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Un desplazamiento, la lenta virtud de quien busca. El recuerdo, un lugar en el cuerpo. Vuelve a Revista Trinchera los cuentos de Paloma Barberena.
Siempre conté los puchos hasta tu casa, Paco. Entraba uno solo en las cuatro cuadras que separaban tu edificio del mío, pero yo me las arreglaba para meter dos apretaditos.
A pesar de tener una amistad de más de cuatro años, cada vez que sabía que iba a verte me agarraba algo en la boca del estómago que se me subía al esófago y se desparramaba hasta los hombros. No era lindo ¿Sabés? No era esa boludez de las mariposas, yo sentía que me descomponía, que me iba a desmayar.
Me acuerdo que una noche me escribiste como a las doce, yo ya me había acostado. En el mensaje me preguntaste si estaba despierta. “Sí”, te respondí. Y fui a tu casa porque estabas intentando escribir y no podías. Cuando llegué vi un libro abierto y la lámpara dándole luz como si fuera un objeto de estudio.
Lo cerraste, le diste dos golpecitos a la tapa y me miraste: “este tipo debería ser más conocido”. Te corrí los dedos para entender el título: “Los Ochoa” decía. Me costó leer el nombre del autor, fue engorroso pronunciarlo en mi cabeza: Filloy, pero en voz alta y sin que me preguntaras dije “sí, me suena”. Vos sonreíste.
Estaba tu hermano en el piso de arriba durmiendo, me hiciste seña con los dedos para que no levantara la voz y me condujiste hacia la ventana que daba al balcón. Te prendiste un pucho y no me miraste, me acuerdo. “Estoy seco”. No indagué. “Nadie habla como en las películas, no puedo escribir así”.
Había gente que hablaba como en las películas. Quise que recordaras esa anécdota, la del día en la oficina cuando vos me dijiste que nadie hablaba como en las películas pero después llegó el chico nuevo. Estábamos los tres casi pegados a las pantallas de nuestras compus llenando planillas y él, trayéndonos de manera forzada a ese aquí y ahora, contó que su novia lo había dejado y que por primera vez sintió como se le partía el cuerpo en pedazos. Ahí me miraste. Había gente que hablaba como en las películas.
Pero en ese momento, pegado a la ventana, no. Te dije que si querías podías escribir como en las películas pero que era al pedo porque vos eras mucho más real. Me arrepentí. No quería que pensaras lo que ya pensabas de mí. Vos no te enamorabas de las chupamedias. Te enamorabas de esas que te calentaban un poco una noche clandestina y después volvían con sus novios.
Les escribías cuentos a las chicas clandestinas, casi siempre militantes de algún movimiento filo piquetero. Describías sus tetas con una precisión que me hacía mirar para otro lado cada vez que me leías los textos, también narrabas sus flequillos rolingas y ese primer pucho que una te prendió en una fiesta y que “no olía a tabaco, olía a sexo”.
Todo en vos, todo lo que hacías o decías era un rasgo de algún escritor. Me reventaba cuando te comparabas con el personaje de “El lado oscuro del corazón”. En cualquier momento, se conversase de lo que se conversase, vos tirabas el principio de ese poema de Girondo, el de las mujeres que no sabían volar. Me reventaba porque quién eras vos para decidir si alguien volaba o no.
Una vez te escribí en el margen de una hoja “¿Encontraste a la que vuela?” No sé si lo viste pero yo me sentía en tu sintonía. Siempre hablabas de cómo nadie se daba cuenta que Borges era peronista. Yo te miraba y sugería que usaras eso para la tesis y vos respondías lo mismo una y otra vez: “en la Facultad no entienden”.
Si estábamos reunidos en grupo con los del trabajo tu voz se escuchaba más veces que las del resto. Un día se te ocurrió escribir tangos porque, según tu argumento, si Verne no había recorrido el mundo para escribir 20.000 leguas de viaje submarino, vos podías no haber vivido la época de la inmigración.
Me acuerdo cuando tu viejo te hizo entrar a trabajar al Estado y lo festejamos con un vino. Hicimos chistes, vos ibas a ser presidente y yo tu vice. El Estado nos parecía un monstruo inaccesible lleno de responsabilidades y contactos, pero queríamos estar adentro para transformarlo. Igual, cuando pasaba por tu casa siempre estabas ahí.
Pasábamos tardes enteras juntos después del trabajo, a veces sin almorzar. Mientras vos te ibas a cambiar la yerba del mate yo aprovechaba y texteaba excusas para no ir a lugares. Vos nunca tenías a donde salir. Yo sentía que era necesario quedarme, leer tus relatos y escuchar tus análisis. Después cuando me iba me parecía tan incomprensible que no me amaras.
