Gustavo Legardón murió en mayo de 2005 a sus 43 años, producto de un cáncer derivado de su enfermedad de base VIH-Sida. Licenciado en Trabajo Social, intelectual, docente y revolucionario en su concepción del VIH como epidemia de la desigualdad, su vida transcurrió a gran velocidad. Amigos, colegas y compañeros reconstruyen en esta nota, vida y legado de un ícono de lxs trabajadores sociales.
Con los ojos abiertos palpitando su agonía, Gustavo Sergio “Yogui” Legardón murió en el silencio de la habitación hospitalaria del Sudamericano. Sonaba en su mente la frase “Tú no puedes volver atrás porque la vida ya te empuja como un aullido interminable… interminable” de la canción “Palabras para Julia”, predilecta en sus clases como docente de la Facultad de Trabajo Social.
Recordado por su incomodidad y su presencia disruptiva, pensador a la altura de los grandes pero embarrado hasta las rodillas. El concepto de intelectual orgánico hecho carne. Amado y odiado al mismo tiempo. Muy amigo de sus amigos y apegado a su madre hasta el extremo. Ícono de la etapa fundacional de la Facultad de Trabajo Social de la Universidad Nacional de La Plata. Luchador por la justicia social y los despojados de la sociedad. Enfermo de sida y entregado a cambiarle la vida a sus hermanos de sangre.
Su vida se apagó en mayo de 2005 a sus 43 años. El legado de Yogui vive en la facultad, en la amplia biblioteca que lo formó, en la remera de la Agrupación Gustavo Legardón, en el recuerdo intacto de todos aquellos que lo cruzaron y no podrían olvidarlo aunque quisieran. No murió solo en el hospital. Lo acompañaban sus amigos que se despertaron a la madrugada en la hora final, los que pelearon con los médicos porque no se permitían acompañantes, los que se enteraron al día siguiente. Abrazado por su familia que nunca lo dejó de llorar. Y vive en el reconocimiento académico, dónde siempre cuesta reconocer en vida a sus hijos pródigos.
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En una de las inmensas aulas anfiteatradas de la Facultad de Medicina donde cursaban los ingresantes de la Escuela de Trabajo Social en 1984. Una voz ronca le espetó a Claudio Ríos: ¿Qué opinas de la “Comunidad Organizada”?
La pregunta cortó el aire del joven peronista de izquierda que había logrado el ingreso irrestricto de los estudiantes días atrás.
La curiosidad venía de un jóven que había vivido su primera experiencia militante en el peronismo ortodoxo, en la agrupación Unidad, solidaridad y organización de Tandil. Quizás allí radique la esencia ideológica de lo que sería su trayectoria de vida y el compromiso por la igualdad.
Ese fue el punto de partida de una larga amistad entre dos militantes entregados a la construcción de su carrera. Ese año, junto a un grupo de compañeros, comenzaron a construir el Centro de Estudiantes de Trabajo Social, armaron el cuerpo de delegados por curso y llamaron a elecciones para octubre. El grupo se dividió por una gran diferencia política: la vinculación de un sector con los nacientes organismos de Derechos Humanos y su intención de participar de las marchas con la bandera “Aparición con vida” de los desaparecidos de la reciente dictadura militar. Esa fragmentación dio origen a la primera agrupación de la Escuela de Trabajo Social. Con la idea de reivindicar el trabajo social latinoamericanista, Yogui, como uno de sus líderes, propuso el nombre “Tupac Amaru” y convenció a todos. Esta agrupación, formada por un componente peronista, trotskista y comunista, se presentó en las elecciones y perdió contra los radicales.
La Escuela de Trabajo Social se convirtió en su lugar en el mundo, en su refugio y su lugar de construcción política. El grupo de compañeros dio pasos fundamentales para que la Escuela Superior de Trabajo Social logre autonomía, reforme su plan de estudios, se normalice y, 10 años después, se convierta en facultad. Yogui no lo llegó a ver pero su participación fue clave para alcanzar ese logro.
“Si había alguien con ideas en esta facultad era él, muchas veces eran ideas muy locas que costaban. Pero fue el primero que trajo en los 90 los movimientos de desocupados, de diversidad, de VIH, siempre fue el que conectó con el afuera de la facultad. Yogui fue fundamental en la construcción de esta facultad”, recuerda Claudio Ríos, docente de la Facultad de Trabajo Social de la UNLP.
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A caballo de los estragos que provocaba el neoliberalismo a principios de siglo, embanderados en el sexo, las drogas y el rock and roll, Gustavo Legardón y Gaston Melio comienzan a pensar una organización que le da voz a los enfermos de VIH-Sida, a los marginales de lo marginal.
Así nace A.D.D.H.E.S: Autoconvocados en Defensa de los Derechos Humanos de las personas con VIH-Sida. Empezó siendo un grupo reducido con un sistema de organización asambleario que no dependía de ningún partido político, a tono con el descreimiento en la política institucional de la época. Rápidamente se arman grupos en los barrios platenses que se enteran de boca en boca y se suma gente de otras ciudades. La idea: trabajar el VIH donde lastima con más fiereza, en la pobreza.
