No, no ese Quiroga. Nada que ver con Horacio salvo una desdibujada orilla uruguaya, el tirón pendular de la muerte y los últimos años tumultuosos de aquella década del treinta que él no llegó a ver cómo se clausuraba.
Con permiso, me explico.
Estoy hablando de Quiroga, así, en bastardilla, y a secas, la novela de Alejandro García Schnetzer que, junto con Andrade (2012) y Requena (2008), conforman su dudosa saga patronímica en Editorial Entropía. Hasta donde sé, y para lo que a éstas líneas importa, este autor argentino, residente en Barcelona, solo existe dentro del triángulo cuyos vértices estos tres nombres imponen.
Requena, Andrade, Quiroga. Olvidemos a los primeros dos para centrarnos en el último. Quiroga, personaje.
Argentino, varón, quizás de veinticinco años, nacido a principios del siglo pasado en algún rincón de Buenos Aires. Poeta, enamorado y abandonado, el comienzo de la novela lo encuentra escribiendo versos tristes en las fichas de los libros que debe ingresar a la biblioteca en la que trabaja. Por esto mismo lo manda llamar, y luego despide, el director; un viejo que sin embargo se apiada de él y antes de fletarlo le obsequia un consejo y una referencia. El consejo es que se busque un trabajo que no lo desgracie, con el que pueda escribir y olvidarse del resto. La referencia: el nombre -Gabellone- de un contrabandista, y la dirección en el puerto a dónde puede ir a buscarlo con su bendición. Así, Quiroga, para seguir escribiendo, se vuelve mula.
Tres nombres más: Fonseca, Suárez y Maura. El primero es un guitarrero más habituado al ferry que al bulín, el segundo bebe y pierde en las carreras de caballos y el tercero escucha, lopna y sentencia. Los tres son veteranos del comercio ilegal entre países que reciben a Quiroga en su primer viaje a la Banda Oriental. En poco tiempo, con cada ida y con cada vuelta entre Buenos Aires y Colonia, se harán amigos, o casi: se acercarán a esa forma de la camaradería que tienen los hombres que comparten un mismo yeite y muchas horas de oleaje y vino malazo.
La novela gira en torno de uno de estos viajes, que es puntual y único pero igual engloba a todos los anteriores, como si esos fueran variaciones sobre un tema y éste, aunque aún nadie lo sepa (o incluso sospechen que sea imposible), fuese, además, la última. Quiroga tiene, sin embargo, un dato: con Gabellone no se jode. Él mismo se lo dice: “mire, muchacho, si no me remite las divisas orientales cuarenta minutos después de pisar el suelo patrio, mejor vaya buscándose un sobretodo de pino.” Perfecto.
Con esta pequeña cita volvamos al primer nombre, el que titula, pero haciendo una salvedad: hablaremos ahora de Quiroga, la novela.
Cómo tantos han hecho con la lengua gaucha, desde Bartolomé Hidalgo en adelante, García Schnetzer se inventa un registro. Sin llegar a la caricatura del compadrito tanguero, junta referencias y giros con los que puntea la voz del tipo sensible, educado por los libros o por los golpes, medio resignado, marcado perdedor pero con la esperanza de no abandonarse cuando cuente. Una lengua de frontera, pero otra. Ya no con el indio sino con algo indecible, más allá del río sin orillas.
Quiroga, Fonseca, Suárez y Maure cruzan el Río de la Plata como si fuera el Aqueronte, arrastrando en sus conversaciones una formación clásica pero sopapeada, con menos lunfardo que latín, Así van, apenas a flote, perdidos en la niebla, encontrándose sobre cubierta por los súbitos, aunque sutiles, resplandores de turf, payada, puerto y biblioteca nacional que los definen, caracterizan y al final también mezclan en una misma voz.
El barco -y la novela, en fin- es un montón de historias que se cruzan, que se chocan, se amagan y se tiran por la borda a lo largo de una noche que es todas las noches y un viaje en el que Quiroga se busca, se encuentra y se pierde una y otra vez.
Ochenta y cuatro páginas divertidas, filosas y cargadas de estilo, contando los legales, el epígrafe y la tapa, pero sin contar nada más allá de la última línea, que es ésta: “Cuando el toro atropelló, Quiroga tomó el puñal”.
Juan Fernández Marauda
Nació en Lanús, en 1988, pero creció en el Valle Inferior del Río Chubut. Trabaja en el cruce entre salud mental y escritura en un hospital de día. Es escritor, editor, librero y coordina el taller de escritura PULP! en la ciudad de La Plata. El puente de las brujas, su primera novela, fue publicada por EME en 2020 y Esplín Tropical (México) en 2022
El Año del Desierto es una metáfora extensa de nuestra historia nacional contada al revés
El Año del Desierto es una novela, entre otras cosas. También es una crónica solvente sobre la capacidad multidimensional de destrucción de una distopía.
Su autor, Pedro Mairal, se molesta casi nada en evitar las reminiscencias con los hechos de diciembre de 2001 en el primer capítulo, poco después la propuesta -muy determinante en esa correspondencia entre metáfora y realidad histórica argentina- avanza al revés, como si alguien hubiese apretado el botón de retroceder. Mairal arrastra de un brazo a su protagonista por la historia argentina en un brutal retroceso temporal sin moverse de la cuadratura de una trama narrada siempre en tiempo actual.
La historia es de vigencia efectiva, pero lo propuesta es contarla al revés, desde la civilización hacia la barbarie, en pleno siglo XXI; desde la urbanización plena a la vuelta de algo parecido ¿a qué?… ¿al siglo XV y sus colonizadores y colonizadxs? ¿al siglo XVI y la fundación de Buenos Aires? ¿la Campaña al Desierto con su mitrismo y malones? Todo podría ser, pero aquí está claro como el autor se afana en contar la historia dada vuelta, de la cómoda civilidad al desierto bramante. O sea, un tipo agarra el ovillo del tiempo rioplatense y lo enrolla en sentido inverso para escribir una novela.
