible, no hay una sola cosa en él que podamos poner para hacer contrapeso, pero quienes lo juzgan penal o socialmente sólo son parte de un decorado que se acopla con exactitud.
Así que, sepa disculpar, querido Mollo, acá no hay “el bien y el mal definiendo por penal”. El Degenerado tiene un solo acto de filantropía no premeditada cuando nos grita desde esa incontinencia discursiva que ya no hay bien en ningún lado.

Amanda Corradini

Mujer de trincheras: Reparte su vida entre la trinchera de la Escuela Pública, la de su biblioteca y la que guarda algunas banderas que gusta agitar. Todo regado de mate dulce, Charly García y un vergonzoso apego por el humor infantil.

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