El fracaso ES parte del camino

El fracaso ES parte del camino

TIEMPO DE LECTURA: 2 min.

Poemas de Astor Ortiz, participante de la convocatoria de poemas “Daniel Omar Favero”.

´De campeones y camperos´ , poemario inédito – no publicado aún – por Astor Ortiz; poeta y periodista del conurbano . Este poemario reúne la felicidad excesiva de las calles argentinas el glorioso día del 18.12.22 con la necesidad expresiva y representativa del amor, la identidad y el entorno.
¿Cuántos se tatuaron la copa sin meter un sólo gol?


H]
elegí, fue simple.
ser travesti o cargar con la muerte de mi identidad.
les deseo encontrar un segundo de silencio para oír su propio llanto.
no como un acto de rebeldía, si no, como una imposición a la caridad ajena.
Vos y yo vinimos a este mundo a laburar.
G]
nunca oí el nombre de mi barrio hasta que salió de tu boca.
Monte Chingolo es un campo de flores,
huertos frutales, espigas robustas,
cogollos maduros.
Nombras a mi barrio como si prepararías cemento,
acentuas todas sus vocales,
oís a todos los pichones y a todas las doncellas; pero hoy me toca a mí y esta estrella
tiene el perdón de todos mis pecados.
F]
me pregunté si esta es mi comunidad,
mientras las plumas volaban y oíamos a un yankee drag sissyando su caminar.
o sí, al nunca cruzar la cordillera encontraré a mis hermanas travestis,
guerreras mapuches emplumadas con el rojo de nuestra sangre,
con la Oz latente de Pedro
y con el alma noble de la Mapu.
E]
siempre siempre siempre siempre siempre
dí mi corazón a modo de ofrenda,
nadie reconoce una estrella mirando el suelo,
nadie reconoce sus pies mirando las estrellas.
todos conocemos la angustía y pocos tenemos la valentía
para hacer de los traumas
arruguitas
esas que rasgan nuestros ojos al reír. :)
D] pobre, pobre, pobre
Asterión, perdió la voz.

se arrebató casi
qué no se encontró.

pobre de sí;
tan frágil y en un entorno tan hostil.
tan irritante y descriptivo,
en una vida sin sentido.
un pez creyendo de un acuario, un nido.

pobre, pobre, pobre
hombre descriptivo.

olvidó su propias risas el día
del amigo.

C]
confío en mi sonrisa, en mi cadera,
en estos pies gastados de zapatearle
a la angustia.
confío,
en qué luego de rumear;
el día que mis cuatro estómagos se callen.
ojalá estés ahí para ser bandera en el viento.
B]
que hago sí
las ganas de cogerte son más imponentes
que mi deseo por crecer.
¿Es pecado aflojar el paso?
ver crecer los yuyos entre tus reproches,
fajinar las penas y
acariciar el recuerdo de que ambos nacimos libres.
A]
tu Dios y el mío juegan
tantricamente al
desencuentro
Los sapos

Los sapos

TIEMPO DE LECTURA: 4 min.

Relato de Miramar Caos, participante de la convocatoria de cuentos “Hebe Uhart”.