María Valdés Neylan es la protagonista. Porteña, muy joven, presuntamente hermosa, secretaria de uno de los dueños de una financiera del microcentro de Buenos Aires, el cliché de chica blanca-hegemónica-urbana-clase media, incluido lo del novio en moto-rebelde-antisistema. Al momento del primer capítulo, la provincia de Buenos Aires está siendo tomada por la Intemperie que parece ser algún tipo de catástrofe que se sostendrá durante todo el libro como un enigma. Nunca se sabe qué es la Intemperie, un fenómeno natural, sobrenatural, alienígena; pero sus efectos son clarísimos e impactantes: la Intemperie es la amenaza inminente, pero la destrucción sin precedentes la desatan los hombres y mujeres desde el minuto 0 de la novela tratando de escapar de ella.
La guerra civil ante el pánico es inevitable, lxs habitantes de la provincia migran masivamente huyendo de la Intemperie rumbo a la Capital, mientras lxs porteñxs tratarán de resistir la invasión poniendo en evidencia los persistentes odios clasistas, raciales y políticos adelante del todo. De todas maneras la historia es tan asfixiante que no deja espacio para detenerse en esto. Intentando sobrevivir, no hay tiempo ni ganas de comportamientos altruistas para nadie y eso es aceptado rápidamente por quien lee.
Pedro Mairal cuenta en varias entrevistas que dedicó meses de su vida a leer libros de urbanización e historia de la arquitectura para asimilar las etapas de progreso edilicio de lo que hoy es CABA. Con ese material en su cabeza va de adelante hacia atrás sin dejar nada, absolutamente nada olvidado. La metamorfosis de la pampa húmeda es total: la infraestructura, las industrias, los roles sociales, las instituciones, los puestos de trabajo, la política, todo va cayendo como pianos mientras la naturaleza menos fotografiable avanza por entre los cables, el asfalto, las paredes y vigas.
María pierde trabajo, novio, padre, casa, mientras su ciudad también va siendo paulatinamente tragada por aquello que fue antes, mucho antes: desierto. Será enfermera improvisada, empleada doméstica en un inquilinato horrible, prostituta, cautiva de hordas de salvajes. Todo esto en escenarios cada vez más crudos: no hay luz eléctrica, ni autos, ni remedios, ni comida procesada ni artículos textiles. El autor no le tiene piedad, la protagonista va renunciando a todo derecho a sentirse humana salvo el dolor físico y algo parecido a la porfía de mantenerse viva por las dudas.
Ni María ni el resto de los personajes pueden conceptualizar lo que les está pasando, lo aceptan con una mezcla de sumisión y fatalismo sin saber qué es, por qué, hasta cuándo. Lxs lectores sabemos todo, ellxs nada, mientras el país pierde toda compostura cosmopolita occidental.
La mayoría de las reseñas que se han hecho de El Año del Desierto concluyen en que se trata de una aplastante metáfora del ser nacional, con su ADN intacto a lo largo de 200 años. Doscientos años y su vaivén entre la aniquilación y el alumbramiento , asunto de disputa siempre entre los mismos dos grupos.
Pero hoy sábado 25 de noviembre sólo pienso en reinterpretarla desde otra clave: cuando algo desbastador llega, llega para alcanzar todas las dimensiones de humanidad ¿Es zarparse de ingenuidad elegir pensar en la persistencia de la salvación, de alguna forma de salvación cuando la destrucción está en todo? ¿Me tendré que hacer cargo de una lectura pobre y ñoña…?
Probablemente; pero María, que es vos, yo y todxs, está incomprensiblemente viva al final de la novela. Lo único en lo que gana, en lo que alcanza una fortaleza superadora a la Intemperie y la deshumanización de su pueblo. Algo de ese desierto se amalgama con ella en una rebeldía salvaje que espera, espera tremendamente viva.
Amanda Corradini
Mujer de trincheras: Reparte su vida entre la trinchera de la Escuela Pública, la de su biblioteca y la que guarda algunas banderas que gusta agitar. Todo regado de mate dulce, Charly García y un vergonzoso apego por el humor infantil.
Poema de Ana Casale, participante de la convocatoria de poemas “Daniel Omar Favero”
Un viaje cotidiano se transforma con la lectura. Un ir y venir de imágenes que llegan desde afuera, del poema leído, de la música y de los recuerdos propios.
Radio
Desde la cocina de mi abuela
se escucha una fritura y una canción alegre,
suenan guitarras vibrantes, batería,
armonía de voces,
un idioma que fluye en la música,
palabras que apenas entiendo.
Mientras ponen la mesa
en el comedor diario
mi tía y mi mamá discuten,
se quieren y discuten,
no acuerdan en nada,
como un ying yang,
un juego que ellas
juegan sin saberlo.
Esta vez, por la canción
que llega con el olor a comida,
una dice que suenan a lata,
la otra que son geniales.
Mis muñecas sentadas
contra la pared del pasillo,
son mis alumnas por un rato,
algo me hace abandonar el juego,
es esa música que entra a mi cuerpo
por la cabeza,
hace espirales en el pecho,
me mueve los pies y los brazos,
soy baile desenfrenado,
golpeo unos platillos imaginarios,
hago sonar una guitarra de aire
entre mis manos.
¡Quiero más de eso!
Los de la radio que aún creo
que son seres diminutos
dentro del aparato
me complacen
y estiran varias horas
con esa música enloquecida,
voces de ángeles y ardillas.
son los 60´y el locutor dice
Beatles…Please, please me.
Subte
Wislawa está
sentada a la orilla de un río,
yo la imagino en el mío.
Mi río
del sur
bordeado de álamos dorados y
piedras que brillan desde el fondo.
La mirada vuelve
gustosa
sobre las palabras,
se abren
las puertas del subte.
El libro espera
un poco más entre las manos.
Una coreografía
de dedos
se despliega
sobre las pantallas
mientras busco
un lugar donde sentarme.
