Carta para no llorar

Carta para no llorar

TIEMPO DE LECTURA: 4 min.

“Faltas” (2024) de Cecilia Gentili es un libro lleno de dolor, pero al mismo tiempo lleno de esperanza. Cecilia, a través de sus cartas, habla. Y ese hablar se convierte en identidad.

¿Qué es lo que hace falta para ser, simplemente ser? En un mundo lleno de crueldad, violencia, de miradas lascivas, ser, diferente, pero ser. ¿Qué es lo que hace falta para que los demás lastimen, ignoren o señalen con la mirada que en realidad no ve? Simplemente ser, existir, querer vivir, estar rodeada de “Faltas”. El padre que falta, el amor que falta, la amistad que falta, el dolor que sobra. Eso es este libro de Cecilia Gentili: un recuento de faltas en la vida de una niña que nació niño y nadie -o casi nadie- quiso comprender esa simpleza de querer ser. 

“Faltas” es un libro que entremezcla autobiografía con el género epistolar, la realidad que quisiéramos que fuese ficción. Pero no. Todo el dolor, en el cuerpo, en el ánima, todo es realidad. En este libro se compilan diferentes cartas que Cecilia les escribió a ellas. Les escribió a diferentes mujeres que rodearon su infancia, su adolescencia, a ellas las culpó, pero también les agradeció por cada acto que le permitió existir. Cartas a esas personas que no la violaron, que no la lastimaron, que la acompañaron. Cartas a esas personas que no supieron -o no quisieron- ver el dolor que rodeaba a esa niña que fue, que es y será. Cartas que desenmascaran el poder de la palabra en la mente de una niña pequeña, cartas que evidencian la violencia, las conductas de esos hombres y mujeres que quisieron marcarla a sangre y fuego. 

“Quería, por supuesto, decirles que no era un chico; quería decirles que era una chica, pero sabía que nada saldría de esa respuesta.”

Cecilia escribe sin pausa, grita en cada palabra y deja escapar su pasado, ese pasado en el pequeño pueblo de Gálvez en la provincia de Santa Fe. Ese pasado que la llevó hasta un país lejano a seguir siendo, siempre siendo. Ocho cartas componen este libro, ocho cartas que denuncian: las violaciones, el señalamiento, los adultos que guardaron silencio, las madres cargadas de pastillas, los padres que fueron ausencia, la amistad que se convirtió en olvido. Cartas que narran de forma descarnada, con una prosa brutal, lo que vive una niña trans en un pueblo pequeño, cargado de tradiciones e hipocresía. Un pueblo del que solo se podía huir. Un pueblo de los años setenta, ochenta en el que elegir quién ser no era una opción. 

Cecilia Gentili nació y creció en el pequeño pueblo de Gálvez. Un pueblo que se convirtió en su propio infierno. En el infierno de una infancia que se encargaron de romper, poco a poco, pero que no pudieron extinguir. Cecilia creció y se fue a buscar su propio paraíso en tierras lejanas, allá por el norte del continente. Nació, creció y se fue a construir su propio hogar siendo Cecilia, siempre Cecilia. En ese Norte encontró el suyo y ayudó a otros y otras a encontrar su propio refugio. La historia de Cecilia se convierte en la historia de muchas otras, de muchos otros, por eso Cecilia crea refugio en la militancia por los derechos de las personas trans. Sigue creando refugio a través de la palabra porque -aunque ya no esté físicamente- dejó un legado, una historia, un mensaje y una denuncia en este libro. Un libro cargado de oscuridad y dolor, un libro cargado de palabras que disparan contra aquellos que lastimaron su cuerpo, su mente, disparos que evidencian que sigue ocurriendo, que, en algún lugar del planeta, en una pequeña ciudad, en un gran pueblo, hay una infancia que necesita ser y crecer con amor. Sin manos oscuras alrededor, sin miradas malignas que sigan sus pasos, simplemente amor. 

“Me llevo el poder de decir en voz alta lo que pasó. Este poder es mío y nada más que mío, y me lo quedo para siempre”

 

Lau Uhrig

Trabajadora, estudiante y lectora de Literatura. Docente de Lengua y Literatura en escuelas secundarias de La Matanza. Estudiante de Lic. en Lengua y Literatura (UnLaM). Siempre caminando por La Matanza


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Un hongo negro y creciente que llena los días

Un hongo negro y creciente que llena los días

TIEMPO DE LECTURA: 6 min.

Caminemos sobre Enero, la primera novela de nuestra autora del mes, Sara Gallardo. Un rastreo sobre esa voz que desde su inicio va a marcar que lo que viene por delante es una obra potente, única en su especie.

La primera vez que me crucé con el nombre de Sara Gallardo (1931-1988) fue en una librería de usados. Montañas, pilas, estantes llenos de hojas amarillas con tapas derruidas por el paso del tiempo. Entre tanta letra olvidada, ahí estaba ella. Una autora, por entonces desconocida para mí, un libro breve titulado Enero (1958) en el que se podía ver en la tapa la silueta negra y pequeña de una mujer observando el vasto campo, la soledad de la inmensidad. A esa edición nunca la volví a encontrar, pero sí a las historias de Sara. 

La familia de Sara Gallardo estuvo caracterizada por un largo linaje de hombres de política y poder. Hombres de gran renombre y participación en la conformación de la historia nacional, pero no es de ellos de quien habla Sara en sus relatos. No es de esos hombres de traje y mirada inquisidora de quien contará los pormenores de su día a día. En Enero, Sara mira para otro lado, ahí donde están los peones del campo, las mujeres de sonrisas serias y manos curtidas por el trabajo bestial y agotador. Sara agudiza el ojo hacia donde nadie quiere mirar y ya, en 1958, escribe la historia de los invisibilizados, mira a esos trabajadores y trabajadoras del campo en los que nadie prestaba atención. Mira, observa, cuenta sobre la vida de esos hombres y mujeres que ella conocía bien. No por pertenecer a su clase, sino por los lugares que habitaba, que visitaba con su familia y decide que pueden ser protagonistas de las historias que se transmiten página a página. 

En Enero, el calor del campo es sofocante. Ahoga, asfixia, el sopor del sol en la nunca se torna insoportable, los pasos se vuelven lentos y pesados, inclusive para Nefer que está llena de juventud y energía para transitar por las tierras llenas de polvo y silencio. Sin embargo, no es el calor lo que sofoca el alma de la protagonista de esta novela corta. Nefer tiene un “hongo oscuro” creciendo en su interior, solo el miedo y la soledad la acompañan. Una niña, una adolescente de dieciséis años, que no tiene a quien darle la mano para transitar lo oscuro que le toca vivir. 

Es en Enero que Nefer descubre que ya no está sola, aunque no es esa la compañía que ella estaba buscando sino el amor del Negro, a quien no encuentra, a quien mira, pero no recibe respuesta. Esta es una historia de amor y desamor, del amor más puro e inocente, de ese primer amor imposible, pero por el que se hace cualquier cosa por alcanzarlo. Nefer está perdidamente enamorada del Negro, un peón de campo que está con la Delia, y no voltea a verla a ella. Nefer se pone su mejor vestido para él, la esperanza de cruzarlo, aunque sea por breves segundos la invaden, pero es otro quien llega, es otro quien sujeta su cintura, la aparta y la somete. Es otro quien está ahí mientras ella piensa solo en el Negro y que todo lo quería con él. 

