La caricia del lagarto

La caricia del lagarto

TIEMPO DE LECTURA: 3 min.

Nada más ingenuo que intentar describir una foto, dice Pedro Jalid. El texto es intimista, pequeño, voraz.

Fotografiaban extrañas especies de animales. Reptiles, más que nada. Tanto tiempo llevaban en ello, que ya ni la pregunta de si disfrutaban su trabajo se hacían. Sabían que eran buenos, y eso bastaba: les indicaban la especie, el lugar donde encontrarlas, y emprendían el viaje. Unas cuantas fotos, y luego a otra cosa. 

Si contado no suena tedioso, en carne propia se había vuelto un trabajo como cualquier otro que uno realice durante más de la mitad de su vida, y ya no recordaban la última vez que habían sentido entusiasmo por su actividad. La culpa no era solo de las cámaras y los pobres reptiles, sino que el tedio mayor, aunque no lo quisieran reconocer, lo encontraban en la mutua compañía. Enamorarse en un trabajo es algo no recomendado. Mantenerse durante tantos años en el mismo oficio y con la misma persona, pasa a ser ya algo peligroso. Se miraban como socios, se miraban como compañeros de trabajo, se miraban como jefe y empleado. En fin, tantas maneras para decir que ya no se miraban de ninguna forma.

Les había tocado Atacama. Un trabajo grande y algunas especies que debían encontrar en medio del desierto. Trabajaban en silencio, cada uno absorto en su labor; exagerando quizás la concentración que sus tareas demandaba, para evitar así la posibilidad de la conversación y el intercambio. 

Se sorprendieron cuando encontraron los dos lagartos leopardos. No por la especie, bastante común en esas tierras, si no por la compañía. Eran famosos por ser solitarios. Rara vez se veía a más de uno a la vez. Sin embargo, allí estaban los dos, como si conversaran o simplemente disfrutaran la presencia del otro. A pesar de que no estaba entre las especies que debían fotografiar, se miraron un instante y compartieron la sorpresa de ambos por la pareja encontrada, y que tal vez podrían demorarse unos minutos en una imagen. Prepararon la cámara, ajustaron la luz y quizás alguno de los dos recordó sus primeros tiempos, cuando salían a capturar especies y mientras lo hacían llenaban rollos de fotos de ellos, de paisajes, de lunas y atardeceres infinitos. 

En el momento en que vieron la caricia, ninguno dijo nada. No se animaron a sugerirle al otro lo que creían haber visto. Sin embargo, en silencio y sin mirarse, los dos se apresuraron por ver la foto capturada. Y ahí estaba. No había dudas.

Nada más ingenuo que intentar describir una foto. Alcanzará entonces, con decir que apenas publicada, se convertiría en una de las imágenes más icónicas dentro del mundo de la fotografía de animales. La caricia del lagarto, la llamarían los críticos. 

Nunca sabremos si la caricia sirvió de algo, si volvieron a mirarse como solían hacerlo. Aunque hay algo que sí podemos decir: cuando en la empresa revelaron las imágenes, las felicitaciones llegaron acompañadas de un pequeño reto: ¿por qué tantas fotos del atardecer?

 

Pedro Jalid

Profesor de Letras. Leo más de lo que escribo, trato de hacer más de lo que digo.


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Y en la templanza paciencia

Y en la templanza paciencia

TIEMPO DE LECTURA: 4 min.

Juan Fernández Marauda trae un relato breve, un cuento que deambula entre lo olvidado, lo triste y lo muerto.

Hache

I

Encontraron al chileno merodeando cerca del pueblo, en la zona de chacras. Había robado y acogotado una gallina y se la estaba comiendo a la vera del río. Era medio indio, oscuro, con el pelo lacio y los ojos apretados. Comía con las manos, desesperado, todo manchado de sangre y grasa. Lo agarraron por sorpresa. Después descubrieron que tenía un pedido de captura por varios crímenes en el territorio, que venía bajando desde la cordillera y que había que subirlo al vapor que iba a Buenos Aires para que lo guardaran ahí o lo mandaran de vuelta a Chile. Estaba sucio y no quería hablar, el indio. Solo gritaba que lo suelten. Y mordía.

II

Lo tuvieron dos días encerrado en una despensa hasta que se decidió que iban a escoltarlo hasta el puerto. Se reunieron a la noche, en el vestry de la capilla. Aaron Jenkins se ofreció a llevarlo y avisaron por telégrafo a Buenos Aires. Todavía no había empezado el invierno, pero ya se sentía fuerte en el valle. Esa mañana, los charcos y las zanjas juntaban escarcha y una fina capa de hielo que todavía aguantaba un rato incluso después de que la tierra hubiese absorbido el agua. Jenkins iba a caballo y el indio a pie, suelto. Jenkins era chacarero y cazador, viudo y vuelto a cazar, padre de algunos hijos vivos y otros tantos hijos muertos de fiebre en el corazón del valle. Hace algunos años había encontrado en el monte los huesos de un chico que desapareció apenas desembarcaron. Los juntó y los trajo al pueblo para enterrarlos. Era un hombre confiado, entregado a los designios divinos, que no le ató las manos al indio para el viaje. Iba tarareando una canción en galés.

III

En una vuelta del camino, el indio dejó que Aaron se adelantara unos metros y de un salto le arrebató el cuchillo que llevaba cruzado en el cinturón. La funda de cuero quedó tirada en la tierra y después, cuando salieron a buscarlo, la encontraron entre los yuyos que enmarcaban la senda. Aaron no llegó a darse vuelta. Apenas gritó ¡Oi! El indio le hundió el cuchillo en la espalda, abajo del omóplato derecho. Después lo sacó y lo hundió de vuelta, un poco más al costado, arriba de la cintura. Y lo sacó y lo hundió de vuelta. Y lo sacó y lo hundió de vuelta. Y lo sacó y Aaron se cayó del caballo y ni bien tocó el suelo el indio hundió el cuchillo otra vez y enseguida de nuevo, del otro lado. Y lo sacó y lo hundió arriba, cerca del cuello. Y lo sacó y lo hundió de nuevo mientras el galés intentaba darse vuelta para parar el cuchillo con las manos. No pudo, entonces el indio sacó el cuchillo y lo hundió de vuelta, bien en el centro de la espalda. La hoja dio contra la columna y la rodeó. El indio sacó el cuchillo y lo hundió de vuelta. Y lo sacó y lo hundió de vuelta. Y lo sacó y lo hundió de vuelta. Y lo sacó y lo hundió de vuelta. Aaron Jenkins era grande y todavía le quedaban fuerzas para tratar de alejarse y se arrastró como pudo por la tierra fría, con el indio encima, con una pierna de cada lado de su cuerpo. El indio sacó el cuchillo y lo hundió de vuelta, de costado, lo retorció, lo sacó y lo hundió de vuelta. Cuando volvió a sacar el cuchillo el cuerpo se desinfló y cuando volvió a hundirlo sintió como golpeaba tierra del otro lado.

