Un cuerpo ajeno, una mirada profunda que corrompe, el duelo un arma larga y gastada. Un cuento audaz e intempestivo de Sonia Ramón.
No hay causa más perdida que una batalla con lo imaginario.
LIONEL SHRIVER
Me agarro el vientre, qué torpeza, como si con esto pudiera atajar los espadazos que lastiman mis tripas. El ocre de la fachada evoca formas de calabazas, pinturas rupestres y desiertos. Oprimo el timbre con la mano temblorosa y el corazón cada vez más precipitado. «¿Es usted Simona?», me pregunta desde la ventana del segundo piso un muchachito cejudo y pelinegro que no tendrá más de doce años. Me hace pasar a una sala estrecha y con la boca fruncida me señala una silla de palo ennegrecido a punto de desbaratarse. De la bienvenida se encarga un eructo que proviene de la habitación del fondo. Veinte minutos después creo advertir una voz en el consultorio, ¿ha pronunciado mi nombre? Toco a la puerta. «Pase, no hay tiempo que perder», ordena la voz gutural y autoritaria. La penumbra del espacio, iluminado apenas con tres velones del color de la miel, no me permite descubrir el rostro de la mujer, sin embargo, logro ver sus manos regordetas con las uñas pintadas de marrón y un anillo de oro y ágata en el dedo del corazón. «Edelia recibe su zozobra y la conduce a la paz». Habla de sí misma en tercera persona, pero eso no me sorprende, tampoco su espectralidad, que de ningún modo trasmite aprensión. Quiero confiar en las palabras de aquella mujer y quedarme a escucharla. Los vidrios esmerilados aun semicubiertos por una persiana oscura permiten que se filtre un estrechísimo rayo de luz. Quizás halle un bosquejo menos maligno de eso que pudo ser. «Cuénteme qué la hizo venir a verme, ¿por qué está tan interesada ahora por este asunto?», me indica con las manos asentadas sobre el escritorio, como si este pudiera salir huyendo de un momento a otro. En el trayecto imaginé que me haría esa pregunta, con idénticas palabras, y ya tenía una respuesta aprendida: «Empezó con un sueño tenebroso hace seis semanas, mi cabeza empezó a acosarme, no podía dejar de hacer suposiciones sobre lo que pudo haber ocurrido hace trece años luego del retraso menstrual. Mi prima me vio angustiada, por eso me habló de usted, de lo que hace…y bueno, aquí estoy». Edelia se lleva la mano derecha abierta sobre el plexo solar y clava sus ojos en los míos, por eso prefiero concentrarme en su respiración casi asmática, en el ir y venir de su pecho colosal, en los múltiples collares con piedras de berilo. Me señala una camilla negra cubierta por una manta ocre. «Acuéstese y deje la mente en blanco», me dice. Mientras me acomodo, toma una bolsa de terciopelo mostaza puesta sobre una antigua mesa de patas retorcidas y de allí saca un huevo blanco de gallina que frota luego contra mi vientre desnudo durante algo así como diez minutos. Se lo coloca sobre la frente y lo hace girar varias veces al tiempo que masculla algo semejante a una invocación en lo que parece una lengua creada por ella misma. La blusa de Edelia huele a laurel quemado, su pelo a parafina y el consultorio a maderas viejas y andariegas. Cuando noto las manos heladas de Edelia en contacto con mi abdomen tibio, mi cuerpo produce varios sacudones. Termina sus rezos, se gira despacio, casca el huevo contra el borde de la mesa principal y lo vuelca en un vaso de vidrio con agua hasta la mitad, luego regresa a su puesto detrás del escritorio, con las manos abiertas rodea el contorno del vaso sin llegar a tocarlo y su mirada oscura se afianza en el huevo flotante. Me pide que me levante con cuidado de la camilla y me siente de nuevo frente a ella, supongo que podría desmayarme, pero respirar a fondo me cambia por completo la sensación corporal. Puedo concentrarme también en las formas que toman poco a poco la clara y la yema, me embeleso ante la telilla blancuzca que se prolonga como la falda de una bailarina de ballet al contacto con el agua. Aparecen figuras espiraladas, puntos rojos y negros, adivino perfiles humanos e hilos de varias extensiones que se dilatan. Me parece advertir una herradura, un alacrán y una corona. En el corredor un perro ladra con desesperación al tiempo que la voz ronca del muchacho pelinegro lanza ultrajes. «No sé ni