En esta historia, el campo y la desigualdad naturalizada son protagonistas, Gallardo escribió una historia que aún es contemporánea, una historia narrada desde lo no dicho en donde se está completando el sentido todo el tiempo. Las palabras más crueles no se nombran, no se escriben, solo están presentes en la desazón que siente la protagonista: el desamor, la violencia sexual, la seguridad de querer morir, la soledad y la imposición materna. 

¿Qué va a decir la gente del pueblo? ¿cómo mirar a los demás a partir de ahora? ¿Cómo esconder este secreto que crece día a día en el vientre de una niña? 

¿Es Gallardo quien elige no nombrar o es Nefer que no puede ponerle nombre a eso que la llena de desdicha? El silencioso, a veces el amigo, otras la semilla u hongo oscuro: “Amigo secreto no hay ninguno. Semilla triste que crece y crece sin piedad es lo que lleva, no amigo secreto”. Las ganas de morir invaden a Nefer y eso sí puede decirlo, aunque quien la escuche sea el viento, porque cuando grite lo que le está sucediendo será tarde. 

“Hoy Nefer quiere cavar un pozo en la tierra, aunque fuese con las uñas, aunque sangraran, con los dedos si las uñas se rompían, con los brazos si los dedos se gastaban, y en el pozo profundo enterrarse, cubrir de tierra los ojos cerrados y volverse poco a poco raíz, o pasto, o barro, sin sueños, sola, olvidada del miedo.”

Enero es y no es una historia de desamor. Es porque sí se narra el amor desinteresado y único de una adolescente hacia el Negro que solo tiene ojos para la Delia y para sus caballos. No lo es porque en esta narración solo hay dolor y desazón, es una historia de soledad y de violencia, donde la familia solo está en la mirada silenciosa del padre y los gritos imponentes de una madre que solo piensa en el qué dirán. Es la historia del dolor y del miedo, del desasosiego: miedo a terminar con aquello que genera miedo y, al mismo tiempo, no acabar con aquello que oprime, es historia del miedo a no poder decir, a la imposición del silencio, el miedo de callar eso que habita en el interior. A lo largo de toda la novela, conocemos todas las sensaciones, la soledad y desesperanza de Nefer porque es su voz la protagonista, es ella quien habla y se intercala con un narrador omnisciente que sigue a Nefer como una cámara que habita en su interior. Nefer abrumada, buscando una salida, galopando rápido y fuerte, Nefer buscando al Negro, Nefer llorando sola en el lomo de su perro, Nefer esperando la mirada de su padre, alguna mirada que la acompañe en esta inmensa tristeza. 

Enero, la primera novela de Sara, narra desde lo no dicho, pero, al mismo tiempo, le pone voz y palabras a la angustia, a ese nudo en la garganta que ahoga, ese nudo al qué dirán, a las imposiciones sociales de una época, esa libertad a la que solo acceden ciertas – y pocas- mujeres porque a Nefer le tocó vivir en una época y en un lugar en el que otro tipo de vida no era posible. A Nefer le tocó la soledad del campo, la brutalidad y violencia de un hombre, a ella le tocó estar sola incluso teniendo familia. Sara escribió en el siglo pasado, una historia actual, que se renueva día a día, una historia escrita desde el silencio y lo elidido y le pone voz a una protagonista que se queda en el corazón de quien lee.  Una historia corta, pero llena de potencia, una historia para revisitar. 


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Lau Uhrig

Trabajadora, estudiante y lectora de Literatura. Docente de Lengua y Literatura en escuelas secundarias de La Matanza. Estudiante de Lic. en Lengua y Literatura (UnLaM). Siempre caminando por La Matanza

“Delivery es la novela que me permitió creer que podía escribir.” Entrevista a Alejandro Parisi

“Delivery es la novela que me permitió creer que podía escribir.” Entrevista a Alejandro Parisi

TIEMPO DE LECTURA: 8 min.

Alejandro Parisi nació en 1976 en la Ciudad de Buenos Aires. Es autor de cuentos, novelas y guiones. Delivery es su primera novela publicada, en el año 2002, y reeditada este 2023 por la editorial Sudamericana.

Para comenzar, me interesaba preguntarte por lo que implicó para vos volver, veinte años después, a tu primera novela y apostar porque vuelva a circular, ¿tendes a creer que hay una evolución en el recorrido de un escritor a medida que va publicando, o no necesariamente? 

No creo que necesariamente se pueda hablar de una evolución, aunque sí es real que cuanto más escribís, más aprendes a hacerlo, es lo normal. Cualquier cosa que haces muchas veces, la vas mejorando, te vas conociendo más.. yo esta novela la escribí en Villa Celina, en la casa de mis viejos, con mi hermano durmiendo en la cama de al lado, y ahora corregí la reedición con mi hija de diez años, en el estudio que tengo en mi casa. La novela salió en 2002, yo me fui a vivir afuera y perdí contacto con el texto; no le movió la aguja a nadie al salir, sin embargo a mí me abrió puertas y yo le tengo mucho cariño. Yo nunca pensé que iba a escribir una novela, y gracias a Delivery pude escribir siete más. Sin embargo, no es una novela que la pueda escribir ahora. Si bien el contexto es dramáticamente parecido, yo ya no soy un pibe de veinte años, ni estoy en la calle como lo estaba en ese momento por lo tanto no puedo hablar de cómo se vive en esa realidad. Pero sí, yo le tengo mucho cariño, simplemente porque esa novela me hizo pensar que podía dedicarme a escribir.

Decías algo respecto al contexto… Delivery es una novela que necesariamente se lee anclada en un momento particular de nuestro país como fue el final de la década de los ‘90. A veinte años de su primera edición, ¿ves hoy una realidad homologable a la que plantea el libro? ¿Hasta qué punto sería distinta la historia de Martín si transcurriera en nuestro presente?

En un punto, la sociedad no es la misma. Martín es un pibe de clase media que fuma porro por primera vez a los veinte años, hoy es otra cosa. Se juntaba de noche con los amigos en la plaza; hoy en CABA eso ya no lo podes hacer porque están enrejadas. Les alcanzaba lo que ganaban en el día para poder salir. Eso ya es imposible. La incertidumbre de los veinte años le pasa a los pibes de todas las generaciones; pero ahora hay más certezas de que es más difícil que te vaya bien. Por otro lado, en estas semanas de conversar sobre la novela, me pregunto qué votaría Martín ahora… y me cuesta aceptar que votaría a Milei. La izquierda dejó de ser una alternativa disruptiva y ahora ese lugar parece ocuparlo la derecha.

Si bien has incursionado en otros géneros, como son los guiones televisivos o los cuentos, en tu recorrido literario fundamentalmente trabajaste con la novela. ¿Qué encontras en este tipo de textos que te convoca más que otros?

En principio, como lector, disfruto más de la lectura de novelas que de cuentos. Soy más de rutinas, y el cuento te invita todo el tiempo a empezar de vuelta. Y lo mismo me pasa al escribir. Por otro lado, como laburante de la escritura, escribí muchos guiones para chicos, libros a pedido, de todo. El ejercicio de escribir lo hago todo el tiempo, pero no siempre tengo ganas de escribir algo mío; cuando llega ese momento, borro todo y me dedico a mi historia. Me costó mucho separar ambos carriles, pero con los años pude distinguir: una cosa son mis libros, y otra mi laburo.