IV

El indio se llevó el facón y el caballo, que casi no se movió y parecía que lo esperaba abajo de un sauce llorón. Las ramas flojas se llovían sobre el lomo del animal y lo acariciaban. Más adelante y más atrás había gente, así que el sendero no era una opción. El indio encaró entre los árboles, lento, apartando con un brazo las ramas del camino.

V

La siguiente vez que encontraron al chileno estaba durmiendo abajo de un mimbre, bien profundo en el valle. Era muy tarde cuando se despertó, ya tenía los cañones de varios rifles encima y una bala adentro. Sentía la pólvora en el paladar. Los chacareros gritaron en galés y enseguida tiraron todos, demasiadas veces. Llevaban varios días buscándolo, estaban enardecidos. Recorrían la zona hablando de la cola del diablo y el puño justo de dios. Cuando pudieron, avisaron a Buenos Aires que ya no iba a llegar nada. Al indio lo enterraron ahí nomás, dónde no llegó a levantarse, para no tener que verlo pudrirse. También sacrificaron al caballo que se fue con él. Para Aaron Jenkins levantaron un monolito cerca de la capilla, en Glyn Du.

 

Juan Fernández Marauda

Nació en Lanús, en 1988, pero creció en el Valle Inferior del Río Chubut. Trabaja en el cruce entre salud mental y escritura en un hospital de día. Es escritor, editor, librero y coordina el taller de escritura PULP! en la ciudad de La Plata. El puente de las brujas, su primera novela, fue publicada por EME en 2020, Esplín Tropical (México) en 2022 y la Dirección del fuego por EME en 2023


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Pala, porro, vino

Pala, porro, vino

TIEMPO DE LECTURA: 2 min.

Es un relato breve y no. Es el comienzo de una historia imposible de descifrar. En cada una de las circunstancias que se describe en este viaje, se desprende un hilo que uno puedo tensar, dejar caer, cortar.

El olor a encierro se mezcla con el del faso y un dulce tinto volcado en un asiento, pero lo que predomina en su mayoría es la nicotina de los cigarros industriales.

Serán las dos de la mañana, el micro tiene las luces apagadas de su interior y viaja por una Ruta Nacional, suena cumbia villera, carcajadas y reversiones de cancha de la música que pasa. El pasillo del micro está lleno de heladeritas, sobre el respaldo de los asientos hay banderas y remeras de agrupaciones con la serigrafía gastada por los años. Giran las jarras, los chistes, los abrazos y aunque los colores son los mismos, también gira algún que otro berretín. Esa es la forma de comunicarse, algún cruce de miradas dudosas, un comentario de más, un soplamoco y borrón y cuenta nueva, a desentenderse del pequeño percance. Se sigue como si nada.

La alegría de la marihuana, la efervescencia del escabio y la cara trabada detrás de los anteojos negros por tanta cocaína. Los más jóvenes con el pelo recién cortado, bien facheros con zapatillas caras y chombas de su club. A los más viejos los rasgos de una vida de tablón se les nota en el goteo constante de la naríz, el maxilar mínimamente desplazado hacia un costado y los dientes amarillentos; décadas de caravana; tristezas y alegrías. 

El amor por los colores, el reviente y el aguante. 

La gira, la esquina. Un barrio en movimiento.

El interior de una tribuna, calentando motores para ir a ver a su equipo al lugar del mundo que toque.

 

Felipe Bertola

Cuando estaba en la panza, mi vieja me cantaba “Significado de Patria” para tranquilizarme. En la comunicación y organización popular encontré la clave para poder “ser la revancha de todxs aquellxs”. Como todo buen platense, sé lo que es ganar una Copa Libertadores.


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Una vida en un vaso

Una vida en un vaso

TIEMPO DE LECTURA: 10 min.

Un cuerpo ajeno, una mirada profunda que corrompe, el duelo un arma larga y gastada. Un cuento audaz e intempestivo de Sonia Ramón.