A medida que pasaba el tiempo me daba cada vez más vergüenza hablar de vos con mis amigas. Esa era la palabra. Nunca había avances, porque ¿Qué es un avance? Cuando te conocés con alguien, se gustan y se va formando algo, de a dos. Yo notaba como las chicas inhalaban cada vez más fuerte y profundo cuando tenían que responder. No les hablaba de vos para ser piadosa con ellas.
Siempre me imaginé la noche en que me confesarías tu amor. Digo la noche porque los tipos como vos son de noche. Me figuraba una escena en alguna de esas terrazas de los antros donde leías tus relatos. Nunca los llevabas impresos en hoja A4 como el resto, sino en servilletas y ante el micrófono ponías alguna excusa que generaba la risa del público como en los capítulos de Friends.
Me imaginaba el momento en que leías. En mi fantasía vos elegías leer el cuento de los dos chicos que se conocieron en una marcha. Cuando terminabas me mirabas y murmurando me decías “sí, somos vos y yo”. Pero tus noches en las terrazas se volvieron cada vez más inalcanzables, empezaste a escribir con metáforas de calesitas y sangre. Yo ya no te entendía y no podía disimularlo. El resto aplaudía y asentía en cada oración.
También me inventé un montón de situaciones en las que yo por fin te contaba que te amaba. En una de las escenas volvíamos borrachos de esos recitales de folclore fusión que conocí por vos. Ya se escuchaban los pájaros de la primera mañana gris que tanto nos deprimían y los dos caminábamos por la calle siete zigzagueando. Tan exactos eran mis pensamientos, que por pisar una baldosa floja de la vereda, yo me caía sobre tus hombros. Vos me atajabas y nos dábamos un beso. Después nos preguntábamos qué hacer con eso que acababa de pasar.
En otra de las fantasías, habíamos salido a alguna fiesta universitaria y bailábamos cuarteto. El tema del Diego, para ser precisa. Lo pensé todo. Después de mucha transpiración y euforia nacionalista se nos volvía imposible sostener la tensión y nos besábamos, esta vez adelante de los demás. En todas mis representaciones era difícil figurar el momento siguiente a un beso con vos. Como cuando dicen que es imposible soñar con la muerte porque no se sabe que viene después.
En cambio, me era simple, divertido, crear el momento en que decidíamos contarle al resto de nuestro grupo de amigos que estábamos probando salir juntos. Todos respondían que ya era hora, que nosotros éramos los únicos que no nos habíamos dado cuenta de lo que pasaba y seguíamos la reunión tocando la guitarra, comiendo asado pero esta vez abrazados.
En el divagar que me armaba, éramos como el tema de Miranda, ese de los amigos que siempre te enorgulleció no conocer. El que dice que son perfectos juntos porque antes habían sido amigos pero que se la jugaron probando el desempeño en el amor. Yo pensé que era atinado, que encajaba impecable con vos porque eras lo mejor, entonces nuestra historia y nuestro presente serían superiores al del resto de las parejas banales y ordinarias.
La noche que me mandaste ese mensaje preguntando si estaba despierta nos quedamos en silencio un rato fumando muchos cigarrillos con las ventanas cerradas y un hambre que lo sentía en los ojos y en los hombros, pero a vos no te molestaba. Ya me imaginaba lo que ibas a escribir unos días después. Seguro sería algo sobre la humareda y el tiempo que desaparece pero que eso es parecido a la felicidad cuando se está con amigos.
En algún momento nos sentamos en el sillón, vos te tiraste en mis piernas porque la lámpara daba mejor luz y yo no pude aflojar el cuerpo en todo ese rato. Lo tenía contraído como en la escena previa a una inyección cuando las jeringas reciben golpecitos para que el líquido no
tenga burbujas y el cuerpo de una, que antes era de carne y hueso, se vuelve rocoso, rígido. Me dio miedo que cualquier movimiento mío resultara inoportuno. Duró poco el acercamiento, quizá mis piernas compactas, embalsamadas, no te sirvieron de inspiración. Volviste a dar vueltas por toda la casa como si no fueran las cuatro de la mañana de un día de semana.
Después, me acuerdo como si hubiera sido ayer y no hace dos años, abriste tu cuadernito y me leíste: “la muerte se caga de miedo si los encuentra juntos escapándole a la mañana” y yo morí de ganas de haber sido ella, a lo mejor ni te diste cuenta. Hubo un tiempo en que me convencí que en alguna parte dentro tuyo era yo la que hacía temblar a la muerte.
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