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El escritor Santiago Craig comparte con Trinchera el cuento con el que cierra su libro Las Tormentas de editorial Entropía
Ella se cree todo. Yo le digo que un día tenemos que devolver el cuerpo; le digo que caducan los pulmones, que tienen una fecha de vencimiento tatuada en el lomo, como los cartones de leche; le digo que la voz y el aire que exhalamos se acaba igual que se acaba la nafta de los colectivos o el gas líquido de los encendedores. Prendo el fuego y le hablo. Le muestro el gas líquido del encendedor. Transparente.
“¿De dónde viene el fuego?”.
“De los monos”.
La llama baila reflejada en los ojos, crece y sube, es la única luz y nos deja un rato en silencio.
“¿Mañana ya llegamos para devolver al abuelo?”.
“Mañana. Con el sol. Con el otro día. Ya llegamos”.
Mi último cumpleaños fue a los siete. Mi abuelo preparó hamburguesas en la parrilla del club. Pintó con cal los troncos de cuatro árboles para usarlos como arcos, nos separó en dos equipos, nos dio posiciones, dirigió el partido, nos hostigó hasta ponernos furiosos, nos echó a todos con tarjetas imaginarias. A Marcos Mónaco por jugar bien lo echó, por no pasarla, y a Diego Saldone por no gritar un gol lo obligó a jugar de arquero. Nos indignamos, no nos divertimos como él (rojo remolacha por el vino, por agitarse, por reírse sin ruido, con lágrimas desbordándole los ojos), pero entendimos todo. A los siete se entiende todo. Jugamos con sándwiches en la mano; metimos la cabeza en platos con harina para buscar caramelos y, con la nariz tapada de engrudo, tosimos hasta la náusea; mordimos manzanas colgadas con soguitas a las ramas de un níspero; con los ojos vendados, mareados a propósito, tratamos de adivinarnos unos a otros por la forma de la nariz, por el largo del pelo. La torta era un bizcochuelo de vainilla tapizado con grana verde; tenía, además, un camino de grana anaranjado bordeado por un cerco ondulante de dulce de leche. Al final del camino había un hongo de tallo blanco y sombrero rojo con pintas celestes. Un hongo con puerta y ventanas, con una pequeña chimenea de cartón clavada en el sombrero. El hongo era la casa vacía de seis Pitufos de plástico que más temprano yo había arrancado en un ataque de furia. Yo era grande, tenía siete años, no quería Pitufos. En la torta habían quedado todavía las huellas diminutas de los juguetes (se ven en las fotos). Había llorado y gritado; había dicho que nadie idea de lo que a mí me gustaba. Había desairado a todos, desbaratado la sorpresa; había menospreciado el esfuerzo. No lo sabía. Hasta hacía poco, cuando volvía del trabajo, mi papá escondía en los bolsillos paquetes de figuritas celestes con calcomanías de los Pitufos y las dejaba apenas asomar desde el bolsillo para que yo me abalanzara sobre él y se las robara. Mi mamá lavaba cada dos días el mismo pijama blanco con estampas de Pitufos y se apuraba a secarlo porque era la única ropa con la que me gustaba dormir. Pero un día decidí que todo eso ya era parte de un pasado humillante. El día en que cumplí siete. Así de fácil.
El hongo de la torta había sobrevivido gracias a mi abuelo. Me dijo que, sin los Pitufos, la casa de hongo, así sola, en el bosque, le hacía acordar a la plaza de Guaminí. Me dijo que cuando en Guaminí levantaron el edificio con forma de cohete, con forma de monstruo de piedra enorme, de hongo, por qué no, de hongo atómico gigante, no creció más pasto en la plaza y la gente dejó de ir y una niebla espesa, parecida a la crema, pero como si la crema estuviera muerta, como si la crema se hubiera convertido en un alma en pena, en un espíritu, había cubierto el suelo y disecado los troncos grises de los árboles. Me habló en secreto y me convenció de que mi torta de cumpleaños de grana verde y anaranjada, no era de nenes: era lúgubre y misteriosa. Me dijo que era hora ya de que supiera algunas de esas cosas.
Cuando soplé las siete velas celestes, mi abuelo me pidió que por favor dijera un conjuro. Era algo que los habitantes de Guaminí decían cada vez que pasaban frente al edificio de la plaza. Me hizo decir:
“Que no estén en mí, que no se queden tus fantasmas”.
Ahora somos la nena y yo.
Solamente los dos. Y el abuelo.
Pero el abuelo va en su caja.
