Algo acerca de Quiroga

Algo acerca de Quiroga

TIEMPO DE LECTURA: 4 min.

No, no ese Quiroga. Nada que ver con Horacio salvo una desdibujada orilla uruguaya, el tirón pendular de la muerte y los últimos años tumultuosos de aquella década del treinta que él no llegó a ver cómo se clausuraba.

Con permiso, me explico.

Estoy hablando de Quiroga, así, en bastardilla, y a secas, la novela de Alejandro García Schnetzer que, junto con Andrade (2012) y Requena (2008), conforman su dudosa saga patronímica en Editorial Entropía. Hasta donde sé, y para lo que a éstas líneas importa, este autor argentino, residente en Barcelona, solo existe dentro del triángulo cuyos vértices estos tres nombres imponen.

Requena, Andrade, Quiroga. Olvidemos a los primeros dos para centrarnos en el último. Quiroga, personaje.

Argentino, varón, quizás de veinticinco años, nacido a principios del siglo pasado en algún rincón de Buenos Aires. Poeta, enamorado y abandonado, el comienzo de la novela lo encuentra escribiendo versos tristes en las fichas de los libros que debe ingresar a la biblioteca en la que trabaja. Por esto mismo lo manda llamar, y luego despide, el director; un viejo que sin embargo se apiada de él y antes de fletarlo le obsequia un consejo y una referencia. El consejo es que se busque un trabajo que no lo desgracie, con el que pueda escribir y olvidarse del resto. La referencia: el nombre -Gabellone- de un contrabandista, y la dirección en el puerto a dónde puede ir a buscarlo con su bendición. Así, Quiroga, para seguir escribiendo, se vuelve mula.

Tres nombres más: Fonseca, Suárez y Maura. El primero es un guitarrero más habituado al ferry que al bulín, el segundo bebe y pierde en las carreras de caballos y el tercero escucha, lopna y sentencia. Los tres son veteranos del comercio ilegal entre países que reciben a Quiroga en su primer viaje a la Banda Oriental. En poco tiempo, con cada ida y con cada vuelta entre Buenos Aires y Colonia, se harán amigos, o casi: se acercarán a esa forma de la camaradería que tienen los hombres que comparten un mismo yeite y muchas horas de oleaje y vino malazo.

La novela gira en torno de uno de estos viajes, que es puntual y único pero igual engloba a todos los anteriores, como si esos fueran variaciones sobre un tema y éste, aunque aún nadie lo sepa (o incluso sospechen que sea imposible), fuese, además, la última. Quiroga tiene, sin embargo, un dato: con Gabellone no se jode. Él mismo se lo dice: “mire, muchacho, si no me remite las divisas orientales cuarenta minutos después de pisar el suelo patrio, mejor vaya buscándose un sobretodo de pino.” Perfecto.

Con esta pequeña cita volvamos al primer nombre, el que titula, pero haciendo una salvedad: hablaremos ahora de Quiroga, la novela.

Cómo tantos han hecho con la lengua gaucha, desde Bartolomé Hidalgo en adelante, García Schnetzer se inventa un registro. Sin llegar a la caricatura del compadrito tanguero, junta referencias y giros con los que puntea la voz del tipo sensible, educado por los libros o por los golpes, medio resignado, marcado perdedor pero con la esperanza de no abandonarse cuando cuente. Una lengua de frontera, pero otra. Ya no con el indio sino con algo indecible, más allá del río sin orillas.

Quiroga, Fonseca, Suárez y Maure cruzan el Río de la Plata como si fuera el Aqueronte, arrastrando en sus conversaciones una formación clásica pero sopapeada, con menos lunfardo que latín, Así van, apenas a flote, perdidos en la niebla, encontrándose sobre cubierta por los súbitos, aunque sutiles, resplandores de turf, payada, puerto y biblioteca nacional que los definen, caracterizan y al final también mezclan en una misma voz.

El barco -y la novela, en fin- es un montón de historias que se cruzan, que se chocan, se amagan y se tiran por la borda a lo largo de una noche que es todas las noches y un viaje en el que Quiroga se busca, se encuentra y se pierde una y otra vez.

