Dormir con las estrellas

Dormir con las estrellas

TIEMPO DE LECTURA: 5 min.

Manuela Bertola nació en La Plata en el año 2001, es estudiante de sociología y productora del programa Cual Pinta? en Radio Trinchera. Comparte con Revista Trinchera el siguiente relato.

Qué fácil es dormir en las estrellas, dice mientras me dirige la mirada pero no mira. Tiene un tono que decanta entre funesto e ingenuo. 

Una maravilla -retruco- ¿y dormir sobre una nube?, ¿qué se sentirá? 

Escucho el silencio  que se presenta ante lo desconocido o lo incuestionado. Sé que son los silencios que más le gustan. Puedo ver cómo procede a poner en pausa todo movimiento y cómo si viera una telaraña hilvanarse de punta a punta dentro de la habitación, toca su boca y sonríe ante las elocuencias, las ajenas, pero particularmente las propias.

¿Dónde fuiste cuando abanicamos la luna? me pregunta con insistencia, genuinamente me pregunta, y no se que decirle. 

Sus ojos danzan, son una marea opaca de marrones figurines.  Se bambolean como un hipnótico reloj, de esos que llevan los tipos como él. ¿Cómo quién? me pregunta, cómo él, sostengo firmemente y ninguna de las dos vuelve a mencionarlo. 

No hay que explicar mucho las cosas frente a esos ojos, más bien, hay que aprender a no preguntar tanto y mucho menos pretender enseñar. 

Al entrar a la habitación hay un cartel, de colores pastel, un pastel gastado, casi imperceptible, que grita en un melodrama aterciopelado: “Antes de entrar, quítese los zapatos, los prejuicios y esa maña insoportable de querer enseñarle a los demás. Admita que usted no sabe nada y si sabe, olvídese. Aquí no se enseña ni se corrige. Y si no va a ser así, no se gaste en entrar que no será recibido.”

Siempre me pareció porteño y contradictorio ese cartel con aires de superioridad, pero nunca me animé a hacer énfasis en esas características. Simplemente entraba, diluyendo enseñanzas previas y en un estado casi de neonato. Como si estuviera en el oráculo de Matrix y una calva miniatura me mirara despótica entre risas, mientras yo ingenua pretendía doblar la cuchara, hasta doblarme.

Los días nos pesaban a ambas, todos los días nos pesaban. La densidad del aire, el tabaco rumiando bajo las uñas, el peine enredado entre pelos blancos y rubios cobrizo de farmacia, la humedad martillando las rodillas en un devenir paulatino pero constante llenando la habitación.  El final del día de un intenso olor a menta y marihuana mezclado con pachuli y psicofármacos matizados bajo un fuerte hedor a palo santo. 

Las conversaciones giran en un constante desaprendizaje yendo y viniendo del espacio exterior al barrio que la vio crecer. Dormir en la luna, dijo un día, debe ser bastante parecido al mierdero de Mar del Plata, igual de imprevisible. Los cráteres, imaginate querida, deben ser tan acogedores como esa escollera, dura y suave, pero peligrosa. Sinónimo de mar y felicidad con olor a mierda, dependiendo de donde sople el viento, y de cuánto crezca el cielo sobre la luna. Mira nena, es como si un día te quedaras dormida en un cráter y el cielo lo inundara todo, lo mismo, exactamente lo mismo que pasa en el mierdero. Vos estás ahí, después de trabajar horas en el hotel, como la sierva de los dueños del mundo, aprendiendo a pelar una naranja con cubiertos. La etiqueta de la etiqueta- dice eufórica mientras hace un gesto alusivo a la élite, juntando el dedo pulgar con el índice, mientras el meñique queda apuntando al cielo de reverso, en un semicírculo compulsivo.- para que los chetos vengan y se coman la naranja con la mano y para colmo en la cara de una. ¿Vos podes creer?, ¿no te parece descabellado? 

Yo la miro, desde el vértice de la habitación. Creo que divaga, quiero corregirla, pero el cartel de la entrada suena en mi cabeza con la intensidad de un taladro. Se confunde mi nombre, lo mezcla con el de otros, mientras me cuenta sobre un viaje de jubilados que hizo con Pami, allá, en sus años coquetos, sus años mozos.

