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Entrevista a los historiadores Hernán Brienza y Felipe Pigna.  

¿Puede una nueva constitución, moderna y adherida a tratados internacionales de paz, tapar bajo la alformba el secuestro de su antecesora? 

El siglo 19 tuvo movimientos por demás sobre la estructura del gobierno. Es importante recordar que inició con la futura Argentina aún como colonia española, pasó por un proyecto de confederación de provincias unidas y finalizó como nación. Sin embargo, si hablamos de la carta magna como tal, el país solo vio una constitución a mediados del mismo, la cual se estableció como modelo político.

El siglo 20 en Argentina heredó este modelo cumpliendo más de 40 años, con un desgaste predecible. Mientras el modelo agroexportador ofrecía un país equilibrado fiscalmente pero para pocos en términos sociales y laborales, la memoria de los propios gauchos de un país desarrollado en los ideales de Manuel Belgrano, José de San Martín, o incluso en lo que llegó a instalarse durante la confederación, mezclado con los aportes de inmigrantes europeos de corrientes anarquistas y marxistas, completaron un caldo de cultivo dado para una nueva actualización de las reglas sociales.

La concreción de estos hechos la podemos ver reflejada en el nacimiento del primer partido nacional-popular: la Unión Cívica Radical. Lograron arrebatarle la hegemonía al Partido Autonomista Nacional (PAN) y establecer reformas sociales y nacionales: durante su primera gestión, con Hipólito Yrigoyen a la cabeza, la UCR repatrió el oro argentino depositado en Londres, redujo la deuda externa en 225 millones de pesos oro, sancionó reglamentaciones para proteger a los campesinos, creó cajas jubilatorias para empleados públicos, acompañó en 1918 al movimiento estudiantil en la Reforma Universitaria y fundó Yacimientos Petrolíferos Fiscales (YPF), entre otras varias medidas.

Sin embargo, tras 14 años de alternancia entre Yrigoyen y Marcelo Torcuato de Alvear, este gobierno fue derrocado por el primer golpe de Estado, en 1930, en la etapa democrática, por lo cual estos cambios no se llegaron a graficar en una reforma constitucional.

Aún así, como asegura el historiador Hernán Brienza, entrevistado por Revista Trinchera, “las constituciones no marcan y no son definitivas en las construcciones de poder real”. Esto se puede leer en varias claves, y en este caso, los avances sociales, pese a que no queden escritos en las leyes, son difíciles de borrar una vez que se instalan en la memoria de quienes los reciben”.

Esto se puede analizar también en la ley madre del inicio de estas reformas: la Ley Saenz Peña, sancionada en 1912, la cual eliminó el “voto cantado” y lo estableció como secreto, eliminando la posibilidad de que los votantes sean “apretados” por el poder de turno, obligatorio y universal, pero exceptuando a las mujeres. Aún gobernaba el ala conservadora, pero la ley salió porque las condiciones sociales ejercieron la presión necesaria para ello. A partir de este momento es que el “pueblo” como tal tuvo la herramienta del voto en su totalidad (por lo menos para los hombres).

No obstante, la misma frase de Brienza también vale para perjuicio del pueblo, por ejemplo si se ve lo que sucedió, entonces, luego del golpe a Hipólito Yrigoyen en 1930. La votación popular existía como ley, pero el poder de turno la anuló durante 16 años junto con la constitución. No sería hasta 1946 que no se volvería a ejercer ese derecho.

“La constitución como tal pone las reglas del juego, es el resultado de un consenso o de una imposición política del momento histórico, y debe ser reformada cada vez que el juego político así lo requiera”, añadió Brienza.

Visto así, podemos pensar entonces que una constitución, más allá de ser una carta magna, es el conjunto de ideas que esa sociedad ya consagró, y por tanto, necesita dejar en limpio en un papel, pero que puede retocar en oportunidades, hasta en tanto, no se realice una nueva.

Si pensamos en esa idea alrededor de la primera reforma constitucional de la historia argentina, en el año 1949, bajo el gobierno de Juan Domingo Perón, podríamos asegurar que esas condiciones estaban dadas, y que esa lógica se cumplió. ¿Por qué?

El paso de cien años para una sociedad puede significar muchas micro revoluciones, por lo que en algún momento esto necesitaría consagrarse en un papel legítimo. Como se repasó hasta el momento, el ciclo radical acumuló una serie de demandas sociales y soberanas ejecutadas, pero que no fueron pasadas en limpio en la carta magna.

Tras trece años de gobierno apátridas, entre los que se destacan medidas como el pacto Roca-Runciman de 1933, el coronel Juan Domingo Perón, parte del Grupo de Oficiales Unidos (GOU) impulsó desde la Secretaría de Trabajo y Previsión varias reformas laborales. A ciertos sectores del ala más conservadora del GOU les comenzó a hacer ruido la labor de Perón, por lo que decidieron encarcelarlo, pero como analizamos anteriormente, una vez que los derechos son otorgados y quedan en la memoria, ya no es fácil regresar atrás.

