Por Marcos Stábile y Pedro Jalid
Es Walter Benjamin el primero que registra el fenómeno: “¿no advirtió que la gente volvía enmudecida del campo de batalla?”. La pregunta está en El Narrador, un ensayo corto sobre la devaluación de la experiencia en el que Benjamin contrapone de manera explícita información y narración. Lo que se cuenta, lo narrado, es una artesanía que alcanza “una amplitud que a la información le falta”. Más de cuatro décadas después del gran episodio bélico argentino del siglo XX, su escenario, las Islas Malvinas, insisten, vuelven, reaparecen en la literatura con variaciones en sus formas de elaborar el trauma. Si el lema “volver a Malvinas” persiste como consigna pendiente en el imaginario político de algunos sectores de la sociedad argentina, en el campo literario puede decirse que los polos de esa promesa se invierten y son ellas, las islas, las que vuelven siempre.
Entre fantasmas e impostores: las trampas del regreso. “Los pasajeros del tren de la noche” de Fogwill (1981) y “Memorándum Almazán” de Juan Forn (1991)
Existe un pueblo en el que todas las noches, un grupo de madres se sienta en el andén de la estación a esperar la vuelta de los soldados. Los soldados son sus hijos y un día, en plena madrugada, comienzan a volver. Vuelven después de telegramas que anunciaron su muerte, vuelven después de misas y condecoraciones que los despidieron. Regresan rodeados de preguntas que nadie se anima a hacer. La presencia es más fuerte que los misterios, y la posibilidad de llenar el vacío que dejaron al irse, es respuesta suficiente. Con los fantasmas que regresan en “Los pasajeros del tren de la noche”, Fogwill intuye que Malvinas tendrá sus especificidades y características propias, pero también que conservará las marcas universales de toda guerra: esas que nos enseñan que es una cosa llena de errores, que la gente es capaz de acostumbrarse a todo y que, si hay algo que una madre no sabe, es resignarse a la falta de sus hijos.
Escrito a fines de la década de 1970, Fogwill entregó el cuento para su publicación en Música japonesa de 1982. La guerra estropeó el efecto, dirá años después. Aquello que quiso ser una alegoría de las Madres de Plaza de Mayo y sus rondas de los jueves, terminó siendo una de las ficciones más profundas para narrar una guerra que todavía no había ocurrido. Es que el horror ya estaba entre nosotros: jóvenes cuyas vidas debieron ser más largas, familias rotas buscando un cuerpo que enterrar, héroes que vuelven a lugares que ya no conocen.
Diez años después, en 1991, Juan Forn publicó Nadar de noche, su primer libro de cuentos. Entre rupturas amorosas y despedidas familiares, la cuestión Malvinas apareció en el segundo de los cuentos, “Memorándum Almazán”. Forn inauguró la literatura sobre Malvinas de la década de los 90 con un texto importante en donde se pregunta qué representa para un país un soldado que vuelve. ¿Una víctima? ¿Un héroe? ¿Un problema o una posibilidad?
En la embajada argentina en Chile, se presenta un joven con un papel. Allí dice que es ex combatiente, y pide que le presten dinero para comprarse un traje con el cual buscar trabajo. El soldado pide algo de lo que la patria le debe. La inmediata respuesta del embajador y sus empleados, que lo reciben y lo incorporan, expresa un gesto que intenta redimir el abandono y el olvido al cual el Estado sometió a los soldados. A nadie sorprende encontrar un ex combatiente en esa situación: sin poder hablar y, casi como una ironía, intentando empezar de nuevo lejos de nuestro país.
El final del cuento es arriesgado y previsible. Almazán no es Almazán, y la vergüenza de haber caído en un truco tan burdo invade a los funcionarios. Entre confesiones y lamentos, el farsante confiesa que primero intentó hacer lo mismo en Argentina. Pero allí, dijo, nadie toma así como así a un ex Malvinas.