En Malvinas hacía un frío de aquellos, de esos que te congelan la lengua,- me río, aunque noto que no le gusta – ¿Vos nena, anduviste por allá también? de todas formas, tampoco podía decir mucho yo, porque inglés, lo que se dice inglés, nunca supe. Así que eso de que se congele la lengua… tampoco era un problema. Había, eso sí, una cantidad increíble de cruces, tan chiquita la isla.. y tantos.. tanto.. ¿Cómo era que te llamabas vos?, En fin, como te decía nena, muy lindo  Malvinas, es como la luna. Igual de lindo, pero más cerquita. ¿Anduviste por allá, por la luna digo, conociste allá? 

Muevo sutilmente la cabeza, en un intento de responder que no, que no estuve en la luna, ni yo, ni ella, ni nadie, salvo por un perro, leí alguna vez y algún que otro loco que creyó comprar una parcela de tierra en luna, quiero gritar. Me muerdo los labios. Desaprender, Manuela, des-a-pren-der. Aca nadie cuestiona ni enseña. La miro nuevamente y está ahí, quieta sobre su mecedora de paja y madera, con los ojos clavados en esa telaraña invisible que nos separa y noto que me ve, puede verme, estoy sentada espejada-mente sobre una mecedora de paja y madera, me ve, tiene que verme, debería hacerlo, pero no lo hace. Nunca me ve. No sabe mi nombre, ni puede verme, no me reconoce. Siento la tibieza de las perlas plastificadas presionando mi pecho. Me ve, yo se que me ve. Estiro los dedos que dan contra la telaraña, al final, invisible no es inexistente. Pienso. Quiero decir su nombre, y la noto rejuvenecida, pareciera de unos 20 años, podría decir 22 con exactitud, tiene el pelo suelto, y castaño, castaño claro. Le vendría bien un baño de sol y manzanilla, pienso. Me río, yo nunca pienso esas cosas. Esas son cosas que piensa ella, ¿pienso?. Me acuerdo de Malvinas, los pingüinos, esos bichos chiquitos y chuecos que parecieran vestir esmoquin. Es-mo-quin, es una palabra que siempre me ha causado gracia. ¿Usarán esmoquin en la luna? ¿Habrá pingüinos allá? Seguro, hay pingüinos en todos lados. Me río de mi elocuencia. A ella no le causa gracia. Esta seria, me mira con los ojos aguados, como si no entendiera de que le estoy hablando. ¿Quién será la chica que me mira desde el otro lado de este vidrio? Es jovencita la chica. ¿Habrá ido también a Malvinas?- le pregunto, pero no contesta-. ¿conocerá la luna? No, si la conociera, no me miraría así. ¿Qué quiere esta chica? ¿Quién es? 

Disculpame querida, ¿Cómo era tu nombre? bua , no importa, sentime una cosita, ¿que fácil, no? dormir en las estrellas.

Manu Bertola

Hija y nieta de la historia de nuestro pueblo. Estudiante de sociología. Nacida y criada en la ciudad donde las diagonales tocan el sol.

La reciclable

La reciclable

TIEMPO DE LECTURA: 8 min.

Juan Machado nació en Carhué, provincia de Buenos aires, en 1992. Escritor y conductor del programa Plastico Cruel. Publicó el libro de cuentos, microrelatos y poesías, No hay que jugar en la casa vieja y otros relatos (2020) Pájaros Punk (Malisia 2022)Comparte con Revista Trinchera el siguiente relato.

A Fogwill.

Estoy leyendo;

“Después trajo dos latas de Coca Cola y las bebimos a la par. Seguíamos cayendo. Aunque me costaba más apreciar la velocidad, sentía con nitidez nuestra caída hacia el oeste; habrían pasado cerca de ochos horas desde que percibí nuestra caída. Por primera vez.” 

Es un libro que elegí con precisión, la página que leo, sí, es obra del azar, ese azar que hace tan bien las cosas. 