Ese hecho dio origen al conocido 17 de octubre, en donde los trabajadores cortaron la producción hasta saber que Perón estaba con vida. Al mismo tiempo, lo aclamaron para que los conduzca.

Así es como el coronel se presentó a elecciones al año siguiente y ganó cómodamente. No solo llegaría con la idea de asentar los derechos laborales, si no con toda una planificación para extender el trabajo en la Argentina, a través de la profundización de la ISI (Industrialización por Sustitución de Importaciones), y el control de distintos resortes estratégicos del país en manos de capitales extranjeros. Tras tres años de esta gestión, llegaba el momento de asegurar las reformas en papel a través de una nueva constitución.

A grandes rasgos, la reforma constitucional de 1949 se ubicó dentro de la corriente jurídica mundial del constitucionalismo social, y entre sus principales normas incorporó los derechos humanos de segunda generación (laborales y sociales), la igualdad jurídica del hombre y la mujer, los derechos de la niñez y la ancianidad, la autonomía universitaria, la función social de la propiedad, la elección directa de presidente, vicepresidente, senadores y diputados, y la posibilidad de su reelección. Este último fue el punto de más resistencia para la oposición, por obvias razones.

“La constitución del 49 era una de las más avanzadas de su época, a la altura de un país más vinculado al mercado interno, a un tipo de protección de los bienes de la tierra y a los derechos de los trabajadores, ancianidad, mujeres, lo cual estaba en la primera parte de las garantías”, explicó Brienza.

Tanto la proyección y extensión económica del país como el “derrame” concreto de esta actividad hacia la población estaban acumulados en los artículos 14, 14 bis, y el 40.

“La organización de la riqueza y su explotación, tienen por fin el bienestar del pueblo, dentro de un orden económico conforme a los principios de la justicia social. El Estado, mediante una ley, podrá intervenir en la economía y monopolizar determinada actividad, en salvaguardia de los intereses generales y dentro de los límites fijados por los derechos fundamentales asegurados en esta Constitución”, explica el artículo 40, principal característica del peronismo, que pone “el bien común” por delante de cualquier otro interés.

Esta fue la demostración del poder del Estado para controlar sectores importantes en la economía como los recursos naturales y su logística. Mientras tanto, el 14 bis estableció los conocidos derechos laborales: cantidad de horas máximas, aguinaldo, vacaciones pagas, entre otros.

Al respecto, Trinchera también dialogó con el historiador Felipe Pigna, quien la catalogó como “la primera constitución social”, la cual fue “muy interesante por dejar asentados los derechos de la mujer, ancianidad y del niño”, y “la propiedad pública y los recursos naturales” a través del mencionado artículo 40.

Sin embargo, el conservadurismo liberal volvió al ataque una vez más y en 1955 cortó el curso democrático con la autodenominada Revolución Libertadora. Tras varios ataques terroristas, los golpistas lograron que Perón ceda su puesto ante el temor de una escala de violencia aún mayor y, una vez en el poder, suprimieron la constitución, quedando vigente la de 1853.

“Barrieron con todos los derechos no dejando un solo derecho laboral, y por eso se sintieron obligados a hacer la reforma del 57”, añadió Pigna, en mención del agregado artículo 14 bis en el cual la dictadura comandada por Eugenio Aramburu tuvo que ceder.

Esto sucede en parte porque, como se mencionó antes, y en línea como afirmó Brienza, el poder se maneja en torno a lo posible, y la memoria de los trabajadores pujantes era tan grande como las estructuras sindicales, que comenzaron una larga resistencia. La historia constitucional tendría una larga pausa entre años de dictaduras y una definitiva pero frágil democracia en sus primeros años. Recién hacia 1994 se volvería a hablar de reforma.

La reforma menemista: una actualización liberal

A la vigente constitución de 1853 se le agregó el “neo” y se terminó de conformar la actual constitución hoy vigente, “neoliberal”. Ese era el curso político de la Argentina y de prácticamente todo el mundo occidental tras la caída del muro de Berlín, aunque por supuesto, la memoria de revoluciones a lo largo de los años no podía suprimirse de la misma.

En principio, cabe destacar que el hecho fue posible gracias al acuerdo de los líderes de los dos grandes espacios políticos de la Argentina, espacios que dicho sea de paso, protagonizaron estos lapsos de revolución en la Argentina. Sin embargo, ni la Unión Cívica Radical, ni el peronismo de ese momento representaban esa vocación de reforma social y soberanía.

Raúl Alfonsín, líder de la UCR, fue el primer presidente tras el traumático y sangriento último gobierno de facto. La transición democrática era difícil de pensar hacia un gobierno peronista, ya que este había estado previo al golpe, y así lo interpretó el pueblo.

Si bien Alfonsín fue una eminencia al decidir juzgar a los autores intelectuales del genocidio de las juntas militares a través del juicio y encarcelamiento, su política económica no logró torcer el rumbo neoliberal establecido por el anterior ministro de Economía, José Martínez de Hoz, y tampoco pudo con la hiper inflación heredada. Finalizó su mandato seis meses antes, y le dio paso al ganador de la interna peronista, Carlos Menem.

