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El Teatro Bar abrió sus puertas previo a las elecciones presidenciales. El Tio Valen y Ramiro Sagasti, junto a más de cuatro artistas invitados, deleitaron a su público con diferentes géneros: rap, candombe, cumbia y rock. La insignia de la noche fue “que me digan que estoy loco…”, qué invitó a reflexionar sobre el uso que se le confiere a la locura. 

En las calles de La Plata ronda la expectación. Al otro día serán las elecciones presidenciales y la avanzada de la derecha puso en jaque a gran parte de la sociedad. ¿Estaremos volviéndonos más locos?

Sin embargo, había una borra de café que disfrutar el sábado 21 de octubre.

A eso de las 20:30 HS en el mítico Teatro Bar, un grupo de personas comienza a formar fila y a bajar las escaleras que conducen a la olla del semi coliseo. Esta noche toca El Tío Valen y su Sindicato de la Locura junto con Ramiro Sagasti.

En este contexto, con las horas que asedian la llegada de la medianoche de veda electoral, la ciudad respira un encuentro popular. Equipo CAPTO es recibido por una mano en alza desde la ventana. Un rostro que atesora la dulzura de un niño nos revela la humanidad de ese hombre, que con agitados movimientos se ocupa de nuestra comodidad y no deja de dar vistazos a su equipo para mostrar su servicialidad. Este anfitrión es Valen Macchi, el coordinador febril del evento.  

Persé del show que se brindará esta noche es importante destacar el nombre de la banda principal: El Sindicato De La locura. Conspirando el análisis, se podría reparar en la voluntad de estos proletarios de la expresión en pos de colectivizar y aglutinar a su público para oír su mensaje. Incluso las mesas guardan un mensaje escrito: “que me digan que estoy loco”. 

Hoy también llaman loco a la figura que se asemeja a un fantasma y porta una motosierra, que protagoniza el espectáculo periodístico de la época. Su estética política apela a este ademán de la personalidad -locura- para contorsionar una imagen que lo consagre en fortaleza. Locura (como si se tratara de una evocación barbárica) de ideales de cotillón que condicionan el ambiente para argumentar su metáfora de destrucción. Locura por creer que desafía un status quo al cual bien representa.

En contraposición a la contradicción codiciosa, puesta en alza en pos de la destrucción de los medios así como también de las luchas populares y colectivas, el arte sugiere ir al encuentro de otra forma de locura: aquella que se enaltece al construir y poner en valor la existencia de un proyecto común.

Dentro del Teatro, las pizzas horneadas ya tienen la temperatura apta para ser llevadas a las mesas y 21:30 HS es la hora pautada para el inicio del show.

El cantante de Pérez sale a escena bajo el manto iridiscente de las luces: en el escenario está el sólo, con su guitarra acústica y el micrófono. Se entibian las sillas mientras Ramiro rasguea su sexteto de cuerdas y arranca así su repertorio. 

La melodía viaja entre los comensales al estilo cinematográfico cena-bar.

El público oye y tararea al pasar las canciones que parecen tornar a su fuente matriz; fugarse por lo menos un par de horas del formato banda y reencontrarse allí siendo materia maleable del ingenio.

Entre tanto, se da luz sobre una decoración cosmológica. Ojos que miran al público, estrellas de cartulina dispersas por el entorno van acompañando al cierre de este set acústico donde agradeció al espacio y al Tío Valen en especial.

Se cierran los telones del Teatro y desde el costado del escenario una figura vestida con un mameluco, de metro y tanto de alto, comienza a bajar caricaturescamente las escaleras del pasillo que conecta el escenario con los camerinos. Primero baja el capitán Valen Macchi, luego le sigue su sindicato.

Las anclas y velas de este gran barco artístico se ponen en acción. 

Calibran desde el segundo piso las luces y se escucha un grito proveniente del público. Poco a poco, las mesas comienzan a quedar vacías, mientras la gente empieza a bailar frente al escenario.

Lo único que titila son las luces verdes de las cámaras que están grabando el show para la posteridad. Todo es oscuridad. 

Alrededor de las 22 HS el telón del teatro está abierto y una fila de luces led ilumina el escenario de nuevo. Dispuestas de manera vertical, enfrentadas a los ojos del público, invocan las sombras de los artistas frente a las narices de los espectadores. 

El sindicado de la locura tuerce los sentidos y menea las chapitas que cuelgan de sus outfits. No se toma dimensión de las jerarquías, no existe arriba y abajo: el coliseo del teatro bar parece una meseta. La interacción entre el artista y su público es nítida. La danza se da en escena y también entre las mesas. 

La lista de invitados por los músicos es grandísima, oscilante entre lo acústico, lo meloso, lo combativo; del rock al rap, de la playa al bosque y del mar al río. 

Incluso en un momento El Tío escoge contar una breve historia e invitar a Fede Macchi para que lo acompañe con una acordeón en una canción que, asegura, hacía mucho no tocaba en vivo. El público en conjunto se sienta en el piso a su alrededor, luego de que Valen Macchi baje del escenario con un micrófono en la mano y un globo entre las piernas que luego echa a volar. Se encienden una por una las linternas de los celulares haciendo bajar el cielo a la tierra, produciendo un sin fin de estrellas digitales que alimentan la escena.

La performance del sindicato es una caja de sorpresas. Llega el momento de otro ritual. El charco se hace presente. La cultura rioplatense suena al compás de tambores candomberos. Luego llega la cumbia de mano de otra invitada de lujo, Carmen Sanchez Viamonte. Mientras alguien es visto entre el público pogueando y cantando, de la nada se produce un cortocircuito… No se entiende bien hasta que se oye desde arriba alguien que llama a los gritos “¡Oid mortales!” -¿Se viene el himno? ¿Hora de ponernos patriotas a todo trapo? ¿Nos convertimos en calabaza?- Que me digan que estoy loco, pero un rostro iluminado por una tablet recitó un poema más allá de las estrellas. 

Si la abrupta pausa del show fue una sorpresa, este acto surrealista fue la frutilla del postre. Finalmente, una vez que el teatro cerró y todos creyeron que el show había terminado, los tambores ocuparon la vereda por deseo de alargar el encuentro. Por fuera de la pauta, cumpliendo con la mística, un grupo de personas bailaba alrededor de las pibas candomberas.

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