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Este relato de Ever Roman es uno de los cuentos que integran la antología sobre la nueva ficción extraña, Paisajes Experimentales
En Osobuco, Ever Roman imagina un escenario postapocalíptico en la ciudad de Asunción. Las calles desoladas, los comercios saqueados y el intento terco, caprichoso, de la gente de continuar con su vida de siempre. Un narrador que es capaz de contar las pequeñas proezas domésticas del protagonista y, al mismo tiempo, reflexionar sobre las similitudes entre los esquemas narrativos de la ciencia ficción y la telenovela.
Juan Mattio
1
Ramiro Biedermann pidió 14 kilos de roast beef empaquetados de a kilo en bolsas de plástico, pero en vez de los 14 kilos de roast beef le trajeron unos trozos de osobuco que el carnicero extendió indecorosamente, ¡sangrando!, sobre el mostrador de la carnicería.
–No tenemos roast beef, nada kosher, no hubo tiempo, no había cortes, pero por el mismo precio te puedo dar el doble de osobuco. ¿No me dirás que no es una buena oferta, eh?
Biedermann hubiera tolerado que en vez de los 14 kilos de roast beef le trajeran 14 kilos de bife angosto, o en su defecto de bife ancho, incluso hubiera tolerado 10 kilos de cuadril, e incluso 7 ó 6 kilos de lomo, pero con el osobuco qué iba hacer. No le servía para nada. Odiaba el osobuco. No tenía idea del sabor del osobuco. Pero se veía espantoso.
–¿Por qué me hace usted esto?
El carnicero no comprendió la pregunta y se quedó mirando unos segundos a Biedermann.
–Mirá, esta es una oferta porque somos tu carnicería de siempre. Es sólo por esta vez. Si no te interesa, dale paso a otro cliente, hay varios esperando, pero sabés que es posible que ya no consigas una oferta así en ninguna otra parte. Te digo que el osobuco es la mejor carne, la más nutritiva, y en el agujero del hueso tenés el dulce del caracú. Es un regalo para vos. Con todo respeto, te pido que no abuses.
–Perdón, no quise ofender. Pero no negará que aquí hay más hueso que carne.
En su estupor, y para ganar tiempo, Biedermann recurrió a esta lógica de la que, estaba seguro, el carnicero no podría salir bien parado.
–Bien, Biedermann. Lo judío te sale cuando más conviene.
El carnicero era un hombre gordo, muy pálido y de ojos oscuros y perversos. Se llamaba José Ramón Artime.
–Voy a decirte dos cosas, Biedermann, y te conviene escuchar bien. ¿Estamos?
Biedermann se dio cuenta de que la libertad de retruque que se había tomado segundos antes tendría como consecuencia un discurso por completo innecesario. Pues sabía, desde ya, que el osobuco era una oferta genial. ¿Qué tiene más calorías que un puchero? Además, podría reciclar los caldos por días, recalentándolos, y podía volver a usar los huesos para futuros caldos, como hacían sus abuelos con los huesos de pollo que los nazis tiraban en el campo. La enzima de la supervivencia estaba en su ADN, es cierto, quizá como en ninguna otra cultura. Pero también, junto a los genes, y en menor medida la fe, estaba la predisposición de la naturaleza para permitirle la supervivencia. La avaricia del carnicero no era más que un medio de que se servía la naturaleza para brindarle el mejor alimento posible. La noche artificial se intensificaba cada vez más y la lluvia aumentaría como escuchó en las noticias, era mejor tener un alimento calórico y no esa carne fina que sólo serviría para una comida.
–Primero, Biedermann, te voy a decir que no tengo por qué andar dándote explicaciones.
El carnicero José Artime bajó la voz y le hizo un gesto al oído a Biedermann para que se acerque más al mostrador.
–¿Estamos?
Biedermann no le pudo sostener la mirada.
–Estamos, Don José.
–Esta tarde vamos a cerrar la carnicería. Los proveedores no nos mandaron nada hoy, nada ayer, no me mandarán nada mañana. Lo de hoy estaba en los freezers de reserva. Ya no vienen alimentos, Biedermann. Ni frutas, ni verduras. Mucho menos carne. Nada. Mba’evete.
Al decir esto, el rostro del carnicero palideció.
–Yo tampoco sé lo que voy a hacer, Biedermann.