“Después sentí que me dormía. Ella me untó con una crema que tenía algo que hacía sentir la piel tan lisa que parecía nueva. Si habíamos soñado tanto, y si yo en varios momentos pensé que ella pariría algo mío o que yo pariría algo suyo, nada me impedía dejarme llevar por el sueño de transformarme en algo nuevo”. 

Algo cae sobre mi cabeza, el roce es filoso y rápido. Me llevo la mano a la frente, está caliente y mojada, es verano, es hora caliente, son las dos y pico de la tarde; ¿Quién lee en verano a las dos y pico de la tarde? Miro mi mano que esta roja y transpirada. Llevo mi vista al piso, lo que me golpeó es un libro, un libro de Rolón. Me quedo mirando, no retengo el título, pero pienso en Rolón, en que al fin y al cabo para esto sirve un libro suyo, para golpear la frente de un lector, en verano, a una hora muerta donde nadie hace nada. Pienso que el libro podría ser mucho más chico de lo que es y que el golpe no hubiese sido tanto, total no se pierde mucho. Veo la caída de una gota de sangre que explota al lado del libro. Me vuelvo a llevar la mano a la frente, ahora, sí, mi mano tiene sangre. Todo esto lo pienso en milésimas de segundos, porque recién ahora me llega la voz de la chica de arriba de la escalera.

– Ay mil perdones señor, que bruta que soy, perdón perdón. 

– Por favor – digo-  No hay problema, cosas que pasan, no es nada.

– Ya le traigo para que se limpie.

– No hace falta, por favor.

La chica baja rápido y corre hacia el mostrador, me trae servilletas de papel o pañuelitos, no se bien. Me limpio, ella me mira la herida, la punta del lomo del libro me abrió un tajo en la frente. Ella mira el tajo, no a mí. No hay otro interés en ella que el tajo. Es cómico, raro, o no, algo que no existía hace un momento, ahora, es el centro de su existencia. 

Escucho pasos atrás míos y una voz retumbante de hombre.

– Señor, le pido mil disculpas por lo que acaba de suceder, es la primera vez que nos pasa un accidente de esta índole, le pedimos mil disculpas.

– No por favor, para algo tenía que servir un libro de Rolón – Los tres nos echamos a reír, yo porque creo que realmente mi chiste es bueno, ellos, tal vez de compromiso. 

– Como estamos muy apenados – Dice el hombre – Y queremos reivindicarnos, tiene a su elección un libro de regalo.

– No, por favor. No hace falta.

– Insistimos señor, lo dejamos elegir tranquilo. 

Que suerte, me digo para mis adentros. “Gracias” le digo al encargado y a la empleada que se alejan hablando entre ellos. “Que suerte”, me digo otra vez.  

No soy un tipo que ande buscando la suerte, solamente sucede. Un golpe repentino que desemboca en algo, sustancialmente, beneficiario para mi persona. No lo busco, sucede. Sino no sería suerte. Con el azar es diferente. Uno confía en el azar y él actúa en correspondencia. Hay, con el azar, una suerte de arreglo tácito de ceder cierta parte, una buena parte, que valga la pena, de nuestro porvenir y él, que no es ningún tonto, actúa. El azar, conmigo, ha hecho un gran trabajo. 

Pero esta vez no fue más que suerte, lo del libro digo. Acá estoy entonces eligiendo qué libro llevarme en compensación por un accidente, que algunos pueden llamar absurdo, para mí un accidente justo. Intento repasar una borrosa lista de pendientes que se mueven con locuacidad en el vaivén que es mi cabeza en estos momentos. El golpe, el dolor tenue pero profundo, la incomodidad del momento, la pesadumbre del golpe de suerte. Me es demasiado dificultoso elegir. 

Ahora me tomo la cabeza, me duele un poco, tal vez el calor tenga algo que ver. La chica se acerca, el hombre parece, ya, no estar. 

– ¿Señor está bien?

– Si, un poco abrumado.

– ¿Se quiere sentar?

– Debe ser el calor.

– O el golpe. Perdóneme por favor.

– No, no te preocupes más. Estoy bien. 

– ¿Qué puedo hacer por usted?

– Elija el libro por mí.

– ¿Seguro?