Yogui se encargaba del trabajo intelectual en articulación con la Facultad de Trabajo Social. Y Melio organizaba el territorio. Hacían una dupla explosiva. Organizaban seminarios, charlas, piquetes; pateaban puertas de oficinas de cualquier funcionario en pos de conseguir el acceso a los derechos; entregaban mercadería y hacían asambleas todas las semanas para ver cuál era la próxima demanda.
“No puede ser que se estén peleando por las mandarinas, yo quiero que ustedes sean dirigentes”, les decía Yogui a los compañeros que integraban A.D.D.H.E.S. Él quería que abandonaran el lugar de excluidos, que decidieran sobre la realidad social y política que les había tocado.
En la facultad había un espacio abandonado perteneciente al viejo batallón militar. Un día Gastón lo vió y le comentó a Yogui la idea de transformarlo en el cuarto de A.D.D.H.E.S, una especie de unidad básica para evitar los encuentros a bajas temperaturas que hasta entonces eran en la calle o en el patio de la Facultad. Yogui dijo: ¿Por qué no?, y se puso en marcha la construcción de ese espacio. “A mi se me ocurría una idea y él la potenciaba. Eso era él, no arrugaba a los desafíos.”
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Año 1996: Yogui dirige los cursos de ingreso de la Facultad de Trabajo Social. Se para ante un aula llena de ingresantes y saca un ovillo de lana y se lo da a un estudiante.
– Tomá, hablá. Después se lo tenés que pasar a tu compañero.
No reparaba en la vergüenza de un estudiante recién llegado a la Universidad. Incomodaba con sus preguntas, quería que sus estudiantes piensen críticamente. “Te sacaba a la cancha como profesional en formación”, recuerda Elina Contreras, alumna de Gustavo Legardón y actual docente de la Facultad.
Su experiencia como profesor comenzó cuando cursaba tercer año de la carrera en la cátedra III de Trabajo Social, a título de “ayudante estudiante”. A principios de los 90 se graduó como Licenciado en Trabajo Social y comenzó a trabajar en residencias en el centro de salud del barrio Hernández. Ahí se destacó por su trabajo interdisciplinario con la gente, generaba organización, se embanderaba de las luchas que tenían en ese entonces por la falta de agua y se la jugaba todo el tiempo con ellos por el acceso a los derechos.
En el año 92 volvió a la Facultad para ser docente en la misma cátedra donde había comenzado como ayudante.
“Cuando lo conocí lo primero que me maravilló fue su trabajo comunitario como referente de prácticas en el barrio Hernández, y lo segundo fue su trabajo como docente”, cuenta Analía Chilemi, compañera, amiga y trabajadora social. “Y yo que estaba en crisis con la carrera fue muy significativo el aporte de él porque me empecé a ver desde otro lugar como futura profesional”, agrega.
Era una persona muy formada y rigurosa con su lectura y escritura. Y también en su clases proponía la interpelación constante a sus estudiantes, buscaba que no pasen por su aula como una materia más sino que salgan interpelados por cúal iba a ser el rol de cada uno dentro de la carrera. Para él, saber utilizar el conocimiento en la acción profesional era decisivo para no cometer prejuicios e injusticias predeterminados por el sistema. Para eso usaba una multiplicidad de recursos: llevaba películas, letras de canciones, lecturas sobre mitología, trabajaba desde lo artístico pero leyéndolo política y disciplinariamente, algo muy disruptivo en la academia para los años 90.
Su madre era maestra de escuela, desde muy niño creció en aulas y la acompañó en sus proyectos educativos. Quizás por esa fuerte inspiración se tomó con gran compromiso la educación como arma de liberación.
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“Yo no soy gay, yo soy puto. En el barrio no hay gays, solo hay putos” recuerda su amigo y confidente Ninja Mazzucheli.
En el 85 se casó con Laura, estudiante de artes plásticas en la Facultad de Bellas Artes, y en menos de dos años se separó.
A principios de los 90 comenzó a manifestar su homosexualidad a personas cercanas, pero de sin conflicto, no era un problema para él. No lo asumía públicamente, tampoco lo negaba. Lo vivió como un gran proceso existencial pero no sufrido. Era su vida privada.
No sentía discriminación pero sabía que la había y a mediados de los 90 incorporó la lucha por la diversidad en su militancia política. Como fotógrafo, en el año 94 presentó su primera serie de fotografías a chicas trans en blanco y negro. En su lucha contra la discriminación a la personas enfermas de VIH y sida batalló contra el estigma hacia la comunidad gay.
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Sus amigos lo definen como un artista en todas las facetas de su vida, una persona profundamente estética. Capaz de meterse en el caos, la oscuridad, la violencia y salir con algo de eso, escribirlo y trabajarlo.