2
La literatura apocalíptica se emparenta bastante con el melodrama rosa de televisión. En ambos casos las situaciones se extreman y el resultado aparente es la completa imposibilidad de una resolución feliz. El melodrama televisivo, al igual que la novela apocalíptica, es un mundo claustrofóbico e intolerable. La muerte, puerta de la liberación, es el gran deseo de cada personaje, aunque no paran de huirle. Las similitudes se acaban en la resolución de las historias. En la telenovela, como hace a veces el arte, los hechos son trastocados con un gran sentido del humor a medida que avanzan los capítulos. Las vivencias más hórridas, cuando el dolor parece inaguantable, en los capítulos finales, se transforman en color rosa: risas, besos, casamientos, hijos, felicidad. La ironía llega al punto de mostrar situaciones que de tan cursis se vuelven obscenamente risibles: el galán y la galana se juran mutuo amor leal, los personajes secundarios encuentran pareja, la felicidad baña los rostros, etc. Cuando las telenovelas terminan, nadie recuerda que el desarrollo de la historia estuvo plagado de tragedia, con cegueras, amnesias, muertes, huérfanos y el Mal Absoluto desenvolviéndose a sus anchas en cada rincón. La muerte, esa solución, se re-significa: la nada en la que se pierden los personajes es de color rosa lisérgico. El Mal Absoluto se aparta y da espacio a la luz. Por supuesto, esto no es más que una ironía: ya que nada tiene solución, se exageran las soluciones imposibles. Las telenovelas hacen los finales de historias tan pero tan perfectos que resultan escalofriantes. En la literatura apocalíptica, en especial en la rabia adolescente del ciberpunk, falta este sentido del humor y los finales son completamente obedientes, amargamente, lloronamente, al desarrollo de la historia. Desaparece todo optimismo y en su lugar sólo está la muerte, omnipresente. La risa no alcanza a ser siquiera una máscara para el dolor. ¡Todos vamos a morir, el mundo se está yendo al carajo de forma irremediable porque el corazón del ser humano es autodestructivo! Este es el mensaje que nos dan. Y este mensaje, por supuesto, no nos aporta nada de nada. Pues lo sabemos desde siempre. Lo único seguro en esta vida es la muerte. Y nos la causamos de la única manera posible: viviendo. Por tanto puede decirse, si lo miramos en un plano puramente intelectual, que el ciberpunk y el resto de la literatura apocalíptica llevan las de perder frente a los guiones de telenovelas.
3
La fila de la carnicería la conformaban unas cuarenta personas, cada una con la cara abofeteada por el apuro. Biedermann lideraba la fila y se lo tomaba con gran calma. Una mujer que estaba tras él le hincó un paraguas en la espalda. Unos pasos detrás, alguien comentó que el judío era un maleducado por no apurarse con una fila tan grande. Biedermann miró la serpiente humana que se perdía tras la puerta metálica y seguía extendiéndose afuera, en la vereda. Todas las caras lo apuntaban a él. Cada ojo inyectado en sangre.
–Está bien, me llevo el osobuco.
Don José esgrimió un gran cuchillo frente a Biedermann y con golpes inclementes empezó a partir el osobuco puesto sobre el mostrador. A cada golpe gotitas de sangre salpicaban el piso de la carnicería, por no decir el delantal de Don José y la campera y el rostro de Biedermann.
–¡Guárdeme a mí la grasa o el hueso que no se quiere, Don José!
La que había hablado era la vieja del paraguas. Y apenas terminó la frase, le volvió a hincar el paraguas en la espalda a Biedermann. El carnicero cargó el osobuco en una bolsa y le hizo un nudo apresurado. Ni siquiera pesó la carne.
–Aquí hay 14 kilos.
–Don José, conozco la situación, pero ahí no hay más que tres o cuatro kilos.
Don José desató el nudo de la bolsa y extrajo de ella dos pedazos de osobuco que dejó sobre el mostrador. Miró con atención a Biedermann.
–Mirá, che. Mirá afuera.
–Olvide lo que le dije, Don José.
–Mirá afuera, muchacho.
