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Ilustración de Ciro Marcovecchio

Manuel Puig y todas las lenguas posibles. Pedro Jalid nos lleva a un recorrido sobre el sentido del lenguaje abordando una de las novelas de nuestro autor del mes, Maldición eterna a quien lea estas páginas y la figura de Derrida. 

Derrida en “El monolinguismo del otro”, Manuel Puig a lo largo de su vida, y Ramírez, uno de los personajes principales de “Maldición eterna a quien lea estas páginas”, muestran o son parte del mismo problema: la imposibilidad de apropiarse de una lengua; más precisamente, de su lengua madre o de aquella que debería serlo.

Jacques Derrida, uno de los principales filósofos asociados al postestructuralismo, es autor de decenas de libros en donde, de manera magistral, aborda un aspecto teórico de enorme profundidad, a partir de una experiencia personal. Esto lo hace, por ejemplo,  en El monolinguismo del otro, un libro escrito en el año 1996 en el cual el autor busca responder a la pregunta acerca de si su lengua es la lengua francesa. Podría parecernos una pregunta ingenua; sin embargo, su pregunta es una pregunta política: Derrida nace en Argelia, sus padres son judíos. Por supuesto que sabemos que en su casa, como en la de cualquier otro ciudadano francés, se hablaba la lengua nacional, pero con un acento inconfundible que lo colocaba, automáticamente, en la periferia de la nación. La conclusión, triste y profunda, a la que llega Derrida es: «No tengo más que una lengua y esta no es la mía». 

¿Por qué no es su lengua? En primer lugar, es una lengua dada, una lengua heredada que acoge al hablante y precisamente por eso no se la puede apropiar. Aunque la hable, no es suya, nunca será del todo suya. En segundo lugar, habla francés porque las circunstancias han tachado el hebreo, su posible lengua materna, y el árabe, la lengua del lugar, es decir, la lengua natural. Así que el francés no es una lengua propia, porque le ha sido dada; tampoco su lengua materna, que debería haber sido el hebreo; ni siquiera su lengua natural, ya que los lugareños hablan árabe. ¿Podría considerarla suya?

El texto está escrito en forma de diálogo y su interlocutor lo interpela “Dices lo imposible. Quien habla, el sujeto de la enunciación, tú, claro que sí, el sujeto de la lengua francesa: lo vemos hacer lo contrario de lo que dice. Es como si mintieras y, en el mismo aliento, confesaras la mentira. La mentira queda desmentida por el hecho de lo que hace, por el acto de lenguaje: “contradicción performativa”. Usted alega que el francés siempre le pareció una lengua extranjera. Si fuera cierto, ni siquiera sabría cómo decirlo, no podría decirlo tan bien.”

El problema con la lengua que Derrida tiene se vincula con la apropiación de la misma, y eso es lo que su interlocutor no percibe. “Nuestra cuestión es siempre la identidad. Ser franco-magrebí no es una riqueza de identidades, atributos o nombres. Antes bien, delataría un trastorno de identidad. Para presentarme como franco-magrebí hice alusión a la ciudadanía. La ciudadanía no define una participación cultural, lingüística o histórica en general. No engloba todas esas pertenencias. Pero no es sin embargo un predicado superficial que flota en la superficie de la experiencia. Sobre todo cuando esta ciudadanía es precaria, reciente, amenazada, más artificial que nunca. Con otros, yo perdí por varios años la ciudadanía francesa sin tener otra. Ni la más mínima.”

El monolingüismo del otro sería, en primer lugar, esa soberanía, esa ley llegada de otra parte, sin duda, pero también y en principio la lengua misma de la ley. Y la Ley como Lengua. La experiencia sería aparentemente autónoma, porque debo hablar esa ley y adueñarme de ella para entenderla como si me la diera a mí mismo, pero sigue siendo necesariamente heterónoma.

El monolingüismo del otro, por último, quiere decir además otra cosa: que de todas maneras no se habla más que una lengua, la cual nunca se posee. Nunca se habla más que una lengua y esta, al volver siempre al otro, es, disimétricamente, del otro, el otro la guarda. Venida del otro, permanece en el otro, vuelve al otro.

Manuel Puig, poliglota desde siempre, no es el turista millonario que va de una lengua a otra, sino un desposeído que supo no ser el dueño de la lengua en que se expresaba. Puig desde niño rechaza la realidad de General Villegas en la que vive: una realidad machista, vacía, sin novedad. “Mi lengua, el argentino, era la lengua del subdesarrollo, del western local. El argentino estaba teñido de pampa y machismo.”

Ante este panorama, Manuel Puig encuentra en el cine una posibilidad de evasión, y con él también habrá idiomas que acompañen tal evasión: el francés, el inglés y el italiano. No puede pensar la realidad que ve en las películas desde el idioma propio, por lo tanto, se encuentra con que su lengua madre no es suya, no le sirve, no le alcanza. 