– Por favor.

– Déjeme ver. 

Recorrió las estanterías con ojos muy abiertos, con gesto de tarea difícil. Yo la observaba, no me había parecido linda hasta que la vi mirar con esa voracidad, despiadada, con la que recorría los libros. Me pareció hermosa y genuina. 

– Este – dijo. En su mano había un libro chico, flaco, una edición de bolsillo. Claro, por el precio pensé. 

– A ver.

– Capas que ya lo leyó, es bastante viejo. Pero es de mis preferidos. 

– Onetti, si, Onetti es bueno, de los grandes. Tal vez, el mejor de los nuestros.

– ¿Este lo leyó? 

– No, no, justo este no. Me viene bien – Para mis adentros pensaba en que si ella de verdad me recomendaba ese libro porque era de sus preferidos o si en este gesto había un mensaje encriptado. Es que, a mi cabeza dolorida, cuando leí el titulo se me vino la mujer, la protagonista de esa historia, y su chivo. Ella podría pensar, plácidamente, que yo era un impostor, un sin vergüenza, que me había parado justo debajo de ella, jugando con el azar, para que, en algún momento, accidentalmente se le resbale un libro sin más remedio que golpearme, luego, como sucede en el setenta por ciento de los casos, hay estadísticas, me recompensen por el mal trago. Podría pensar que a esto lo repetía una y otra vez en distintas librerías. Pero la verdad es que en este pueblo no hay otra librería. 

– Le va gustar, llévelo sin dudas.

– Lo llevo entonces, muchas gracias. 

– Venga, le pongo una bolsita. 

El azar, hizo también, que esa noche duerma con la chica de los ojos voraces. 

La mañana que siguió, la chica despertó con los pelos revueltos. Me miró desde la cama. Era mucho más chica que yo, por eso el llamarla así. En el medio de nosotros sentí un terreno árido intransitable. El piso estaba frio y yo me miraba la lastimadura de la frente, que ya no era nada, en el espejo. Ella se sentó, se llevó la sabana al cuello, las sostuvo con una mano imprecisa, con la otra, con más justeza, se corrió el pelo de la cara. No dijo nada, yo tampoco. Me miró mirarme. Me lavé los dientes y ella volvió a dormitar, ahí sentada como estaba. Preparé mate, se lo llevé a la cama. Abrió los ojos, cuando yo me senté, (acá podría haber puesto, “me senté y ella abrió los ojos” pero no. Lo verdaderamente importante era que ella había abierto los ojos y no que yo me hubiese sentado. Si ella no hubiese abierto los ojos, yo no habría existido en su mundo) una vez, otra vez y otra vez hasta que pudo, con esfuerzo quejumbroso, sostenerlos abiertos. Pienso que, en la primera mañana, todavía noche, me habrá visto de espaldas y desnudo, lo cual no es tarea fácil, me habrá visto totalmente desnudo y no hizo más que cerrar los ojos y volver al sueño. Ahora me mira a la cara, hace una sonrisa tímida de boca cerrada, mientras agarra el mate con ambas manos y con los brazos cerrados, lenta, sostiene la sábana, rosada por los cuerpos transpirados, blanca. 

– Gracias – Respondo con un leve movimiento de cabeza que emula un de nada o un gracias a vos. 

– Que suerte lo del libro ¿no?

– Jamás imaginé que esto pudiera terminar así. Con el libro bastaba. 

– A mí no me bastaba. 

– Parece una conversación equivoca la que estamos teniendo. 

– ¿Por?

– Yo podría estar diciendo lo que vos acabas de decir y viceversa. Podríamos alterar nuestras voces, invertirlas y esta conversación tendría el mismo sentido.

– O somos dos ingenuos o somos dos impostores.

– Creo que nos conviene la ingenuidad.

– Buscaste que todo esto pase ¿no?

– No.

– No soy estúpida, pendeja sí, pero estúpida no.

– No sos pendeja. 

– Al lado tuyo sí.

– Me estás diciendo viejo entonces.

– No puedo imaginarme en que otros lugares podés jugar este mismo juego. 

– No lo hago, esto no es un juego. Fue suerte.