Y esgrimiendo el cuchillo el cocinero instó a Biedermann a que dé vuelta la cara hacia la calle. Al hacerlo, Biedermann repasó fugazmente al resto de los parroquianos, uno más angustiado que otro. Lo que vio fue lo siguiente: las calles sucias de basura, aparte de la fila de la carnicería no había una sola persona caminando, no pasaban coches, en fin, desolación urbana. Como un domingo. Aunque era martes, 15 horas. Y pleno microcentro. El supermercado de la vereda de enfrente tenía los vidrios rotos y si se miraba adentro sólo se encontraba más desolación: rastros del saqueo.
–Mirá el supermercado.
–Sí, estoy viendo, Don José.
–Yo no sé por qué respetaron la carnicería. Pero sé que en cualquier momento me la van a saquear también. Yo acá te hablo y esta gente de la fila ya piensa en robarme. Y no se puede culpar a nadie, Biedermann. Pues lo que hay que hacer es lo que hay que hacer. ¿Entendés?
–No se preocupe más, sólo deme la carne, Don José.
Al decir esto Biedermann señaló con la mano los pedazos de osobuco que el carnicero había quitado de la bolsa. Pero el carnicero cerró la bolsa sin volver a meter estos pedazos.
–Lo que hay que hacer es lo que hay que hacer, Biedermann.
Y le tendió la bolsa. Biedermann la tomó apurado al tiempo que sentía otra punzada de paraguas en la espalda. Pagó y se apartó de la fila. La puerta de la carnicería estaba llena de gente y tuvo que empujar para poder salir. Sintió que tironeaban de la bolsa, por lo que la apretó contra sí e hinchó el pecho y atropelló al grupo que le impedía el paso. Ya en la calle, vio que la fila no terminaba en la vereda, sino que seguía doblando la esquina.
Un supermercado saqueado, gente cabizbaja con una bolsa de plástico en la fila de la carnicería, ventanas cerradas, balcones vacíos, puertas metálicas bajadas y en algunos casos rotas. Las calles llenas de basura, autos abandonados y estacionados a la buena de Dios, colectivos incendiados en las esquinas, humo, desechos, árboles caídos. Una especie de bruma negra estancada en el aire, por lo cual parecía ser de noche a pesar de ser las 15 horas. Como un eclipse en pleno fin del mundo. Todo esto fue lo que vio Biedermann al recorrer las calles del microcentro, camino a su casa. Y también vio charcos de aguas negras en todas partes, y líquido negro adherido en las paredes y los techos, y también en las ropas de los pocos transeúntes que se aventuraban a caminar. Como si la ciudad entera fuera los fondos de una cloaca utilizada por monstruos que se alimentasen a base de moras y arándanos, y su diarrea les saliera del color de estos frutos. Y garuaba. Y la garúa era helada y, también, negra. Y el olor que emanaba de todo esto era un olor a lluvia, limpio, purificador. Pero a la vista, por los restos que quedaban en las calles y la oscuridad, era espantoso.
4
La sociedad asuncena, poco afín a la lectura de literatura ciberpunk, basa su dietario de vida en los tópicos de las telenovelas. Vive con intensidad melodramática el sinsentido de la vida cotidiana. Pero no es un melodrama efusivo, sino uno que se desarrolla en mundos interiores, expresado apenas por lágrimas que corren y se evaporan a los pocos centímetros de formar surco. La sociedad asuncena está, por decirlo de algún modo, con las piernas temblorosas al sentir constantemente al Mal Absoluto merodeando por ahí. Se siente víctima inocente. Y que debe defender una moral basada en la familia, la religión, el partido político y el amor fiel. Con esto imita, hasta cierto punto, el comportamiento de los buenos de las telenovelas. Todo lo que transvase las buenas costumbres es un tabú. Por otro lado, también los malos de las telenovelas –con su aura de corrupción hipercoherente– están cabalmente representados en la sociedad asuncena, por las instituciones: policía, justicia, iglesia, políticos, el padre, etc. Buenos y malos juegan su papel bien delimitado. Así vive la vida la sociedad asuncena. Por supuesto, esto no es más que un juego al que recurre en un intento de dar pasos con buen tino. Y utiliza esto porque es el único recurso que conoce para conservarse. Por lo cual su idea de la vida es falsa y cursi y dramatizada como en las telenovelas. Es, a fin de cuentas, una ironía inconsciente. Pero esta ironía no es percibida como tal por la sociedad asuncena, pues ésta no conoce el concepto de ironía. En las telenovelas los malos son solidarios entre sí, pero sólo hasta cierto punto, pues a la primera oportunidad se suprimen ambos en consonancia con el deber ser del Mal Absoluto. Los buenos, sin embargo, ni siquiera se sonríen entre sí, tan desconfiados y asustados andan. Son blandos de carácter y por lo mismo son manipulados impíamente por los malos. Siguiendo la lógica de las telenovelas, esto cambia al final. El destino se encarga de restablecer el mundo con un orden ideal perfecto. Pero la vida asuncena no es un melodrama rosa, aunque se desenvuelva como tal. En todo caso, es una telenovela artificial, actuada fuera de los televisores. Es decir, es un artificio artificial. Los buenos de las telenovelas no se organizan para nada, ni siquiera para defenderse de los malos y mucho menos atacarlos. Ergo, la sociedad asuncena no se organiza para sofrenar al Mal Absoluto. Los buenos de la sociedad asuncena, que son los más –al menos es el rubro con más actores–, andan a la deriva, entregados a su condición de víctimas. Sufren y no hacen nada para remediarlo. Son fatalistas, obedientes ciegos al guion oficial. Sufren y no dicen ni mu.