Un músico, con su guitarra y su voz interpreta
Ojalá de Silvio
y
Wislawa
vuelve a estar en esa orilla
pero ahora,
llorando tu ausencia.
Alejandro Parisi nació en 1976 en la Ciudad de Buenos Aires. Es autor de cuentos, novelas y guiones. Delivery es su primera novela publicada, en el año 2002, y reeditada este 2023 por la editorial Sudamericana.
Para comenzar, me interesaba preguntarte por lo que implicó para vos volver, veinte años después, a tu primera novela y apostar porque vuelva a circular, ¿tendes a creer que hay una evolución en el recorrido de un escritor a medida que va publicando, o no necesariamente?
No creo que necesariamente se pueda hablar de una evolución, aunque sí es real que cuanto más escribís, más aprendes a hacerlo, es lo normal. Cualquier cosa que haces muchas veces, la vas mejorando, te vas conociendo más.. yo esta novela la escribí en Villa Celina, en la casa de mis viejos, con mi hermano durmiendo en la cama de al lado, y ahora corregí la reedición con mi hija de diez años, en el estudio que tengo en mi casa. La novela salió en 2002, yo me fui a vivir afuera y perdí contacto con el texto; no le movió la aguja a nadie al salir, sin embargo a mí me abrió puertas y yo le tengo mucho cariño. Yo nunca pensé que iba a escribir una novela, y gracias a Delivery pude escribir siete más. Sin embargo, no es una novela que la pueda escribir ahora. Si bien el contexto es dramáticamente parecido, yo ya no soy un pibe de veinte años, ni estoy en la calle como lo estaba en ese momento por lo tanto no puedo hablar de cómo se vive en esa realidad. Pero sí, yo le tengo mucho cariño, simplemente porque esa novela me hizo pensar que podía dedicarme a escribir.
Decías algo respecto al contexto… Delivery es una novela que necesariamente se lee anclada en un momento particular de nuestro país como fue el final de la década de los ‘90. A veinte años de su primera edición, ¿ves hoy una realidad homologable a la que plantea el libro? ¿Hasta qué punto sería distinta la historia de Martín si transcurriera en nuestro presente?
En un punto, la sociedad no es la misma. Martín es un pibe de clase media que fuma porro por primera vez a los veinte años, hoy es otra cosa. Se juntaba de noche con los amigos en la plaza; hoy en CABA eso ya no lo podes hacer porque están enrejadas. Les alcanzaba lo que ganaban en el día para poder salir. Eso ya es imposible. La incertidumbre de los veinte años le pasa a los pibes de todas las generaciones; pero ahora hay más certezas de que es más difícil que te vaya bien. Por otro lado, en estas semanas de conversar sobre la novela, me pregunto qué votaría Martín ahora… y me cuesta aceptar que votaría a Milei. La izquierda dejó de ser una alternativa disruptiva y ahora ese lugar parece ocuparlo la derecha.
Si bien has incursionado en otros géneros, como son los guiones televisivos o los cuentos, en tu recorrido literario fundamentalmente trabajaste con la novela. ¿Qué encontras en este tipo de textos que te convoca más que otros?
En principio, como lector, disfruto más de la lectura de novelas que de cuentos. Soy más de rutinas, y el cuento te invita todo el tiempo a empezar de vuelta. Y lo mismo me pasa al escribir. Por otro lado, como laburante de la escritura, escribí muchos guiones para chicos, libros a pedido, de todo. El ejercicio de escribir lo hago todo el tiempo, pero no siempre tengo ganas de escribir algo mío; cuando llega ese momento, borro todo y me dedico a mi historia. Me costó mucho separar ambos carriles, pero con los años pude distinguir: una cosa son mis libros, y otra mi laburo.
Yendo un poco a la novela, en una entrada de tu blog, te leí decir que te aburre esa cuestión adolescente de “echarle la culpa a los padres”. Sin embargo, podemos ver en la historia de Martín la marca de una ausencia, que es la de la figura materna, y de una relación contradictoria como es la que tiene con su padre. ¿Hasta dónde crees que esas figuras condicionan o determinan su recorrido?
A mí me parece que a los veinte años hay una rebeldía que necesariamente la tenes que tener. Si Martín tuviera 40 años sería un pelotudo, pero a los veinte todos renegamos de nuestra historia personal, criticamos y cuestionamos las acciones de nuestros viejos… ahora, si vos construís tu vida adulta en torno a eso, es más complicado. Pero sí, claramente es un personaje enfrentado con su papá porque le echa la culpa por la ausencia de la madre.
Entre las dedicatorias que incorporas en esta edición, está aquella al recientemente fallecido Luis Chitarroni. ¿Qué importancia tuvo esta figura en la publicación de Delivery y en tu recorrido como escritor?
Lo primero que hizo Luis fue aceptar leerla. La novela llegó a Sudamericana en el año 2000, cuando la Argentina se prendía fuego. Yo estaba sin laburo, mal anímicamente y proyectando irme del país. En ese momento me llamaron para decirme que la iban a publicar. Llegó diciembre de 2001, Argentina estalló y a pesar de eso, al año siguiente me llamaron para decirme que salía la publicación. Luis no sólo se comprometió con eso, sino que habló muy bien del texto, me ayudó a poder viajar, se portó muy bien conmigo… Todos tenemos una persona que te cruzas y te tira un salvavidas sin pedir nada a cambio.
OTRA POLILLA EN BUSCA DE LA LUZ: RESEÑA DE DELIVERY DE ALEJANDRO PARISI.
Hay ciertas decisiones de nuestras vidas, incluso aquellas que podemos considerar más trascendentales, a las que a veces no es posible encontrarles una justificación si no es a partir de la pregunta por la negativa; es decir, preguntarnos ¿por qué no hacerlo? ¿por qué motivo debería decir que no, a la posibilidad que tengo en frente? Si no hay una respuesta clara a esta pregunta, a veces, podemos cometer grandes errores. Algo así, quizás, le ocurre a Martín, el joven de 19 años que protagoniza Delivery, cuando le llega la propuesta de empezar a vender cocaína mientras reparte pizzas y empanadas en sus jornadas laborales.