No hay causa más perdida que una batalla con lo imaginario.
LIONEL SHRIVER

Me agarro el vientre, qué torpeza, como si con esto pudiera atajar los espadazos que lastiman mis tripas. El ocre de la fachada evoca formas de calabazas, pinturas rupestres y desiertos. Oprimo el timbre con la mano temblorosa y el corazón cada vez más precipitado. «¿Es usted Simona?», me pregunta desde la ventana del segundo piso un muchachito cejudo y pelinegro que no tendrá más de doce años. Me hace pasar a una sala estrecha y con la boca fruncida me señala una silla de palo ennegrecido a punto de desbaratarse. De la bienvenida se encarga un eructo que proviene de la habitación del fondo. Veinte minutos después creo advertir una voz en el consultorio, ¿ha pronunciado mi nombre? Toco a la puerta. «Pase, no hay tiempo que perder», ordena la voz gutural y autoritaria. La penumbra del espacio, iluminado apenas con tres velones del color de la miel, no me permite descubrir el rostro de la mujer, sin embargo, logro ver sus manos regordetas con las uñas pintadas de marrón y un anillo de oro y ágata en el dedo del corazón. «Edelia recibe su zozobra y la conduce a la paz». Habla de sí misma en tercera persona, pero eso no me sorprende, tampoco su espectralidad, que de ningún modo trasmite aprensión. Quiero confiar en las palabras de aquella mujer y quedarme a escucharla. Los vidrios esmerilados aun semicubiertos por una persiana oscura permiten que se filtre un estrechísimo rayo de luz. Quizás halle un bosquejo menos maligno de eso que pudo ser. «Cuénteme qué la hizo venir a verme, ¿por qué está tan interesada ahora por este asunto?», me indica con las manos asentadas sobre el escritorio, como si este pudiera salir huyendo de un momento a otro. En el trayecto imaginé que me haría esa pregunta, con idénticas palabras, y ya tenía una respuesta aprendida: «Empezó con un sueño tenebroso hace seis semanas, mi cabeza empezó a acosarme, no podía dejar de hacer suposiciones sobre lo que pudo haber ocurrido hace trece años luego del retraso menstrual. Mi prima me vio angustiada, por eso me habló de usted, de lo que hace…y bueno, aquí estoy». Edelia se lleva la mano derecha abierta sobre el plexo solar y clava sus ojos en los míos, por eso prefiero concentrarme en su respiración casi asmática, en el ir y venir de su pecho colosal, en los múltiples collares con piedras de berilo. Me señala una camilla negra cubierta por una manta ocre. «Acuéstese y deje la mente en blanco», me dice. Mientras me acomodo, toma una bolsa de terciopelo mostaza puesta sobre una antigua mesa de patas retorcidas y de allí saca un huevo blanco de gallina que frota luego contra mi vientre desnudo durante algo así como diez minutos. Se lo coloca sobre la frente y lo hace girar varias veces al tiempo que masculla algo semejante a una invocación en lo que parece una lengua creada por ella misma. La blusa de Edelia huele a laurel quemado, su pelo a parafina y el consultorio a maderas viejas y andariegas. Cuando noto las manos heladas de Edelia en contacto con mi abdomen tibio, mi cuerpo produce varios sacudones. Termina sus rezos, se gira despacio, casca el huevo contra el borde de la mesa principal y lo vuelca en un vaso de vidrio con agua hasta la mitad, luego regresa a su puesto detrás del escritorio, con las manos abiertas rodea el contorno del vaso sin llegar a tocarlo y su mirada oscura se afianza en el huevo flotante. Me pide que me levante con cuidado de la camilla y me siente de nuevo frente a ella, supongo que podría desmayarme, pero respirar a fondo me cambia por completo la sensación corporal. Puedo concentrarme también en las formas que toman poco a poco la clara y la yema, me embeleso ante la telilla blancuzca que se prolonga como la falda de una bailarina de ballet al contacto con el agua. Aparecen figuras espiraladas, puntos rojos y negros, adivino perfiles humanos e hilos de varias extensiones que se dilatan. Me parece advertir una herradura, un alacrán y una corona. En el corredor un perro ladra con desesperación al tiempo que la voz ronca del muchacho pelinegro lanza ultrajes. «No sé ni por qué te dejé entrar, canchoso». «Te crees muy bonito, pero eres inmundo y sucio» «¡Qué asco, me vas a prender las pulgas y la rabia!». Es como si la ira del pelinegro inflamara el aire del consultorio. Edelia observa extática el vaivén lánguido de las figuras dentro del vaso, incluso la cáscara rota que ha instalado sobre un plato dorado. El silencio se interrumpe de pronto con un eructo idéntico al que lanzó en el momento de mi llegada, quizás usa estas expulsiones de gas como un lenguaje secreto, como un abracadabra para acceder a otras dimensiones. El piso y las cadenas metálicas de las persianas se agitan, incluso percibo un cambio en mi pulso, supongo que no tengo un corazón sino el motor de una motocicleta Streamliner. Me dejo llevar por la voz cada vez más espesa de la experta en posibilidades, por las palabras de la vidente del futuro condicional. En una de las paredes laterales cuelga un cartel blanco con letras negras de molde que reza: Yo habría. Tú habrías. El/ ella habría. Me sorprende que una pitonisa se interese de tal manera por la conjugación verbal. Edelia me pide que cierre los ojos y me ponga las manos sobre el vientre, que me entregue al ir y venir de su voz como si nada más existiera. Me rindo ante esa danza volátil que resulta de mezclar realidad, imaginación y augurio. El perro deja de ladrar y el muchachito de insultarlo, al fondo solo se escucha el silbido inquieto del viento. Después de un minuto eterno Edelia habla: «El niño hoy tendría doce años. Su pelo sería espeso y brillante, como el suyo. Habría heredado su actitud dramática, usted sabe cómo funciona la genética». Con un nudo en la garganta le pregunto si puede darme la fecha de nacimiento de la criatura, pero ella se pone el índice sobre la boca, cierra los ojos y vuelve a abrirlos para concentrarse en las figuras que le sigue ofreciendo el vaso. «Guarde silencio. Las estampas aparecen en orden cronológico, son como un largo río que necesita de paz para seguir su curso». Comienzo a advertir también esas estampas, una ráfaga de emociones hace presencia en mi cuerpo casi desgonzado. Edelia habla mientras yo visualizo.

      Veo las dos líneas rojas en la prueba, y desde ese momento, me siento como la mujer desatendida, como si fuera simplemente un vehículo para dar vida. Augusto está feliz con la noticia, pero no quiero sonreír ni celebrar, solo hablar lo estrictamente necesario; he comenzado a despreciarlo. Detesto verme al espejo y tener que aceptar esas manchas pardas que se esparcen sobre mis pómulos. Me convierto en la mujer de treinta y cuatro años dedicada a acumular resentimientos, y eso que me dicen que el niño saldrá idéntico a la persona que deteste durante el embarazo. ¿Heredará la criatura depresión, ansiedad, TOC o trastorno bipolar o mi pasión por el arte? ¿Y qué, si sufre de una enfermedad incurable? ¿Y si alguno de los dos muere en el parto? Sueño que en mis entrañas no habita un feto sino un alacrán. La pesadilla se repite. Augusto y yo buscamos el nombre de la criatura. Cristóbal. Baltasar. Salvador. Llego a la clínica y descubro que nadie me hace caso, mientras me alistan pregunto por qué me harán cesárea y una doctora me responde con voz de ogresa que mi bebé está sufriendo. Sacan de mi vientre al bebé Cristóbal, y como no lo escucho llorar, le digo a un doctor que dónde diablos está mi hijo y este me dice que lo están limpiando y yo le digo que por qué no lo escucho llorar y él me dice que lo están reanimando y yo pregunto en medio de un llanto crispado si el niño está bien, y el médico responde que sí, que no me afane porque será peor. Siete horas después puedo verlo, qué melena, qué risa preciosa, qué pulmones. El bebé Cristóbal casi no duerme. Intento descansar mientras la criaturita duerme vigilada por alguna de sus abuelas. El bebé se ríe y yo lloro. La actitud pasiva de Augusto me provoca unas ganas indomables de retroceder el tiempo. El pequeño animal de mami casi no ríe, pero parece absorto ante las caras de quienes lo arrullan. Augusto cambia de trabajo y llega a casa cada vez más tarde, una mañana de domingo alista las maletas, me mira con rencor y gimotea al despedirse del niño. Cristóbal y yo, así, solos, quizás seamos una familia menos disfuncional.

      Edelia se calla. El caudaloso río de imágenes se seca de pronto, abre los ojos y en su expresión veo terror, conjeturo que debo seguir guardando silencio para no romper algún vínculo con esa otra dimensión; me parece que mi útero se convierte en un cofre de piel del que nadie, solo yo misma, tengo la llave. «Lo mejor será que terminemos esto. Se ha abierto un canal importante, ahora hay que cerrarlo. Lo último que le diré es que el niño habría muerto hoy, jueves 30 de noviembre a esta hora. Él mismo se habría encargado de acabar con todo. Debe llevarse el vaso con el huevo y dejarlo frente a un cirio amarillo encendido durante tres días. Al cuarto día entierre el huevo y haga una oración por el alma de la criatura. ¿Está claro?» Asiento, aunque todavía no salgo del trance. Escarbo entre la cartera y le entrego un sobre con el pago. Edelia cubre la boca del vaso con un rectángulo de tela negra que asegura enseguida con una banda elástica y lo coloca dentro de la bolsa de terciopelo mostaza. «Llévelo con mucho cuidado, ya sabe que es sagrado», dice en tono solemne. Le doy gracias, tomo una bocanada que parece agotar el aire de la habitación y abandono el consultorio.