5
Cuando Biedermann llegó a su casa, ubicada en Chile y Segunda, se encontró con el portón cerrado con un candado cuya llave él no poseía. Tocó el timbre varias veces sin obtener respuesta. Lloviznaba y la humedad le atravesaba el piloto hasta los huesos, helándolo. Gritó. Pateó las rejas. Vio que dos peatones subían la calle desde Rodríguez de Francia, fijando sus miradas en él y en la bolsa que tenía en la mano. Entonces decidió saltar la reja. Tiró la bolsa de carne sobre la muralla y se arremangó el piloto. Los perros empezaron a ladrar, quizá por el olor de la carne, pero esto no preocupó a Biedermann pues sabía que los había atado antes de salir. Miró de nuevo hacia los dos hombres que se acercaban hacia él y los vio a pocos metros. Haciendo gala de una agilidad adolescente, escaló la muralla y de un salto cruzó al patio de su casa. También la puerta estaba cerrada con llave. Gritó a su mujer y a sus hijas. Nada. Los perros dejaron de ladrar. Con la bolsa en la mano se dispuso a dar un rodeo completo a la casa, pero apenas hizo unos pasos le sonó el teléfono celular.
–¿Diga?
–Ramiro, ¿dónde estás?
–Estoy entrando. Parece que no hay nadie acá.
–Es sorprendente que funcionen todavía los teléfonos celulares, ¿verdad? Las empresas quieren chuparnos plata hasta el mismo día del fin del mundo.
–¿Qué querés, Luicho?
–Escucharte. ¿Por qué esa pregunta? Quiero escucharte, hermano.
–Mi casa está cerrada con una cadena. Las luces están apagadas. No hay nadie.
–Hoy renuncié al canal, Ramiro. No tiene sentido, a nadie le importa, pero yo hace mucho quería renunciar, vos sabés. Tenía miedo, pero ahora ya no importa no tener laburo, ¿verdad?
–¿Vos sabés dónde está Susana? No tengo la llave de casa.
–Presenté la carta de renuncia. Es como un preaviso. En una semana ya no trabajaré más. ¿Pero quién te dice que duramos una semana, verdad?
–Voy a colgar, Luicho. Quiero llamar a Susana. Disculpá…
–Ella está dentro de la casa. Le hablé hace un rato y me dijo que las nenas tenían miedo de la noche. ¿No te da miedo una noche así? Tenemos con hoy tres días de noche y según dicen…
Biedermann cortó el teléfono. El patio estaba húmedo y oscuro y el naranjo estaba bañado en óleo negro. Era un patio inmensamente triste. Como regado con residuos fabriles. Biedermann marcó el número de su mujer. Dio tono, varias veces. El contestador. Se acercó a la piscina, al lado de la cual había una silla plegable con sombrilla, y ahí dejó la carne para protegerla de la llovizna. Volvió a sonar su teléfono celular.
–¿Susy?
–Soy Luicho. Ramiro, golpeale la puerta que Susana te va a abrir. Está con las nenas, ya te dije.
–No me contesta el teléfono. ¿Dónde estás vos?
–Tocale la puerta. ¿Sabés lo que escuché recién en el canal? Estoy en el canal. No quiero perder ni un día de indemnización.
–Esperá que golpeo la puerta.