Ochenta y cuatro páginas divertidas, filosas y cargadas de estilo, contando los legales, el epígrafe y la tapa, pero sin contar nada más allá de la última línea, que es ésta: “Cuando el toro atropelló, Quiroga tomó el puñal”.

Juan Fernández Marauda

Nació en Lanús, en 1988, pero creció en el Valle Inferior del Río Chubut. Trabaja en el cruce entre salud mental y escritura en un hospital de día. Es escritor, editor, librero y coordina el taller de escritura PULP! en la ciudad de La Plata. El puente de las brujas, su primera novela, fue publicada por EME en 2020 y Esplín Tropical (México) en 2022

Cinco siglos igual

Cinco siglos igual

TIEMPO DE LECTURA: 4 min.

El Año del Desierto es una metáfora extensa de nuestra historia nacional contada al revés

El Año del Desierto es una novela, entre otras cosas. También es una crónica solvente sobre la capacidad multidimensional de destrucción de una distopía.

Su autor, Pedro Mairal, se molesta casi nada en evitar las reminiscencias con los hechos de diciembre de 2001 en el primer capítulo, poco después la propuesta -muy determinante en esa correspondencia entre metáfora y realidad histórica argentina-  avanza al revés, como si alguien hubiese apretado el botón de retroceder. Mairal arrastra de un brazo a su protagonista por la historia argentina en un brutal retroceso temporal sin moverse de la cuadratura de una trama narrada siempre en tiempo actual.

La historia es de vigencia efectiva, pero lo propuesta es contarla al revés, desde la civilización hacia la barbarie, en pleno siglo XXI; desde la urbanización plena a la vuelta de algo parecido ¿a qué?… ¿al siglo XV y sus colonizadores y colonizadxs? ¿al siglo XVI y la fundación de Buenos Aires? ¿la Campaña al Desierto con su mitrismo y malones? Todo podría ser, pero aquí está claro como el autor se afana en contar la historia dada vuelta, de la cómoda civilidad al desierto bramante. O sea, un tipo agarra el ovillo del tiempo rioplatense y lo enrolla en sentido inverso para escribir una novela.

María Valdés Neylan es la protagonista. Porteña, muy joven, presuntamente hermosa, secretaria de uno de los dueños de una financiera del microcentro de Buenos Aires, el cliché de chica blanca-hegemónica-urbana-clase media, incluido lo del novio en moto-rebelde-antisistema. Al momento del primer capítulo, la provincia de Buenos Aires está siendo tomada por la Intemperie que parece ser algún tipo de catástrofe que se sostendrá durante todo el libro como un enigma. Nunca se sabe qué es la Intemperie, un fenómeno natural, sobrenatural, alienígena; pero sus efectos son clarísimos e impactantes: la Intemperie es la amenaza inminente, pero la destrucción sin precedentes la desatan los hombres y mujeres desde el minuto 0 de la novela tratando de escapar de ella.

La guerra civil ante el pánico es inevitable, lxs habitantes de la provincia migran masivamente huyendo de la Intemperie rumbo a la Capital, mientras lxs porteñxs tratarán de resistir la invasión poniendo en evidencia los persistentes odios clasistas, raciales y políticos adelante del todo. De todas maneras la historia es tan asfixiante que no deja espacio para detenerse en esto. Intentando sobrevivir, no hay tiempo ni ganas de comportamientos altruistas para nadie y eso es aceptado rápidamente por quien lee.

Pedro Mairal cuenta en varias entrevistas que dedicó meses de su vida a leer libros de urbanización e historia de la arquitectura para asimilar las etapas de progreso edilicio de lo que hoy es CABA. Con ese material en su cabeza va de adelante hacia atrás sin dejar nada, absolutamente nada olvidado. La metamorfosis de la pampa húmeda es total: la infraestructura, las industrias, los roles sociales, las instituciones, los puestos de trabajo, la política,  todo va cayendo como pianos mientras la naturaleza menos fotografiable avanza por entre los cables, el asfalto, las paredes y vigas.