“¿Por qué es polvo el abuelo?”.
“Porque del polvo venimos y al polvo volvemos”.
En el asiento de atrás, protegida por una bolsa verde, la urna de madera barnizada guarda el polvo del abuelo. Una chapa dice Denis Aguinaga y dos fechas. Como las dos tapas de un sándwich que entremedio abarcan todo.
“¿El abuelo nació antes que el teléfono? ¿El abuelo nació antes que los autos? ¿El abuelo nació antes que el Sol?”.
“Había otro Sol antes, otros teléfonos”.
“¿Otros que hora son polvo?”.
“Sí”.
“Cuando yo tenga mil años y sea como él, voy a ser de polvo también”.
“Ahora vas a tener siete”.
“Siete”.
Ahora somos la nena y yo. Y el abuelo, en una caja.
Salimos un día cualquiera a la mañana y llevamos pocas cosas. Viajar liviano es viajar, lo demás es mudarse. Palabras del abuelo Denis. Se las repetí a la nena mientras metíamos galletitas con crema rosa y rollos de medias en un bolso. Le dije: No necesitamos nada. El abuelo Denis contaba que a todos sus viajes él iba con lo puesto: un portafolio, un impermeable y un sombrero, decía, como un ladrón o un detective.
No creo que haya viajado mucho el abuelo.
“Me dijiste que había estado con reyes, con caciques, con animales rarísimos. Me dijiste que había estado con Dios”.
“Había estado sí, eso es cierto”.
“¿Y dónde?”.
“En Guaminí, seguro”.
“¿Es adónde vamos?”.
“Es”.
Ella quiere que le cuente todo lo que me contó el abuelo.
Le digo que al principio había una costa de barro y un río de plata.
“¿Un río con billetes?”.
No, un río plateado, incendiado de sol, pero turbio a la noche. Todo marrón a la noche: el agua, los álamos, los sauces, los mosquitos y las culebras en la costa, la luz polvorosa de las luciérnagas. Al principio había un color solo y así era todo. De ese color eran también los monos que se rascaban los piojos en las ramas de los árboles. El abuelo Denis me contó que los monos eran los únicos que sabían para qué se juntaban el río y el mar; sabían que un día iban a llegar hombres lampiños con la tela y el acero, del mar al río, con toses nuevas y anillos. Con las cruces.
El abuelo imitaba muy bien a los monos.
Yo lo hago más o menos. Sin gracia. Pero ella se ríe lo mismo.
Ella quiere saber todo y pregunta. Yo le hablo como puedo, trato de contarle lo que me contaron.
En ese barro, para hacer este país, se pelearon guerras con las cosas que había. Compases, estacas y navajas. Los indios no tenían flechas. Eso no es cierto. Es un invento para las películas y las historietas. Los indios se comían a los curas con vasija de plata. El abuelo guardaba dibujos de la época. Cosas que a un chico no tendría que habérselas dejado ver. Habían inventado los tenedores antes de inventar las camas los indios golosos, antes de inventar el tiempo. Abrían los pájaros también con sus cuchillitos de plata y viéndolos por adentro sabían si iba a atacarlos una serpiente o un tigre. Después, les pinchaban el hígado a los pajaritos, los pulmones, y se los daban a los chicos que, tirados abajo del sol, los chupaban como golosinas. De eso también había dibujos.
Nos gusta a los dos demorarnos y conversar al costado del camino.
“¿Qué había antes del barro y de los monos y de los barcos?”.
“Había el principio”.
Nos sentamos en el piso. Encima de los brotes y los cardos. El piso, así de tranquilo como lo sentimos, es caos: tallos que se estrangulan, estambres que envenenan, hojas que estiran sus lengüitas secas hacia los restos de luz. Lo vimos con el abuelo en las enciclopedias.
“¿Y antes del principio?”.
“Estaba Guaminí”.
“¿Y antes?”.
“No hay antes. Antes es nada”.
“¿Qué es nada?”.
“Es un papá y una nena mirando el fuego, pero sin ramitas, sin papel, sin llamas”.
“Ahí empieza todo entonces”.
“Ahí empieza”.
El abuelo llegó en una nave blindada. Se estrelló en el campo y hubo un destello azul en el cielo. Lo encontraron y lo adoptaron dos granjeros. Le pusieron nombre y ropa, lo escondieron del mundo.
“¿Todo eso?”.
“Todo”.