–Dicen que la lluvia negra ya cubre la mitad del país. Hasta el Chaco ya llegó. Llueve negro en Pozo Colorado.
–¿Qué?
–En Clorinda y Formosa también hay lluvia negra…
–¡Pero dijeron que se iba a terminar estos días!
–Escuchame, Ramiro. Esta noche nos juntamos en la casa del rabino Iosif Iosif, él llamó esta reunión. No vayas a faltar. ¿Sabés dónde queda, verdad? Ya fuimos otras veces. Llevá a Susana y las chicas. A las ocho.
–Voy a tocarle la puerta a Susana…
–Venite en coche, y si no podés avísame que paso a buscarles.
7
Una telenovela necesita del espectador para que su fenómeno se complete. Pasa igual con una novela de ciencia ficción apocalíptica. Inclusive puede decirse que en la escritura del guion de ambos casos, no pasa que el escritor viva plenamente su escritura (la del melodrama rosa, la de la novela sci-fi) como un hecho que le cambie su estructura de mundo, es decir, como una cosa viva que lo haga vivir una experiencia radical y que esto sea en sí un fenómeno analizable sin necesidad de más. Con esto no quiero menoscabar la impronta de los escritores de ambos tipos de historia, pues la escritura es en sí una experiencia única y reveladora, y es también, hasta cierto punto, una experiencia física. Pero sí quiero menoscabarle la importancia al tipo de guion que realizan ambos escritores. La novela ciberpunk tiene unos postulados muy firmes, cánones que seguir y conlleva una estructura que por lo general es más importante que la historia que se cuenta. Dentro de sus postulados están dadas de antemano una filosofía, una erótica y también una ética. Lo mismo puede decirse del guion telenovelesco. El medio es el mensaje, como decía McLuhan, pero esto, claro, sin entender medio como soporte. La estructura narrativa de ambos géneros es el mensaje. El escritor, entonces, entrega un mensaje ya cifrado de antemano, y toda su pericia se orienta hacia la aceptación que logre. Y esto lo hace con ligeras intromisiones de subjetividad en la narración. Las telenovelas brasileñas, por ejemplo, exploran los avatares de la esclavitud que tiene una gran importancia histórica en este país. Las mexicanas, la hondura de las diferencias sociales. Cada escritor de ciencia ficción tiene obsesiones que refleja en sus novelas. Pero como fenómeno empírico, la novela sci-fi y el melodrama rosa, recién tienen un efecto estudiable en el lecto-espectador. Éste las ve y las vive a su manera, durante el tiempo que duran, y el resultado de tal experiencia es una modificación de su conducta. El amor, las estrellas y los robots ya no son las mismas cosas luego de haber presenciado, con los ojos (ventanas del alma), una historia de un tipo o de otro. Los resultados suelen ser, en muchos casos, desastrosos. La alienación tecnológica, religiosa y rosa tienen muchas similitudes. La principal es, quizá, su intensidad. Como una enfermedad, van modificando el organismo en que se insertan para seguir intensificándose.
8
La puerta trasera estaba abierta. El interior de la casa estaba oscuro y húmedo, igual que el exterior. Como un espejo, el interior refleja el exterior: platos sucios en la mesa, el mantel a medio quitar, vaso de vidrio roto en el piso, sillas puestas en desorden, televisor encendido con noticiario en mudo, cortinas cerradas, baño con la puerta abierta desde donde llegó el sonido del agua del lavatorio que alguien había olvidado cerrar. Silencio y humedad. Biedermann subió las escaleras que llevan a la planta alta rumbo a la habitación que comparte con la esposa, lindante con la de sus hijas. La planta de arriba se mostró a sus sentimientos como un lugar vedado a la ignominia. Cálida y limpia, cobijó sus pasos hasta llegar a la habitación. La puerta estaba cerrada. Giró el picaporte.
–¿Susana?
Escuchó la respiración de sus hijas, el leve ronquido de Susana. Biedermann encendió la luz.
–¿Ramiro?