      En el corredor el pelinegro no deja de lanzarle insultos al perro, incluso abre la puerta y le da un puntapié que lo deja chillando en medio de la calle. Intento acariciar en mitad de la avenida al caniche que no tendrá más de dos años, pero me gruñe, me enseña su diminuta dentadura. El pelaje rizado y castaño, poblado de mechones pegoteados, pura mugre y grasa. Su cuerpo muestra un alto grado de desnutrición y algo en mi pecho se sobrecoge. Le hago mimos y el animal responde cada vez con menos enojo. El hambre no da espera, paso la calle y en la tienda de la esquina pido tres panes rellenos de queso más un cuarto de libra de jamón. Pobre criatura. Desde la puerta del local me vela con esos ojos acuosos y negros, parece como si quisiera expresar algo que soy incapaz de interpretar. Cuando pretendo acercarme otra vez, me muestra de nuevo los dientecitos, pero no deja de vigilar el contenido de la bolsa. «No te preocupes, muñequito, hoy sí vas a pegarte un banquete», le digo. El tono de la frase cambia de algún modo la actitud del animal, diezma en un segundo su capacidad reactiva. Este pequeño tiene algo especial, pero no sé qué con exactitud, quizás esas greñas intricadas, los bigotes turbulentos, la mirada de súplica, ternura y pánico. Me acerco a un árbol y en la base del tronco hallo una suerte de cuenco donde troceo con esmero el pan y el jamón. El perro se arrima poco a poco a olisquear. Me ve con esos ojos oscuros en forma de almendra. Preciosas esas orejas que le caen con triste gracia a ambos lados de la cabeza. Come con tanta avidez que se atora, por lo que supongo que quizás el pan está demasiado seco. Abro mi cartera, saco con cuidado el vaso de vidrio, le quito la banda elástica, también la tela negra, y con pulso firme vierto el contenido sobre la montaña de comida que el hambriento engulle. Lo acaricio, sonrío con la tibieza de aquella criatura viviente, tan real. Caminamos juntos hasta la gran avenida donde me hinco a jugar con sus bigotes, parece otro cuando me bate la cola justo antes de hacerle la parada a un taxi. Desde el vidrio trasero le envío besos a ese guapo animal. El taxista intenta trabar conversación, pero no quiero charlar con nadie. 

        Abro la ventana para embelesarme con el silbido del viento, para pensar en Magnus, mi deshilachado payaso de trapo, el mejor regalo que me dio mi madre en la vida y que lleva cuarenta años tumbado sobre mi mesa de noche sin pedir nada a cambio. 

      Antes de irme a dormir decido volver al consultorio al día siguiente, pero no a buscar a Edelia, ni al perro, sino al pelinegro. Nadie más lo sabe, pero hay un asunto pendiente entre los dos.

Sonia Ramón

Imaginante. Nació en Bogotá en abril de 1978. Desde 2009 se desempeña como asesora editorial independiente. Es creadora de El cuervo en el espejo, un laboratorio de exploración personal, sensorial y creación literaria. Sus verbos imperantes son leer, escribir y cocinar.


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Paco

Paco

TIEMPO DE LECTURA: 7 min.

Un desplazamiento, la lenta virtud de quien busca. El recuerdo, un lugar en el cuerpo. Vuelve a Revista Trinchera los cuentos de Paloma Barberena.

Siempre conté los puchos hasta tu casa, Paco. Entraba uno solo en las cuatro cuadras que separaban tu edificio del mío, pero yo me las arreglaba para meter dos apretaditos.

A pesar de tener una amistad de más de cuatro años, cada vez que sabía que iba a verte me agarraba algo en la boca del estómago que se me subía al esófago y se desparramaba hasta los hombros. No era lindo ¿Sabés? No era esa boludez de las mariposas, yo sentía que me descomponía, que me iba a desmayar.

Me acuerdo que una noche me escribiste como a las doce, yo ya me había acostado. En el mensaje me preguntaste si estaba despierta. “Sí”, te respondí. Y fui a tu casa porque estabas intentando escribir y no podías. Cuando llegué vi un libro abierto y la lámpara dándole luz como si fuera un objeto de estudio.

Lo cerraste, le diste dos golpecitos a la tapa y me miraste: “este tipo debería ser más conocido”. Te corrí los dedos para entender el título: “Los Ochoa” decía. Me costó leer el nombre del autor, fue engorroso pronunciarlo en mi cabeza: Filloy, pero en voz alta y sin que me preguntaras dije “sí, me suena”. Vos sonreíste.

Estaba tu hermano en el piso de arriba durmiendo, me hiciste seña con los dedos para que no levantara la voz y me condujiste hacia la ventana que daba al balcón. Te prendiste un pucho y no me miraste, me acuerdo. “Estoy seco”. No indagué. “Nadie habla como en las películas, no puedo escribir así”.

Había gente que hablaba como en las películas. Quise que recordaras esa anécdota, la del día en la oficina cuando vos me dijiste que nadie hablaba como en las películas pero después llegó el chico nuevo. Estábamos los tres casi pegados a las pantallas de nuestras compus llenando planillas y él, trayéndonos de manera forzada a ese aquí y ahora, contó que su novia lo había dejado y que por primera vez sintió como se le partía el cuerpo en pedazos. Ahí me miraste. Había gente que hablaba como en las películas.

Pero en ese momento, pegado a la ventana, no. Te dije que si querías podías escribir como en las películas pero que era al pedo porque vos eras mucho más real. Me arrepentí. No quería que pensaras lo que ya pensabas de mí. Vos no te enamorabas de las chupamedias. Te enamorabas de esas que te calentaban un poco una noche clandestina y después volvían con sus novios.

Les escribías cuentos a las chicas clandestinas, casi siempre militantes de algún movimiento filo piquetero. Describías sus tetas con una precisión que me hacía mirar para otro lado cada vez que me leías los textos, también narrabas sus flequillos rolingas y ese primer pucho que una te prendió en una fiesta y que “no olía a tabaco, olía a sexo”.

Todo en vos, todo lo que hacías o decías era un rasgo de algún escritor. Me reventaba cuando te comparabas con el personaje de “El lado oscuro del corazón”. En cualquier momento, se conversase de lo que se conversase, vos tirabas el principio de ese poema de Girondo, el de las mujeres que no sabían volar. Me reventaba porque quién eras vos para decidir si alguien volaba o no.

