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Manuela Bertola nació en La Plata en el año 2001, es estudiante de sociología y productora del programa Cual Pinta? en Radio Trinchera. Comparte con Revista Trinchera el siguiente relato.

Hay un lugar, donde las fracciones del minutero se comprime sobre sí mismas, como si se plegaran hasta desaparecer. Este es ese lugar, aquí el tiempo se desconoce, se insulta, se cansa de sí mismo, marcha al exilio junto al olvido. Juega al jenga con la oscuridad y le tira las cartas a la mala suerte.

Hay un lugar, donde las sábanas se vuelven sogas y te absorben al centro mismo de la cama, te retienen mientras te respira en la nuca el ruido pausado de un reloj sin pilas. El silencio de las agujas, la calma, la excesiva calma y el sofocante calor se condensan en un suspiro.

Negro, un abismo, negro, de una profundidad incalculable. Una gota de transpiración recorre mi espalda, la siento patinar una a una por mis vértebras, golpeando desafiante el cuerpo caliente.

Si algo altera aún más la situación, después de hoy, nada. Todo depende del desenlace, de que no decidas presionar con tu dedo el gatillo, o de que ocurra algo que te impulse y decidas así terminar el acto. Veo atrás del abismo, una mano firme y a su vez veloz, que se mueve en múltiples direcciones agitada y después, después pausa el tiempo. Suplico, puedas controlar los nervios, suplico los controlemos.

¿Cómo puede una mano desconocida pausar el transcurso del tiempo? ¿cómo puede, un año después, congelar el aire? a veces siento, que desde el abismo me muevo en cámara lenta y rebobino una y otra vez, al lugar donde juntos matamos al tiempo.

Es cómico verme ahí, imagino desde el suelo a una mancha color rouge que se diluye desde mi sien siguiendo el mandala impuesto por las baldosas. Sería una muerte dignamente platense, morir en una vereda rota color ladrillo cuadrille, bañada en mi propia sangre. Viendo mis sesos volar por los aires, es mucho más poético que morir en la cama a los 100 años, pienso. Mínimamente digno, como para construir un mito.

Se provocaría una retórica insuperable, es decir, morir en manos de un delito rápido, habiendo dedicado mi corta trayectoria a estudiarlos y quizá aún mejor que eso, sea que lo que explote es mi cabeza. Mi cabeza, lo único que efectivamente me vigoriza haciéndome sentir viva.

Matarme por donde vivo, el pensamiento. – Quizá no sea digna de una muerte ejemplar, pienso ahora mientras paseo por los rincones del recuerdo –

Recortaste todo margen de error al mínimo. Parecías un profesional en esto, se te notaba en los movimientos el ritual programático incorporado robo a robo, la destreza digna de un artista, de un malandra. No perdería una mano, ni un pie, tampoco perforarías mi pulmón o dejarías que me desangre con una bala en el esternón, no, nadie podía errar en esa escena, nadie olvidaría sus guiones de buenos villanos y excelentes víctimas.

Yo mujer, clase media alta, blanca a tres cuadras de mi casa, vos pibe del margen -o automarginado- en moto, cubriendo tu identidad dejando ver tus manos marrones sosteniendo el poder del fuego frente a mis ojos. Si alguien quisiera llevarlo a las grandes pantallas, buscaría a los actores más estandarizados y de mi harían un mártir, mientras de vos, el más vil de los villanos, nada que escape mucho del cliché sociocultural y reiterativo que hace de la inseguridad una gran sombra que camina cual gigante detrás de los miedos sociales.

Y en este caso, a mi pesar de socióloga formada para derribar el sentido común , reflejo exacto de la realidad. Otro guiño del guionista de mi vida que no se gasta en pequeñeces.

Pero tan hijo de puta tenias que ser, tan cruel, tan desalmado que me quitaste la gloria del bronce huyendo como un gorrión apenas sonaron las primeras alarmas vecinales. No seguiste el consejo de tu cómplice que visceral reclamaba desde la bandida ronroneante que me remates en el suelo.

Te llevaste la botella de agua con la que licuaba mi sequía corporal, los únicos lentes de sol que tuve en mucho tiempo, apuntes de la facultad y uno de los pocos recuerdos materiales que me quedaban de un viaje a Colombia, una mochila tejida por los Wayúu. Todas cosas dispensables y sin valor.

Y me dejaste ahí, tirada en el piso, sintiendo la puntada en las costillas por los golpes y un eco de silencio tortuosos. Sin la gloria de las víctimas fenecidas, ni tampoco el regocijo de ver mi sangre derramada. Tan solo ganaría esa noche una receta para conseguir analgesicos para caballo y alguna que otra mirada limosnera de gente que dice quererme.

Con el tiempo desarrolle otros souvenirs como no poder salir a caminar de noche y gastar más plata de la que tengo en taxis, uber y remises. Gane también largas y tendidas conversaciones con la sombra que habita dentro de la grieta que hay sobre mi cama, justo ahí donde la madera se gira sobre dos nudos que me miran acusatorios. Adquirí ojeras entre púrpuras y negras y perdí junto con mis pertenencias las ganas de salir a la calle y la noción del tiempo.

A los días diseñe una encuesta destinada a los siguientes a vos, a mis próximos asaltantes, para que al llevarse mis cosas luego se contacten conmigo, para darme algún tipo de insumos para mi tesina de grado y en caso de ser posible, para dar con el paradero de aquella mochila colombiana.

Hasta el momento, tus colegas no han dado conmigo, pero si han venido otras desgracias. La grieta del techo parece que se ensancha y creo que esta vez no es la humedad, sino mis palabras que ya no encuentran lugar donde esconderse.

De a poco volví a salir a la calle, y pese a que casi siempre se me corta la respiración al pasar por nuestra cuadra, esa que nos unió para siempre en una fracción de segundo. De ahora en más inseparables. Por la que corrí desesperada al grito de, no, por favor no me mates, hijo de puta. Esa misma donde tus patadas me tiraron como una bolsa de arena al piso, esa, exactamente esa que salio televisada al lado de un indicador del delito en la ciudad, esa misma cuadra que queda apenas a tres de mi casa.

Y aunque ya no es lo mismo la noche, que me cubría con brillos en las esquinas mientras las estrellas iluminaban las señales de tránsito, a los autos y los transeúntes, camino aferrada al impulso que me obliga a salir de abajo de la cama y me pregunto, ¿por qué? ¿cómo podes haber sido tan hijo de puta, con un corazón tan tibio, tan enterrado en la helada que no tuviste la decencia de matarme? a mí, que nada te había hecho, a mí, que encima cargaba impune con una mochila vacía y tan fácilmente descartable, a mí, que con todos los privilegios de este sistema de mierda, la jugue de victima y victimario y encima el Iphone, el puto celular de mierda, la manzana mordida del eden de los sin patria, el anzuelo fijo de los pobres pibes como vos y yo, el yugo bajo el cual somos lo mismo, unos pobres tipos muriendo y matando por acceder a la gloria de las migajas de Steve Jobs. El único premio meritorio de esa proeza, el iPhone, el puto iPhone quedó conmigo.

Manuela Bertola

Hija y nieta de la historia de nuestro pueblo. Estudiante de sociología. Nacida y criada en la ciudad donde las diagonales tocan el sol.

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