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Hace apenas unos días el catedrático y analista internacional norteamericano, John Mearsheimer, hacía una de sus tantas reflexiones sobre hechos de la coyuntura actual, en esta oportunidad sobre Venezuela. Veamos algunos pasajes de lo que señalaba este referente de la corriente Realista del análisis geopolítico:

La estructura económica de Occidente depende de un crecimiento perpetuo financiado por la deuda. Todas las grandes crisis financieras desde 1972 se han afrontado, no con reformas, sino con la expansión del crédito y el consumo del Imperio.

La empresa petrolera nacional de Venezuela, PDVSA, se interponía en ese ciclo. Representaba una base de recursos ajena al sistema financiero occidental e inaccesible a la titularización en dólares. Para corregir este problema, la maquinaria política de Washington revivió un patrón que ya habíamos visto antes: sanciones, desestabilización del régimen y la orquestación de figuras de la oposición dispuestas a abrir las puertas a la privatización, una vez que el poder cambiara de manos. Es el mismo guion utilizado en Libia, Irak y Ucrania. Todo ello racionalizado como intervención humanitaria y todo ello acabando en ruina.

Cuando Rusia entró en la ecuación venezolana, el guion imperial comenzó a desmoronarse. Moscú vio lo que Washington fingía no ver: que el colapso de Venezuela sería una victoria estratégica para Wall Street, pero una catástrofe geopolítica para todas las naciones que se resistían a la unipolaridad. Rusia ayudando a Caracas no era una cuestión de ideología, era una cuestión de equilibrio, al desplegar asesores, sistemas antiaéreos y especialistas técnicos bajo lo que los servicios de inteligencia occidentales denominaron «actividad Wagner».

Moscú declaró efectivamente que América Latina ya no era una esfera de influencia indiscutible de Estados Unidos. Fue una inversión de la doctrina Monroe, una arrogancia, una afirmación de que la multipolaridad había llegado al hemisferio occidental. Este es el nuevo juego del imperio. El mismo tablero de ajedrez, pero con un jugador diferente.

Estados Unidos sigue actuando como si la historia fuera estática, como si solo él conservara el derecho a dictar el destino de las naciones. Pero el realismo nos enseña que el poder es relativo, no absoluto. Cuando Rusia extiende su disuasión a Venezuela, actúa con la misma lógica que invocó Estados Unidos cuando rodeó a Rusia con bases de la OTAN. Lo que Washington llama agresión rusa no es más que equilibrio de poder. La política se volvió contra sí misma.

El imperio se enfrenta ahora a un reflejo de su propio comportamiento. La tragedia no radica en la pérdida de dominio, sino en la incapacidad de comprenderlo. Un “realista” habría visto la alineación de Venezuela con Moscú y Teherán como el resultado inevitable y predecible de décadas de coacción. En cambio, Washington sigue tratando a la resistencia multipolar como una rebelión, negándose a comprender que la hegemonía, una vez sobrepasada, genera su propia oposición.

 

En América Latina, al igual que en Europa del Este y Oriente Medio, Estados Unidos está descubriendo que un imperio sin “realismo” se autodestruye por inercia. La entrada de Rusia en Venezuela marca un punto de inflexión. No se trata de un colapso dramático, sino de una lenta e inconfundible erosión de la credibilidad imperial. La imagen de la mayor potencia militar del mundo, incapaz de someter a un Estado empobrecido y sancionado, defendido por asesores extranjeros, pone de manifiesto la verdad de nuestra era: la coacción ya no garantiza la sumisión. El alcance del imperio supera su capacidad de comprensión, y el tablero en el que una vez gobernó sin oposición ahora pertenece a muchas manos.

Si se elimina la retórica de la libertad y la democracia de la política exterior estadounidense, lo que queda es una obsesión estructural por el control económico. La historia de Venezuela no es una historia de ideología, sino de finanzas. El intento de un imperio impulsado por la deuda de extraer nuevas fuentes de garantía de un mundo resistente. En el sistema estadounidense, el petróleo es más que energía. Es el pilar del crédito mundial.

El poder del dólar depende de su capacidad para controlar el comercio de materias primas que todos los demás necesitan. Cuando ese control se ve cuestionado, ya sea por Irak, Libia o ahora Venezuela, la respuesta de Washington nunca es diplomática. Es coercitiva. Su objetivo es recuperar el control de los recursos dentro del ámbito de las finanzas occidentales. El delito de Venezuela no fue el socialismo, es la soberanía.

Hugo Chávez, y posteriormente Nicolás Maduro, se negaron a privatizar la empresa petrolera nacional, se negaron a vincular las exportaciones a los contratos de Wall Street, y se negaron a ceder la autonomía política al Fondo Monetario Internacional, a los arquitectos del capital global. Este desafío era intolerable.

Desde la perspectiva de Wall Street, los 300 mil millones de barriles de reservas probadas de petróleo de Venezuela representaban una garantía sin explotar, la garantía que faltaba para mantener la solvencia del sistema financiero occidental durante su próximo ciclo de creación de deuda. Si estas reservas pudieran titularizarse, servirían de respaldo para billones en nuevos préstamos, de forma muy similar a como las hipotecas alimentaron la burbuja crediticia de 2008. De ahí la ilusión del control, al desestabilizar un gobierno, imponer sanciones e instalar un líder títere que prometiera la privatización, Estados Unidos podría reafirmar su dominio sobre un Estado soberano.