El abuelo vino a través de las montañas, encima de un burro tuerto que se llamaba Gaspar y que, durante los últimos cincuenta kilómetros, por un bosque torcido y sin sendero, lo llevó desmayado, casi muerto, hasta la entrada del pueblo.
“De Guaminí”.
“De ahí”.
El abuelo salió de un huevo que no puso ningún pájaro. Salió en pantalones cortos y con una camisa amarilla. Dijo “gracias” al día que estaba naciendo y, con lo que encontró en los bolsillos, vivió hasta los ochenta y siete años.
El abuelo vino a contarme la historia del mundo, a decirme quién era Dios y quién no, para que supiera con qué lidiar cuando llegara el momento. Empezó a contarme todo en mi último cumpleaños. El de siete. Después de la fiesta.
Yo pensaba que Guaminí era mentira. Creía que, como las otras cosas que me había contado, era algo que el abuelo inventaba. Aunque podía ver las bicicletas con canastas en los manubrios tiradas sobre el piso amarillo, quemado por las sombras largas que llegaban a los bordes del pueblo o a esas vacas quietas que mugían pánico cuando ellos les hacían explotar petardos en el lomo, tiradas las bicicletas, reposando, atrás del matadero. Veía las caras pecosas de los gringuitos que asaltaban al lechero, que rompían a piedrazos la vidriera del peluquero sádico que, antes de empezar la escuela, cada final lánguido de febrero los rapaba cantando himnos partisanos. Coco, Mauricio, el Lobo y Denis, mi abuelo. Con boinas los veía, como las que usaban los pibes en la tapa de la Billiken o los canillitas que gritaban “Extra” con voz de tía en las películas viejas. Con pantalones cortos hasta los dieciocho, las medias desinfladas sobre los botines, las rodillas cayadas y gomeras enfundadas entre la piel y el elástico irregular del calzoncillo. Yo pensaba Guaminí no era cierto.
Ahora que lo veo aparecer al costado de la ruta, recién voy entendiendo que es un lugar Guaminí como otros lugares, que existe. Coco y el Lobo, Mauricio y Denis por ahí estuvieron en serio haciendo lo que me contaron. Tirándole todos esos venenitos a todos esos gorriones, pintando de azul ese caballo con anilina, abriendo portales cósmicos en el aire con sus navajas. Tan cierto Guaminí como para sacarle fotos y copiarlo en un cuaderno. Tan sin gente, dice ella, tan chiquitito desde acá.
“Yo creía que ese lugar era mentira”.
“No hay lugares de mentira”.
“Sí hay”.
“No, los lugares son ciertos siempre”.
Es un pueblo bajo. Es un desparramo de callecitas. Una iglesia. Un hospital. La policía. Y esos edificios con apellido, ese ángel roto encima de una cúpula oxidada.
Cuando llegamos, no hay gente afuera: nada que se mueva. Abúlico, lerdo, gira un reloj en una torre. Parece inútil, en este lugar, marcar el tiempo. Es como un pueblo de utilería montado para experimentos nucleares. Hecho volar mil veces en pedazos ya, reconstruido de nuevo con cartón, con arcilla, con tilos trasplantados de un vivero estatal.
En el auto escuchamos la radio. Nadie habla. Cancioncitas folklóricas tratan de abrirse paso en una bruma de frituras.
¿Es esto? ¿Ya llegamos? ¿Dónde sigue?
Es esto, sí.
Señalo las cosas y las nombro.
Es como ser Adán, pero al revés. Las cosas no son jóvenes: las cosas son viejas, todas, y no tienen nombres porque nadie se ocupa ya de nombrarlas. Digo que el árbol es un naranjo, digo que las cuñas son zanjas, digo que se llaman buzones esas torrecitas rojas que ella señala en las esquinas.
El pueblo se acaba rápido. Doblamos en lugares distintos (un almacén, la iglesia): avanzamos, pero casi siempre vemos lo mismo.
“¿Es esto? ¿Ya llegamos? ¿Dónde sigue?”.
Ella quiere que me apure a contarle todo.
Después del barro y de los monos, de los indios sin flecha, de los barcos de corcho y de madera, los señores armados que tenían piojitos en las barbas se rieron de la brutalidad del mundo nuevo. Era tan frágil y tan tonto que les hacía doler la panza. Con las carcajadas cortaban los matorrales (eran filosas) y hacían espuma en los pantanos, abrían surcos en la selva y en los bosques. Se reían porque a los indios les importaba más el café que el oro, porque hasta que los señores de los barcos no se lo enrostraron, los indios el brillo no lo preferían al gusto dulce que les picaba en la lengua o al aroma tostado que tenían las semillitas que tiraban al fuego.