La Argentina de fines de los años noventa era, para la mayoría de los jóvenes de nuestro país, una cagada. No había un futuro a la vista, porque ya prácticamente no había tampoco un presente; nadie tenía un mango, ni los pibes, ni sus padres, ni los padres de sus padres. En esa Argentina vivía Alejandro Parisi, el autor de esta novela, mientras la pensaba y la escribía; en esa argentina transcurre la novela, y en esa Argentina, también, vive Martín, un joven con una vida bastante rutinaria: se levanta a las 10 de la mañana, se va a trabajar, hace los repartos, vuelve a su casa y deja que pase el tiempo hasta tener que volver a la pizzería (a veces durmiendo, a veces discutiendo con su padre, a veces emborrachándose). A la noche reparte hasta que llegan las doce, le pagan el día y se va, a veces a alguna joda con sus compañeros de trabajo, a veces a dormir con Vero, algo que cada vez le entusiasma menos; o a veces, simplemente, a tirarse en su cama a pensar en su vieja.
¿Por qué, entonces, decirle que no a la propuesta que aparece frente a sus ojos? ¿Qué riesgo corre, qué puede perder? ¿Quién puede decirle que está cometiendo un error, que está por mandarse una cagada, que piense un poco antes de decir que sí? Nadie puede, por eso acepta. No puede hacerlo su padre, quien difícilmente puede tener una conversación con su hijo sin que éste lo termine insultando o agrediendo. Tampoco puede hacerlo su madre, por un motivo muy sencillo: su madre no está. La historia de Martín es una historia marcada por una ausencia. En algún momento de su infancia, su madre se fue; no está claro a donde, no está claro con quién, no está claro por qué, lo que está claro es que no está, y esa ausencia es más que significativa para el protagonista.
Algunos, igualmente, intentan advertirlo: el Negro, su amigo y compañero de trabajo; Flavio, que cuenta con la ventaja de la experiencia: él ya trabajó para los nuevos jefes de Martín, y la cosa no terminó bien. Sin embargo, Martín lo ignora, no le parece suficiente, debe ser un mentiroso y un drogadicto que simplemente no se la bancó.
Si es difícil hacer recapacitar a Martín antes de aceptar, mucho más difícil es convencerlo de dejarlo atrás una vez que empezó. Cada noche gana dos, tres, cuatro veces lo que gana en una semana en la pizzería; los riesgos de los que tanto le hablaron, él no los ve: nadie se da cuenta, nadie lo persigue, nadie sabe nada. Está todo bajo control, todo está joya.
El problema va a estar, entonces, cuando aparezca Romi. A veces, cuando se anda en las malas, basta solo con encontrar alguien que nos diga que valemos para que todo se vaya al demonio. Nada hay más peligroso, en los momentos de desolación y autodestrucción, que la esperanza; que alguien nos diga que no nos regalemos, que nos quiere y le importamos. Porque cuando eso pasa uno empieza a revisar todo, y a preocuparse por cambiar lo que está yendo a contramano; la duda es, entonces, si todavía tenemos tiempo de pegar el volantazo.
Alejandro Parisi escribió Delivery a los 24 años, en 1999. Gracias al apoyo de Luis Chitarroni, brillante editor y crítico literario fallecido este año, consiguió publicarla. Hoy, veinte años después, la novela se reedita para preguntarse, y preguntarnos, qué actualidad tiene la historia de Martín. El autor ya nos da una pista: si en aquel entonces le puso este nombre al protagonista, en homenaje a su ídolo Martín Palermo, hoy, posiblemente, lo llamaría Román.
Pedro Jalid
Profesor de Letras. Leo más de lo que escribo, trato de hacer más de lo que digo.
Desde el día 9 de noviembre hasta el día 12 del mismo mes se estará llevando a cabo el 18 Festival de libros de fotografía y arte gráfico en el centro cultural haroldo conti.
9 de noviembre. Solazo acecha la ciudad de Buenos Aires, el viento húmedo proviene del río; el fervor sitia al barrio de Núñez, hay muchas cosas hoy: Fulgor adolescente, mucho brillo; agentes de tránsito en cada esquina y embotellamiento en el centro.
Estamos invitados a la apertura del 18avo festival y muestra de libros fotográficos y arte gráfica. Editores y editoras dispuestas en mesitas se encuentran en el primer piso del hoy centro cultural y espacio de memoria Haroldo Conti.
La entrada es gratis y ni bien ingresamos a la antigua edificación, nos reciben paneles de durlock donde se plasma la historia del poeta. ‘Me pierdo entre la gente y vuelvo con un libro’.
También en planta baja, a un margen del pasillo que nos lleva a la escalera hay una pequeña habitación que forma un microcine, todo empapelado con el matra ‘hoy todos somos negros’. La búsqueda de crear impacto, de crear estados shock parece que va a ser regla en las expresiones aquí dispuestas.
-Acá antes que funcionaba?
-No lo tengo muy en claro, sigue en investigación, creo que van a agregarlo en esos qr, son audio guías… detrás está el mapa, el centro clandestino estaba en la otra punta, en el casino de oficiales…
Ya en el piso superior, en un tercer stand se encuentran atentos a la llegada de visitantes los editores de ‘cielo invertido’. El federalismo se hace notar en su modo de hablar, son de Córdoba. Notan que observamos muy detenidamente una obra compuesta de imágenes y palabras, por ello proceden a comentarnos:
‘Estos dos libros “gravedad en palabras” –Mateo Paganini– y “búsqueda en lugar de encuentro” –Franco Igrassia– son producto artístico de la lectura de estos otros dos (señalan “el castillo de quienes buscan sentidos” y “el velo negro”) quisimos proponer que estos artistas luego de leerlos, capten imágenes y se explayen escribiendo.