El calor apretaba duro este verano.
En otros barrios, no muy lejos del que habitaba, el agua corriente era apenas un hilo en las canillas.
En todos, la tierra empezaba a rajarse por la falta de lluvia.
En el suyo, el bombeador abastecía solamente a cincuenta y dos viviendas, muchas de ellas con un único habitante, de modo que, a menos que se cortara la energía que lo hacía funcionar o se agotara la napa subterránea, el agua era más que suficiente para todos.
Eso pensaba cuando decidió regar todas las noches, convencida de que las plantas, como el resto de los seres vivos, eran merecedoras de la necesaria humedad para crecer, florecer y dar semilla, o quizá solo mantenerse vivas hasta que lloviese con ganas.
Comenzó con la regadera azul y las pocas macetas.
Unos días después reparó en los manchones amarillos del pasto, la falta de penachos en las cortaderas, las flores marrones y secas de la lavanda y las ramas de la corona de novia que se deshacían de sus hojas en una época temprana. Entonces usó la manguera.
Apenas unos instantes en cada planta, dispersaba el chorro presionando un poco la salida con su dedo, lo hacía cruzar el alambrado hasta alcanzar los ceibos de la vereda que ni las cuatro flores del año anterior habían adornado. Daba la vuelta a la Pelopincho armada en el centro del terreno para continuar con los pichones de viraró de flores amarillas y semillas rojas conseguidos en el vivero nativo de Hudson. Luego era el turno de las suculentas de flores fucsias en los pilares de entrada, del cantero contra la pared medianera y sus pequeñas matitas de orégano y albahaca, la menta invasiva y el oloroso romero. No olvidaba tampoco regar el suelo, esperando que el amarillo se convirtiera en nuevo verde y reaparecieran los tréboles. A todo regalaba la breve sensación de lluvia, mojando desde la tierra hasta las hojas, tallos y flores.
Pensó con preocupación si no estaría interfiriendo en algún proceso vital de la naturaleza, quitándoles a las plantas el entrenamiento de no tener agua por un tiempo, puesto que en algún momento llovería otra vez, evitándoles así la posibilidad de fortalecerse con el esfuerzo. Pero decidió que el jardín merecía un respiro a la hora tardía en que el sol no le daba de lleno. Regaba un poco y el suelo se encargaría de dosificar esa humedad hasta que el día caliente comenzara otra vez.
Pasadas las primeras semanas, recordó el patio trasero centro de manzana compartido con los vecinos. Gracias a la sombra de los árboles aledaños se mantenía fresco y húmedo. El falso arrayán que se estiraba para conseguir la luz imprescindible y florecía siempre tarde, hacía de sostén para la flor de patito. El aloe vera estaba triste en las macetas de colores. Los malvaviscos se mantenían sin crecer, raramente pudo ver abiertas las pequeñas flores amarillas. Sin embargo las varitas carnosas de equisetum se mantenían firmes y verdeaban de lo lindo pegadas a la pared color ciruela.
Atravesó con la manguera la ventana del baño, cruzó el comedor y llegó hasta el fondo.
Todo revivió gracias al riego breve pero constante de cada atardecer.
Una de esas nochecitas vio entre los árboles una mancha oscura moviéndose lentamente. Se calzó los anteojos y despacio se acercó: ¡un sapo¡
Lento, como agotado, el sapo se dirigió a la tierra recién regada, aplastó contra ella la panza y cerró los ojos, jura que lo vio sonreír.
Maite no sabía qué hacer, se quedó inmóvil con la manguera chorreando agua colgada de la mano. Hacía mucho ya que había superado su rechazo hacia estos pegajosos animalitos, que además se comían los bichos que detestaba. Pero llevaba tanto tiempo sin ver ni oír ninguno que el encuentro la sorprendió.
El sapo aprovechó el instante de su indecisión para avanzar hasta el chorro de agua dejando que lo bañara.
La línea de su boca cerrada seguía extendiéndose a lo ancho de la cabeza.
Definitivamente sonreía. Pasados unos minutos dio un enérgico salto y desapareció por donde había venido.
Maite reaccionó. Saliendo de su estupor cerró el grifo, recogió la manguera y continuó con sus quehaceres.
El calor y la seca siguieron castigando la tierra, y ella combatiéndolos con su riego todos los días, en una rutina que no por serlo le resultaba desagradable.
Cada tarde el sapo reaparecía, al principio solo, luego seguido de otro, y otro más.
Finalmente fueron cinco o seis los que disfrutaban del baño vespertino. Intentó seguirlos algunas veces, pero a los pocos pasos los perdía de vista. Nunca pudo dar con sus madrigueras.
Cuando menguaron las temperaturas y comenzaron de a poco las lluvias, el pasto estaba más verde, las lavandas recuperaron su color lila, y las cortaderas habían abierto una buena cantidad de penachos.
Maite dejó de regar y supo, investigando un poco, que el sapo común era una especie en extinción.
De lo que jamás se enteró fue que esos, eran los últimos sapos que alguien vio con vida alguna vez.

1