por qué te dejé entrar, canchoso». «Te crees muy bonito, pero eres inmundo y sucio» «¡Qué asco, me vas a prender las pulgas y la rabia!». Es como si la ira del pelinegro inflamara el aire del consultorio. Edelia observa extática el vaivén lánguido de las figuras dentro del vaso, incluso la cáscara rota que ha instalado sobre un plato dorado. El silencio se interrumpe de pronto con un eructo idéntico al que lanzó en el momento de mi llegada, quizás usa estas expulsiones de gas como un lenguaje secreto, como un abracadabra para acceder a otras dimensiones. El piso y las cadenas metálicas de las persianas se agitan, incluso percibo un cambio en mi pulso, supongo que no tengo un corazón sino el motor de una motocicleta Streamliner. Me dejo llevar por la voz cada vez más espesa de la experta en posibilidades, por las palabras de la vidente del futuro condicional. En una de las paredes laterales cuelga un cartel blanco con letras negras de molde que reza: Yo habría. Tú habrías. El/ ella habría. Me sorprende que una pitonisa se interese de tal manera por la conjugación verbal. Edelia me pide que cierre los ojos y me ponga las manos sobre el vientre, que me entregue al ir y venir de su voz como si nada más existiera. Me rindo ante esa danza volátil que resulta de mezclar realidad, imaginación y augurio. El perro deja de ladrar y el muchachito de insultarlo, al fondo solo se escucha el silbido inquieto del viento. Después de un minuto eterno Edelia habla: «El niño hoy tendría doce años. Su pelo sería espeso y brillante, como el suyo. Habría heredado su actitud dramática, usted sabe cómo funciona la genética». Con un nudo en la garganta le pregunto si puede darme la fecha de nacimiento de la criatura, pero ella se pone el índice sobre la boca, cierra los ojos y vuelve a abrirlos para concentrarse en las figuras que le sigue ofreciendo el vaso. «Guarde silencio. Las estampas aparecen en orden cronológico, son como un largo río que necesita de paz para seguir su curso». Comienzo a advertir también esas estampas, una ráfaga de emociones hace presencia en mi cuerpo casi desgonzado. Edelia habla mientras yo visualizo.
Veo las dos líneas rojas en la prueba, y desde ese momento, me siento como la mujer desatendida, como si fuera simplemente un vehículo para dar vida. Augusto está feliz con la noticia, pero no quiero sonreír ni celebrar, solo hablar lo estrictamente necesario; he comenzado a despreciarlo. Detesto verme al espejo y tener que aceptar esas manchas pardas que se esparcen sobre mis pómulos. Me convierto en la mujer de treinta y cuatro años dedicada a acumular resentimientos, y eso que me dicen que el niño saldrá idéntico a la persona que deteste durante el embarazo. ¿Heredará la criatura depresión, ansiedad, TOC o trastorno bipolar o mi pasión por el arte? ¿Y qué, si sufre de una enfermedad incurable? ¿Y si alguno de los dos muere en el parto? Sueño que en mis entrañas no habita un feto sino un alacrán. La pesadilla se repite. Augusto y yo buscamos el nombre de la criatura. Cristóbal. Baltasar. Salvador. Llego a la clínica y descubro que nadie me hace caso, mientras me alistan pregunto por qué me harán cesárea y una doctora me responde con voz de ogresa que mi bebé está sufriendo. Sacan de mi vientre al bebé Cristóbal, y como no lo escucho llorar, le digo a un doctor que dónde diablos está mi hijo y este me dice que lo están limpiando y yo le digo que por qué no lo escucho llorar y él me dice que lo están reanimando y yo pregunto en medio de un llanto crispado si el niño está bien, y el médico responde que sí, que no me afane porque será peor. Siete horas después puedo verlo, qué melena, qué risa preciosa, qué pulmones. El bebé Cristóbal casi no duerme. Intento descansar mientras la criaturita duerme vigilada por alguna de sus abuelas. El bebé se ríe y yo lloro. La actitud pasiva de Augusto me provoca unas ganas indomables de retroceder el tiempo. El pequeño animal de mami casi no ríe, pero parece absorto ante las caras de quienes lo arrullan. Augusto cambia de trabajo y llega a casa cada vez más tarde, una mañana de domingo alista las maletas, me mira con rencor y gimotea al despedirse del niño. Cristóbal y yo, así, solos, quizás seamos una familia menos disfuncional.