Yendo un poco a la novela, en una entrada de tu blog, te leí decir que te aburre esa cuestión adolescente de “echarle la culpa a los padres”. Sin embargo, podemos ver en la historia de Martín la marca de una ausencia, que es la de la figura materna, y de una relación contradictoria como es la que tiene con su padre. ¿Hasta dónde crees que esas figuras condicionan o determinan su recorrido?

A mí me parece que a los veinte años hay una rebeldía que necesariamente la tenes que tener. Si Martín tuviera 40 años sería un pelotudo, pero a los veinte todos renegamos de nuestra historia personal, criticamos y cuestionamos las acciones de nuestros viejos… ahora, si vos construís tu vida adulta en torno a eso, es más complicado. Pero sí, claramente es un personaje enfrentado con su papá porque le echa la culpa por la ausencia de la madre.

Entre las dedicatorias que incorporas en esta edición, está aquella al recientemente fallecido Luis Chitarroni. ¿Qué importancia tuvo esta figura en la publicación de Delivery y en tu recorrido como escritor?

Lo primero que hizo Luis fue aceptar leerla. La novela llegó a Sudamericana en el año 2000, cuando la Argentina se prendía fuego. Yo estaba sin laburo, mal anímicamente y proyectando irme del país. En ese momento me llamaron para decirme que la iban a publicar. Llegó diciembre de 2001, Argentina estalló y a pesar de eso, al año siguiente me llamaron para decirme que salía la publicación. Luis no sólo se comprometió con eso, sino que habló muy bien del texto, me ayudó a poder viajar, se portó muy bien conmigo… Todos tenemos una persona que te cruzas y te tira un salvavidas sin pedir nada a cambio.


OTRA POLILLA EN BUSCA DE LA LUZ: RESEÑA DE DELIVERY DE ALEJANDRO PARISI.

Hay ciertas decisiones de nuestras vidas, incluso aquellas que podemos considerar más trascendentales, a las que a veces no es posible encontrarles una justificación si no es a partir de la pregunta por la negativa; es decir, preguntarnos ¿por qué no hacerlo? ¿por qué motivo debería decir que no, a la posibilidad que tengo en frente? Si no hay una respuesta clara a esta pregunta, a veces, podemos cometer grandes errores. Algo así, quizás, le ocurre a Martín, el joven de 19 años que protagoniza Delivery, cuando le llega la propuesta de empezar a vender cocaína mientras reparte pizzas y empanadas en sus jornadas laborales.

La Argentina de fines de los años noventa era, para la mayoría de los jóvenes de nuestro país, una cagada. No había un futuro a la vista, porque ya prácticamente no había tampoco un presente; nadie tenía un mango, ni los pibes, ni sus padres, ni los padres de sus padres. En esa Argentina vivía Alejandro Parisi, el autor de esta novela, mientras la pensaba y la escribía; en esa argentina transcurre la novela, y en esa Argentina, también, vive Martín, un joven con una vida bastante rutinaria: se levanta a las 10 de la mañana, se va a trabajar, hace los repartos, vuelve a su casa y deja que pase el tiempo hasta tener que volver a la pizzería (a veces durmiendo, a veces discutiendo con su padre, a veces emborrachándose). A la noche reparte hasta que llegan las doce, le pagan el día y se va, a veces a alguna joda con sus compañeros de trabajo, a veces a dormir con Vero, algo que cada vez le entusiasma menos; o a veces, simplemente, a tirarse en su cama a pensar en su vieja.

¿Por qué, entonces, decirle que no a la propuesta que aparece frente a sus ojos? ¿Qué riesgo corre, qué puede perder? ¿Quién puede decirle que está cometiendo un error, que está por mandarse una cagada, que piense un poco antes de decir que sí? Nadie puede, por eso acepta. No puede hacerlo su padre, quien difícilmente puede tener una conversación con su hijo sin que éste lo termine insultando o agrediendo. Tampoco puede hacerlo su madre, por un motivo muy sencillo: su madre no está. La historia de Martín es una historia marcada por una ausencia. En algún momento de su infancia, su madre se fue; no está claro a donde, no está claro con quién, no está claro por qué, lo que está claro es que no está, y esa ausencia es más que significativa para el protagonista.

Algunos, igualmente, intentan advertirlo: el Negro, su amigo y compañero de trabajo; Flavio, que cuenta con la ventaja de la experiencia: él ya trabajó para los nuevos jefes de Martín, y la cosa no terminó bien. Sin embargo, Martín lo ignora, no le parece suficiente, debe ser un mentiroso y un drogadicto que simplemente no se la bancó.

Si es difícil hacer recapacitar a Martín antes de aceptar, mucho más difícil es convencerlo de dejarlo atrás una vez que empezó. Cada noche gana dos, tres, cuatro veces lo que gana en una semana en la pizzería; los riesgos de los que tanto le hablaron, él no los ve: nadie se da cuenta, nadie lo persigue, nadie sabe nada. Está todo bajo control, todo está joya.

El problema va a estar, entonces, cuando aparezca Romi. A veces, cuando se anda en las malas, basta solo con encontrar alguien que nos diga que valemos para que todo se vaya al demonio. Nada hay más peligroso, en los momentos de desolación y autodestrucción, que la esperanza; que alguien nos diga que no nos regalemos, que nos quiere y le importamos. Porque cuando eso pasa uno empieza a revisar todo, y a preocuparse por cambiar lo que está yendo a contramano; la duda es, entonces, si todavía tenemos tiempo de pegar el volantazo.

Alejandro Parisi escribió Delivery a los 24 años, en 1999. Gracias al apoyo de Luis Chitarroni, brillante editor y crítico literario fallecido este año, consiguió publicarla. Hoy, veinte años después, la novela se reedita para preguntarse, y preguntarnos, qué actualidad tiene la historia de Martín. El autor ya nos da una pista: si en aquel entonces le puso este nombre al protagonista, en homenaje a su ídolo Martín Palermo, hoy, posiblemente, lo llamaría Román.

Pedro Jalid

Profesor de Letras. Leo más de lo que escribo, trato de hacer más de lo que digo.

La encuesta Bradbury arroja al final esperanza

La encuesta Bradbury arroja al final esperanza

TIEMPO DE LECTURA: 4 min.

A dos semanas de sobrevivir a un domingo electoral, ¿No estamos todxs como para un fondo blanco de distopía?

Ray Bradbury (1920-2012) tenía unos 13 años cuando en la Plaza Central de Berlín frente a miles de personas Joseph Goebbels, ministro de Propaganda de Hitler, dio un discurso ruidoso sobre la decadencia social que sufría Alemania por culpa de la población judía. Como para terminar de cerrar el concepto le pareció buena idea incinerar más de 25.000 libros, entre los que se encontraban autores como Einstein, Hemingway y Freud, entre otros.

Cuenta Ray que la notica de aquel hecho habitó algún lugar de su cabeza por mucho tiempo, Pero Fahrenheit 451 se publicó en 1953, en plena guerra fría. Estados Unidos es el superhéroe del capitalismo en una guerra épica contra el malvado comunismo y el senador republicano Joseph McCarthy (Sí, tiene el mismo nombre de pila que el jerarca nazi) crea un sistema de control y censura para decapitar cualquiera incipiente expresión que cuestionara al santo sistema. Se trataba de identificar y censurar todos los intentos de transmitir ideales herejes.

