Con la humedad que hubo, todo se te pegaba. Pero, además del acontecimiento climático, el ritmo se pegaba a las cinturas y hacía florecer sonrisas gracias a otra cosa: el repique de tambores y el canto de lxs murguerxs.
Si en la Comunidad Ferroviaria dicen carnaval. Vos apretá el pomo.
Para cierto público que tantea como está el clima de la fiesta, la entrada era un buen augurio: el estacionamiento interno de La Comunidad Ferroviaria estaba abarrotado.
Como lo hicieron con sus maquillajes y trajes resonantes en procesión, también entraba y salía el público, animándose de a poco a soltar las caderas.
Es que de eso se trata el carnaval. De hacer parte. Hacer comunidad. Sonrisa y baile.
Ritmo. El pulso lo marcaba la percusión, el piso de cemento vibraba por los saltos mientras que el aire se hacía un huracán con los movimientos del dorso superior.
Esto bien cerquita de las vías del tren. Una ronda, un círculo roto sin límites se formaba y en su centro, danzantes gozaban del espacio.
Ahí nomás de las vías.

Un poco más alejado, una barra rebalsaba de bebidas, de oferentes y demandantes sedientos, hambrientos, felices; en derredor, artesanos y trabajadores de la materia prima compartían mates, bizcochos y chipas recién salidos de su cocina.
La luz tenue para que brille la alegría. “¿Vieron cómo estamos dando resistencia, agrupándonos desde diferentes colectivos junto a la felicidad popular?”, dijo una de las murgueras al pasar.
Para amargo estaba el pomelo en rodajas de la barra. Y algún que otro despeinado en la mansión de Olivos.
Niñeces corrían con pomos de espuma en sus manos, jodiendo y molestando jocosamente a algunos mayores. Pero la convivencia demostraba su fragancia. Una convivencia armoniosa, producto del olor a sahumo, a “oleo 31” o palo santo. No importa. El acontecimiento fue ese: la convivencia en plena fiesta.
Sobre todo la resistencia. Es un peso que recae sobre la espalda de bailarines y músicxs murguerxs. La historia misma de la danza, su antepasada, su innata connotación lo declara: “El sonido de los platillos es el sonido de las cadenas arrastradas. Se salta porque los negros al no sentir más esas cadenas, saltaban de felicidad. Tiene algo de esotérico, hay algo que te baja, se encarna, se hace cuerpo”, dijo uno de los organizadores del evento.
Nadie sabe qué puede un cuerpo.

Lo esotérico se nota. Pero lo esotérico no es tétrico. Al contrario, contagia fulgor. Un fulgor comunal que ronda por el barrio de Tolosa. Sería falso decir que solo este sábado se sintió su presencia. Y digo “falso decir” pues dicho fulgor, dicho contento, dicha resistencia se vivencia todos los días, todas las semanas, todo el año en la Comunidad Ferroviaria. Si de polemizar se trata, polemicemos: Fabián Casas asegura que aquel trabajo bien hecho es ese que nunca se ve. Que parece invisible.
En el parece me quedo. No es invisible. Es notorio. Quienes desde las 18 horas participaron del carnaval del polo productivo de Tolosa, probaron tan solo una pizca de su cotidianidad, tan solo sintieron latir el sístole del corazón que allí yace.
Lo importante es que late y no lo hace de manera desazogada, sino resistente, abierta y feliz. Solo que esta vez lo hizo al compás del tercer carnaval rioplatense, enraizada en murgas y batucadas uruguayas y argentinas.

Gerónimo Rivera Cano
No sé mucho de mi persona. Huyo del “conócete a ti mismo”. Solo tengo por ofrecer un par de sienes ardientes: mi capital intelectual se basa en ser graduado en Ciencias Jurídicas, reseñar cosas, hacer notas de opinión, análisis y crónicas. Como sujeto narrante soy buen lector. Me prostituyo en las palabras. Formo parte del multimedio Trinchera, integro el equipo de CAPTO. Trabajo en un estudio jurídico y notarial. Nací y me crié en la ciudad de La Plata. No me gusta el helado. Maradoniano, sí, aunque se poco de futbol. Siempre de acá, el lado en donde reina el amor y la igualdad.