-Ella es psicóloga (dice él, por su compañera editora) y trabajamos la relación con la locura y el arte; en ‘el castillo’ se trata de eso
-Además si te fijas bien agregamos fotos del lugar (Añade la editora).
-claro, habla de un hospital en particular y tomamos el trabajo de buscar imágenes de ese sitio, sumando a la edición de las mismas en colores rojo y azul… Por nada en especial, solo que del lugar que donde lo imprimimos salían mejor esas tintas. Esos colores.
¿Hay relación entre la imagen y la memoria? ¿Se crea memoria a partir de la imagen? Trastabillando preguntamos a lo que ellos rápidamente responden: “No sabría decirte exactamente cuál… Pero en este lugar…”
Al fondo del salón llaman la atención algunos títulos y portadas. El primero de ellos lleva el nombre de la enorme fotógrafa y artista argentina Sara Facio, el segundo se titula como “Telos” de Martín Weber, otro es la fotografía de un hombre sosteniendo un cartel que dice “Mi Sueño Es Morirme”. Ediciones Larivière. Detrás de la mesa espera Mariela dispuesta a charlar con Revista Trinchera.
Fundada en 1994 proyectada por una curadora francesa instalada en nuestro país con su esposo. Cuyo apellido es el nombre de esta editorial.
¿Por qué lleva el apellido de él y no de ella? La seña es inequívoca.
La historia es que antes de ser matrimonio ella le expresa su preocupación por publicar libros de arte sobre fotos de estancias argentinas y, el señor sin dudarlo, le asegura que se hará cargo de publicarle todos los libros que ella quisiese.
El fotógrafo antes nombrado (Martín Weber) viajó por toda Latinoamérica entablando conversación y dándose a la escucha, a la observación con los grupos sociales que conforman la comunidad de nuestros pueblos; así fotografió a los protagonistas con un cartel escrito en el cual -literal- expresaran sus ensoñaciones, sus ansias.
Allí está entonces ese joven. Inmóvil y con su mirada fija, clavada al frente. Con su deseo insalvable, realista y posible de cumplir anotado (con tiza gustamos de imaginar) en una pizarra.
Finalizando el paseo y las charlas nos encontramos con Luis Juarez de Revista Balam, llama la atención la gorra que comercializa. Tiene inscripta la palabra “Joto” que nos explica; significaría despectivamente ‘Maricón’ en CDMX. “Tratamos de hacer una resignificación de la palabra y rehabitar su significado, la gorra en particular es en celebración de la última edición de “Nuevas Masculinidades”, última tira de la revista”.
Balam es una editorial de fotografía contemporánea que se dedica a trabajar con diversas temáticas pero siempre con enfoque en las minorías y disidencias sexuales puntualmente en la comunidad LGBT y queer a fin de concientizar la realidad de los márgenes. Es de convocatoria abierta tanto de fotografes como de escritores. Con editores e investigadores también invitades.
Nos comenta que se hace mucho hincapié en su edición. Quizá para la mayoría la imagen tiene que ver solamente con lo visual. No es del todo cierto. Tiene que ver y mucho también con el tacto.
Al finalizar la ronda por el festival, recorremos las calles del sitio.
Habiendo andado entre sus antiguos árboles, salir caminando por entre el portón forjado en hierro, dejando atrás las inscripciones en letra blanca que rezan “Escuela Mecánica De La Armada” se siente -es- una verdadera victoria. Comenzamos a emprender retorno a nuestra ciudad.
Relato de Angela G. Lencinas, participante de la convocatoria de cuentos “Hebe Uhart”.
Una tarde de cielo gris abrumador y un calor húmedo asfixiante todo se derrumbó. El cuerpo, la piel, se sentía pegajosa. Era imposible concentrarse con las gotas que poco a poco caían de los pequeños vellos que rodean la nuca; pero más allá de eso, aquello que me desesperó completamente fue que, con la humedad, la maldita humedad insolente e irrespetuosa que avanzó sin siquiera presentarse pero ejerciendo evidentemente el rol de culpable de que la cerradura de la jaula estuviese algo floja. Con las altas temperaturas el hierro se expande, y de tanto expandirse y reducirse, sumado a lo resbaloso del sudor respirado que exhala luego de haber estado tantas horas al sol; terminaron por dejar a la traba de la jaula sin razón de ser y sin propósito, y a mí sin la única cosa que me mantenía en pie en este mundo de vorágines catastróficas, trágicas y lúgubres.
Desde pequeño me ganó la misantropía, y solo pude, solo puedo, comunicarme con los pájaros; ellos me calman, son mi ancla, mi eje.
Escuchar sus trinos bien entrada la mañana, mantenerlos entre mis palmas y ver como se retuercen un poco, como mueven sus cabecitas diminutas desesperados, o incluso intentan lanzarme unos picotazos juguetones. Cuando les doy de comer se avalanchan en aquella jaula de veinte metros cúbicos las setenta crías de ruiseñor, uno encima del otro, atacándose por un grano aunque sea de alimento. Me regocijo al ver sus ojos desesperados necesitándome, tanto que terminan amándome; por eso mismo me gusta dejarlos en dieta estricta, y cada vez que se atreven a matar a uno, en mi honor, por mi amor, por mi atención estallo por dentro de una felicidad inmensa que no me cabe en el cuerpo; pero aún así, para mantener las apariencias, me veo obligado a castigarlos cortándole las comidas, el agua, u “olvidándome” por un rato, media horita, de cubrir la jaula con una manta ante el sol.
Sus chillidos no hacen más que susurrarme: “Vuelve, te amo, no me dejes aquí en este infierno en la tierra cuando solo quiero ver tus ojos y tus manos que todo lo pueden y todo lo dan”.
Verdaderamente así me siento, un dios, porque tengo el poder inconmensurable de decidir sobre su vida, y ellos me aman tanto que aceptan con sumisión cualquiera de mis mandatos. Van a donde les digo, hacen lo que les pido, y me cantan serenatas de amor cada tarde para demostrarme su eterna lealtad. Los humanos jamás harán esto, jamás se someterán a alguien de esta manera, ellos no saben amar y por eso los desprecio.
