No, no ese Quiroga. Nada que ver con Horacio salvo una desdibujada orilla uruguaya, el tirón pendular de la muerte y los últimos años tumultuosos de aquella década del treinta que él no llegó a ver cómo se clausuraba.
Con permiso, me explico.
Estoy hablando de Quiroga, así, en bastardilla, y a secas, la novela de Alejandro García Schnetzer que, junto con Andrade (2012) y Requena (2008), conforman su dudosa saga patronímica en Editorial Entropía. Hasta donde sé, y para lo que a éstas líneas importa, este autor argentino, residente en Barcelona, solo existe dentro del triángulo cuyos vértices estos tres nombres imponen.
Requena, Andrade, Quiroga. Olvidemos a los primeros dos para centrarnos en el último. Quiroga, personaje.
Argentino, varón, quizás de veinticinco años, nacido a principios del siglo pasado en algún rincón de Buenos Aires. Poeta, enamorado y abandonado, el comienzo de la novela lo encuentra escribiendo versos tristes en las fichas de los libros que debe ingresar a la biblioteca en la que trabaja. Por esto mismo lo manda llamar, y luego despide, el director; un viejo que sin embargo se apiada de él y antes de fletarlo le obsequia un consejo y una referencia. El consejo es que se busque un trabajo que no lo desgracie, con el que pueda escribir y olvidarse del resto. La referencia: el nombre -Gabellone- de un contrabandista, y la dirección en el puerto a dónde puede ir a buscarlo con su bendición. Así, Quiroga, para seguir escribiendo, se vuelve mula.
Tres nombres más: Fonseca, Suárez y Maura. El primero es un guitarrero más habituado al ferry que al bulín, el segundo bebe y pierde en las carreras de caballos y el tercero escucha, lopna y sentencia. Los tres son veteranos del comercio ilegal entre países que reciben a Quiroga en su primer viaje a la Banda Oriental. En poco tiempo, con cada ida y con cada vuelta entre Buenos Aires y Colonia, se harán amigos, o casi: se acercarán a esa forma de la camaradería que tienen los hombres que comparten un mismo yeite y muchas horas de oleaje y vino malazo.
La novela gira en torno de uno de estos viajes, que es puntual y único pero igual engloba a todos los anteriores, como si esos fueran variaciones sobre un tema y éste, aunque aún nadie lo sepa (o incluso sospechen que sea imposible), fuese, además, la última. Quiroga tiene, sin embargo, un dato: con Gabellone no se jode. Él mismo se lo dice: “mire, muchacho, si no me remite las divisas orientales cuarenta minutos después de pisar el suelo patrio, mejor vaya buscándose un sobretodo de pino.” Perfecto.
Con esta pequeña cita volvamos al primer nombre, el que titula, pero haciendo una salvedad: hablaremos ahora de Quiroga, la novela.
Cómo tantos han hecho con la lengua gaucha, desde Bartolomé Hidalgo en adelante, García Schnetzer se inventa un registro. Sin llegar a la caricatura del compadrito tanguero, junta referencias y giros con los que puntea la voz del tipo sensible, educado por los libros o por los golpes, medio resignado, marcado perdedor pero con la esperanza de no abandonarse cuando cuente. Una lengua de frontera, pero otra. Ya no con el indio sino con algo indecible, más allá del río sin orillas.
Quiroga, Fonseca, Suárez y Maure cruzan el Río de la Plata como si fuera el Aqueronte, arrastrando en sus conversaciones una formación clásica pero sopapeada, con menos lunfardo que latín, Así van, apenas a flote, perdidos en la niebla, encontrándose sobre cubierta por los súbitos, aunque sutiles, resplandores de turf, payada, puerto y biblioteca nacional que los definen, caracterizan y al final también mezclan en una misma voz.
El barco -y la novela, en fin- es un montón de historias que se cruzan, que se chocan, se amagan y se tiran por la borda a lo largo de una noche que es todas las noches y un viaje en el que Quiroga se busca, se encuentra y se pierde una y otra vez.
Ochenta y cuatro páginas divertidas, filosas y cargadas de estilo, contando los legales, el epígrafe y la tapa, pero sin contar nada más allá de la última línea, que es ésta: “Cuando el toro atropelló, Quiroga tomó el puñal”.

Juan Fernández Marauda
Nació en Lanús, en 1988, pero creció en el Valle Inferior del Río Chubut. Trabaja en el cruce entre salud mental y escritura en un hospital de día. Es escritor, editor, librero y coordina el taller de escritura PULP! en la ciudad de La Plata. El puente de las brujas, su primera novela, fue publicada por EME en 2020 y Esplín Tropical (México) en 2022