9
El resultado de un asiduo lector de libros es un escritor, como se sabe. Es igual con el espectador de melodramas rosa. Termina siendo un actor. Y los actores, claro, interpretan dramas y comedias que constan de partes específicas o capítulos: aquí el sufrimiento, aquí asoma la justicia del destino y aquí se resuelve todo para la felicidad. La sociedad asuncena se apropia de lo que ve en la televisión para actuar su telenovela. Pero lo particular de la telenovela asuncena es que no consta de todas las partes usuales, sino sólo de una primera parte. Se representa el sufrimiento de los buenos y el manejo de los malos, ambos como constelaciones perennes e inmutables. No hay una resolución en que todo se arregla a conveniencia de un idílico final. La historia no avanza, está estancada en la pasión, entendida ésta en la acepción cristiana. El actor asunceno está predispuesto de antemano a aceptar el sufrimiento y llevarlo in extremis, y el que sea así tiene su explicación en la fe cristiana y su historia de sumisión y martirio. El cristianismo está profundamente insertado en los asuncenos, como un código de ADN, desde los comienzos de la ciudad. Sin embargo, los asuncenos nunca fueron estudiosos de los dogmas cristianos. Razón por la cual, faltos de dogmas claros, los asuncenos se explican la vida a través de lo que ven en la televisión. Las telenovelas le dieron el dietario de vida, como si fueran las tablas de Moisés. Y también la escenificación. Aquí el amor, que debe ser así y asá, y aquí la muerte, que viene por esto y lo otro. De haber sido una sociedad lectora de sci-fi, otra reacción tendría ante un suceso apocalíptico. Los lectores de ciencia ficción, que también adoptan la puesta en escena de sus novelas favoritas, tienen una actitud más activa en tales casos. Por ejemplo, en un país lector de ciencia ficción actuaría el sincretismo (propio de occidente) de una manera diferente: el mesianismo teocrático y el mesianismo tecnológico convergirían en un ser humano nuevo, rapiñero y feroz, despierto a la época. Lucharía por sobrevivir, mataría, haría la guerra al fin del mundo. Por supuesto, el efecto sería la muerte, pero una muerte más teatral, entendiendo el teatro como movimiento e interacción de personajes y medio. Haría, en este sentido, una historia más activa que reflexiva. El caso de la sociedad asuncena es diferente: la historia y sus avatares no la llevan a actuar, sino simplemente a estar. Como hacen los buenos en las telenovelas y los que aguardan el reino de Dios. Esperan el favor del destino, el cumplimiento de la profecía, absortos. En el teatro asunceno, los actores escenifican la opereta de la muerte eternizando una mueca.
10
La casa del rabino Iosif Iosif quedaba al final de un arbolado callejón del residencial barrio de Las Carmelitas. Bajo la insistente lluvia de aguas negras y de apariencia pestilente, una cincuentena de coches caros y otros, pocos, no tan caros, estaban estacionados en la vereda.
En el living, grande, lleno de adornos litúrgicos que no le restaban espacio, unas doscientas personas escuchaban al rabino, que hablaba, con fuerte acento estadounidense, a la luz de las velas.
–Nosotros, que aceptamos en nuestros corazones a Yehoshuah Ben Yossef, como un acto revolucionario y puro, sabemos del riesgo y la incomprensión, pero también sabemos tener los corazones llenos. Nosotros, que tenemos una congregación con el nombre de Ben Abraham, en homenaje a los primeros visionarios, en una sociedad conservadora como la asuncena, sabemos de la infamia. Nosotros, que tuvimos la bendición de encontrar el verdadero camino de la salvación, sin perder nuestras raíces, sabemos lo que está ocurriendo y no podemos callarlo. Este fenómeno climático, como le dicen los noticieros, no lo previmos en las escrituras, es cierto. Pero tampoco previmos que tendríamos una vida tan satisfactoria y fértil, ¿verdad?
Asentimiento general de la sala.
–Lo que quiero decirles, hermanos, es que si nosotros hemos sabido, enfrentándonos a todo, vivir en la verdad sin perder nuestras raíces, es justo que enfrentemos lo que sucede conservándonos en la verdad y sin perder nuestras raíces.
Un relámpago iluminó la sala, pues las ventanas estaban abiertas, y segundos después un trueno pareció quebrar árboles y edificios, e incluso dio la impresión de hacer temblar la tierra.