Cuando ya vinieron muchos hombres nuevos y a cada lugar le clavaron un escudo, cuando ya hicieron fuertes y ladrillos con el barro, oficinas y sellos, sobres lacrados y frasquitos de plata llenos de tinta púrpura; cuando los indios, con pantalones y levitas, con sombreros, empezaron a saber qué era ser un amigo, un ayudante, un soldado, y dejaron de ser ellos y los árboles, ellos y los hongos, las águilas, entonces fue el tiempo de dibujar los mapas y los códices, los tratados de ultramar, las nuevas versiones adaptadas de la Santa Biblia, los nombres criollos en los documentos. Asignar los puestos, los lotes, las partidas. Y todo esto, sin menoscabo de lo otro: descubrir sin pasmo (así decían, así hablaban) que, en estas tierras, algunos pájaros podían producir los mismos sonidos que los hombres y que había serpientes del tamaño de un bote, sapos de lomos fluorescentes, huesos de bestias antiguas, nunca nombradas por Dios (ni por Adán) a la vista de todos.
“¿Y después?”.
Después de unos años, lo que pasó fue que San Martín cruzó los Andes acostado en un burro, que Artigas echó sal en la cola de los Realistas y les cortó el vuelo y la cabeza, que mirando el cielo y la sangre se inspiraron los tipos que ahora (sin pupilas, sin panza) son bustos en las plazas, para hacer las banderas, para ponerle nombre a todos los países que inventaban.
“¿Ellos inventaron que en las banderas haya estrellas, que haya soles? ¿Ellos inventaron que los países podían llamarse igual que una verdura o un santo?”.
“Ellos todo”.
“¿Y ahí el abuelo ya estaba? ¿Nosotros cuándo venimos?”.
Ahora. Estamos llegando. Pero antes falta todavía la parte de los hombres con sombrero redondo encasquetado y bigotes peinados con cera. Siempre saludando trenes, haciendo flamear sus pañuelos en el puerto y, día por medio, reptando debajo de los bancos de las plazas para burlar a las bombas rechonchas que les caían del cielo. La parte de los hombres bajos, casi enanos, que gritaban en estrados rojos, en estrados negros para decirle cómo morir, cómo hacer el pan, cómo dormir la siesta a mil millones de gentes. El momento de los médicos con delantal blanco que trepanaban a los mismos monos que antes, pobres monos, habían degollado los indios y los señores de los barcos; que los metían en latas iluminadas para mandarlos a morir afuera de la Tierra, en el espacio.
“¿Los monos se mueren?”.
“Sí, se mueren”.
“¿Cómo se mueren?”.
“Como cualquiera”.
“¿Y ahí el abuelo ya estaba?”.
“ Ahí ya sí, en ese lugar más o menos, el abuelo ya estaba. Un ratito después de Dios”.
“Al fin”.
“Al fin”.
Pasamos los dedos por el vidrio y nos mostramos las huellas marcadas en las yemas negras. Detrás del polvo va apareciendo el nombre del peluquero. Vicente o Vicenzo: algunas de las letras están borradas. Coco había roto esa vidriera de un mandarinazo. La tarde que planearon entera en las vías del tren, cuando se ataron los pañuelos a la cara igual que los cowboys y los bandoleros. El abuelo tiró una mandarina también, pero rebotó en el vidrio y cayó en la vereda. Ahí la podemos ver, apelmazada y mohosa todavía.
Guaminí huele igual a la Luna. Un aire frío y sin peso nos entra y nos sale por la nariz olvidado de nosotros. Ella intenta empañar el vidrio y dibujar un corazón, pero no puede.
Guaminí debería tener tres mil habitantes. Señoras blandas y hombres buenos, chicas que mastican toda la tarde el mismo chicle, nenes empantanados en moco. Deberían pasar por las veredas lisas saludándose con un gesto de aburrimiento, mirarse de favor las caderas y hacer de cuenta, nomás para conversar, para poder hablar de algo, que no saben todo unos de otros, desde lo que piden en sus rezos a los arreglos dentales. Debería haber el funeral de un caballo que se desplomó una tarde haciendo el mismo camino de siempre, debajo de las sombritas de las higueras. Un caballo con un tiro en la frente.
El abuelo me contó esos sacrificios: las vacas con martillo, para comerlas, los caballos con revólveres, por piedad. En Guaminí debería haber gente matando animales y persignándose al cruzar la plaza.
