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Del monstruo de Shelly al chico sucio de Enriquez, las mujeres han tejido el terror con hilos de cuerpos, herencia y oscuridad cotidiana. Lo que antes se leyó como excepción hoy se revela como tradición: una genealogía de autoras que transformaron el miedo en literatura, y lo íntimo en denuncia. Escritoras que desde lo gótico inglés hasta el realismo brutal latinoamericano, hicieron del horror un espejo de lo social y de lo político.
El terror como género político
Durante siglos, el terror fue leído como un género masculino: monstruos, castillos, asesinos, guerras. Pero bajo esa superficie, las mujeres escribieron el miedo desde otro lugar. No como espectáculo sino como experiencia. El cuerpo, la casa, la maternidad, la herencia, la locura.
Se pensaba que las mujeres no podían —o no debían— explorar lo siniestro, lo monstruoso, lo abyecto. Muchas autoras lo escribieron bajó seudónimos masculinos o fueron ignoradas por la crítica. El canon se construyó en torno a figuras como Edgar Allan Poe, H.P. Lovecraft o Stephen King, mientras que las voces femeninas quedaban en los márgenes, apareciendo como víctimas, musas o presencias espectrales, pero rara vez como autoras o protagonistas con agencia.
Mary Shelly, con apenas 18 años, escribió Frankenstein en 1818 —aunque su autoría fue inicialmente atribuida a su esposo—. No solo fue quien inventó la ciencia ficción moderna, sino que creó una criatura que encarnaba el rechazo, la soledad y el deseo de ser amado. Su monstruo no era el villano: era el excluido. Shelly no solo fundó un género, sino una forma de narrar el dolor desde lo marginal.
Anne Radcliffe, con Los misterios de Udolfo, introdujo el terror psicológico, pero su estilo fue considerado “femenino” y por tanto menor. Estás autoras no solo escribían terror: lo hacían desde el cuerpo, la ética, la emoción, desafiando el modelo masculino de horror como espectáculo.
El siglo XX trajo nuevas fisuras. Shirley Jackson, con La Lotería y Siempre hemos vivido en el castillo, narró el miedo desde lo doméstico, lo cotidiano, lo mental. Daphne su Maurier, en Rebecca, convirtió la casa en un espacio de amenaza, y la memoria en un fantasma. Estás autoras no solo escribían terror: lo hacían desde el cuerpo, la emoción, la ambigüedad. Y eso incomodaba a un canon que prefería el espectáculo a la experiencia.
Con el avance del feminismo, el género se transformó. El cuerpo femenino dejó de ser víctima y se volvió territorio: menstruación, embarazo, deseo, envejecimiento, todo podía ser fuente de horror y resistencia. El monstruo ya no era un ente sobrenatural, sino el padre, el médico, el Estado. El miedo dejó de ser evasión y se volvió denuncia.
En América Latina, esta reconfiguración tomó una forma radical. Mariana Enriquez, con Las cosas que perdimos en el fuego, narra el terror urbano, la desigualdad, la dictadura, el cuerpo como archivo de violencia. Mónica Ojeda, en Mandíbula, explora el horror adolescente, el deseo queer, la pedagogía la del miedo. Maria Fernanda Ampuero, en Pelea de gallos, convierte lo doméstico en infierno, con mujeres que resisten desde el margen.
El hogar, lejos de ser refugio, es cárcel, laberinto, escenario de lo siniestro. Pero también es el lugar donde se puede narrar lo que la historia calla. El terror, en manos de estas mujeres, se vuelve íntimo y político.
¿Qué pasa cuando el miedo lo narran ellas?
Cuando el terror lo narran mujeres, el género se transforma. Ya no se trata de espectáculos, sangrientos ni de monstruos externos: el miedo se vuelve íntimo, político, encarnado. El cuerpo femenino —históricamente objeto de horror— se convierte en sujeto narrador. Y eso implica una ruptura profunda: con el canon, con la estética, con la forma de entender el miedo.
El miedo narrado por ellas no busca consuelo, sino reparación simbólica. La víctima se vuelve verdugo, el monstruo encarna el trauma, el relato no cierra porque la herida sigue abierta. Es una forma de justicia poética, incómoda pero necesaria.