Muy bien, tenemos el contexto en el que fue escrito Fahreinheit 451, ahora refresquemos el argumento para algún/a trasnochadx que no llegara siquiera a ver la película: ciencia ficción, distopía de un mundo occidental aséptico y ordenado gracias al control constante de un grupo de poder mínimo que es dueño de todo, incluido un sofisticado sistema comunicacional casi omnisciente diseñado para inocular un solo discurso y un sistema de vigilancia que mantiene esa pulcra homogeneidad. En este nuevo mundo están prohibidos los libros porque el relato oficial es que el acceso a cualquier tipo de saber o conocimiento fue lo que trajo las disidencias y posteriormente el caos, así que escuadrones especializados de bomberos se dedican a captar e incinerar libros donde haya. Lxs rebeldes que resisten viven como indigentes escondidos y protegen los pocos libros que quedan.

Decenas de aspectos podríamos analizar de esta distopía cargada de simbolismos, pero aquí, hoy, después del impacto de frente del domingo 13/08, vamos a tomar uno sólo.

Bradbury nos da una cátedra de cómo funciona la autorregulación de la hibernación mental a través de su protagonista principal, el bombero Guy Montag y esto es lo interesante, lo que el autor elige contar detrás de la propia secuencia narrativa. Porque tenemos acá un Poder-Estado que esgrime el título de haber terminado con luchas civiles e ideológicas entre dos bandos, no sólo no oculta sino que se enorgullece de mantener “dormidxs” a lxs ciudadanxs con una saturación de datos e imágenes que nadie necesita.

Se crea una narrativa del caos y -por qué no- se colabora solidariamente con eso. Se señalan discursivamente a lxs culpables, siempre hay que incluir la mayor cantidad de disidencias posibles, vengan del bando que vengan, algo así como armar al enemigo como un transformers hecho de muchas piezas cuidadosamente seleccionadas. Se inserta la certeza de que ese caos viene del lado del trasnformer y se erige como opción de salida una fuerza purificadora que propone terminar con la sucia política, culpable de todos los males y se añaden propuestas de cambio con un nivel de reduccionismo desopilante.

Montag pertence al mundo de lxs elegidxs, es un empleado aplicado además de creyente del sistema al cual sirve, se evidencia al principio de la historia que se siente poderoso sólo por ser parte de ese imperio salvador, paradigma de “lo normal”, es parte de un comando de héroes cuyo legado se anotó haber terminado con las disputas políticas que devinieron en guerras, y esto es otro golazo de Ray Bradbury, porque en el protagonista está el argumento silencioso de por qué resulta tan eficaz una propuesta de tiranía que lo consume a él también, una ideología dominante que privilegia una forma sofisticada de esclavitud a través de la indiferencia, la delación y una atención permanente en el placer instantáneo.

Le dice su jefe y mentor a Montag:

…Si no quieres que un hombre sea políticamente desgraciado, no lo preocupes mostrándole dos aspectos de una misma cuestión. Muéstrale uno… Que la gente intervenga en concursos donde haya que recordar las palabras de las canciones más populares…Llénalos de noticias incombustibles. Sentirán que la información los ahoga, pero se creerán inteligentes. Les parecerá que están pensando, tendrán una sensación de movimiento sin moverse…”

Y un último apartadito como para cerrar, los libros acá no son sólo eso, los libros representan/condensan toda forma de oportunidad y tiempo para el pensamiento libre.

“…¿Comprendes ahora por qué los libros son temidos y odiados, Montag? Revelan poros en la cara de la vida. La gente cómoda sólo quiere ver rostros de cera, sin poros, sin vello, inexpresivos…”

Que no cunda el pánico. Les cuento (o les recuerdo) que en algún momento Montag abre un libro, y entonces…Hay esperanza todavía, gente. El temita es ver cuánto tardarán lxs Montag argentxs en abrir el librito

Amanda Corradini

Mujer de trincheras: Reparte su vida entre la trinchera de la Escuela Pública, la de su biblioteca y la que guarda algunas banderas que gusta agitar. Todo regado de mate dulce, Charly García y un vergonzoso apego por el humor infantil.

Lo sublime de ser monstruo

Lo sublime de ser monstruo

TIEMPO DE LECTURA: 3 min.

La novela de la vida de una niña bien, adinerada, superdotada, Una niña monstruo que elige qué monstruosidad ser

“…Subo a mi desván rengueando, el asqueroso bicho en que me he convertido revisa un antañoso arcón de papeles y fotografías, de informes de maestras y psicólogas solicitados por mi padre, preocupado por develar el porqué del monstruo que engendró, para sacar en conclusión si fue su culpa o la consecuencia de alguna herencia morbosa por línea materna…”

Con algo así Aurora Venturini (1921-2015) nos arrastra a su novela Nosotros Los Caserta ¿Qué hay adentro? Adentro está contada la vida Micaela Stradolini (Chela), parida en el caserón amplio y luminoso de la estancia de su familia, lujosa edificación ubicada en el centro de un pedazo de tierra bonaerense compuesto de miles de hectáreas productivas. Tiene un padre poderoso, correcto, una madre hermosa y culta, además Chela tiene una inteligencia fuera de lo normal, pero acá Venturini le levanta su dedo mayor a lo previsible y tuerce todo camino posible a una historia dorada.  

La protagonista es casi instantáneamente rechazada y escondida por su familia desde que nace, no sabemos al principio por qué, la autora no se molesta en revelarlo rápidamente, pero el impacto del desamor de su familia, mezclado con su enorme capacidad intelectual -que le permite aprender a leer a los 3 años e inferir sola leyes de la Física mientras explora el campo- no la transforman en una heroína clásica.

Chela no combate el rechazo, Chela lo asume, se lo apropia: la gente programada genéticamente para amarla la repudia sin explicaciones desde una fría educación, no se molestan en impedir que viva escondida en un desván de la mansión o desaparezca por semanas acampando en la intemperie. Lo que ande mal en ella para que esto ocurra, la autora lo revelará casi promediando la historia; mientras tanto Chela no va protagonizar grandes discursos untados de moralina y autocompasión, no, preferirá convertirse en el monstruo al que la condenó  su familia.

Se vuelve salvaje,  funesta, se amalgama con el espacio abierto de sus tierras, vive trepada en los árboles, escondida en pozos, sola, huraña, su subjetividad alimentada a toneladas por su aplastante intelecto la vuelve sabia, una experta en crueldad y una creyente apasionada de la misantropía. Ella elige qué monstruosidad ser.

Aurora Venturini trabajó junto a Eva Duarte en su fundación y la amó para siempre, fue peronista explícita y eso le retrasó los premios y el reconocimiento unos cincuenta años. Inevitablemente sube esta ficción al tren de la historia del peronismo y deja que se deslice suavemente con ese permanente fondo: la pugna de su familia por sostener los privilegios, el pánico a la expropiación de sus tierras por parte “del Dictador Perón” y los intentos de evitar la decadencia moral y material de la alta burguesía a la que pertenecía su linaje…

En Nosotros Los Caserta, la prosa que trama toda la vida de Chela, es exuberante, impiadosa y  desconcertantemente frágil, como la propia protagonista. Esto es tan hermoso de Venturini: la forma de narrar la cuenta mucho más que las propias acciones. Y terminado el libro, es casi inevitable sumergirse en elucubraciones relacionadas con la contraluz de lo monstruoso, la desafiante belleza de cierta maldad que huele a justicia poética.