Nosotros caminamos al costado de las vías muertas. Ahí era donde Coco, Mauricio, el Lobo y Denis, se recostaban en los rieles esperando la vibración del tren. Jugaban a adivinar, con los ojos cerrados, cuándo tenían que saltar para que no los aplastara. Ahí abrimos por primera vez la caja. Porque lo había pedido así el abuelo, un poquito de él al borde de las vías. La ceniza era azul, más que nada, con destellos luminosos. Le dije a ella que con ese polvo hacían los relojes y que se llamaba cuarzo.
“Del polvo vienen los relojes, del polvo viene todo”.
“Y al polvo vuelve”.
Guaminí debería tener el olor a castañas tostadas que el abuelo Denis decía que le había dejado pegado en la ropa para siempre. Ese olor que tenía en la piel, en la sombra.
“Las sombras no tienen olor a nada”.
“Eso no es cierto”.
Inspiramos juntos. Lo que era nada es un aroma a gotas de almidón supurando en la corteza de los árboles, una brisa de tía abuela que se desprende de las ramas como si alguien las hubiera abrigado con pulóveres. Estamos debajo de la sombra de un Salamone. Así se llaman los edificios de las sombras largas. Los edificios que nada tienen que ver con todo lo demás en el pueblo.
El que nos tapa el Sol, es el Matadero. Una torre alta y filosa, los ángulos perfectos que no hay en nada que no haya sido hecho por un hombre. Ahí hostigaban a los toros, ahí robaban la leche, ahí dejaban tiradas las bicicletas. Ahí podían estar solos, porque nadie más quería ir (sólo ellos eran valientes). Más que nada por el olor y por la sangre, pero sobre todo por miedo. Miedo porque los Salamone eran edificios salidos de otro lugar. Ahí los había puesto Dios y no otra cosa.
“Como a nosotros”.
“Igual”.
Después de cumplir siete años, yo vi desde la cama el cielo. Mi ventana daba al edificio de enfrente y del cielo solamente podía ver una parte. Era gris y violeta el cielo, esa parte que vi, era inmenso. El abuelo Denis, sentado en la cabecera, me contó por primera vez la historia de todas las cosas. Me habló de los indios y los monos, me habló de la peluquería en Guaminí, de los próceres, de los edificios altos que hacían a la gente persignarse.
“Francisco Salamone es Dios”, me dijo, “y ahí donde yo viví está el Cielo verdadero”.
Francisco Salamone, un inmigrante italiano, con lentes redondos montados al tabique, la solapa dura y ancha de su único abrigo siempre almidonado y áspero, con ese olor a alcanfor propio de los pobres limpios, de los pobres que, con solemnidad y frente al espejo, se imponían una dignidad impostada a base de talcos y frases corteses. Ese es Dios, un gordo bonachón, casi siempre un poquito ebrio, esposo de una mujer alemana corpulenta que lo llama Papá y lo acompaña a las inauguraciones con su sombrerito de viuda y sus zapatos gastados en las puntas.
Después del cumpleaños, sentado al borde de la cama, el abuelo Denis, me contó que Francisco Salamone, Dios, era arquitecto. Me dijo que entre él y yo eso iba a ser un secreto, pero que él eso lo sabía de chico. Mirando los edificios en Guaminí ya se había dado cuenta. Y después los otros en toda la Pampa. Sesenta edificios en cuatro años, me dijo el abuelo y me mostró cuatro dedos, como para confirmar la existencia física de la proeza.
Desde la ventana, la noche de mi séptimo cumpleaños, cansado por el fútbol bajo el Sol, por el empacho de papas fritas y gaseosa, veía la mitad del cielo mientras el abuelo Denis me hablaba del trabajo de Dios y, casi dormido o dormido ya, ¿cómo saberlo? le había pedido que me explicara más, que me contara.
“¿Para qué trabajaba Dios, abuelo, para qué había venido?”.
“Había venido para poner cosas eternas en un lugar intrascendente”.
El camino que lleva al Matadero se escabulle del montoncito de casas y cruza un bosque pelado. Es como de grana dulce el camino: un montón de piedritas irregulares apelmazadas.
Lo del abuelo Denis no es capricho. Cuando vemos el Matadero entendemos. Cuando dejamos flotar la ceniza adelante del portal, enredarse con ese ruido seco que hace el viento como si raspara el paladar de un loro. Está bien que hayamos venido acá, porque acá están las cosas que puso Dios. Acá es el Cielo.