Una vez te escribí en el margen de una hoja “¿Encontraste a la que vuela?” No sé si lo viste pero yo me sentía en tu sintonía. Siempre hablabas de cómo nadie se daba cuenta que Borges era peronista. Yo te miraba y sugería que usaras eso para la tesis y vos respondías lo mismo una y otra vez: “en la Facultad no entienden”.

Si estábamos reunidos en grupo con los del trabajo tu voz se escuchaba más veces que las del resto. Un día se te ocurrió escribir tangos porque, según tu argumento, si Verne no había recorrido el mundo para escribir 20.000 leguas de viaje submarino, vos podías no haber vivido la época de la inmigración.

Me acuerdo cuando tu viejo te hizo entrar a trabajar al Estado y lo festejamos con un vino. Hicimos chistes, vos ibas a ser presidente y yo tu vice. El Estado nos parecía un monstruo inaccesible lleno de responsabilidades y contactos, pero queríamos estar adentro para transformarlo. Igual, cuando pasaba por tu casa siempre estabas ahí.

Pasábamos tardes enteras juntos después del trabajo, a veces sin almorzar. Mientras vos te ibas a cambiar la yerba del mate yo aprovechaba y texteaba excusas para no ir a lugares. Vos nunca tenías a donde salir. Yo sentía que era necesario quedarme, leer tus relatos y escuchar tus análisis. Después cuando me iba me parecía tan incomprensible que no me amaras.

A medida que pasaba el tiempo me daba cada vez más vergüenza hablar de vos con mis amigas. Esa era la palabra. Nunca había avances, porque ¿Qué es un avance? Cuando te conocés con alguien, se gustan y se va formando algo, de a dos. Yo notaba como las chicas inhalaban cada vez más fuerte y profundo cuando tenían que responder. No les hablaba de vos para ser piadosa con ellas.

Siempre me imaginé la noche en que me confesarías tu amor. Digo la noche porque los tipos como vos son de noche. Me figuraba una escena en alguna de esas terrazas de los antros donde leías tus relatos. Nunca los llevabas impresos en hoja A4 como el resto, sino en servilletas y ante el micrófono ponías alguna excusa que generaba la risa del público como en los capítulos de Friends.

Me imaginaba el momento en que leías. En mi fantasía vos elegías leer el cuento de los dos chicos que se conocieron en una marcha. Cuando terminabas me mirabas y murmurando me decías “sí, somos vos y yo”. Pero tus noches en las terrazas se volvieron cada vez más inalcanzables, empezaste a escribir con metáforas de calesitas y sangre. Yo ya no te entendía y no podía disimularlo. El resto aplaudía y asentía en cada oración.

También me inventé un montón de situaciones en las que yo por fin te contaba que te amaba. En una de las escenas volvíamos borrachos de esos recitales de folclore fusión que conocí por vos. Ya se escuchaban los pájaros de la primera mañana gris que tanto nos deprimían y los dos caminábamos por la calle siete zigzagueando. Tan exactos eran mis pensamientos, que por pisar una baldosa floja de la vereda, yo me caía sobre tus hombros. Vos me atajabas y nos dábamos un beso. Después nos preguntábamos qué hacer con eso que acababa de pasar.

En otra de las fantasías, habíamos salido a alguna fiesta universitaria y bailábamos cuarteto. El tema del Diego, para ser precisa. Lo pensé todo. Después de mucha transpiración y euforia nacionalista se nos volvía imposible sostener la tensión y nos besábamos, esta vez adelante de los demás. En todas mis representaciones era difícil figurar el momento siguiente a un beso con vos. Como cuando dicen que es imposible soñar con la muerte porque no se sabe que viene después.

En cambio, me era simple, divertido, crear el momento en que decidíamos contarle al resto de nuestro grupo de amigos que estábamos probando salir juntos. Todos respondían que ya era hora, que nosotros éramos los únicos que no nos habíamos dado cuenta de lo que pasaba y seguíamos la reunión tocando la guitarra, comiendo asado pero esta vez abrazados.

En el divagar que me armaba, éramos como el tema de Miranda, ese de los amigos que siempre te enorgulleció no conocer. El que dice que son perfectos juntos porque antes habían sido amigos pero que se la jugaron probando el desempeño en el amor. Yo pensé que era atinado, que encajaba impecable con vos porque eras lo mejor, entonces nuestra historia y nuestro presente serían superiores al del resto de las parejas banales y ordinarias.

La noche que me mandaste ese mensaje preguntando si estaba despierta nos quedamos en silencio un rato fumando muchos cigarrillos con las ventanas cerradas y un hambre que lo sentía en los ojos y en los hombros, pero a vos no te molestaba. Ya me imaginaba lo que ibas a escribir unos días después. Seguro sería algo sobre la humareda y el tiempo que desaparece pero que eso es parecido a la felicidad cuando se está con amigos.

En algún momento nos sentamos en el sillón, vos te tiraste en mis piernas porque la lámpara daba mejor luz y yo no pude aflojar el cuerpo en todo ese rato. Lo tenía contraído como en la escena previa a una inyección cuando las jeringas reciben golpecitos para que el líquido no

tenga burbujas y el cuerpo de una, que antes era de carne y hueso, se vuelve rocoso, rígido. Me dio miedo que cualquier movimiento mío resultara inoportuno. Duró poco el acercamiento, quizá mis piernas compactas, embalsamadas, no te sirvieron de inspiración. Volviste a dar vueltas por toda la casa como si no fueran las cuatro de la mañana de un día de semana.

Después, me acuerdo como si hubiera sido ayer y no hace dos años, abriste tu cuadernito y  me leíste: “la muerte se caga de miedo si los encuentra juntos escapándole a la mañana” y yo morí de ganas de haber sido ella, a lo mejor ni te diste cuenta. Hubo un tiempo en que me convencí que en alguna parte dentro tuyo era yo la que hacía temblar a la muerte.

 


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Rulo y señal de la cruz

Rulo y señal de la cruz

TIEMPO DE LECTURA: 3 min.

Un cuento de ciudad, la rutina, el transporte, el hacer del laburante cuando la tarde empieza a caer y con ella la jornada. La gente que vuelve, la lentitud de las cosas que vuelven.

Cuando vi asomar el ancho parabrisas con el letrero azul luminoso apuré la última pitada del pucho. El sol comenzaba a esconderse detrás de los edificios de calle 7. Eran aproximadamente las 18 hs, estaba fundido y hasta Arturo Segui, el final del recorrido, quedaba por lo menos una hora en el 273. Esa mañana había cargado 2000 pesos en la SUBE y con los viajes que acumulaba el día, quedaba la plata de un pasaje más lo que invitara el saldo negativo.