Y ahora, mientras liquido esta columna, viene a mi cabeza una idea impactante que aprendí leyendo al filósofo foucaultiano Byung Chul Han (si no lo leyeron, por favor háganlo). Byung separa con precisión quirúrgica lo bello de lo sublime, él dice que lo bello es fácil, confortable, previsible; lo sublime es la verdadera experiencia estética, porque espanta, incomoda y te atraviesa más que mil lágrimas.

Byung, te presento a Aurora y a su Chela, mucho gusto.

Amanda Corradini

Mujer de trincheras: Reparte su vida entre la trinchera de la Escuela Pública, la de su biblioteca y la que guarda algunas banderas que gusta agitar. Todo regado de mate dulce, Charly García y un vergonzoso apego por el humor infantil.

Las visiones

Las visiones

TIEMPO DE LECTURA: 5 min.

Fermín Eloy Acosta nació en Olavarría en 1990. Es escritor y guionista. Su primera novela es Bajo lluvia, relámpago o trueno, premio del jurado de novela Bienal Arte Joven Buenos Aires 2019, publicada por editorial Entropía en 2019. Comparte con revista Trinchera un fragmento de Las Visiones, una novela inédita. 

Introducción

Yo no tenía a nadie que me dijera no vayas. Solo tuve que hacer una valija, guardar lo importante, echar dos vueltas de llave a una casa. Al rato ya estaba en viaje, porque a mí me habían llamado varias noches. Pienso en todo eso mientras miro el techo a esta hora de la madrugada: aquel momento preciso en que una luz, la primera, pinchará la oscuridad, hará ver la proyección temblorosa de las sombras de unos árboles contra la pared y los relumbrones móviles recordarán los primeros días en esta quinta cuando unos hilos finos, dorados, descendían de los árboles, como telarañas. Bostezo y sé, de a poco, que esa misma luz cubrirá la pared, el linóleo, alcanzará las colchas, las cobijas, trepará por la madera podrida hasta llegar al techo, enseñará el hueco por el que alguna vez asomó la cara terrible de una comadreja. Siempre fue de esa manera y seguirá siendo así hasta que la pieza se alumbre por completo.

Por ese mismo agujero alguna vez se filtró la lluvia, llegó el rugido del viento que entraba por el tiro de la chimenea y nosotras, que pensábamos en cierta cosa misteriosa, que poníamos a temblar los dientes y las manos, sentíamos el golpeteo de bichos contra el farol del jardín, el siseo de uno de ellos, como acercándose, y entonces nos cubríamos con las colchas hasta la cabeza. Esas veces, para apaciguar el miedo, alguien encendería una lámpara y diría aún no sucede, aun este mundo y su silencio remansado, aún nosotras, acostadas, aún cuatro chicas solas en invierno de 1968.

Vuelvan a dormirse, aún no vienen.

Casa vacía

Cuando me fui de la casa era el fin del verano, mis padres estaban muertos y yo había cumplido los veintiún años. Sólo tuve que abrir una valija, echar lo mío: tres pares de medias, mi cuaderno, dos vestidos, una blusa, un sweater, dos mudas de ropa, los anteojos, dos revistas, los libros Cómo triunfar en la vida y Cómo hacer cosas útiles con las manos, una foto, la única foto que guardo.                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                            Debo hacer un esfuerzo para recordar el puñado de cosas importantes que dejé en ese lugar: el frente de una casa inglesa, prefabricada, un Renault Dauphine estacionado en la puerta, un conjunto de portarretratos junto a los bibelots, con nuestras caras, Dora, Ricardo, la Pimpollo, el yorkshire terrier. Imagino, ahora, todo eso juntará el polvo y qué. Nada más recuerdo de mi vida anterior y qué.

No importa.

Silencio.

Ahora puedo decir que yo, que nunca había tenido demasiada suerte, que no guardo recuerdos felices—salvo un conjunto de momentos que aún resplandecen, luminosos, contra cierto lugar de mi cabeza— cuando ellos mandaron llamar, de alguna forma, supe que, finalmente, tenía algo para hacer con mi vida.

Por eso hice una valija, guardé lo importante, me fui.

Quinta

En medio de un parque que habrá arañado la hectárea, la hectárea y media, si se caminaba de lejos, desde la montaña, por ejemplo, o en dirección a ella y se daba vuelta la cabeza, — como si hubiese sido posible deshacerse de la espesura de esa niebla— entonces se nos mostraba de a poco una casa de dos plantas.

Allí el alambrado con un agujero escondido que levantaban cuando querían salir y cuando querían entrar y que disimulaban, por si llegara a venir alguno, atrás de una pila de ramas. Más atrás había la línea de árboles que distinguían el adentro del afuera y de algún modo, nos separaba de la idea de Ellos. Todas las cosas en la quinta parecían tener una posición asignada y esa posición, de alguna forma secreta u oblicua, guardaba relación estrecha con la distancia que les correspondía respecto de Ellos.

 También había la pileta de agua estancada donde nadaba la podredumbre, un cuartucho escondido atrás de las ramas de espino negro que usábamos para lavar la ropa y sacar el agua, cierta galería donde se sentaban a mirar, al principio, por si aparecía algo nuevo y donde también yo llegué a sentarme. En ese mismo lugar ubicaban dos poltronas floreadas que miraban al bosque.

En todo el parque crecía la paja y en ciertos rincones, árboles, cortaderas, crataegus, alcanzaban a escondernos de la visión ajena. A veces levantaba el viento polvoroso de la montaña y a veces costaba mirar alrededor, sobre todo hacia la línea del bosque, antes del arroyito o a una distancia larga, porque los ojos se llenaban de tierra o de una pelusa que flotaba con insistencia en el aire.

Adentro de esa casa aprendimos la serie de movimientos que exige el ejercicio del sigilo: andábamos por la cocina, la pieza con las camas, el cuartito de arriba —donde hacíamos las vigilias— la galería de afuera, la terraza o el sótano, hablábamos muy bajo y nos arrimábamos con cuidado a las ventanas. A todos esos lugares aprendimos a armarles nuestros propios recovecos, esquinas donde cada quién cultivó una forma del misterio: el agujero donde Belita escondía los cuadernos, por ejemplo, el rincón de arriba donde había aquel colchón para tirarnos, el punto exacto en la terraza donde Graciela se paraba a señalar el lugar del que vendría la señal, las tablas sueltas del cielorraso por las que entraban y salían algunos animales, el mueble en el sótano donde escondían un fusil.

Alrededor, el puñado de árboles que hacían reparo del viento, la línea oscura donde empezaba el bosque y terminaba nuestro dominio del panorama, el portón de madera que interrumpía el alambrado. A un costado de la galería, a medio ocultar entre el espino negro, el misodendrum, el tomillo, un cartel pintado a mano donde podía leerse, en letras cursivas blancas sobre un fondo verde: Susana. Aquel el nombre que alguien había puesto a la quinta.

Fermín Eloy Acosta: “Empezar a escribir está bueno, pero continuar es lo doloroso, lo difícil, lo frustrante, sostener el proceso”

Fermín Eloy Acosta: “Empezar a escribir está bueno, pero continuar es lo doloroso, lo difícil, lo frustrante, sostener el proceso”

TIEMPO DE LECTURA: 14 min.

Fermín Eloy Acosta nació en Olavarría en 1990. Es escritor y guionista. Conversó con Radio Trinchera en el marco del programa Plástico Cruel sobre Bajo lluvia, relámpago o trueno, su primera novela.

¿Cómo llegas a la literatura? ¿Cómo fue tu ruta lectora?

