Nostalgia por herencia

Nostalgia por herencia

TIEMPO DE LECTURA: 2 min.

No puedo decir que la nostalgia es mala, porque me transporta a tiempos de felicidad. Tampoco puedo decir que sea buena, porque me recuerda que esos momentos no volverán jamás.

Siento nostalgia cuando recuerdo las charlas con mi viejo después de cada partido de River, cuando revivo en mi mente los picados en la calle, donde había que estar igual de atento a los autos que doblaban en la esquina que a las gambetas del rival de turno, y cuando mi memoria me traslada a las meriendas en la casa de mi abuela Mirta. Hasta ahí, un simple sentimiento, poco cuestionable como cualquiera que pueda experimentar cada uno de nosotros.

El problema (o no) se me presenta cuando este sentimiento se basa en situaciones que lamentablemente jamás viví. Por suerte no soy el único que experimenta este desconcierto sentimental a menudo. A no confundirse, no estoy hablando de decepción ni enojo sino de algo muy distinto.

Todo radica en una época triste y oscura, no es necesario explicar ni detallar los aberrantes hechos que tuvieron lugar en las décadas de los 70 y 80 en Argentina. Y, paradójicamente, esos años manchados por botas militares, fueron testigos de las alegrías mas grandes que un pueblo futbolero como el nuestro pudo vivir.

Los que nacimos en los ’90 nos criamos escuchando relatos sobre las hazañas de un tipo que, dando ventajas como pocos, regalaba sonrisas como nadie. No hay argentina o argentino futbolero que no recuerde dónde vio o escuchó el partido contra Inglaterra en el ’86, si hasta algunos locos se acuerdan en qué ubicación del living estaba cada uno cuando el hombre gambeteó hasta al árbitro ese 22 de junio sagrado. Resulta que al maltrato recibido desde arriba se ocupaba de apaciguarlo (aunque sea por un rato) uno que salió de bien abajo, forjando un lazo indestructible que heredamos como el apellido.

Siento nostalgia por esa época que no viví pero que siento como propia. Le agradezco por estar y le reprocho haberse ido. Lo recuerdo y lo odio un poco. Lo lloro y me rio a cada rato. Lo puteo y le dedico las canciones más románticas que encuentro.

Hace 10 meses que esta nostalgia se acentuó y me invade como nunca, y no hay centímetro de corazón o cerebro que se atreva a querer superarlo. Porque no quiero, porque prefiero vivir con ella, porque mi forma de honrar esta herencia es bancando los sentimientos positivos y negativos que me genera.


Jeremías Mariño
Jeremías Mariño

Bahiense viviendo en La Plata. Lic. en Diseño Multimedial. Agradecido y defensor de la Universidad Pública. Maradoniano. Siempre en la vereda opuesta de los moralistas de la vida ajena.

Yo como el Diego, habito la contradicción

Yo como el Diego, habito la contradicción

TIEMPO DE LECTURA: 3 min.

¿Qué se puede decir sobre lo ya antes dicho? Quizá esto no sea más que un tumulto de palabras ya gastadas, que escasean y abundan al mismo tiempo. Palabras que bien podrían llamarse al silencio, ponerse en pausa ante el paso del tiempo. 

Se cumplen 10 meses sin sus polémicas, sin los titulares labiando blasfemias en su nombre con la tinta sanguinaria de los medios hegemónicos, siempre los hegemónicos.

Se preguntarán a esta altura del partido, para quien son estas líneas, tanta saliva derrochada hace que sea tan obvio como innecesario nombrarlo. Es que ese dios, trasciende lo tangible en una metamorfosis eterna con los absolutos, se vuelve inmenso. Y el problema con la inmensidad, es que habita en la contradicción, es naturalmente incomprendida y cuestionada, gesta devotos y habilita a canallas para hablar en su nombre. 

A mí como a Sacheri, también van a tener que disculparme. Porque en ese dios, en dieguito, se condensa la identidad de los herejes, de los oprimidos. Maradona no jugaba a la pelota, él era el maestro de una danza vengativa, es la síntesis de la identidad popular, de la barriada.

¿Cómo pedirle a un Dios de tal calibre que sea más humano? Si en su sonrisa danzaba Fiorito embestida de diamantes. En su zurda inmortal todavía podemos ver salpicaduras del barro del potrero en la jeta de los piratas, rojos de rabia.

No alcanzaba con dejar la celeste y blanca flameando en el alto cielo, no alcanzaba tampoco con coronarse como el mejor jugador del mundo.

El tipo tuvo el tupé de jugar otro partido, de levantar otras banderas. El Diego, gambetta y definición, leyó todas las jugadas, abrazó a Fidel, brindó en el alto cielo con el comandante Chávez, se guardó bajo el ala de las madres, se condecoró dentro de los hijos de la historia, es más, la apadrinó. Demostró maravillosas jugadas ante los dueños del mundo, no titubeó ante sus malicias y amenazas.

Y eso jamás se lo perdonaron, Maradona era jugador de cancha completa, abanderado del pueblo que hasta el último momento de materialidad física vibró ante su palabra.

Hace poco volví al bosque donde tuve el privilegio y el placer de verlo a través de un alambrado bailando, puteando, gritando y pidiendo disculpas. Si, puedo decir que presencié el momento en que un dios tuvo la grandeza para pedir perdón.

Fue inevitable piantar un lagrimón ante el choque de realidad tácita, pero no es más que una de las mágicas pruebas de haber sido contemporánea a la inmortalidad.

Una mezcla de imposibilidad, fantasía y optimismo. Porque el Diego es eso.

Del barro, al edén y del edén, al barro.

Se cumplen 10 meses sin el 10. Realidad ficticia de secuencias agónicamente increíbles. No quiero caer en redundancias del luto popular, ni explicar porqué siendo mujer y feminista revientan las fibras más sensibles de mi cuerpo.

Yo como el Diego, habito en la contradicción y le permito disolver los matices de moralidad en el panóptico punitivista de quienes ponen las reglas del juego, lo comprendo desde la ruptura de estructuras.

Y agradezco coincidir temporalmente con la arcilla que forjó el suelo por donde caminó tal deidad.

Manu Bertola
Manu Bertola

Hija y nieta de la historia de nuestro pueblo. Estudiante de sociología. Nacida y criada en la ciudad donde las diagonales tocan el sol.

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