De una fila de tres señoras subí último, a una la tenía reconocida porque todos los días a esa misma hora se tomaba conmigo la D Roja y bajaba en Arana y Camino Centenario frente al chino, en la misma parada donde tantas veces fuimos a esperar a Mamá cuando volvía de Capital en la Costera. Pero con el micro arrancando sentí un leve empujón sobre mi mochila y noté como alguien se trepaba dando un pequeño salto, quedando primero agarrado de la estructura plástica que tienen los micros al subir y por último lograba mantenerse parado en una pierna en el pequeño espacio que hay en el último escalón de la entrada. No giré a verlo porque el amontonamiento me lo impedía, pero me sorprendió la agilidad y velocidad con la que se acomodó en un lugar tan pequeño. Se escuchó un ruido hidráulico y la puerta se cerró.

Las señoras delante mío se quejaban del último pasajero, tirando comentarios al aire sobre el amontonamiento y el mal olor, pero nadie les dio importancia y el pibe se quedó callado.

Después de saludar al chofer por una cortesía cotidiana apoyé la SUBE en la máquina color verde chillón apagada por los años y el polvo. Automáticamente me di cuenta que también tendría que pagarle al pibe que tenía atrás. Así que antes de que éste comience a manguearle al chofer y las señoras pidan que lo bajen por no tener para el boleto, pedí un pasaje mínimo para ir hasta 7 y 32, usando el último pucho de los 2000 pesos cargados esa mañana.

Mientras guardaba la tarjeta en la billetera, el pibe pasó rápido detrás mío escurriéndose entre la gente y me agradeció en voz baja. Llevaba un conjunto deportivo azul viejo gastado y la capucha puesta; un rulo morocho se dejaba ver de perfil. Era petizón y medianamente morrudito.

-Gracias amigo, estas bigote si pueden le toman la leche al gato.

La frase me hizo arrojar una sonrisa y un instante después reaccioné.

Cuando giré la cabeza para verle la cara al desconocido, el chofer pisó el freno y todos en el bondi nos caímos hacia adelante. Fue justo en ese momento que el pibe tiró un manotazo con la mano izquierda para agarrarse del pasamano que colgaba del techo, repitiendo el mismo gesto que 38 años antes había hecho el 22 de junio de 1986 en el Estadio Azteca para burlar a Shilton.

Un escalofrío recorrió mi espalda. Quedé blanco.

El grito chillón de una señora exclamando más cuidado me hizo volver a la realidad.

Todavía medio lento por los flashes, la adrenalina y nerviosismo del momento, puse nuevamente la mirada en el pibe de conjunto azul petizón. Pero en la D Roja camino a Arturo Segui no volví a encontrarlo más.


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Felipe Bertola

Cuando estaba en la panza, mi vieja me cantaba “Significado de Patria” para tranquilizarme. En la comunicación y organización popular encontré la clave para poder “ser la revancha de todxs aquellxs”. Como todo buen platense, sé lo que es ganar una Copa Libertadores.

La gran noche de los trenes

La gran noche de los trenes

TIEMPO DE LECTURA: < 1 min.

Sara Gallardo no solo se destacó por sus novelas, fue una gran cronista, una de las más importante dentro de la crónica argentina. Estamos hablando de una autora que fue, aún es, todo terreno. En el cuento, en el relato corto, en la historia comprimida, también lo fue. La gran noche de los trenes, es uno de sus cuentos más destacados.

Por el tiempo en que el hombre pisó la luna llovió mucho en la provincia de Buenos Aires. Los trenes puestos a morir goteaban y el agua corría por los vidrios sin parar.
El gobierno había decidido amputar líneas de ferrocarriles así como los médicos secan venas enfermas de las pantorrillas. Puso los trenes viejos a los costados de las vías. A morir.


Así comienza este relato de Gallardo, cuya primera publicación la podemos encontrar en El país de humo (1977). Los invitamos a escuchar el relato narrado por Adriana Aizemberg y agradecemos a Ciro Marcovecchio por la ilustración.


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Cada pisada como un suceso

Cada pisada como un suceso

TIEMPO DE LECTURA: 7 min.

La ganadora del décimo concurso de cuento Haroldo Conti 2023, Dolores Botana. Habló de cuento Pisada, de influencias, métodos de escritura y más. 

Nació el 9 de enero de 2003 en la ciudad de La Plata, donde reside actualmente. Es estudiante de Ingeniería en Energía Eléctrica en la Facultad de Ingeniería de la UNLP. “Pisada” es su primera obra publicada por Ediciones Bonaerenses tras haber ganado la décima edición del Concurso de cuento Haroldo Conti.  


¿Cómo son tus inicios con la literatura? 

Arranqué muy de chica en mi casa. Mi viejo lee un montón y mi mamá también, es algo que siempre estuvo muy presente. Comencé leyendo la colección naranja de Alfaguara y después a medida que fui creciendo fueron cambiando los gustos. Guiada por recomendaciones de mi viejo fui leyendo otros autores. El tema de la lectura y la escritura siempre fue muy de la mano, no en el sentido desde que comencé a leer comencé a escribir, sino que siempre para alguien que lee mucho es muy difícil no pensar en algún momento, yo puedo hacer algo así, pica el bicho de curiosidad de decir, bueno yo por ahí podré crear algo, siempre tuve esa intriga. A los dieciséis, diecisiete, en pandemia se me dio por comenzar a escribir. 

En lo que es escritura ¿Te sentís más cómoda en el texto breve? 

Definitivamente texto breve. Más que nada por una cuestión de que siento que con mi profesor de escritura todavía tengo que trabajar muchas cosas. Soy una persona muy desordenada, básicamente me siento a escribir en un ataque de inspiración, de un tirón y después veo cuándo lo completo. Siento que eso no es muy compatible con lo que vendría a ser algo más largo. He tratado, intentado, comenzar novelas que no llegaron a ningún lado. Lo que me gusta de los cuentos es que es muy fácil, para mí, pensar la idea, armarla y después concluirla. 

Pisada, el cuento con el que ganaste el premio Haroldo Conti ¿Cómo aparece la idea? 

Sale de las lecturas que tenía en ese entonces, por mis ideas políticas y también por lo que se hablaba en mi casa, con mis amigos. Siempre me interesó mucho la historia de los setenta, comencé a leer mucho al respecto, preguntarme de dónde sale esa lucha. Me acuerdo que me había comprado, ahí cerca de plaza San Martín, de una editorial muy barata, los diarios de motocicleta del Che y también el diario del Che en Bolivia. Me habían gustado mucho los dos, porque además de ser un gran revolucionario, era un excelente escritor. Había leído mucho sobre guerrillas latinoamericanas, en particular sobre la Junta Coordinadora Revolucionaria me parece que es donde se termina enmarcando el PRT. La biografía de Santucho también había leído. Estaba muy metida en el tema, esas eran mis lecturas del lado histórico. Relacionado al tema de los setenta me había gustado mucho Nadie nada nunca, de Juan José Saer, de ahí viene el tema de los párrafos largos que tiene el cuento. Los cuentos de Fogwill, me parece que de ahí también sale el lenguaje. 