Escritos con una distancia de diez años, Fogwill y Forn, dos autores que vivieron de cerca y en presente Malvinas, se interrogaron por lo qué hará y lo que debe hacer el país con aquellos que vuelven del campo de batalla y anticipan los riesgos del olvido, del abandono y de que nadie pague los costos de las heridas
Llevar Malvinas en la cabeza – Las Islas, Carlos Gamerro (1998)
Registro irónico sobre el devenir de los combatientes, compilado de ejercicios de ucronía en torno a la causa Malvinas, policial joyceano con hackers y milicos. Obra monumental sobre el tema, si las hay. Las islas es todo eso. Una novela de largo aliento que explora las vertientes abiertas por la guerra en la sociedad argentina de los noventa. Felipe Félix, ex-combatiente, experto en informática y cocainómano desesperado, recorre Buenos Aires con el objetivo de salvar a los integrantes de una lista negra en manos de un empresario empecinado en fundar una aristocracia financiera. Incrustadas en esa trama policial, las esquirlas de Malvinas aparecen por todos lados. Ni Félix ni sus compañeros pueden salir del influjo de la guerra, reactivado durante la década de los noventa por el décimo aniversario del conflicto. El archipiélago es omnipresente en la novela, es un objeto obstinado, que se presenta en múltiples formas. Aparece como una mancha en la pared o como el escenario de un videojuego desarrollado por el protagonista con finales alternativos; también es el tablero en el que un comando militar secreto planea su regreso, o una maqueta del tamaño de un sótano en el que un veterano intenta reproducir el paisaje exacto de sus pesadillas.
Las islas recuperó el sentido trágico que Fogwill usó en Los pichiciegos (1983) —la gran novela de Malvinas— para aplastar el halo de épica con que la tradición envuelve todo conflicto armado. Los linyeras que se revelan como veteranos a lo largo del texto de Gamerro parecen ser el devenir urbano de los desertores escondidos en los huecos de las islas bajo una nieve que se confunde, por su color, por su suciedad, con la mierda. También tiende una línea de continuidad entre la maquinaria represiva del terrorismo de Estado y las prácticas de tortura durante la guerra. Gamerro entiende que no se puede hablar de una cosa sin que aparezca la otra, pero logra que su texto no quede capturado por el relato de “los pibes indefensos”, prácticamente hegemónico en una década atravesada por la desmalvinización.
Lo que se destaca, por debajo del argumento policial que tracciona al texto, es el empecinamiento de la guerra en la memoria de sus participantes. Una marca en sus frentes tan imborrable como inentendible para la población que todavía no había sabido construir los marcos sociales en los que registrar las consecuencias del enfrentamiento en sus protagonistas. La novela está plagada de esas fricciones, de una rasposidad entre la cicatriz sobre el cuerpo de los combatientes y un tejido social que no sabe leerla. Es, de hecho, un problema médico para Felipe Félix, que lleva incrustado en su cabeza un pedazo de casco responsable de una paradójica pérdida de memoria y al que el cirujano recomienda no tocar porque sería como “sacarle una parte suya”. En ese desencuentro se gesta una endogamia de circuito cerrado, ritualística, entre los veteranos, que potencia el retorno fantasmagórico de las islas a sus vidas en las formas más variadas.
No todos los monumentos se hacen sobre la tierra – Leñador, Mike Wilson (2023)
Si en Gamerro la persistencia de las islas tiene una ubicuidad concreta—manchas, cuerpos mutilados, maquetas a escala, discursos delirantes—, en Wilson es el tamaño de su vacío en la voz del personaje lo que le da dimensión a la huella del horror. Wilson usa el lenguaje para medir la herida: se lo echa encima como se tira una sábana sobre un fantasma para descubrirlo. Lo que queda por debajo, lo que no se dice, parece ser tan extenso como las más de quinientas páginas en las que el narrador nos describe el bosque al que se retira luego de haber peleado en una guerra de un archipiélago al sur.
La alusión a Malvinas es ineludible y se apuntala con el subtítulo de la novela, Leñador o ruinas continentales, elige Wilson para bautizarla. “Si el protagonista, siempre en primera persona, elige callar su pasado de combatiente en Malvinas, y ese silencio es atendible, respetable, considerando el pavor tácito vivido como elemento implícito, entonces Leñador puede considerarse, también de forma tácita, para escándalo de los espíritus nacionalistas, como literatura de Malvinas”, estampa, como clave de lectura, Guillermo Saccomano en el prólogo.
La de Wilson es una novela total. Una obra que por volumen, método y apuesta produce el “vértigo” que Vargas Llosa pensaba como piedra de toque para identificar ese tipo de textos totalizadores. Leñador levanta un mundo, el del Yukón, una región de turquesas y verdes al norte de Canadá en el que el protagonista anónimo de Wilson se interna en una profunda búsqueda de separación y de encuentro. Distanciamiento, por un lado, de la ciudad y de la sociedad que la habita y acercamiento, por otro, a la naturaleza como espacio en el que se esconde algo más vital y puro que las pesadillas de la razón instrumental que incubaron su infierno.
