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Relato de Ana Casaleparticipante de la convocatoria de cuentos “Hebe Uhart”.

Marzo de 1981. Hace un año que estamos en tratativas para irnos al sur. Mi compañero y yo buscamos una escuela rural donde poder vivir con nuestros tres hijos y trabajar juntos. Suena el teléfono en casa de mi mamá, llaman del Ministerio de Educación de Neuquén. Hay una escuelita rural con vivienda y dos cargos, dice la voz, “¿cuándo podrían presentarse?”

¿El próximo lunes estaría bien?

No, es urgente.

Bueno entonces dígame usted.

Mañana por la mañana tienen los pasajes de Lade, los esperamos.

Son las tres de la tarde.Desenredo algunas de todas las ideas que se amontonan, más las emociones. Un lío.

Mi mamá es la primera en recibir la noticia junto con mis hijos que juegan y corren alrededor. Es mucho: viajar en avión por primera vez, cambiar de casa, de provincia, dejar a las abuelas. Llamo a mi compañero y le cuento.

Vivimos en una casa alquilada por un pariente. Esa es buena porque no hay contrato ni nada. Alguien nos ofrece un galpón para guardar los muebles. En un par de horas habrá que deshacer todo y ver que nos llevamos.Un bolsito para cada uno.

Me despido de los que tengo a mano. Corro hasta la casa de mi abuela para saludarla pero no está. Le dejo como recado a mi mamá el despedirnos de todos.

Corremos. Hay que hacer todo rápido y parece que el cerebro se embota.

Estamos en el aeropuerto. Seguro que algo nos hemos olvidado. Me pesan los abrazos que no pude dar. Me emociona lo que viene. Inventamos dos horas de juegos, veinte veo-veo, otros tantos pan y queso, juegos de manos, canciones.

Subimos al avión: un Fokker vaya saber qué más. Tiene algo de colectivo 60. No hay turistas. Toda gente que trabaja o se muda. Se siente el esfuerzo del avión para elevarse. Buenos Aires se convierte en una maqueta, cuadrados de verdes, piso de nubes.

Los chicos se quedan dormidos de tanta emoción.

Reacomodados como podemos, bajamos del avión. Nos recibe una ciudad pequeña rodeada de bardas. En una oficina recibimos un mapa y después de estudiarlo un rato vamos hacia el ministerio.

Alguien nos dice que esperemos. Los chicos comen galletitas y toman jugo. Otra tanda de juegos hasta que nos atiendan.

Una puerta se abre y un hombre detrás le dice pase a mi compañero. A nosotros no. Sorprendentemente corta la entrevista. Salen los dos. Nuestros cargos ya habían sido tomados. Esto es así dijo el hombre, el que llega primero se lo lleva, ustedes llegaron más tarde. El valor de la palabra no se cotiza en bolsa. Tengo una escuela en Buta Ranquil, si les interesa hay vacantes y es rural como lo que buscan.

Dormimos en la casa de unos amigos de un primo, una de esas cadenas que se van armando con la gente que tiene corazón. Hay asado, cuentos, más niños en un patio grande, se arma una guitarreada y el lugar se convierte en una fiesta de bienvenida por un rato.

Al otro día alguien nos acerca a la estación de micros. En el centro de Neuquén. ya somos una maraña de camperas, bolsos, libros, mate y juguetes. Subimos con la esperanza un tanto maltrecha, pero hay que levantar el ánimo.

Ruta interminable, árboles, plantas secas que no sé qué son. La miopía me hace ver un borrón de verde-arena, sólo distingo los álamos alargaditos, pero tengo la sensación de que por acá no pasa la lluvia desde hace meses. Jugamos a ver quien ve un auto rojo, justo pasa un camión con la cabina roja ¿vale? si, vale. Ahora uno amarillo. y ese se demora en pasar. El traqueteo del micro nos duerme a todos.

Abro un ojo. Hay sol afuera, los árboles desaparecieron. Ambos lados de la ruta se parecen. Siguen solo los manchones verdes en la desolación. Los tengo a ellos. Siento ternura infinita. Solo espero que lo que venga sea mejor.

Chos- Malal es un sueño: montaña, río corriendo entre las piedras, un cielo abierto, casas bajitas. Jugamos a orillas del río, buscamos piedras. En el hotel del Automovil Club nos dicen que para llegar a Buta Ranquil hay que esperar a que alguien pase.

Ese alguien será una camioneta, porque sino no podríamos entrar los cinco.

Tres días más tarde llegamos a Buta Ranquil. Nada es lo que esperamos. El director de la escuela no espera maestros con hijos. Nosotros no esperamos encontrarnos con un lugar tan hostil. De ninguna manera, dice varias veces. No hay donde vivir. La idea de trabajar y criar se diluye en un segundo. Una mujer nos presta la casa que está construyendo. Una noche, dos noches. Calles como venas de arena entre las pocas casas aisladas, acequias que acompañan con el rugido del viento.

Los chicos encuentran piedras para jugar. Yo tengo piedras en mi garganta. Volver se hace tan duro como quedarse.

Ana Casale

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