Habrá que buscarle otro significado a la trascendencia, inventar un término nuevo. La desaparición física de un mito viviente deberá traer consecuencias directas a la forma que tenemos de significar a esas vidas que van, y fueron, mas allá, que traspasan su actividad o rutina para convertirse en una figura con tintes santos, o demoniacos, si vamos al caso puntual. Me enteré de la muerte de Charlie Watts el 24 de agosto de 2021 rondando las 12 del mediodía. A lo largo de los minutos las placas rojas de todo el mundo advirtieron la noticia: la batería más importante del rock mundial, la que empezó en 1963, no volverá a sonar. Charlie Watts nació en 1941, hace 80 años, muy lejos de donde me tocó nacer a mi. Lo pude ver una vez en la vida, ahí confirme que era, él y los otros tres que lo acompañaban, tipos de carne y hueso. No estoy en condiciones de afirmar si era un humano como el resto de los mortales del mundo, es decir, si, medía más o menos lo que mide una persona promedio. No tenia un aura que lo recubria, ni alas, ni cuernos, ni llegaba volando, pero había algo que no me permitía asociar esa figura a un estado regular del ser. Vidas que transformaron la de tantos otros, y estuvieron, y estarán, tan presentes y tan fundamentales en la de los demás, no pueden tener las mismas reglas que todos. Es algo más que trascender. El día que yo me muera, o te mueras vos, de viejo o de enfermo, chau, nos van a saludar, quizás nos lloran, por ahí nos celebran, y pronto, con el correr de las ramas genealógicas, iremos pasando progresivamente al olvido. Estos no. Porque ya los celebraban y los lloraban desde antes, al menos durante la última mitad de su vida corpórea, estos tipos, como Charlie Watts, y muy pocos más, vivieron siendo mitos, leyendas, humanos si, pero invocados en todas partes del mundo como algo más. Que un cordial ingles, tan correcto en sus formas, logre generar ese calor en un país como el nuestro, tiene tintes espectaculares. Que en un barrio del conurbano, en una mesa llena de cervezas tibias, un grupo de amigos brinde hoy al son de “¡salud, Carlitos!”, se tiene que llamar de otra manera. Trascender queda corto.
Es que no podés hacerte cargo de la percusión entera de “Can´t you hear me knocking” y después andar por la vida como si fueses uno más. No pueden pretender que habernos regalado música para convertirla en tribu urbana sea un detalle que nos pase de largo así nomas. Por eso el cariño. Por eso cada aplauso y cada ovación desaforada que Charlie agradeció tímidamente cada vez que toco en nuestros estadios. Sucedió en 1995, 1998, 2006 y en 2016. Hubiese sucedido cada vez que ellos hubiesen querido. Pues los queremos. Son de allá, pero los sentimos nuestros. Y ahí está la finitud para pegarnos otro firme cachetazo en la cara de la nostalgia. Hace nueve meses despedimos al más dios de los mortales, ese de la pelotita y la mano en el cielo. Hoy, toca ver como la gloriosa foto del rock mundial pierde color y empieza a pensar en marchitarse. Somos una generación que no está acostumbrada y tendrá que aprender a ver a los presentes irse de a poquito convertirse en pasado. Crecimos con héroes, disfrutamos nuestra niñez de pósters inalterables, nos bancamos nuestra adolescencia precoz refugiados en ellos, hasta nos acostumbramos a vernos madurar en pequeños adultos junto a ellos. Pero esto nunca fue parte del contrato. Es que si crecer se trata de despedir heroes, no pretendo tener nada que ver.
Charles Robert Watts nació en Kingsbury, Londres, en los primeros acordes de la década del 40, a los calores de la segunda guerra mundial. De ser un quinceañero que dió vuelta un banyo para pegarle con un palillo porque disfrutaba más la percusión que la cuerda, paso a ser el baterista más observado de la escena londinense del momento. En pocos años, se transformo en el más serio de los satánicos Stones. No tuvo que hacer ningún esfuerzo por mantener la compostura y ser ajeno al reviente. Es que claro, ser un
Stone va más allá de destruir un hotel, de consumir cual o tal sustancia o de reventar el techo de todo estadio en el que te metan. Ser un Stone también, y aquí está la clave de ser el éxito que quebró la tierra, es tener la precisión exacta del rock and roll intravenoso, es ser igual de reventado para la fiesta que de despierto para conservar la emoción de la música hasta el último momento. Ahí está la trascendencia, en matársele de risa a la solemnidad pero sostener por sobre todas las cosas la perfección del escenario. Y ahí estuvo siempre, Charlie Watts, siendo la línea conductora de 60 años de rock del mejor, el cronómetro del más dulce y sensual descontrol sonoro.
Hay un largo camino teórico para recorrer y mucha tela para cortar. Será tarea de un sociólogo revelar las líneas que unen a cinco muchachitos de Londres (Brian Jones nos dejó hace tiempo) que se propusieron, allá por 1962, hacer covers de música blues y llamarse The Rolling Stones, con una logia de callejeros post año 2000, vestidos de camperita deportiva y zapatillas JhonFoos, que decidieron, desde lo más profundo del disfrute, convertirse en “rolingas”. Lo tendrá que explicar un experto en conductas humanas. No sé. Será trabajo de un especialista estudiar porqué, a Charlie, lo va a recordar para siempre un grupo de amigos en una esquina de Florencio Varela, como Carlitos Watts. En Buenos Aires, donde se coreó su nombre como en ningún otro lugar. Se tendrá que ocupar la RAE, tendremos que hacer una asamblea, para ponerle palabra a una vida que trasciende de ésta manera, para inventarle una expresión a la magnitud que conecta la sensibilidad a través de la grandeza. Despedimos al cuarto demonio encargado de romper para siempre el suelo. Él, con palitos de madera. Quedarán nostalgias y muchas cosas sin explicar. Los sabores del día de hoy van desde el agradecimiento por hacer creado una obra que perdurará a lo largo de los siglos y el lamento de saber que hay platillos que se callaron para siempre. También la sensación de fin de era. Quedarán sus compañeros y amigos, Keith, Mick y Ron. Quedarán los fieles rolingas. Abajo lo espera cómodo, contento y cantando, el fantástico Brian Jones. Si claro, abajo… Es que los Stones no van al cielo.