El último aliento sobre Sara Gallardo. Despedimos a nuestra autora del mes con un repaso sobre su obra, centrándose en uno de los puntos más altos de su obra, Los galgos, los galgos. Nos pregunta, se pegunta ¿A dónde van esas vidas posibles, cuando ya no estamos para pensarlas?
Vivimos, morimos, y alguien después se encargará de decir quienes fuimos. Quizás, algo quede anotado en cierta tumba con una foto que intente recordarnos con cariño. Padre y consejero, hermano y compañero, amigo de sus amigos, enamorado de su profesión. Lo que quede de nosotros o lo que alguien elija rescatar es tal vez un misterio, y algo que está fuera de nuestro alcance. Lo que no es un misterio, es que seguramente, sean malos o buenos los calificativos que nos toquen, nos honre o nos humille el epitafio elegido, en algún punto será injusto e incompleto. Hasta aquellos que crean que han pasado por el mundo como las aguas del río, sin comerse ni beberse, habrán vivido más que lo que de ellos permanezca o se recuerde. Vivimos más de lo que permanece, vivimos a veces hasta lo que no nos pasó. ¿O no entra, acaso, dentro de lo vivido lo que fantaseamos, lo que alguna vez imaginamos, lo que proyectamos y no pudimos, o no quisimos recorrer? ¿A dónde van esas vidas posibles, cuando ya no estamos para pensarlas?
Sara Gallardo vivió 56 años. En ellos, viajó por lugares misteriosos e increíbles, escribió columnas en diarios y revistas, publicó seis novelas, libros de cuentos, cuentos infantiles. Se enamoró más de una vez y lloró como ninguna cuando murió su segundo esposo, Héctor Murena. Pensó libros que nunca llegó a escribir. Murió de un ataque de asma.
Pero si se acercan a ella, sabrán que vivió mucho más que 56 años. Para empezar, Sara nació ya con mucha vida vivida; nació pesada, cargando en su espalda y su sangre la historia de sus ilustres antepasados: de Bartolomé Mitre a Miguel Cané, de historiadores a científicos, todo entra en su linaje, todo eso le tocó heredar. ¿Se imaginan nacer cansados, sintiendo que ya vivimos demasiado? Sus esfuerzos por alejarse de sus mandatos, fueron significativos y constantes.
Como si con aquello no alcanzara, tampoco al morir dejó de vivir: eso, sin embargo, podemos sospechar que fue algo buscado. Todo aquel que construya en vida una obra que lo pueda trascender, sabrá que corre ese riesgo. Lo que nunca supo Gallardo, es que los lectores que en vida le faltaron, llegarían todos cuando ya no estuviera. Desde su primera novela, Enero (1958) hasta la última de ellas, La rosa en el viento (1979), todas fueron reeditadas luego de la muerte de la autora, y su relectura ha llevado a que Sara Gallardo sea hoy, considerada una de las autoras más importantes de la literatura argentina del siglo XX. Vivió, entonces, mucho antes de nacer, sigue viviendo muchísimo después de morir.
Quizás por todo esto, Gallardo sabía que no es tarea fácil contar una vida. Se puede elegir un momento, por más terrible o intenso que sea, y contarlo como lo hace magistralmente en Enero y la historia de Nefer. Se puede contar una búsqueda, en toda su profundidad, como lo hace en la impresionante Eisejuaz. Pero contar una vida entera, eso no es para cualquiera. Contarla completa, sin intentar dejar nada afuera, y contarlas todas: la vida vivida, pero también la soñada, la heredada, la imaginada y también la vida eternamente recordada. Sara Gallardo se animó, lo intentó, y escribió Los galgos, los galgos (1968) para contarnos las muchas vidas de Julián.
La vida heredada: “De mi padre heredé una casa, la mitad de un campo y algo de dinero. Lloré mucho esa muerte, pero no puedo decir que la herencia me tomara de sorpresa. Sentados en la luz del amanecer, hacia el fin del velorio, se me ocurrió decir a mi hermano que le cambiaba mi casa por su parte de campo y, como aceptó en seguida y tuve que firmar una cantidad de papeles, comprendí que había hecho mal negocio” así comienza esta novela de más de 400 páginas que acaba de ser reeditada por la editorial El fiordo. Julián, un abogado con poco amor por el oficio, hereda el campo de Las zanjas y hacia allí va para intentar lograr lo que todos buscamos: hacer algo que perdure. No sabe nada de lo que debe hacer, pero irá conociendo la estancia y sus ritmos.
Todo está justificado, todo tiene sentido, nada es cansador: Lisa lo acompaña y él se siente como un adolescente enamorado. No hay propuesta que no lo motive, no hay espera que no esté dispuesto a afrontar. La vida heredada pasa a ser rápidamente la vida buscada y las tristezas se esconden por un rato. Pero no se van muy lejos, nunca se van muy lejos. Las zanjas es muy grande y hay lugar para mucho, incluso para las ambiciones, para frustraciones y reproches, y una mañana Lisa se va. Para Julián, más fácil que ir a buscarla es irse bien lejos a esperar que ella vuelva. Aparece un tío, una propuesta para ir a París, un Julián desganado y resentido. La vida en París es la que reemplaza las vidas que no fueron: ya nada tiene magia, ya todo huele a frío. “¿Entonces es verdad que la vida sigue? ¿Es verdad que compré una bufanda que ella no verá nunca?”
Julián vive en un eterno letargo pensando en que en cualquier momento, Lisa lo encontrará por algún café. Al final, descubre que no hay más alternativa que volver, y vivir la peor de las vidas: la resignada, la que terminó tocando, la de buscar consuelo. Acepta casarse con cualquier mujer que lo deje seguir viviendo solo en su casa, no queda ya más deseo que ese. Para la escritora Romina Paula, Julián ya no habita estas vidas: él ha muerto en la segunda. ¿Son vividas las cosas que vivimos sin habitarlas?
Pero vivir también son las marcas que dejamos en otros. Cuando Julián se muda a Las zanjas adopta dos galgos, Chispa y Corsario. Son sus amigos y compañía cuando se desafía a sí mismo y se convence de que puede hacer que las cosas funcionen, son su bastión cuando empieza a sospechar que las cosas tal vez no funcionen; son los olvidados cuando parece que nada funcionó. Son lo que mueren solos, para decirle a Julián una y otra y otra vez -aunque no quiera escucharlo- que las vidas posibles son muchas, pero ninguna vuelve nunca para atrás
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Pedro Jalid
Profesor de Letras. Leo más de lo que escribo, trato de hacer más de lo que digo.