Es por eso que cuando la cerradura, floja, caída cedió ante los golpes en la bandada hacia la puerta, y salieron de allí cada uno de mis amantes dejando plumas, sangre, y pedazos de patas y picos partidos en el camino entendí que moriría; mi vida ya no tenía nada de sentido sin nada que la sostuviera, sin ellos que la sostuvieran.
Es por eso que cuando alcancé a uno de ellos, tímido de salir pero finalmente decidido a hacerlo; volando justo al alcance de mi mano para que le parta el cuello diminuto. Fue allí donde sentí uno de los mayores placeres que podría haber experimentado nunca. Ellos no me amaron lo suficiente, y solo muertos serían capaces de hacerlo hasta la eternidad, solo muertos tendría su sumisión complaciente y eterna.
Corrí hasta el galpón a buscar el rifle de aire comprimido con el que me gustaba asustarlos, para después volver con premios, algunas flores y comida, y así ganarme su corazón; busqué y entre latas de atún vencido encontré perdigones viejos, los guarde en el bolsillo de forma cuidadosa.
Poema de Autora Florencia Alderete Berardi, participante de la convocatoria de poemas “Daniel Omar Favero”.
Una joven en el medio de una epidemia mundial, una cursada virtual de psicología social, y una pelea familiar como detonante dan como fruto unos versos que recorren desde la desolación absoluta, pasando por los reclamos más histéricos, hasta finalmente dar con la importancia de existir (en paz) en comunidad.
Desde la bronca y el hartazgo, me pregunto:
¿dónde está mi derecho a la paz?
¿Cómo puedo ejercerlo cuando hay alguien que por acción u omisión, simplismo,
reducción o negación, está perturbando mi paz?
¿De qué me sirve
nombrarlo como un derecho,
si no es exigible ante ningún organismo, institución o persona,
público o privado; ninguno, de ningún tipo?
¡Díganme!
¿A qué plaza puedo ir a marchar, qué cartel puedo pegar,
dónde puedo gritar y cantar
a pulmón vivo mis consignas, y exigir mi derecho a la paz?
¿Dónde debo depositar mi reclamo?
Escribo desde la bronca y la desilusión.
¿De qué me sirve nombrarlo con su significado
si no existe la imagen mental del mismo, si su significante es nulo?
¿Ante quién me debo arrodillar para pedir suplicando
que por favor
se respete mi derecho a la paz?
¿A qué dios debo rezarle? No creo en ninguno,
pero ojalá me escuchen.
Insisto:
¿Dónde quedó mi derecho a la paz?
¿Alguna vez existió?
¡¿Quién me lo arrebató de las manos?!
¡¿A dónde se fue?!
¿De qué me sirve declararlo como tal
si sólo queda en una expresión de deseo, en una frase linda?
¿Cuáles son las herramientas que debo utilizar,
cuál es el presupuesto que necesito para convertir esa expresión de deseo en una realidad del mundo material?
Material.
No metafísico,
ni esotérico ni espiritual.
¿Quién nos arrebata el derecho a la paz?
Escribo desde donde puedo y sobre una servilleta:
Me niego a creer
en la decadencia interminable, inminente.
Quiero reivindicar, y reivindico mi derecho a la paz,
que no es sólo mío sino de todes.
Ayúdenme a construirlo, si es que nunca existió; ayúdenme a encontrarlo, si es que se perdió.
Escribo desde una pequeña
chispa de esperanza que me queda: les pido ayuda porque nadie
puede ser del todo feliz en soledad.
Hay algo de lo que estoy segura.
La felicidad y la paz no serán iguales, gemelas.
Pero sí se parecen mucho.
Son hermanas mellizas.
Entender al peronismo a partir de José Pablo Feinmann es entenderlo fenomenológico, inexplicable y sólo a veces tangible.
Para cuando alguien lea esto, la cosa estará definida. Pero hoy aún no y escribo mi columna mientras se me enfría el agua del mate por tercera vez, mientras doy la vuelta al perro sobre mi propia angustia política.
A punto de discurrir sobre una buena cuentista argentina, releo su biografía para entrar en clima y me encuentro con una cita que habla de su aventura de juventud participando de los hechos de Ezeiza en esa coyuntural vuelta de Perón a la Argentina de 1973. Y no es que cambió de opinión, necesito desmesuradamente hacerlo, quizás para detener mi vuelta al perro, quizás sólo por eso, puede ser.
Es que recuerdo de golpe un libro que me permitió entender el fenómeno peronista desde todos sus planos, y que sobre todo, instaló para siempre en mi cabeza a los sucesos de Ezeiza como la configuración genética del peronismo.
José Pablo Feinmann se propone escribir la historia del peronismo en dos tomos de más de 800 páginas cada uno, los llamó Peronismo, Filosofía de una Persistencia Argentina. El tomo I desarma las primeras vidas del movimiento, desde 1.943 hasta los inicios de la década del 70, el segundo toma la posta desde acá hasta el golpe cívico militar. Este es un dato duro y parece indicar que se trata sólo de otro libro sobre alguna costilla de la historia argentina, pero lo que hace Feinmann es otra cosa, quizás porque su capacidad para la obsesión sólo rivalizaba y a pleno con su desmesurada preparación académica y su riqueza cultural. Lo que hay dentro de estos armatostes de libros es el peronismo en todo su espectro, cruzando el relato todo el tiempo con soportes extra de interpretación que vienen desde el cine, la filosofía y hasta la música. El peronismo aparece en estos libros -ante los ojos de quien los lea- en los huesos, es el peronismo más allá y más acá de su líder, algo parecido a como si se apoyara el ojo izquierdo en un microscopio y se pudiera ver el accionar de cada microorganismo y luego se corriera a un telescopio para contemplar la bestia en toda su dimensión. No hay forma de volver entenderlo igual luego de esta lectura.