Narrar el miedo también es compartirlo, convertirlo en memoria colectiva. El terror escrito por mujeres funciona como ritual: no para olvidar, sino para recordar juntas. La literatura se vuelve política, comunitaria, sanadora, En este sentido el género se expande, ya no es solo ficción, es duelo, es resistencia. Estas autoras disputan qué se considera literatura “seria”, qué voces merecen crítica, qué temas son universales. Y al hacerlo, recuperan voces que el canon silenció, cuerpos que la sociedad patologizó, y genealogías que fueron borradas.
Las niñas que no fueron escuchadas, las mujeres encerradas, las brujas, las madres que devoran, las que no tienen nombre: todas ellas encuentran lugar en estas narrativas. No son solo personajes, son memorias encarnadas, cuerpos que resisten, voces que incomodan. El terror feminista no las domestica, las radicaliza. Las convierte en protagonistas de una historia que no busca cerrar, sino abrir. Abrir la herida, abrir el archivo, abrir la posibilidad de imaginar otras formas de justicia.
En Argentina, esta lectura de terror permite vincular las narrativas literarias con procesos sociales como la fragmentación de derechos. ¿Qué pasa cuando el Estado es el monstruo y el cuerpo es el escenario del horror? ¿Qué sucede cuando la violencia institucional, la falta de acceso a la salud, la criminalización del aborto o las desapariciones forzadas se narran desde el género? El terror se vuelve herramienta de denuncia, de duelo, de reparación simbólica. Leer a estas autoras es abrir la puerta a una literatura que no busca consuelo, sino verdad.
Estas autoras no escriben para asustar: escriben para revelar. El terror se vuelve herramienta de denuncia, de reparación, de justicia narrativa. Lo que no se puede decir en una crónica, se puede sugerir en un cuento de horror. Lo que no se puede mostrar en un informe, se puede encarnar en un personaje monstruoso.
Enriquez, como Shelley, escribe desde el margen. Y en ese margen, construye una literatura que cuida: no porque proteja, sino porque nombra. Porque hace visible lo que el Estado, la familia y la historia prefieren olvidar.
El giro feminista del terror
En los últimos años, el terror feminista no solo ha transformado el género desde lo narrativo, sino también desde la recepción crítica, editorial y cultural. En América Latina, autoras como Mariana Enriquez, Samantha Shweblin, Fernanda Melchor y Agustina Bazterrica han protagonizado un fenómeno literario que disputa el canon y reconfigura el mercado. Según el análisis de UNED y The Guardian, más del 70 % de los libros de terror más vendidos en la región en los últimos cinco años fueron escritos por mujeres. Esta cifra no sólo revela una tendencia editorial, sino una transformación estética y política.
La legitimación internacional ha sido contundente. Samanta Schweblin fue finalista del International Booker Prize en tres ocasiones por Distancia de rescate, Pájaros en la boca y Kentukis, además de ganar el premio Shirley Jackson y el O’Henry Award. Fernanda Melchor también fue finalista del Booker por Temporada de huracanes y Paradise, mientras que Agustina Bazterrica recibió el Premio Clarín Novela por Cadáver Exquisito, traducido a más de veinte idiomas y premiado por la comunidad internacional de horror literario.
Este giro femenista también se consolida en el plano editorial. La antología Dantescas (Fera Editorial, 2024), curada por María Fernanda Ampuero, reúne doce cuentos de autoras clásicas y contemporáneas que descendieron a los infiernos: desde Charlotte Perkins Gilman y Silvina Ocampo hasta Monica Ojeda y Mariana Enriquez. El proyecto forma parte de la colección Mujeres que leen mujeres, que busca recuperar genealogías literarias desde una lectura feminista, criticada y encarnada.
Mientras que en el ámbito académico, el estudio Lo fantástico y el terror femenino (Universidad de Chile, 2022) analiza cómo el cuerpo monstruo se convierte en forma de resistencia a la violencia de género en cuentos de Ojeda y Ampuero. El trabajo propone que el terror escrito por mujeres no solo representa el horror, sino que lo convierte en herramienta de lucha, duelo y reparación simbólica.
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