Fogwill es un autor que tiene una mirada ácida sobre nuestra historia, con textos como Los pichiciegos o Los pasajeros del tren de la noche. Hay una idea en su obra de repensar la historia. En tu cuento Pisada se deja notar la misma intención ¿Cómo es trabajar con una figura tan potente como es el Che? 

La idea de repensarlo al Che viene inspirada por el debate que existía en ese momento entre las izquierdas. Cómo esta izquierda más tradicional ve el surgimiento de las guerrillas y cómo eso contrasta con este esquema de ir paso a paso, que tiene que estar dadas las condiciones para la revolución. Temporalmente la caída del Che en Bolivia está muy cercana. Repesarlo desde ese lado, muchas veces en esto de criticar el foquismo, el ser un aventurero, que eran acusaciones que recibía el Che en ese momento y se lo termina contando como un tipo obtuso. Leyendo el diario se ve en el final de las entradas una revaluación del día, es así como se construye la revolución, no solo en ese entonces, al día de hoy. Salió de ahí, de ese debate que existía.    

Metiéndonos en las voces del cuento. Está la voz de Mario monopolizando el relato, está la escaza, pero precisa voz de Daniel, hay una tercera voz que va narrando acción y una cuarta voz que es la discursiva del Che ¿Cómo trabajaste todas estas voces?

La lectura del Beso de la mujer araña también está presente en el momento en que escribí Pisada y quise incorporarlo. Para mí es más fácil el tema de escribir diálogos y narrar desde ahí, obviamente no abusarlo como recurso. Narrar desde el párrafo se me hace un poquito más difícil. No había pensado las voces tan diferenciadas. Lo único que sabía es que quería que la acción fuera muy escueta porque siento que eso lleva a meterse más en el cuento, me parece que una acción más descriptiva o meter en el medio un párrafo más largo me hubiera hecho perder esta sensación que yo quería lograr de estar ahí metido en la conversación. 

Sobre las voces de Mario y Daniel me interesaba a partir de la discusión entre ellos ir revelando un poco de su historia, este tema de la traición que aparece. Quería que Mario ocupara la mayor parte del dialogo y que también fuera el que establece las ideas, el que afirma todo el tiempo. Imaginaba a Mario tomando una posición de liderazgo mucho antes, Daniel acatando órdenes y como eso se traslada al presente. Mario como ideólogo y Daniel más como un soldado raso. 

Dijiste quitar acción, antes nombraste a Saer. En Pisada hay una intención de quitar acción y que el texto crezca por acumulación, aparecen estas oraciones muy largas donde la descripción se va acumulando que le va dando una cadencia al texto ¿Cómo es esa decisión? 

La pesquisa de Saer es fundamental también, pensando este estilo de texto. Me parece que por un lado va muy de la mano con mi forma de escribir. Esto de escribir de un tirón, siento que da un flujo más constante que va de la mano con la forma en la que escribo. Por otro lado, me parece que aporta mucho a meterte más en la historia, si bien esta cuestión de las oraciones largas, que no aparezca un punto y aparte que te permita descansar, puede hacer la lectura más agotadora, creo que en otras ocasiones sirve para meterse más en el texto y perderse en él. Esa era mi intención. Me gusta mucho esa idea de Saer de que un párrafo de lejos que ocupa carillas y carillas, que parece intimidante una vez que lo lees te das cuenta que el texto mismo te va llevando y no es tan espantoso como parece. 

Para finalizar preguntarte ¿Cómo te llevas con la idea de publicación? 

El tema de publicar es algo totalmente nuevo para mí, todo lo que vino con el concurso fue un cambio muy radical. Pasé de no mostrar lo que escribía a absolutamente a nadie, a tener un cuento publicado y que lo vea todo el mundo. Me estoy amigando con la idea de que esto que escribí que creí que iba a ser muy íntimo y solo para mí, de repente está ahí en mundo y la gente pueda leerlo, tener opiniones y formar ideas al respecto. Me gustaría seguir trabajando en el futuro y publicar algo más. Siento que con esto del concurso lo que yo tenía, más bien, como un hobby no muy frecuente, me lo estoy empezando a tomar más enserio. Pensar en el día de mañana en un libro de cuentos. Es algo muy lindo que me dejó el concurso, esa confianza de decir esto que yo pensé que no valía nada puede estar bueno y hacer algo con eso.


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Juan Machado

Juan Machado nació en Carhué, provincia de Bueno Aires, en 1992. Poeta, escritor, también se desempeña como conductor y productor de Plástico Cruel en radio Trinchera. Publicó los libros, Pájaros Punk ( Malisia, 2022) y Como corderos (Azul Francia, 2024). Obtuvo una mención meritoria, por su cuento Una canción desesperada, en el 10° Concurso de cuento Haroldo Conti, 2023

Las últimas fotos en el mar

Las últimas fotos en el mar

TIEMPO DE LECTURA: 7 min.

Los gestos de un pez negro, las intenciones humanas. La relación de un padre con su hija, de un hijo con su madre. La ternura sujeta al grito más fino y ensordecedor. Amanda Corradini nos pasea por una galería de tragedias íntimas.

Un ser vivo tan chiquito no debería tener ojos tan grandes, tan salidos de su cara, porque lo vuelven más monstruoso que tierno. Encima siempre sentí que me miraba a través del vidrio, que se me quedaba viendo, que se movía por el perímetro interno de la pecera siguiendo mis movimientos. No me enternecía en absoluto el asunto.

Entre el olor a alimento balanceado y el puto pez negro mirándome terminaba descompuesto todas las veces. El único pez negro entre una docena de otros naranjas y amarillos en la tienda de alimentos para mascotas a la que íbamos a comprarle alimento a Gretel. Detestaba ir pero no me quedaba otra, la perra fue el único gesto de desprendimiento de mi ex mujer cuando nos separamos y mi hija la adoraba, quizás por eso no me animé a entregarla a una perrera.

Nadina apoyaba su frente en el vidrio engrasado de la pecera y golpeaba con el dedo. Sabía lo que venía después porque cada sábado pasábamos por lo mismo, giraba y me mostraba su dudoso gesto de ruego pidiéndome un pez de mascota. Discutíamos: “Ya tenemos a Gretel”. “Pero es una perra, no tenemos peces de mascota”. “Es complicado tener un pez, necesitaríamos una pecera y un lugar grande donde ponerla”. “Dale, pá, el naranjita, el naranjita”. “Basta Nadina, no”.