Y como les contaba hay un capítulo largo en Peronismo, Filosofía de una Persistencia Argentina II, sobre los hechos de Ezeiza, lo que finalmente se iba a reconocer en términos históricos como la Masacre de Ezeiza, esas páginas que releo ahora y encuentro subrayadas y acotadas con lápiz negro son las que me convocan a virar de tema en esta columna.
Rapidito el contexto de los hechos: Dieciocho años de exilio luego del golpe de estado de 1955. Perón había amagado con volver en dos oportunidades a Argentina: en 1964 -lo dejan llegar hasta Brasil nada más- y en 1972 donde tantea brevemente el clima argento y vuelve con avión y todo a su puerta de hierro. Pero el 20 de junio de 1973 regresa definitivamente a la Argentina, un hecho largamente planificado y mucho más largamente esperado.
Lo que hace Feinmann es montar una heterogeneidad compositiva de los hechos de Ezeiza: la narrativa se sostiene sobre dos escenarios simultáneos pero antagonistas: el del lado del palco, allí estaban quienes habían comandado la organización del acto, un raro equipo compuesto por líderes de la CGT, la UOM y la derecha peronista, este grupo iba a llevarse además la cucarda de ser lxs responsables de la masacre; el otro escenario está lejos del palco. Avanzando en interminables columnas por autopista Ricchieri y ruta 205 estaba todo lo demás…Lxs Montos, sí; el espectro total de las organizaciones peronistas movilizadas orgánicamente, sí. Pero en ese tren humano iba además y sobre todo…la gente, la que sostuvo por casi dos décadas las fotos de Evita y Perón apoyadas en el aparador, la juventud conquistada por un amor platónico por lo que había sido, un amor sostenido por las anécdotas relacionadas con cómo tuvo su primer juguete al viejo, la primera jubilación de la nona, las primeras vacaciones de enero en un hotel limpio y cómodo, en una pileta comunitaria.
El chiflado de Feinmann va desovillando los hechos de Ezeiza saltando entre esos dos escenarios, no deja cosa sin analizar y si tuviera que recrearlo, esta columna mediría dos metros de largo. No importa, no es lo que la inspira hoy, no es de lo que necesito hablarles hoy.
Les decía que en uno de los escenarios que sostiene el relato pasmosamente realista del autor, está contada la devoción por Perón. Columnas y columnas de gente yendo a ver llegar a la Patria a su líder…es verdad, todo termina mal, pero lo que lográs entender después de leer este largo capítulo del libro es que el 70% de las personas que avanzaban desde los cuatro puntos cardinales rumbo al palco en Ezeiza era la gente, el pueblo con sus banderas y sus pancartas, con sus porfiadas melancolías, con sus curiosidades. “…Lo del 20 de junio no era una acto político, aunque hayan ido las distintas agrupaciones, el motivo del acto fue otra cosa” dice José Pablo.
Acá planto. Se calcula que casi 2 millones de personas caminaron hacia Ezeiza…2 millones. Todo termina mal, los 13 muertos, las decenas de heridxs, y el discurso posterior de Perón soltándoles la mano a las organizaciones que más se habían comprometido con mantener viva su memoria política, que era mantenerlo vivo a él. Pero algo pasa durante, después…algo pasa, intangible y fenomenológico. La lealtad, la opción por el pueblo y por el líder que corporizó esa opción son grandes líneas ideológicas y doctrinarias que se gestaron en la experiencia misma del pueblo peronista y no constituyen un sistema teórico producido con antelación por ideólogos de gabinete ni por científicxs de fenómenos sociales.
La subjetividad premeditada que intenta plasmar el autor en esta parte del relato aparece y comunica. El movimiento es siempre más poderoso que el referente. No es la fe en su líder, es la fe en lo que representa. No es el amor al viejo patriarca, es el amor al declamado amor del patriarca al pueblo. El amor por el amor.
El movimiento peronista, que ni siquiera es potestad de lxs peronistas, tiene ese efecto histórico. Las masas van a seguir avanzando por Ezeiza siempre, por Juan Perón, leal o traidor; por Eva plena o cobijada en las banderas; por Néstor, vivo o eternauta; por Cristina inmensa o acorralada, incluso por el oscuro Menem o el desabrido Alberto…El pueblo es el peronismo, derrotado o pasmosamente victorioso, el peronismo es un fantasma de Canterville que persigue a sus líderes, los encuentra, los abraza o los atropella y sigue por la Richieri y sigue…
Está columna fue escrita el 20/10/23
Amanda Corradini
Mujer de trincheras: Reparte su vida entre la trinchera de la Escuela Pública, la de su biblioteca y la que guarda algunas banderas que gusta agitar. Todo regado de mate dulce, Charly García y un vergonzoso apego por el humor infantil.
Manuela Bertola nació en La Plata en el año 2001, es estudiante de sociología y productora del programa Cual Pinta? en Radio Trinchera. Comparte con Revista Trinchera el siguiente relato.
Hay un lugar, donde las fracciones del minutero se comprime sobre sí mismas, como si se plegaran hasta desaparecer. Este es ese lugar, aquí el tiempo se desconoce, se insulta, se cansa de sí mismo, marcha al exilio junto al olvido. Juega al jenga con la oscuridad y le tira las cartas a la mala suerte.
Hay un lugar, donde las sábanas se vuelven sogas y te absorben al centro mismo de la cama, te retienen mientras te respira en la nuca el ruido pausado de un reloj sin pilas. El silencio de las agujas, la calma, la excesiva calma y el sofocante calor se condensan en un suspiro.
Negro, un abismo, negro, de una profundidad incalculable. Una gota de transpiración recorre mi espalda, la siento patinar una a una por mis vértebras, golpeando desafiante el cuerpo caliente.
Si algo altera aún más la situación, después de hoy, nada. Todo depende del desenlace, de que no decidas presionar con tu dedo el gatillo, o de que ocurra algo que te impulse y decidas así terminar el acto. Veo atrás del abismo, una mano firme y a su vez veloz, que se mueve en múltiples direcciones agitada y después, después pausa el tiempo. Suplico, puedas controlar los nervios, suplico los controlemos.