Cuando era chico solían regalarme libros cuando pasaba de grado, mi vieja siempre nos incentivo a que leyeramos literatura, así que fui consumidor de literatura juvenil, infantil, de libros en mi casa, toda esa relación que uno tiene con las ilustraciones, con las tapas, con los textos. Desde chico estuvo la compañía del libro, como un lugar para interactuar. 

¿Cómo es el paso de esa literatura juvenil a una más de adulto?

Cuando me vine a vivir a Buenos Aires, más o menos 2008, 2009. Estudié una carrera ligada al cine, en la Universidad de Buenos Aires. Durante todo ese período siempre iba acompañado por un libro, pero durante los años que estudiaba leía otras cosas, salvo materias que nos hacían leer literatura. Ese fue un camino más esporádico. Cuando logré terminar la carrera, volví a conectar de un modo mucho más intenso con la literatura. Fue un momento de darme cuenta que lo que más me interesaba era leer, mucho más allá de la imagen en movimiento. El armado de la biblioteca personal comprando libros usados o hablando con amigos que supieran de libros y que te recomienden, ¿Viste que empezás a leer como en red? Te interesa una cosa y después lees otra. Ese momento se inicia entre los 22 y 23 años, y que sigue hasta el día de hoy. Esa cosa que tenemos de acumular libros, de comprar, de prestar, todo ese mundo. Creo que tiene que ver con encontrar una afinidad ahí en la lectura, antes que en la escritura, encontrar un refugio en los libros.

Se te nota como un lector versátil. Los epígrafes de la novela son uno de Shakespeare de Macbeth y uno de Libertad Demitrópulos, dos mundos lejanos.

Dos mundos lejanos. En los epígrafes uno arma como una especie de territorio, marca límites. No en términos de historia de la literatura, sino de registros, de universos, de personajes. Hay algo ahí que uno siembra ciertos indicios de por donde se va a mover la novela. Muchos los usan de ese modo, salvo que abuses, que es un gesto extraño, cuando lees cinco epígrafes y decís ¿Qué me quiere decir? También es un buen modo de construir una relación de medium con los/as que escribieron antes. 

Sos guionista, también ejercés como profesor, ¿Cómo te surge la idea de escribir una novela y cómo aparece la historia?

La escritura de la novela fue, en mi caso, una entrada. El poder pedir permiso para decir “bueno, puedo escribir”. Fue un proceso de muchos años, de tratar de entender que era posible. Más allá de la lectura, saltar a la escritura es un paso que puede ser muy frustrante o que termine cajoneando los proyectos. 

Empecé a escribir esto después de la vuelta de un viaje con mi familia, 2017. Estaba en Olavarría y empecé a escribir. En esa época estaba leyendo mucha literatura rural, sureña, norteamericana de principios del siglo XX. También en ese momento era amigo de un escritor que ya falleció, Leopoldo Brizuela, y un poco en las charlas con él me pedía que escriba. Fue un primer impulso. Lee estos libros que son como tumbas hablando. Me decía que lea a Eudora Welty. Ahí se fue armando un caldo de cultivo, de trabajo, que fue lo que después resultó en empezar a imaginar este universo. Yo quería escribir algo que tuviera que ver con los orígenes de las ciudades, de la provincia de Buenos Aires, y en este caso con la ciudad de Olavarría, que es de donde soy yo, pero siempre muy velado. Empecé a escribir y ahí apareció algo del personaje en primera persona, empezó a aparecer la idea del viaje. Después la escritura va decantando, el universo muta y se va transformando en otra cosa. Por lo menos es lo que a mí me pasa. 

Las tumbas que hablan por sí solas. Se nota esa influencia en la novela, el peso que tiene el ataúd, la muerta, como habla a través de todos.

Si, hay algo de eso, que igualmente me costó mucho definirlo. Cuento para quien no conoce nada del texto, el libro tiene una serie de intromisiones donde habla la madre. Hay una protagonista que va llevando el carro, a fines del siglo XIX en Argentina, a través de la provincia, con la madre un poco a cuestas, con ese ataúd, y cada tanto el texto es interrumpido por la voz de la madre que señala algunas cuestiones que tienen que ver con el camino, da ciertos consejos, también un poco la reta. Construye cierta comunión. Eso fue algo que me costó mucho encontrar a nivel de la forma, no sabía qué hacer con ese texto. Al principio eran intromisiones dentro del texto, con otra tipografía, con una bastardilla, pero no me convencía. Probé doscientas veces hasta que di con el recurso; esta suerte de dosificación que abría cada capítulo, como si fuera una suerte de lógica medio premonitoria la que lo hiciera figurar ahí.

La aparición de la voz de la madre, ese reubicar y reinventarla, ¿Es la que te define el tono de la novela?

Un poco sí, un poco creo que tiene ese tono de organización hasta épica del paisaje, que a mi me gusta y me sigue gustando, es el modo en que me gusta escribir. Había algo ahí de esta idea de organizar la travesía a través del mandar, esta lógica de aventuras que organiza la estructura narrativa del relato. Y después había algo del tono en primera persona, esa voz femenina un poco anacrónica pero también atemporal, con usos de la lengua y la palabra un poco extrañado, que fue lo más difícil de lograr, pero si tengo que elegir con algo que quedarme de la novela es eso, haber encontrado por lo menos un modo de hablar, la construcción del tono, que en general es algo dificil, y esta dado entre el pivoteo entre esas dos voces, la de la madre y la de la hija.

El lenguaje de época, una época que no habitamos, lejana, ¿Cómo se estudia?

Creo que hay dos modos de abordarlo, y para mí uno que es más interesante. Uno tiene que ver con el estudio documental, todo una línea de escritura más de novela histórica, y a mi por lo pronto es el que menos me interesa. Hay otro modo que es la invención del habla, y creo que ahí hay una genealogía de nuestra literatura, que sobre todo se asienta en la época del 60. Si uno se pone a ver quien han sido sus referentes en muchos casos han sido escritoras, Elvira Orphée, Libertad Demitrópulos, Sara Gallardo, también Leopoldo Brizuela, Tizón, Bianco, Silvina O’Campo, aunque ella no tan en términos históricos. Trabajaron sobre la idea de pensar como hablan personajes que están en un entorno específico, y en muchos casos la riqueza de esos textos, y su textura, tiene que ver con procedimientos textuales, sintácticos, donde la gramática es intervenida con usos de las palabras. Ahí hay que pensar en cómo hacer hablar a los personajes, y si eso resulta verosímil, que no significa que sea verdadero, y funciona, está buenísimo. Después si hay un proceso de documentación de ir a ver textos del siglo XIX, de llevarse por la intuición, de anotar palabras, todo un trabajo que uno puede hacer, que yo hago y he hecho, pero creo que no se trata de transmitir transparencia ni ser fiel a la época, que hasta puede resultar tedioso, sino de pensar en que resulte de algún modo creíble, y que la musicalidad de esta época pueda ser transmitida, retransmitida y transfigurada a un texto actual.

Pensamos un poco en Eisejuaz, por este tema de la invención del lenguaje. Pero también en la clave de Rulfo; “ningún campesino de México habló como los campesinos de Rulfo”, pero uno lo cree y es una intervención en el lenguaje.