– ¿Sos un hombre con suerte?

– Soy un hombre entregado al azar. 

– Que suerte. 

Esa mañana no duró lo que yo hubiese deseado. La chica se fue, suelta de cuerpo, ligera y ambigua. Yo me quedé frenado, quieto, lento y predecible. Nunca más la volvía ver, por lo menos a esa que fue y que no duró más que una mañana. 

Días después volví a la librería. A la entrada me saludo, atento, el encargado. Era un hombre rígido, amable hasta donde puede ser amable una persona rígida. Me paré frente a la estantería donde pasó el accidente, volví a agarrar el mismo libro que aquella vez.

 Leí.

Estoy leyendo. 

“Su aparato seguía funcionando. Ella soltó las correas se separó de mí y pude estirar las piernas, pero quedé con todo adentro vibrándome, mientras ella procuraba chupar la poca leche recuperable de mi pija y la región del ombligo. Como siempre (era ella) vino pronto a mezclar todo en mi boca con mi saliva y su sangre” … Lo que leo es Fogwill en su estado más puro y duro.

“ … todo vuelve siempre a reciclarse y hacerse vida y con el tiempo se lo vuelve a encontrar”. La chica aparece detrás de mí, me ignora, arrima la escalera y sube rápida y precisa escalón por escalón. Es verano, son las dos y pico de la tarde. ¿Quién lee un verano a las dos y pico de la tarde? Entonces el próximo párrafo, la caída, el roce filoso y rápido, mis pensamientos, la gota de sangre, la sangre, la voz de la chica pidiéndome perdón. 

Juan Machado

Nació en Carhué, provincia de Buenos aires, en 1992. Actualmente reside en La Plata. Escritor, también se desempeña como conductor de radio. Dicta talleres y encuentros literarios. Publicó el libro de cuentos, microrelatos y poesías, No hay que jugar en la casa vieja y otros relatos (2020) Pájaros Punk (Malisia 2022)

Tres poemas

Tres poemas

TIEMPO DE LECTURA: 2 min.

Poema de Marcelo Patiño, participante de la convocatoria de poemas “Daniel Omar Favero”

Aquí recaen instancias de vida, vicisitudes en la actividad de mirar por la ventana, los árboles y un parco cielo. A las personas y a uno mismo siendo parte de la cotidianidad del día. Cuando te sientas en el subte, en el taxi o en un café. Cuando caminas por la calle y paras, porque viste una palabra o un rostro, porque siempre habrá algo que te robe la mirada y el paso para regalarte ese momento-que te lleva al recuerdo-que activa un sentimiento (perfecta sinapsis) para finalmente terminar escrito en un papel, como este.


1.

Entonces fui al cielo,
cruzando la ventana
y la ciudad por primera vez se veía tan mansa,
como los recuerdos de una nube, tan basta.
De día no es lo mismo, repetía,
de día no me gusta
porque el sol despierta los pecados
la luz que ilumina el infierno.
De día reinan los metales,
engranajes de mal augurio
y todos cantan al compás
la muerte del arbusto.
Hay una nostalgia que mata el celeste,
hay una tristeza que ocupa mi vista.
Por eso caminan agachados,
comen agachados,
ya no buscan a los árboles,
menos a los tordos o colibríes,
tampoco saltan esperando la primavera.
Por eso tomé dos vasos de azul,
tres de verde
y también habrá bordó
cuando el cielo
no me aguante más.

2.
¿Has visto aquellos engranajes del reloj
o de los autos?
¿Has visto la red neuronal
o el tejido de la masa de harina al romperse?
Has visto como un hongo crece,
el entrelazado de las raíces.
Has visto que todo supone una conexión,
ensamble vital.
Aquellas concepciones lingüísticas,
estructurales
¿Qué hay en la base?
¿Brahma, dios, átomos o un fonema?
¿Será un tal atlas?
¿Qué une mis letras con tu entendimiento?

Si tales engranajes forman un reloj,
¿Qué imagen u objeto formamos nosotros?
¿Una mesa?
¿Diccionarios?
¿Un te quiero?
¿El universo?
¿Qué?