–Nuestro destino nos pone de nuevo ante un dilema para el cual se nos exige una decisión firme, y quizá definitiva. ¿Recuerdan al Tribunal Supremo de Israel al pronunciarse sobre nosotros? Aceptar a Yehoshuah Ben Yossef es haber cruzado la línea de la comunidad judía, dijeron. Pues ahora tenemos una línea más que cruzar. Y lo debemos hacer con la inteligencia de nuestros corazones. Con fe. Las sagradas escrituras se amplían y nos exige ir tras ellas. El Apocalipsis. Ha llegado el Apocalipsis y no lo podemos negar. Debemos, de nuevo, dar un paso adelante para recibir a Dios, que ya está golpeando la puerta de nuestra casa. La puerta de nuestro corazón. Y le debemos abrir como lo que somos, como judíos.
Mientras el rabino Iosif Iosif seguía con el discurso, Biedermann acercó la boca al oído de Susana.
–Vamos, Susana, acá no tenemos nada que hacer.
–¿Pero qué decís?
–Estoy harto de mi barba y mis trenzas, sé que odiás la peluca y que hagamos vestir ropas ridículas a nuestras hijas. Mi casa sos vos y en las habitaciones están nuestras hijas. Quiero que vivamos allí. Si Dios viene a buscarnos, recibámoslo como lo que somos. Como amantes. Como una familia.
Y al decir esto, Biedermann arrojó su sombrero (Welt Edge, en este caso) al piso y abrazó a su mujer y le dio un beso. Iosif Iosif se percató del acto de Biedermann y detuvo su discurso.
–¿Hay algo que quiera decirnos, Biedermann?
–Sí. Nos vamos.
Tomó en brazos a sus hijas y le hizo una señal a su esposa. En medio de la consternación general, se dirigieron a la puerta. Antes de salir, oyeron el grito del rabino Iosif Iosif.
–¿Quiere explicarnos algo, Biedermann?
Susana se dio vuelta y miró al rabino. Habló con voz clara y fuerte.
–Los sombreros protegen mejor de la lluvia negra que un paraguas. Pásenme el sombrero, por favor.
Un señor le acercó el sombrero que Biedermann había arrojado. Susana se lo agradeció con una sonrisa. Biedermann abrió la puerta y salieron a la calle.
Los relámpagos iluminaban la noche, dando un espectáculo tenebroso. Los árboles parecían tener las hojas podridas. El coche de Biedermann estaba estacionado entre los más feos, al otro lado de la calle. Subieron al auto en silencio. Las calles arboladas del barrio del rabino Iosif Iosif, que acostumbraban a ser las más hermosas la ciudad, por su limpieza y perfección estética, se mostraban esta vez como si fueran las calles de un mundo subacuático, en el fondo de un pantano sucio y hediondo.
–Esta noche vamos a cenar puchero de osobuco, Susana.
–¿Qué?
–Dicen que la carne más rica está allí. Y se pone más rica porque es poca y hay que rascarla con el tenedor.
–Nunca comimos eso en casa.
–Lo mejor está entre los huesos. Hay que levantarlo con la mano y chuparlo como un dulce. Se llama caracú. El sabor es como un dulce.
La noche iba volviéndose más espesa. Cuando salieron del barrio residencial y tomaron la avenida San Martín, los relámpagos aumentaron y el coche parecía avanzar a través de la pista repleta de una discoteca. Había gente sentada en las veredas, tomando mate, y gente caminando de aquí para allá, dejándose mojar por la lluvia, abriendo los brazos. Como si recibieran el bautismo de las aguas negras, haciendo una danza ritual. Pasaron coches estacionados sin cuidado y que se exhibían en su orfandad con las puertas abiertas. Como las casas que cruzaron. La gente caminaba de aquí para allá. En éxtasis. Mendigos locos parecían todos. Las mujeres con polleras cortas y paraguas cerrados, saltando charcos al caminar, o sólo saltando porque sí. Como si bailaran una música espectral. Las calles parecían los pasillos de una discoteca del infierno. Un infierno de agua. Por todas partes sombras húmedas. Bailando al ritmo de la lluvia negra. Como si estuvieran en una discoteca improvisada en un baño público del infierno, habilitado solo por las madrugadas. Mientras el coche avanzaba, Susana mantuvo apretada contra la suya la mano de Biedermann.
–¿Alguna vez comiste osobuco, Ramiro?
–Nunca.
Ever Roman. Paraguay, 1981. Publicó “Osobuco” (2011), “Falsete” (2016) y “Serenos en la noche” (2018). Textos suyos fueron publicados en antologías europeas y latinoamericanas.