Leñador es literalmente un catálogo, un inventario interminable de la vida de los trabajadores madereros del Yukón. El texto avanza por acumulación de definiciones. Nombre, dos puntos, texto y a otra cosa. Así hasta intentar cubrir todo el bosque con palabras. No hay, prácticamente, narración, sino una acumulación de descripciones que intercalan, cada tanto, para amortiguar su peso, lagunas evocativas en las que refucila el fuego inglés y la memoria de la guerra, apenas insinuada.
En ese sentido, por lo que no dice, la obra de Wilson se inscribe en la tradición del iceberg para contar la guerra. Una corriente literaria que construye por omisión, que pone lo mínimo en superficie y mantiene latente el verdadero núcleo emotivo de aquello que se cuenta. El gran río de los dos corazones, de Hemingway y Un día perfecto para el pez plátano de Salinger, son, sin duda, dos hitos de esa estrategia puesta al servicio de los relatos de posguerra. Pero en Leñador, a diferencia de esos ejemplos, la economía de la prosa no mantiene una relación inversamente proporcional con respecto al peso de lo oculto. No se dibuja, entre lo dicho y lo no dicho, el triángulo característico del iceberg. Más bien las dos masas de discurso, el texto y su contracara elidida, parecen simétricas y lo que se adivina, creciendo por debajo del ambicioso registro de lo visible por parte del narrador, es una memoria monumental, tan densa, precisa y acabada, como el listado que se apoya en ella.
Monte Longdon en Buenos Aires – El eternauta, Stagnaro (2025)
El rastro de Malvinas en la nueva adaptación de El eternauta empieza casi a la par de la serie. Después de la escena inicial en el velero, Juan Salvo rechaza a un limpiavidrios que le golpea la ventanilla. Lo sigue en el espejo retrovisor y lo ve perderse entre la fila de autos. Al tipo le falta una pierna y Salvo se queda atrapado en esa imagen unos segundos. La memoria lo asalta. Después aparece el grafitti, la calcomanía en la garita de un guardia privado y, más evidentes, las visiones del protagonista. “Volvieron las islas, ¿no?”, la pregunta la hace Elena en el tercer capítulo y enhebra todos esos elementos: Salvo, en esta adaptación, es ex-combatiente y la presencia espectral de las islas no lo suelta.
La incorporación de un pasado en Malvinas del protagonista se acopla de forma orgánica a la trama. Es virtuosa no solamente por instalar el reclamo histórico de la Argentina sobre las islas en una serie que se convirtió en la más vista en la categoría de habla no inglesa al momento de su estreno, sino porque esa condición dada de Salvo cohesiona y justifica sus habilidades con las armas y su audacia en una situación tan liminar como la de la nieve mortífera, incluso en desmedro de la emblemática figura del héroe colectivo.
A diferencia tanto de Las islas, como de Leñador, El eternauta se hace cargo de la cuestión Malvinas desde un registro no mimético. Elaborar el conflicto desde los recursos narrativos de la ciencia ficción abre un campo de posibilidades a nivel de lo que se puede contar de la guerra y de sus efectos que rebasa las codificaciones del realismo y habilita otras potencias. Poner a la par, por ejemplo, en lo que a producción de terror respecta, la invasión extraterrestre con la batalla de Monte Longdon.
Los flashes de la guerra irrumpen en Salvo detonados por símbolos —la nieve, las armas, la muerte y hasta lo rudimentario en el equipamiento— que remiten de manera inequívoca a su experiencia en el territorio malvinense. La memoria se reactiva, se desborda, sale y las imágenes se yuxtaponen. Salvo ve el pasado impreso sobre el presente. Es la nota característica del trauma, el retorno de lo que no puede ser ligado, simbolizado ni elaborado y que, por tanto, se sale del tiempo, se eterniza.
Más allá de las interpretaciones coyunturales que El eternauta supo y sabe encender y que enriquecen su lectura, el eje temático que abre y cierra el arco narrativo de la historieta se ordena alrededor del tiempo, de la memoria, sus olvidos y la eternidad. Queda por ver, aún, de qué manera la cuestión Malvinas se resuelve en su cruce con estos pilares, basales en la obra de Oesterheld.
En el original, el protagonista, condenado a buscar en la infinitud del tiempo una fisura que le permita desgarrar su destino y torcerlo, se olvida de todo apenas la encuentra. Es ese narrador metaficcional que coincide con la figura de Oesterheld quien entiende la potencia de la ficción para custodiar una memoria y decide publicar el relato de Salvo, con la convicción de que “¡será posible!” cambiar la historia. Con la certeza de que lo inenarrable le pertenece a la literatura.
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