Edelia se calla. El caudaloso río de imágenes se seca de pronto, abre los ojos y en su expresión veo terror, conjeturo que debo seguir guardando silencio para no romper algún vínculo con esa otra dimensión; me parece que mi útero se convierte en un cofre de piel del que nadie, solo yo misma, tengo la llave. «Lo mejor será que terminemos esto. Se ha abierto un canal importante, ahora hay que cerrarlo. Lo último que le diré es que el niño habría muerto hoy, jueves 30 de noviembre a esta hora. Él mismo se habría encargado de acabar con todo. Debe llevarse el vaso con el huevo y dejarlo frente a un cirio amarillo encendido durante tres días. Al cuarto día entierre el huevo y haga una oración por el alma de la criatura. ¿Está claro?» Asiento, aunque todavía no salgo del trance. Escarbo entre la cartera y le entrego un sobre con el pago. Edelia cubre la boca del vaso con un rectángulo de tela negra que asegura enseguida con una banda elástica y lo coloca dentro de la bolsa de terciopelo mostaza. «Llévelo con mucho cuidado, ya sabe que es sagrado», dice en tono solemne. Le doy gracias, tomo una bocanada que parece agotar el aire de la habitación y abandono el consultorio.
En el corredor el pelinegro no deja de lanzarle insultos al perro, incluso abre la puerta y le da un puntapié que lo deja chillando en medio de la calle. Intento acariciar en mitad de la avenida al caniche que no tendrá más de dos años, pero me gruñe, me enseña su diminuta dentadura. El pelaje rizado y castaño, poblado de mechones pegoteados, pura mugre y grasa. Su cuerpo muestra un alto grado de desnutrición y algo en mi pecho se sobrecoge. Le hago mimos y el animal responde cada vez con menos enojo. El hambre no da espera, paso la calle y en la tienda de la esquina pido tres panes rellenos de queso más un cuarto de libra de jamón. Pobre criatura. Desde la puerta del local me vela con esos ojos acuosos y negros, parece como si quisiera expresar algo que soy incapaz de interpretar. Cuando pretendo acercarme otra vez, me muestra de nuevo los dientecitos, pero no deja de vigilar el contenido de la bolsa. «No te preocupes, muñequito, hoy sí vas a pegarte un banquete», le digo. El tono de la frase cambia de algún modo la actitud del animal, diezma en un segundo su capacidad reactiva. Este pequeño tiene algo especial, pero no sé qué con exactitud, quizás esas greñas intricadas, los bigotes turbulentos, la mirada de súplica, ternura y pánico. Me acerco a un árbol y en la base del tronco hallo una suerte de cuenco donde troceo con esmero el pan y el jamón. El perro se arrima poco a poco a olisquear. Me ve con esos ojos oscuros en forma de almendra. Preciosas esas orejas que le caen con triste gracia a ambos lados de la cabeza. Come con tanta avidez que se atora, por lo que supongo que quizás el pan está demasiado seco. Abro mi cartera, saco con cuidado el vaso de vidrio, le quito la banda elástica, también la tela negra, y con pulso firme vierto el contenido sobre la montaña de comida que el hambriento engulle. Lo acaricio, sonrío con la tibieza de aquella criatura viviente, tan real. Caminamos juntos hasta la gran avenida donde me hinco a jugar con sus bigotes, parece otro cuando me bate la cola justo antes de hacerle la parada a un taxi. Desde el vidrio trasero le envío besos a ese guapo animal. El taxista intenta trabar conversación, pero no quiero charlar con nadie.
Abro la ventana para embelesarme con el silbido del viento, para pensar en Magnus, mi deshilachado payaso de trapo, el mejor regalo que me dio mi madre en la vida y que lleva cuarenta años tumbado sobre mi mesa de noche sin pedir nada a cambio.
Antes de irme a dormir decido volver al consultorio al día siguiente, pero no a buscar a Edelia, ni al perro, sino al pelinegro. Nadie más lo sabe, pero hay un asunto pendiente entre los dos.

Sonia Ramón
Imaginante. Nació en Bogotá en abril de 1978. Desde 2009 se desempeña como asesora editorial independiente. Es creadora de El cuervo en el espejo, un laboratorio de exploración personal, sensorial y creación literaria. Sus verbos imperantes son leer, escribir y cocinar.
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