Nos parece que hay alguien mirando, pero no. Todavía en Guaminí la gente no asoma, ni en el pueblo, ni en el campo, ni alrededor de las lagunas. Ni nuestras sombras están: debe ser el mediodía.
Volvemos del Matadero hacia la Municipalidad. Vamos siguiendo el trazado de la luminaria que, con los focos opacos, apagados, nos conduce hasta la plaza. No tenemos otra cosa para hacer. Salamone puso en fila la luz y dejó marcado el camino. Las luces pasan por donde opera la ley, por donde se administran los martillazos de la muerte y al final, para la sed, para el recreo, terminan rodeando la fuente.
Dejamos caer de a puchitos la ceniza del abuelo. Un poco en cada lugar hasta quedarnos sin nada. En la fuente descansamos, los dos sin hablar, mirando el césped amarillo retorcido en el suelo.
Ahí empezamos a sentir los ruiditos. El chirrido de una persiana, un motor reverberando, las voces de las madres. Al fin vemos aparecer a los hombres con chaleco y camisas arremangadas, los nenes ojerosos con boinas y moretones rosados en las rodillas. Desde la plaza podemos ver todo. Con la caja del abuelo vacía, abierta entre las manos, los vemos salir de los Salamone. Vemos cómo abre Vicente su peluquería y barre hacia afuera pelitos que chispean encima de la vereda. Deja a un costado el escobillón y se peina los bigotes hacia abajo con la palma de la mano, los pega a sus labios y se relame. Debería ser el mediodía, aunque no vemos el Sol: el cielo es blanco, la luz plena. Sin embargo, ahora, en Guaminí, parece estar empezando el día. Vicente no prende las luces de la peluquería, corre las cortinas y acomoda en frascos de vidrio sus tijeras y peines, entalca una brocha grande y la apoya junto a las navajas. Frente al espejo, se tantea la barbilla como midiéndosela, arquea las cejas y mirándose a sí mismo, empieza a cantar.
Detrás de la voz de Vicente, todas las puertas hacen el mismo sonido. Chillidos de madera, ruidos de viento. También se escuchan pájaros. Sobrevuelan los lomos de las vacas gorriones gordos y chiquitos. Las escoltan en su lenta salida del Matadero. Vicente canta:
Una mattina mi son svegliato,
Stamattina mi sono alzato
o bella, ciao! bella, ciao! bella, ciao, ciao, ciao!
Una mattina mi son svegliato,
e ho trovato l’invasor.
Nosotros dos seguimos sentados en la fuente. Tiene un reborde frío y mojado que nos gusta y ahí nos podríamos quedar para siempre. Vemos que son muchas las vacas, todas tuertas, todas cojas, saliendo del Matadero y mezclándose ya con los indios y los funcionarios, con los hombres de poncho y armadura que hacen relinchar sus caballos. Debajo de las sombras largas que lo cubren todo, vemos avanzar a las señoras que agitan sus paraguas de tela, a los lobos que antes poblaban entera la Pampa. En la puerta de la peluquería, al lado de los monos, de los piratas, de los próceres de piedra, Vicente canta:
E se io muoio da partigiano,
E se io muoio su la montagna
o bella, ciao! bella, ciao! bella, ciao, ciao, ciao!
E se io muoio da partigiano,
E se io muoio su la montagna
tu mi devi seppellir.
Ella cree todo y yo le cuento. Que esas vacas que ve avanzar ya se murieron mil veces, que los hombres que salen de sus casas con los fusiles al hombro y besan a sus hijos, besan a sus mujeres, estaban antes del río y de los barcos, antes de la primera selva. Que los monos, le digo, que saltan y aplauden encima de las tejas anaranjadas, son los mismos monos de los que habíamos estado hablando.
¿Los mismos?
Esos.
Vienen hacia nosotros, pero no nos ven, nos pasan por al lado, por encima. Y yo la ayudo a aprender a decir lo que hace falta:
“Que no estén en mí, que no se queden tus fantasmas”.
Ella lo repite y no pregunta:
“Que no estén en mí, que no se queden tus fantasmas”.
Y escuchamos el ruido de un vidrio que explota y el insulto en italiano, y los vemos correr a Denis, Mauricio, Coco y el Lobo con las caras tapadas igual a los bandoleros; dejar sus huellas chiquitas en el piso todavía blando de la calle que lleva hasta el hongo atómico.
Nos damos la mano y los seguimos.
La luz se va de golpe.
Y ya no hay más.
Y es como si alguien, de un soplido, hubiera apagado todas las velas.