Así, Manuel Puig viaja a Europa y empieza a escribir sus primeros guiones, en inglés. Pero tampoco encuentra allí su lengua: no era bilingüe y su inglés estaba lleno de faltas, por lo que los amigos le recomiendan escribir en su idioma. Viaja a España y su conflicto con el idioma, lejos de resolverse, se recrudece aún más. “Me sorprendió mucho el manejo de la lengua, la manera de hablar. Esta gente tiene un idioma, ¿y yo? ¿mi español qué es? Nunca lo había aceptado porque era el lenguaje de los problemas, de la realidad que me oprimía. El inglés no era mi idioma como yo hubiese querido. Ese viaje me hizo tocar fondo y decir yo no tengo idioma.” Puig sufre, entonces, por un lado, un proceso similar al de Derrida y la angustia por la lengua que nos es traída. Al fin y al cabo, en Argentina también se habla una lengua que no es nuestra y Puig lo descubrió al llegar a España, cuando pudo ver las capacidades que el español tenía. Poco después, por lo tanto, hace su primer intento por escribir algo en español. Surgen así las treinta páginas de banalidades.

La noción de extraterritorialidad lingüística, indisociable a la del exilio, corre el riesgo de situarlo por fuera de una lengua y un espacio, cuando en realidad lo que hace es atravesarlos y ponerlos en crisis. No posee una lengua a la que volver porque no establece una relación de propiedad con las lenguas, sino que las experimenta en una amalgama indiscernible entre experiencia y voz. 

Maldición eterna a quien lea estas páginas es la sexta novela escrita y publicada por Manuel Puig. Obligado a exiliarse ante amenazas recibidas durante 1975 por la Triple A, Puig vive en Estados Unidos y la lengua vuelve a dolerle. Todo ese dolor, lo llevará a la novela. Allí, la pirueta de traducción no es otra que la escritura misma de la novela. Trabajó en dos versiones al mismo tiempo (en inglés y en español), y es la novela que, indudablemente, exhibe de forma más cruda el “asunto del idioma” que recorre su producción desde los primeros textos. 

Según las críticas elaboradas al respecto, la de “Maldición eterna” se parece a una “lengua de traducción” o a una “lengua muerta”, que suena un tanto extraña y que poco tiene que ver  con el lenguaje vibrante de las primeras novelas. El español no suena español, ni el inglés, inglés. 

También Ramírez, su personaje principal, será un desposeído de la lengua propia. Lo es porque ha sufrido el exilio y a partir de él, sufre de afasia (imposibilidad de hablar). Persigue el sentido de las palabras, sin saber, sin recordar. Volviendo al diálogo derridiano, Ramírez puede anunciar en una lengua sin problemas, Puig también lo puede hacer. ¿Eso significa, por lo tanto, que esa lengua les pertenezca? Para nada. “Plaza sé lo que es, Washington no, no del todo. (…) Washington es el nombre de la plaza, eso lo sé. Lo que no sé… es lo que se tendría que sentir cuando se dice Washington” 

A fin de cuentas, el problema entre denotación y significado, entre nombre propio y afasia, el “Washington no” que recorre la novela, no es otro que el de la potencia política del lenguaje. Ramirez pone en jaque la concepción denotativa del lenguaje. De acuerdo a la lectura de los manuscritos de la novela, podemos ver que estas primeras frases entre Ramírez y Larry no fueron casi corregidas durante la escritura. 

La experiencia del lenguaje en Ramirez, como la de los niños, no es la de una posesión garantizada sino una arbitrariedad. Ramirez ha perdido el poder de nombrar. Los puntos suspensivos en “Washington…” advierten un problema que está presente desde los manuscritos: el significado pleno nunca puede alcanzarse. No es casual que esta primera escena gire en torno a los nombres propios. Por definición, el nombre propio es intraducible. “Un nombre propio en cuanto tal permanece siempre intraducible, no pertenece a la lengua, al sistema de la lengua, ya sea traducida o traductora.””

En la que se supone es su lengua materna, el castellano, a Puig no le sale la voz. Las “Treinta páginas de banalidades” surgen no cuando Puig escribe en ella, sino que la escucha en su atemporalidad, en el recuerdo actualizado en el presente de la escritura. Su lengua no le pertenece, pero es a partir de esta relación de no-propiedad que va inventando un idioma propio. 

“Yo tengo un gran problema para expresarme. Y creo que eso tiene algo que ver con el hecho de que escriba, porque hay tiempo de revisar y corregir lo que se dice.” ¿Por qué escribir cuando no se tiene una lengua? Para encontrarla, para construirla, para apropiársela. 

 

Pedro Jalid

Profesor de Letras. Leo más de lo que escribo, trato de hacer más de lo que digo.


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