¿Cómo puede una mano desconocida pausar el transcurso del tiempo? ¿cómo puede, un año después, congelar el aire? a veces siento, que desde el abismo me muevo en cámara lenta y rebobino una y otra vez, al lugar donde juntos matamos al tiempo.
Es cómico verme ahí, imagino desde el suelo a una mancha color rouge que se diluye desde mi sien siguiendo el mandala impuesto por las baldosas. Sería una muerte dignamente platense, morir en una vereda rota color ladrillo cuadrille, bañada en mi propia sangre. Viendo mis sesos volar por los aires, es mucho más poético que morir en la cama a los 100 años, pienso. Mínimamente digno, como para construir un mito.
Se provocaría una retórica insuperable, es decir, morir en manos de un delito rápido, habiendo dedicado mi corta trayectoria a estudiarlos y quizá aún mejor que eso, sea que lo que explote es mi cabeza. Mi cabeza, lo único que efectivamente me vigoriza haciéndome sentir viva.
Matarme por donde vivo, el pensamiento. – Quizá no sea digna de una muerte ejemplar, pienso ahora mientras paseo por los rincones del recuerdo –
Recortaste todo margen de error al mínimo. Parecías un profesional en esto, se te notaba en los movimientos el ritual programático incorporado robo a robo, la destreza digna de un artista, de un malandra. No perdería una mano, ni un pie, tampoco perforarías mi pulmón o dejarías que me desangre con una bala en el esternón, no, nadie podía errar en esa escena, nadie olvidaría sus guiones de buenos villanos y excelentes víctimas.
Yo mujer, clase media alta, blanca a tres cuadras de mi casa, vos pibe del margen -o automarginado- en moto, cubriendo tu identidad dejando ver tus manos marrones sosteniendo el poder del fuego frente a mis ojos. Si alguien quisiera llevarlo a las grandes pantallas, buscaría a los actores más estandarizados y de mi harían un mártir, mientras de vos, el más vil de los villanos, nada que escape mucho del cliché sociocultural y reiterativo que hace de la inseguridad una gran sombra que camina cual gigante detrás de los miedos sociales.
Y en este caso, a mi pesar de socióloga formada para derribar el sentido común , reflejo exacto de la realidad. Otro guiño del guionista de mi vida que no se gasta en pequeñeces.
Pero tan hijo de puta tenias que ser, tan cruel, tan desalmado que me quitaste la gloria del bronce huyendo como un gorrión apenas sonaron las primeras alarmas vecinales. No seguiste el consejo de tu cómplice que visceral reclamaba desde la bandida ronroneante que me remates en el suelo.
Te llevaste la botella de agua con la que licuaba mi sequía corporal, los únicos lentes de sol que tuve en mucho tiempo, apuntes de la facultad y uno de los pocos recuerdos materiales que me quedaban de un viaje a Colombia, una mochila tejida por los Wayúu. Todas cosas dispensables y sin valor.
Y me dejaste ahí, tirada en el piso, sintiendo la puntada en las costillas por los golpes y un eco de silencio tortuosos. Sin la gloria de las víctimas fenecidas, ni tampoco el regocijo de ver mi sangre derramada. Tan solo ganaría esa noche una receta para conseguir analgesicos para caballo y alguna que otra mirada limosnera de gente que dice quererme.
Con el tiempo desarrolle otros souvenirs como no poder salir a caminar de noche y gastar más plata de la que tengo en taxis, uber y remises. Gane también largas y tendidas conversaciones con la sombra que habita dentro de la grieta que hay sobre mi cama, justo ahí donde la madera se gira sobre dos nudos que me miran acusatorios. Adquirí ojeras entre púrpuras y negras y perdí junto con mis pertenencias las ganas de salir a la calle y la noción del tiempo.
A los días diseñe una encuesta destinada a los siguientes a vos, a mis próximos asaltantes, para que al llevarse mis cosas luego se contacten conmigo, para darme algún tipo de insumos para mi tesina de grado y en caso de ser posible, para dar con el paradero de aquella mochila colombiana.
Hasta el momento, tus colegas no han dado conmigo, pero si han venido otras desgracias. La grieta del techo parece que se ensancha y creo que esta vez no es la humedad, sino mis palabras que ya no encuentran lugar donde esconderse.
De a poco volví a salir a la calle, y pese a que casi siempre se me corta la respiración al pasar por nuestra cuadra, esa que nos unió para siempre en una fracción de segundo. De ahora en más inseparables. Por la que corrí desesperada al grito de, no, por favor no me mates, hijo de puta. Esa misma donde tus patadas me tiraron como una bolsa de arena al piso, esa, exactamente esa que salio televisada al lado de un indicador del delito en la ciudad, esa misma cuadra que queda apenas a tres de mi casa.
Y aunque ya no es lo mismo la noche, que me cubría con brillos en las esquinas mientras las estrellas iluminaban las señales de tránsito, a los autos y los transeúntes, camino aferrada al impulso que me obliga a salir de abajo de la cama y me pregunto, ¿por qué? ¿cómo podes haber sido tan hijo de puta, con un corazón tan tibio, tan enterrado en la helada que no tuviste la decencia de matarme? a mí, que nada te había hecho, a mí, que encima cargaba impune con una mochila vacía y tan fácilmente descartable, a mí, que con todos los privilegios de este sistema de mierda, la jugue de victima y victimario y encima el Iphone, el puto celular de mierda, la manzana mordida del eden de los sin patria, el anzuelo fijo de los pobres pibes como vos y yo, el yugo bajo el cual somos lo mismo, unos pobres tipos muriendo y matando por acceder a la gloria de las migajas de Steve Jobs. El único premio meritorio de esa proeza, el iPhone, el puto iPhone quedó conmigo.
Manuela Bertola
Hija y nieta de la historia de nuestro pueblo. Estudiante de sociología. Nacida y criada en la ciudad donde las diagonales tocan el sol.
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