Posiblemente fue mientras el bicho negro y yo volvíamos a mirarnos como gánsteres vidrio por medio que escuché la voz aflautada de mi vieja asegurando que los peces traían desgracia. Ese mismo día un insulso pez naranja bautizado Mandarina se integró a la lista de mascotas de mi hija en mi diminuto departamento. No le dejé traer el negro porque no estaba dispuesto a bancarme esos ojos horribles vigilándome en mi casa.

Mi vieja tenía decenas de creencias pelotudas de ese tipo que además comentaba con la saludable impunidad de una infeliz. Todo lo que era, era así; incluso lo que hacía en casa, nada especial, nada notable o al menos eficiente. No hubo forma de sentir dependencia y mucho menos amor por la mujer que arrastraba sus pantuflas por la casa con un ruido largo, llevando ese cuerpo que siempre me hizo pensar en una caja de cartón mal armada. Que fuera mi madre no era más que una contingencia. Lo aprendí a pensar así desde que era pendejo.

 Aunque no identifiqué lo que sentía como desprecio hasta que fui adolescente, quizás porque ese rechazo vital fue descascarándose de a poco hasta revelar otra cosa. Entendí en algún momento…entendí claramente por qué el viejo se había rajado de casa y me llené de más vergüenza aún por eso, en años de terapia no pude deshacerme de la vergüenza por papá, como si yo hubiese sido el responsable de darle una mujer tan precaria. De noche en mi cama, cuando ya había entendido que no iba a volver nunca, traía a mi mente una y otra vez las horas de la cena, cuando yo no tendría más de 6 o 7 años, recordaba los ojos de papá sobre nosotros dos e imaginaba su asco, su esfuerzo cada vez más debilitado por no saltar por la ventana mientras escuchaba a su mujer gritarle al canario desde la mesa con esa voz finita y veía a su hijo escupir los ravioles sistemáticamente crudos en el plato. 

Era una mugre invisible, como la culpa, así de vigorosamente pegajosa era la vergüenza. Pero en cuanto pude expresar mi desprecio sin miramientos, decirle lo poco que era, lo poco que había sido para mí, para papá, culparla de su abandono, me limpié de esa mierda. Enrostrarle a los gritos su mediocridad me elevaba y me distinguía de ella, me hacía sentir cerca de mi viejo, aunque no hubiese vuelto a verlo.

Necesitaba arrancarle esa comodidad que le daba la ignorancia. Me desesperaba que no entendiera hasta qué punto su imbecilidad me había privado de un padre, que no dimensionara el hombre que había dejado ir cuando tendría que haber besado el suelo donde pisaba por haberle hecho el favor de ser su marido por unos pocos años. 

Total, para cuando me permití decirle todo ya no la necesitaba para nada, tenía un buen trabajo y estaba listo para irme a vivir solo. Me juré que yo iba a hacer otra historia, mi mujer no me iba a dar vergüenza, mis hijos no iban a tener vergüenza de su madre.

Y no me arrepentí de Valeria ni siquiera cuando me dejó, y eso que siempre tuve claro que se iba a ir con otro sin la mínima piedad si eso elevaba el tope de su vanidad. Una mierda me importó. Aún como ex, Valeria seguía siendo todo lo que no había sido mi vieja. Su frialdad venía de cierta altivez, de saberse inteligente, elegante, eficiente, no de ser una idiota que andaba corriendo detrás de las cosas sin entenderlas, un conjuro aliviador ante la posible maldición de que algo de mi madre se impregnara en mi vida o en mi descendencia. Nadina finalmente era producto de buena estirpe: Valeria y yo, y yo era sólo mi padre.

Se sorprendió la directora cuando le dije que iba a ir al acto de fin de curso, se apuró a advertirme que iban a poner una foto de Nadina, que su mamá había dado permiso pero que por supuesto no quería asistir. Se ve que sintió la necesidad de agregar alguna aclaración decorosa entre tartamudeos luego del “por supuesto”, habrá considerado con retraso que podía haberme ofendido. La verdad, no. Creo que me merecía al menos ese momento, los susurros gentiles, la conmiseración, sentir todas las miradas en mí tratando de detectar mis contenidos gestos de sufrimiento, una recompensa mínima por lo que había tenido que vivir. Después de todo Valeria podía estar desbastada de dolor pero era yo el que la había visto morir. Merecía al menos esa compensación, ser el papá de la nena más aplaudida, la música, los abrazos, el llanto. 

 Lo que me parece francamente morboso y desubicado es que me hagan contar cómo fue. Por suerte algo de sentido común inhibe a la mayoría de preguntarme, no soporto contar de vuelta eso, responder preguntas idiotas. Quería jugar a ser Mandarina, la dejé, se ahogó. Eso es todo, no hay más que contar. Salvo el oficial que me pidió que le cuente los minutos antes de la tragedia. Usó esa palabra, tragedia. “Señor Arias, después de la tragedia que acaba de vivir no voy a retenerlo mucho tiempo, pero necesito hacerle algunas preguntas. Es rutina, así lo libramos rápido y atiende lo que tiene que atender”. Nunca sabrá que me salvó la vida cuando pronunció la frase. Me aferré con desesperación de animal a esa palabra. Tragedia era una tibieza, una estructura sólida en ese preciso instante en el que no podía sentir el piso bajo mis pies y no consideraba más futuro que tirarme del balcón de mi departamento en cuanto volviéramos de enterrarla.

 “Mirá, papá, soy como Mandarina”. Eso dijo y después no sé qué pasó ¿Qué mierda dice la gente de que los accidentes pasan tan rápido que uno no llega a procesar nada? Para mí fue tan intolerablemente lento todo que me hizo rogar que se terminara de una puta vez. Me miró, no sé cómo hizo pero hubo un instante insoportable en que me enfocó y me miró por arriba de su improvisada pecera, me vio gritando desde la orilla con una voz imbécil de aguda.

Una pareja de pescadores la sacó. Ya no era ella y ya no se parecía a Mandarina, pobrecita, pobrecita. Tenía los ojos tan abiertos y ese azul venoso en la cara. Sus ojos desaforados mirándome, mirándome aún, mirándome para siempre, me preguntaban cosas, me contaban cosas. En sus últimos segundos supo de mí lo que ni yo sabía y lo había guardado para siempre en esos ojos horribles. Un pequeño álbum de dos páginas con la misma foto mía en ambas: parado en la orilla, mordiéndome las manos, viéndola ser tragada por una ola celeste sucio.

Una cara tan chiquita no debería tener unos ojos tan grandes. 

Por el amor de Dios mamá, callate, callate.


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Amanda Corradini

Mujer de trincheras: Reparte su vida entre la trinchera de la Escuela Pública, la de su biblioteca y la que guarda algunas banderas que gusta agitar. Todo regado de mate dulce, Charly García y un vergonzoso apego por el humor infantil.

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