Figuras como María Corina Machado fueron celebradas no por su virtud democrática, sino por su disposición a abrir las puertas a las corporaciones y bancos occidentales. Las reformas prometidas eran las ya conocidas: desregulación, privatización e inversión extranjera. Sin embargo, en el fondo, no se trataba de una reforma sino de una recolonización. El patrón es tan antiguo como la extracción de fondos por parte del Imperio Británico, disfrazada de modernización. La paradoja reside en que Estados Unidos, al intentar recuperar el control mediante la guerra económica, puso de manifiesto la fragilidad de su propio sistema. Las sanciones destinadas a quebrar Caracas, en realidad, aceleraron el auge de redes alternativas: financiación mediante los BRICS, corredores comerciales rusos y chinos, y el uso de mecanismos de liquidación distintos del dólar.

En su intento por castigar a Venezuela, Washington empujó a medio mundo a construir la arquitectura financiera que ahora socava la hegemonía estadounidense. Es la clásica ironía realista: La búsqueda del poder absoluto genera las condiciones para su erosión, como cuando Rusia extendió su asistencia a Caracas suministrándoli sistemas defensivos, ayuda financiera y conocimientos técnicos. No se limitó a defender a un aliado. Defendió la idea de que la soberanía aún existe. Ese acto tuvo repercusión en todo el sur global.

Durante décadas, América Latina vivió bajo la sombra de los golpes de Estado, las intervenciones y los dictados del FMI por parte de Estados Unidos. Ahora, por primera vez desde la Guerra Fría, una gran potencia había dado un paso al frente para impedir otro cambio de régimen. Este gesto no solo protegió a Venezuela, reveló los límites del imperio estadounidense. La ilusión de control persiste en Washington porque es psicológicamente necesaria. Ningún imperio puede admitir que su alcance depende del cumplimiento de los demás.

Pero las pruebas son abrumadoras. Los mecanismos que antes garantizaban sanciones dominantes, coerción financiera y política por delegación están fallando en tiempo real. El caso venezolano pone de manifiesto una verdad más profunda sobre el sistema estadounidense: ya no genera legitimidad, solo dependencia; su riqueza ya no se gana, sino que se extrae; y su influencia ya no inspira, sino que amenaza.

Los imperios se derrumban, no cuando pierden batallas sino cuando sus instrumentos de control dejan de funcionar. Estados Unidos está descubriendo que su poder para dictar los resultados a través de la guerra económica está disminuyendo. El petróleo, que una vez fue la piedra angular del control, se ha convertido en el espejo de la decadencia, y cuanto más intenta Washington utilizarlo como palanca, más revela su propia dependencia de lo que no puede controlar.

Cuando Rusia entró en Venezuela, no fue un gesto de expansionismo. Fue un acto calculado de equilibrio. En la tradición realista, las grandes potencias buscan la seguridad a través del equilibrio, no de la ideología. Lo que Moscú hizo en Caracas fue una inversión de la misma estrategia que Washington había utilizado durante décadas en las fronteras de Rusia después de que la OTAN rodease a Rusia con bases, misiles y alianzas hostiles. Moscú respondió con una maniobra similar en el propio hemisferio americano. No fue una agresión. Fue una disuasión mediante la demostración. Por primera vez desde la crisis de los misiles cubanos, el hemisferio occidental ya no pertenecía exclusivamente a los Estados Unidos”.

La explicación del profesor Mearsheimer, es bastante más extensa, pero sirve para pensar lo que estamos viviendo y hasta qué punto es significativo lo que está sucediendo en el Caribe.

Una invasión terrestre, una operación de decapitación, sobornar a miembros del chavismo para detener a Maduro. Todas las opciones están sobre la mesa, pero, no sólo demuestran la debilidad estructural que comienza a estar cada vez más a la vista de todos, sino que sería algo muy costoso de lo cual difícilmente el imperio saldría de pie.

Es más, si así lo prefieren, esta debilidad quedó más clara no sólo con la aparición de los torpedos nucleares “Poseidón”, o con los misiles de crucero “Burevéstnik” recientemente oficializados, y que dejan en ridículo cualquier sistema de defensa, sino también en la cumbre entre Trump y Xi Jimping. Narrativamente, Trump y Occidente salió a venderlo como una victoria; en la práctica, China no quiso que EEUU colapse estrepitosamente, porque no le convenía. Caerá cuando tenga que caer. Pero ello no lo determinará Xi en base a sus tiempos, sino cuando el resto del planeta esté listo y finalmente se quite la venda de los ojos.

Nicolás Sampedro

Prefiero escucha antes que hablar. Ser esquemático y metódico en el trabajo me ha dado algún resultado. Intento encontrar y compartir ideas y conceptos que hagan pensar. Me irritan las injusticias, perder el tiempo y fallarle en algo a les demás.

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