En un contexto de reviente social, llevaba adelante una vida alocada con un gran problema de consumo de cocaína. No era un despreocupado, él necesitaba dejar de pensar, sentía las injusticias a flor de piel. “El conocer duele”, decía. Su confidente Ninja Mazzucheli explica: “Tal vez para muchas personas les cueste comprender su vida alocada, pero puedo asegurar que fue sumamente cuidadosa con los otros, tal vez no con él”.
Disfrutaba de los pequeños lujos, si quería un tapado era uno caro, si se compraba un perfume era importado. Nunca lo ibas a ver sin afeitar. Los fines de semana visitaba a su madre que le compraba ropa, se la lavaba y planchaba. Y como un niño con su juguete nuevo, la usaba de uniforme durante toda la semana, se metía en los barrios más humildes de la ciudad, en los bares, en el aula y hasta en la cama con la misma pilcha. “Tenía ropa divina, pero la hacía percha de andar siempre con lo mismo”, recuerda Analía. “Era muy cuidadoso de lo estetico, pero nunca le vi una cuota de discriminación por la forma de vestir de alguien”, dice.
Tenía un gran registro del otro. Era un amante de las relaciones humanas, capaz de entrar en diálogo con cualquiera y maravillarlo. Pero si en esa conversación le decía algo injusto para con el otro era capaz de pasar de la charla a los gritos en un segundo. “Él era fuerte y quería que todos lo seamos”, asegura Ninja Mazzucheli
“Era muy solidario, no le importaba nada, se sacaba cosas de él para dártelas. Un día tenía la biblioteca llena y al otro día vacía”, cuenta Analía Chilemi
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El 29 de octubre de 2005 se realiza una asamblea de todos los claustros donde se anuncia el pase a Facultad de la Escuela Superior de Trabajo Social. Entre tantos oradores se acercan tres estudiantes con el nombre de Gustavo Legardón en representación del claustro estudiantil. A partir de ese momento nace la agrupación que lleva su nombre.
“Elegimos ese nombre porque era la reivindicación de una línea del trabajo social que no estaba muy presente, era la reivindicación de un trabajo social militante de contenido ético y estético”, dice Federico Lopardo, fundador de la agrupación.
Sofía Alberino, también fundadora, agrega: “En relación al ejercicio del trabajo social, entendíamos que quien mejor representaba cómo debía ejecutarse, era la experiencia de Yogui, porque era quién mejor articulaba con los movimientos sociales, pero no sólo desde una mirada militante, sino desde un perfil profesional. Eso era lo distintivo”.
18 años después la agrupación Gustavo Legardón sigue habitando los pasillos de la facultad.
“La primera vez que escuché hablar de Yogui me generó mucha bronca no haberlo conocido. Pero también me condujo a una gran responsabilidad política, histórica y profesional de entender al trabajo social como un trabajo revolucionario que no sea mero reproductor de la miseria cotidiana, sino que apunte a transformar las condiciones de vida de la gente. Lo leemos, lo releemos y lo traemos todo el día a la facultad. Nos gustaría tener más escritos porque todo lo que leemos es una gran denuncia al mundo en el que vivimos y un gran compromiso por cambiarlo”, reflexiona Valentina Cabrera, estudiante y referenta de la agrupación.
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Acostado sobre la cama de su mamá Zelfa, casi a oscuras, como resistencia a su cansancio y fiel a su vitalidad, Yogui seguía proyectando ideas y sueños. Cuenta Analía que, en esa intimidad, anhelaba poder construir una casa gigante para los niños que habían quedado huérfanos porque sus padres habían muerto de Sida. Una casa que huela a chocolate y se llene de vida.
En noviembre de 2004, mientras llevaba adelante su tratamiento, comenzó con un dolor en la espalda, fue al médico y le detectaron un cáncer terminal con pronóstico de un año. Con un shock muy fuerte leyó una y otra vez el papel, reza el tango dedicado a él de la banda Límon.
A pocos meses, mientras dictaba el Seminario de Educación Popular, fue internado por complicaciones en su enfermedad. Pensó que serían pocos días y le pidió a Analía que lo cubra. Tarea difícil porque él mismo era la clase. Yogui se convirtió en ese momento en muchos Yoguis, como piezas que forman un mosaico. Se fragmentó entre los amigos que lo amaban, los alumnos entusiastas de sus clases, los pasillos de la facultad y su biblioteca, en A.D.D.H.E.S. y en las nuevas generaciones que llevan su nombre como bandera.
“Si no somos capaces de vivir nuestra profesión con el compromiso que su propia esencia interventiva nos impone, hagamos al menos lo imposible por no ser meros reproductores del mercado de la miseria y de la indiferencia o de la brutal hipocresía, de cara a gente que como certero antaño aseguro Marx, nos necesitan en acciones políticas directas, situadas y cooperadas para transformar aun cuando molecularmente, la realidad feroz de la opresión y dolor que se vive en la realidad social”.
Gustavo Yogui Legardón.

Morena Lopardo
Platense, productora de radio y estudiante de la Facultad de Periodismo y Comunicación Social UNLP.