Exactamente. Ese es el mérito de esos textos. Haber podido encontrar una manera de hablar autónoma que refiere a ese referente específico pero que termina construyendo un artefacto super extraño que al día de hoy nos parece vigente. Eso es lo que tienen algunos textos que se ven remanidos, o muy ornamentales, y envejecen rápido por estar anclados a esa verdad documental, en mi opinión. Me pasa con Maria Luisa Bombal, una escritora chilena que vivió mucho tiempo acá. Lees los textos y hay una musicalidad, un trabajo con el habla, que no se avejenta. Lo mismo ocurre con Di Benedetto en Zama. 

Notamos un tono medio Saereano, pequeños elementos tomados de la gauchesca, ejecutados poéticamente. ¿Cómo es tu relación con la poesía?

Ahora no estoy leyendo tanta poesía. Pero tengo amigos poetas, voy a lecturas de poesía, leo poesía. Me gusta mucho los textos que son una hibridación entre poesía y prosa, lo que algunos llaman prosa poética. Más en ese momento, cuando estaba escribiendo la novela. Creo que hay un malentendido en relación a la narrativa, y a la narrativa actual. No presta atención a la calibración de la frase, de la palabra, pensando en la sonoridad, en la musicalidad. Yo cuando corrijo leo en voz alta, algo que aprendí de Julian Lopez, un escritor con el cual yo hice taller. Leerte en voz alta y entender que eso que estás escribiendo tiene una música, algo que te das cuenta que Saer hacía, el trabajo con la frase, con la oración, con la repetición. Es una música lo que subyace ese material. Un valor a favor de algunos textos que tienen esto en cuenta es que pueden ser leídos como si fuera un poema. A veces pasa que lees un texto actual y hay un registro plano en estos términos, va avanzando y suena todo igual, lees el cuento siguiente y es idéntico.

La novela es una serie de road-movie. Siendo guionista, habiendo estudiado algo referido al cine ¿Cómo convive eso y lo literario?

En este momento no me dedico tanto a la ficción, estoy laburando más en documental-ensayo y ese tipo de cosas. Pero cuando estaba escribiendo ese texto, una película que me sirvió mucho para pensar fue una película de los hermanos Cohen, donde una hija quiere vengar la muerte del padre y sale a caballo a buscar al causante de esta muerte, una especie de western contemporáneo situado en el siglo XIX. Había algo del espíritu de esa película que tenía que ver con cómo los Cohen trabajan el guión, todo el tiempo boyas narrativas que hacen girar la acción permanentemente, algo que el cine mainstream logra captar muy bien. ¿Cómo convive esto? Me sirve laburar por imágenes, pienso mucho en la luz y en el sonido, algo que cuando uno estudia cine se le insiste mucho, pensar la dimensión sonora, que se escucha cuando estás viendo esta imagen. El cine trabaja de un modo super complejo, las capas, los sonidos ambientes, los que están en cuadro, fuera de cuadro, los diegéticos, los extra-diegéticos. Son recursos que para escribir, si los tenes despiertos, están buenísimos. Lo mismo que pensar en los sentidos permanentemente, si es que es un texto que quiere apelar a esos lugares. 

Es algo que se nota en la novela, el tiempo que te tomas para describir el campo, que irónicamente es siempre igual. Constantemente la novela te sitúa. Estás acá, el paisaje es así, los sonidos son así.

Algo de eso tiene que ver con cierto tránsito de la infancia en relación a los paisajes que rodean a la ciudad de Olavarría. En general, las ciudades cercanas a Olavarría suelen ser más lindas, porque es una ciudad mucho más plana. Está Tandil, Sierras Bayas, Sierra Chica. Creo que había algo de esa memoria visual en relación al paisaje de cuando uno va en auto y ve siempre lo mismo, aburrido. Pero de repente uno puede imaginar que hay microficciones en las cosas que se arman en esa repetición. O en esa repetición, si salieras a caminar, encontrarías algo nuevo, o podes inventar algo. Algo de eso me fascinaba un poco. Sobre todo pensar en los universos que arman las plantas, los animales, las sombras, las luces. 

Pensando en clave Manuel Puig, entre el cine y la literatura, ¿Hay alguno de los dos géneros que te interese más?

Mirá, soy mucho más deudor de la literatura que del cine. Si tuviera que elegir un universo me quedo con el de la literatura, siempre. En el cine siempre me sentí un poco extranjero, por varios motivos. Pero se retroalimentan. 

Son muy distintos. El cine está atravesado por la lógica colectiva de trabajo, desde la película más chica. Hay algo del trabajo más solitario en la escritura que a mí por lo pronto me sirve más. 

Volviendo a la novela, la idea de esta familia compuesta de tres mujeres, ¿Apareció desde el principio?

No. De hecho, me pasa que escribo un montón y despues voy limpiando. Al principio lo había pensado en tres tramas distintas, tres puntos de vista, y me di cuenta que era un montón. Tuve que hacer un laburo para que quedara lo que más me interesaba, que era este punto de vista. Lo de que fuera con una tía medio vieja si es un universo que me interesa, y las figuras fueron apareciendo. En mi caso, los personajes son lo último que aparece, un poco por oposición al protagónico, al foco del relato, entonces lo vas tallando a partir de cómo vas diseñando el personaje principal. De hecho, no tenían nombre, así que se los puse para que funcionen de manera más autónoma. La peripecia que organiza todo el relato del viaje estaba desde el principio, y me di cuenta que era lo único con lo que tenía que trabajar, no tenía que agregar más cosas. La escritura, muchas veces, es un trabajo por acumulación, pero después es por sustracción. Hago todo esto y después quito, y en ese quitar el material crece, que a veces es lo más complejo de corregir. Cuando haces una película pasa un poco lo mismo. Ahora justo estoy montando una película, y tenés que sacar, amputar, es lo más complicado, editar y sacar cosas que por ahí te encantan pero sabes que va a hacer crecer a lo demás.

Hemos hablado con Alejandra Kamiya, con Kike Ferrari, sobre el despojo en cuanto al cuento, pero cuánto más dificil es hacerlo en una novela donde la cantidad de información es mayor.

Si, pero en mi caso, que no me sale escribir cuentos, tenes la libertad de que tenes todo el tiempo del mundo. Después lo vas a corregir, pero tenes campo abierto para probar. Obviamente, ahí ves que tenés un montón de complejidades que atender, y que te metiste en este embrollo vos solo, escribir un texto muy largo. Pero tengo la tranquilidad de tener tiempo para encontra la musicalidad del texto, para entender cuales van a ser los puntos de vista, para investigar al universo. Sobre todo pensando en que son textos que llevan mucho tiempo de escritura. Es una suerte de refugio a contrapelo del presente. Esta cuestión de la velocidad, de qué tenés que escribir, en cuántos caracteres, competencias de cuentos. A mi me gusta pensar que la literatura tiene que ir a destiempo de esas velocidades, y la novela,  en su elasticidad, es un género que admite ese trabajo con la temporalidad.

¿Te llevas bien con el proceso de escritura? Recuerdo a Carlos Busqued diciendo que la pasaba muy mal cuando escribía, pero amaba haber escrito.

Odio escribir, amo haber escrito, la frase de Dorothy Parker. Si, a mi me pasa lo mismo. No se si odio escribir, pero hay momentos de inquietud respecto al texto, incluso de frustración, de desamor, de maldad con uno mismo, donde pensas que es una cagada, que tenes que empezar a hacer otra cosa. Es construir un material a largo plazo y es difícil sostenerlo. Empezar a escribir está bueno, pero continuar es lo doloroso, lo difícil, lo frustrante, sostener el proceso. Sostener una sistematicidad en función de eso también es complicado.