Menem venía con la promesa de “revolución productiva”, pero lo único productivo fue la especulación. Inmersos en el reciente mundo unipolar, el gobierno se inclinó rápidamente hacia un modelo de dólar sostenido y fijo con la convertibilidad, al igual que Martinez de Hoz, pero con el sostén de las divisas que ingresaban por la venta de empresas nacionales, esas que alguna vez habían sido pensadas como estratégicas por Perón.

Ni Alfonsín era Yrigoyen, ni Menem era Perón, y bajo sus alas se formó la nueva constitución

La reforma, que hoy está vigente, estuvo inmersa en un contexto en donde, en la previa, el oficialismo fragmentó el país con distintas medidas. Entre ellas se destaca el abandono de una cantidad flagrante de líneas de ferrocarril que conectaban al país, así como la privatización de Correo Argentino y Aerolíneas Argentinas, que también lo hacían. Así mismo, en 1992, transfirió el financiamiento de la educación a rango provincial, lo que fue diagramando un país menos unido.

Pero, en los papeles, la gestión firmó una carta magna que a grandes rasgos modificó cuestiones en estructura de poder y adhirió a varios tratados internacionales del nuevo órden mundial.

Entre los cambios más importantes se destacan:

-La introducción de los derechos de tercera (ambiente) y cuarta generación (tecnología y datos) y de normas para la defensa de la democracia y la constitucionalidad.
-El cambio de rango constitucional a los instrumentos internacionales de derechos humanos.
– La elevación de tratados por encima de las leyes.
– La creación de nuevos órganos de control, modificación en la composición del Senado, el achique de los mandatos del presidente y los senadores (de seis a cuatro años)
– La elección directa del presidente (antes de hacía por colegio electoral), la incorporación del balotaje y creación de la figura del jefe de Gabinete.
– El reconocimiento a la preexistencia de los pueblos originarios y sus derechos.
– La autonomía de la Ciudad de Buenos Aires .
– La recuperación de las Islas Malvinas como «objetivo permanente e irrenunciable del pueblo argentino».

En este listado, que por supuesto es un resumen escueto, podemos ver el espíritu de la nueva reforma: un país adherido a los distintos tratados de una Organización de Naciones Unidas (ONU) activa, con varias reformas en su estructura de poder, y con medidas que refuerzan el separatismo como la de la ciudad Autónoma de Buenos Aires.

La adherencia significativa a tratados internacionales está arraigada al contexto unipolar, pero también al pasado cercano que Argentina aún temía con el último golpe militar, y un gobierno posterior de Alfonsín que no pudo terminar su mandato y convivió con el fantasma de un nuevo golpe. Para ello, además, el artículo 36 específicamente “criminaliza los golpes de Estado, establece que sus actos son ‘insanablemente nulos’ y reconoce el ‘derecho de resistencia’ contra los gobiernos surgidos de golpes de Estado”.

Para Pigna “es una constitución progresista, interesante en algunos aspectos, producto de la crisis que había padecido el gobierno de Alfonsín, y de alguna manera la idea de un acuerdo nacional que tiene algunas cuestiones positivas”.

Sin embargo, y pese a los diversos derechos civiles enmarcados en esta última actualización de la carta magna, ciertas políticas y artículos que van en la dirección contraria hoy grafican un país que nada tiene que ver con esas intenciones.

La falta de un artículo como el número 40 de la constitución de 1949, que proteja los recursos en favor de la población, y en su lugar uno como la Ley de Inversiones Mineras, que autoriza a la exportación de los recursos de este sector por empresas extranjeras con la sola obligación de dejar el 3% de las regalías, sumado a la política menemista de vender resortes estratégicos como los ya mencionados, (a los cuales se le puede sumar YPF) dejaron un país, a fin del menemato, con un alto nivel de pobreza y falta de trabajo, similar al de este presente.

“Las constituciones no marcan y no son definitivas en las construcciones de poder real. El diseño de país siempre depende más de los poderes de turno que de los marcos legales”, asegura Brienza en ese sentido. “La constitución son solo las reglas del juego y la cristalización del poder en determinado momento histórico, se trata de un texto con reglas el juego a reformar”.

Por su parte, Pigna hace una reflexión parecida, en este caso en torno a la dinámica que finalmente sucede en la práctica del poder: “Por más que se dicten normas constitucionales, si tenemos gobiernos autocráticos que no respetan la división de poderes, se pasan por encima el parlamento y usan el veto abusivamente, de poco sirve la letra constitucional”.

“Estamos asistiendo a un modelo autoritario donde la letra de la constitución está muerta; por más que uno piense en una nueva reforma, con un gobierno tan autoritario como el presente uno tiene dudas de para qué serviría”, explayó Pigna, y sentenció: “evidentemente habría que pensarlo una vez finalizado este espantoso gobierno autocrático que estamos padeciendo”.

Joaquín Bellingeri

Militando desde la información y la palabra contra el amarillismo oportunista y por una sociedad en la que predomine la equidad social.

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