María pierde trabajo, novio, padre, casa, mientras su ciudad también va siendo paulatinamente tragada por aquello que fue antes, mucho antes: desierto. Será enfermera improvisada, empleada doméstica en un inquilinato horrible, prostituta, cautiva de hordas de salvajes. Todo esto en escenarios cada vez más crudos: no hay luz eléctrica, ni autos, ni remedios, ni comida procesada ni artículos textiles. El autor no le tiene piedad, la protagonista va renunciando a todo derecho a sentirse humana salvo el dolor físico y algo parecido a la porfía de mantenerse viva por las dudas.

Ni María ni el resto de los personajes pueden conceptualizar lo que les está pasando, lo aceptan con una mezcla de sumisión y fatalismo sin saber qué es, por qué, hasta cuándo. Lxs lectores sabemos todo, ellxs nada, mientras el país pierde toda compostura cosmopolita occidental.

La mayoría de las reseñas que se han hecho de El Año del Desierto concluyen en que se trata de una aplastante metáfora del ser nacional, con su ADN intacto a lo largo de 200 años. Doscientos años y su vaivén entre la aniquilación y el alumbramiento , asunto de disputa siempre entre los mismos dos grupos.

Pero hoy sábado 25 de noviembre sólo pienso en reinterpretarla desde otra clave: cuando algo desbastador llega, llega para alcanzar todas las dimensiones de humanidad ¿Es zarparse de ingenuidad elegir pensar en la persistencia de la salvación, de alguna forma de salvación cuando la destrucción está en todo? ¿Me tendré que hacer cargo de una lectura pobre y ñoña…?

Probablemente; pero María, que es vos, yo y todxs, está incomprensiblemente viva al final de la novela. Lo único en lo que gana, en lo que alcanza una fortaleza superadora a la Intemperie y la deshumanización de su pueblo. Algo de ese desierto se amalgama con ella en una rebeldía salvaje que espera, espera tremendamente viva.

Amanda Corradini

Mujer de trincheras: Reparte su vida entre la trinchera de la Escuela Pública, la de su biblioteca y la que guarda algunas banderas que gusta agitar. Todo regado de mate dulce, Charly García y un vergonzoso apego por el humor infantil.

Radio

Radio

TIEMPO DE LECTURA: 2 min.

Poema de Ana Casale, participante de la convocatoria de poemas “Daniel Omar Favero”

Un viaje cotidiano se transforma con la lectura. Un ir y venir de imágenes que llegan desde afuera, del poema leído, de la música y de los recuerdos propios.


Radio

Desde la cocina de mi abuela
se escucha una fritura y una canción alegre, 
suenan guitarras vibrantes, batería,
armonía de voces,
un idioma que fluye en la música, 
palabras que apenas entiendo.


Mientras ponen la mesa 
en el comedor diario
mi tía y mi mamá discuten, 
se quieren y discuten,
no acuerdan en nada, 
como un ying yang,
un juego que ellas 
juegan sin saberlo.
Esta vez, por la canción
que llega con el olor a comida, 
una dice que suenan a lata,
la otra que son geniales.


Mis muñecas sentadas
contra la pared del pasillo,
son mis alumnas por un rato,
algo me hace abandonar el juego,
es esa música que entra a mi cuerpo
por la cabeza,
hace espirales en el pecho,
me mueve los pies y los brazos,
soy baile desenfrenado,
golpeo unos platillos imaginarios, 
hago sonar una guitarra de aire
entre mis manos.

¡Quiero más de eso!


Los de la radio que aún creo 
que son seres diminutos 
dentro del aparato
me complacen
y estiran varias horas
con esa música enloquecida, 
voces de ángeles y ardillas. 
son los 60´y el locutor dice 
Beatles…Please, please me.
Subte

Wislawa está
sentada a la orilla de un río, 
yo la imagino en el mío.

Mi río 
del sur
bordeado de álamos dorados y 
piedras que brillan desde el fondo.


La mirada vuelve 
gustosa
sobre las palabras, 
se abren
las puertas del subte.


El libro espera
un poco más entre las manos.

Una coreografía 
de dedos
se despliega
sobre las pantallas
mientras busco
un lugar donde sentarme.


Un músico, con su guitarra y su voz interpreta 
Ojalá de Silvio
y 
Wislawa
vuelve a estar en esa orilla 
pero ahora,
llorando tu ausencia.
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