Hay momentos de la novela que parecen de género, de terror, oscuros, misteriosos. ¿Cómo te llevas con los géneros? ¿Te sirven a la hora de la escritura?

Si, me re sirve. Me gusta mucho la ciencia ficción, y me gusta mucho el terror, sobre todo el terror en cine. También el relato fantástico. He leído sobre género fantástico, sobre terror gótico, siglo XIX. He pensado más desde lo académico en relación al cine, y ahí sí tengo una herramienta mental de dispositivos, de motivos, de personajes, de escenarios, que en algún punto resonaron cuando escribí este texto, más allá de las referencias literarias con las que uno enlaza su propio texto. Un montón de cosas tenían que ver con un reservorio de ideas de cosas que ví, que leí. Del realismo tomé las herramientas, de haber leído novelas del siglo XIX o principios de siglo XX, los cambios de puntos de vista, la manera en que se introducen los personajes, que está recontra laburo en muchos textos, Henry James, por ejemplo. Pero sí, me gustan mucho los géneros, y creo que son cajas de resonancia desde las cuáles podés extraer dispositivos para pensar un texto nuevo, que no es de género, pero dialoga.

Contanos sobre proyectos futuros, ¿Qué se viene?

Terminé una novela el año pasado y estoy esperando a ver que pasa. Es una novela situada en los 60. Tiene un trabajo parecido con el lenguaje, con la estructura, con los personajes, pero se desplaza unos metros hacía otro lado y experimenta con otra cosa quizás más radical, en relación a los párrafos, a la estructura. Es de ciencia ficción de hecho, y dialoga mucho con el género. 

Además, estoy cerrando un documental que estoy haciendo hace muchos años. De cine-ensayo, un documental medio experimental. Es un retrato de un artista argentino que vivió en los 60 en Estados Unidos, Leandro Katz, que actualmente vive acá. Es un documental en gran medida de archivo, y estoy en post-producción de esa pieza.


En el siguiente link podrán escuchar la entrevista completa y en nuestro canal de YouTube, Trinchera tv, encontrarán todo nuestro contenido.

Luciano Montoya

Nació en Mar del Plata, en 1997. Actualmente reside en La Plata. Estudia la licenciatura y el profesorado en Música Popular en la UNLP. Conductor del programa de radio Plástico Cruel.

Juan Machado

Nació en Carhué, provincia de Buenos aires, en 1992. Actualmente reside en La Plata. Escritor, también se desempeña como conductor de radio. Dicta talleres y encuentros literarios. Publicó el libro de cuentos, microrelatos y poesías, No hay que jugar en la casa vieja y otros relatos (2020) Pájaros Punk (Malisia 2022)

La Moralidad Escondida en el Baño

La Moralidad Escondida en el Baño

TIEMPO DE LECTURA: 4 min.

Ciencias Morales: la autoridad deformada, la vigilancia perversa dentro y fuera de una chica de veinte años enferma como todxs por la época

Todo lo que está bien, lo indica Dios. Teresa entiende esto y también entiende que se activa a través de un dispositivo simple: Dios se manifiesta a través de la norma, la norma se acepta, se cumple prolijamente y sobre todo se muestra. Es necesario demostrar cuán comprometidx se está en la dedicación por cumplirla.

Marzo de 1.982. María Teresa Cornejo vive con su madre, su hermano ha sido llamado al deber de defender la Patria, Teresa no entiende ni le importan mucho las implicancias de esto, apenas le parece que está bien que esté en las Malvinas. Tiene 20 años y acaba de conseguir trabajo como preceptora en el Colegio Nacional. El señor Biasutto es el jefe de preceptores y rápidamente se vuelve su maestro y asesor en cuestiones de cómo aplicar disciplina. La chica se fascina con la rectitud del señor Biasutto, no piensa en él como hombre, no se siente atraída físicamente por él en absoluto, es una admiración casi filial, de alguna manera Teresa entiende que Biasutto es un referente de la moralidad  y no quiere decepcionarlo, una convicción apasionada por aplicar disciplina le recarga sentido a su abúlica vida.

Los colegios secundarios a principios de 1982 son cuerpos recuperados de la enfermedad de la subversión, pero esa no es excusa para relajarse, hay que cuidarlos minuto a minuto, resguardarlos de las esquirlas de la enfermedad que pueden haber quedado luego de 7 años de extirpar y extirpar. Para eso es vital la vigilancia del cumplimiento de las normas, así se mantienen pulcras cada una de sus células. 

Martín Kohan elige dos ejes simultáneos de narrativa del autoritarismo: el colegio es un cuerpo social totalmente impregnado de lo que sucede afuera, como cuerpo se inclina, se doma a sí mismo ante la autoridad desquiciada y aniquiladora de toda forma de pensamiento libre, pero acá también está la historia de lo que le pasa a Teresa con la obediencia, la vigilancia, la delación. 

El señor Biasutto, la guía, la adoctrina paternalmente, le relata el labor arduo de los años anteriores; se deja admirar por la chica, orgulloso de haber delatado en años anteriores a decenas de estudiantes “que gracias a Dios fueron extraídos como un cáncer” le dice en un despliegue de galanteo.

Teresa, dócil, pulcra, fascinada, presiente que alguno de sus alumnos varones se escapa a la zona de los baños a fumar; quiere ganarse el premio de ser la más eficiente preceptora del señor Biasutto y trama una estrategia: se esconde esporádicamente algunos minutos por día en uno de los baños esperando interceptar al descarriado. Pero pasan los días y sólo escucha cómo orinan en los baños contiguos adolescentes de dieciséis  años. El tiempo de escondite comienza a prolongarse; la mano talentosa de Kohan va difuminando el sentido de la estrategia de espionaje  de la protagonista. Encerrada a intervalos cada vez más largos espera el sonido de cierres de pantalones y el registro de la orina cayendo sobre los inodoros vecinos. A Teresa le pasan cosas, no sabe qué es (parece estar amparada por la causa, por esa contricción por el deber) pero le pasan ¿No sabe o prefiere no saber que ese hábito gozoso de guardarse en los baños cuelga fuera de su compromiso inobjetable por el control de la aplicación de la normativa?

Y luego todo se derrumba para María Teresa Cornejo. Elegiremos decirlo de alguna forma que evite el spoiler del rumbo de esta historia: digamos que Teresa sorprende a su Dios en camiseta manchada de comida, robándole la billetera a una viejita.

Ciencias Morales ganó el premio Herralde a mejor novela en 2.007. Martín Kohan   – uno de lxs autorxs más talentosos y leídos de nuestra época- logra contarlo todo a través de sostenidas elipsis, lo esencial nunca es nombrado, lo muestra a través del clima insoportable del colegio, del espantoso Biasutto y del proceso interno que sufre su protagonista hasta su desgarramiento final.

 No es una novela sobre los mecanismo de autoritarismo, Ciencias Morales cuenta lo que le pasa a las personas con la sumisión y naturalización de ese abuso, con la tensión entre el auto convencimiento de que ese orden es bendito y meritorio y lo que pugna por reventar -como siempre- de adentro hacia afuera

Amanda Corradini

Mujer de trincheras: Reparte su vida entre la trinchera de la Escuela Pública, la de su biblioteca y la que guarda algunas banderas que gusta agitar. Todo regado de mate dulce, Charly García y un vergonzoso apego por el humor infantil.

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