3.
Hit the road

Por aquellos días en villa elisa
Por no volver a levantarnos
Sin haber sentido el cansancio
De las guerras existenciales
Pues esta vida, esta vida
Por sentirse dichoso y digno
De al menos una sonrisa o un abrazo
De nunca sentirse derrotado
No hasta que se rompa
El reloj de arena
Y reflejes luz
Luz ocular
El miedo de los héroes

El miedo de los héroes

TIEMPO DE LECTURA: 3 min.

Relato de Silvia Elena Machado, participante de la convocatoria de cuentos “Hebe Uhart”.

El contorno del agujero como el de aquella vez, según de donde se lo mire, es el mismo zigzag entre testigo y actor. Si lo hago desde adentro con ojos cerrados soy el testigo de mi propio miedo, en cambio, si lo hago desde afuera y con los ojos abiertos soy protagonista de la megamentira.

Tal vez no exista parecido, aunque yo tampoco soy la misma persona.

Por la domesticación sentía el pudor del machismo, era incapaz de expresar tanto amor que sentía por lapatri, mipatri, subterfugio para no decir que estaba enamorado de la Patria. Luego, en la calle como perro de Pavlov, gritaba los goles hechos y en los penales el sufrimiento hervía mi odio hacia los rivales. Como un auténtico energúmeno hubiera destrozado con mis caninos a todo el equipo contrario. Y por eso de que “la pelota no se embarra”, me agarré a las piñas con cualquiera que no fuera cristiano y señalé para toda la vida a cualquiera que no fuera futbolero. Mientras, en las efemérides me llenaba la panza con bollos y chocolate. Así era mi amor a lapatri, gastronómico y de comensal, de agrupación, no gregario, no solidario.

Con el sinsentido de la vida, que pasa tan rápido para los pibes pobres, casi sin darme cuenta me bañaba en las duchas del ejército. Me asusté, pensé en cuál sería la unidad de medida del tiempo de los colimbas, ¿serían los castigos? Aunque muy adentrito mío yo quería demostrarle a lapatri de todo lo que era capaz por ella. La llevaba tatuada en el envés de la piel, quizás si hubiese tenido acceso a las muñecas hinchables probablemente la hubiese llevado en mi mochila sin desempacar del envase original.

Pero, de las duchas pasé a no ducharme, a cagarme de hambre en el frigorífico de las hermanitas perdidas.

Lapatri que no se entera jamás de nada apareció después de los horrores como hoy, como ahora mismo veo este miedo que me va a chupar. Porque el miedo no es una sensación, es una gelatina con vida que nos mama, y aunque fuera más beneficioso que tuviera dientes. Pero no, no los tiene, no nos tritura, nos inmoviliza.

Esta aparición o visión del pino es en verdad es un agujero. Porque igual, igual apareció aquel agujero como ojo de aguja que distinguí en la tierra del miedo congelante. No veía nada en el infierno frío, gélido, el infierno que amputa dedos, pies, manos, pero el ojo de aguja era como este pino, y yo no sentía miedo de él. El miedo no lo sentí con los chicos del grupo, quizá por las órdenes, por el hambre. Porque eso era el asombro diario, eso era la falta de sombra, el miedo, el miedo es un pedazo de algo que limita, que paraliza, y yo en ese momento desde algo así como la eternidad era inmóvil como lapatri. Hoy si veo el ojo de pinoaguja sé que la viscosidad del miedo me está chupando y esta vez el agujero canta. Cantan el romancero de lapatri a los comoyo, los chicos de la guerra o de las enfermeras violadas de Malvinas. Ellas y yo, y los comoyo sí nos asustamos, conocemos el miedo y también sabemos que nada lo contiene.

El miedo trajina con la memoria, no tiene carnes. Los comoyo evocamos abrazos, canciones, poemas, aunque sean sencillas y escritas en los tapiales a medio terminar del barrio. Vivía con los ojos bien abiertos, no quería dormir para no despertar y ver muertos de ojos abiertos, por congelación, por metrallas, balas, explosiones, que se yo… Prefería verlos morir, cantar fuerte la Marcha y despedirlos de mipatri.

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