Kike Ferrari compartió con Trinchera el primer capítulo de “Si estás leyendo esto”. Esta novela aun inédita en la que decide rondar a Borges, pero que también, decide intervenir la literatura, nuestra literatura, por medio de un recorrido por algunos de los autores más importantes la literatura argentina.
“Estoy escribiendo una novela que se va a llamar “Si estás leyendo esto”, que orbita un mito sobre Borges. Es una novela, pero también es un ensayo, mi aporte a la crítica literaria va a ser en forma de ficción, de novela. Si logro hacer lo que quiero hacer, voy a dar cuenta en la novela, más o menos, de toda la historia de la literatura argentina, en torno a un objeto que tuvo Borges.”
Kike Ferrari
Los papeles / 13 de mayo de 2022
Afuera puede ser julio o enero. Puede ser diciembre. Abril. Ser media mañana o tarde en la noche. Afuera. Puede diluviar, arreciar el sol. La luna puede brillar en cuarto menguante. O no. Pero afuera. Acá, como siempre, el quinto subsuelo de la Biblioteca Nacional, es –la luz blanca y un poco enfermiza de los tubos fluorescentes, los interminables anaqueles de metal en que se amontonan los libros, las ráfagas de aire fresco que mantienen la temperatura necesaria para conservarlos sanos, el piso de cemento gris, el enrarecido aroma del encierro– un inframundo de papel y tinta.
Adrián mordisquea un lápiz negro. Una vuelta más, piensa. No quiere resignarse a terminar la jornada. Puede ser hoy. Siempre está esa idea. Y si justo ahí, en ese estante o en el de arriba, hay un manuscrito escondido, una anotación perdida en los márgenes de cualquier libro –ese, aquel– que, por no quedarme un poco más, por irme ahora –¿a qué?, ¿a la cena recalentada y uno o dos whiskys y el ronroneo Emma y un capitulo de una serie policial en Netflix?–, dejo de encontrar.
Consulta el celular. Puede ser cualquier día de cualquier mes a cualquier hora y con cualquier clima. Pero son las ocho y cuarto de la noche del viernes negro de este mayo desangelado y afuera, según San Google, la temperatura ronda los quince grados. Cielo despejado toda la noche, anuncia el Servicio Meteorológico Nacional.
Le molesta el pelo sobre los ojos, a Adrián. Se hace un rodete y lo sostiene con el lápiz negro. Encara uno de los pasillos que conoce de memoria con la repetida sensación –hay algo que no vi– y los dedos rozando los lomos de los libros.
Hay días en que el desasosiego puede más. Mal que le pesara al Viejo, las bibliotecas no son infinitas y la tarea que Adrián se propuso ahí tiende a agotarse. Cada mínima anotación que encuentra –como las últimas pepitas de oro en una mina en la que ya nadie excava– lo acercan un paso más al final de su búsqueda. De su búsqueda ahí. La que empezó hace tantos años y tantas maravillas le trajo. Porque, como canta su amado Nick Cave, las estrellas tienen su momento y luego mueren.
Se consuela pensando que el cielo está lleno de estrellas.
Siempre habrá praderas vírgenes, piensa, estantes en los que nadie haya mirado. Pero para llegar a ellas necesitamos otro milagro. Pasa al plural el pensamiento de Adrián, aunque está solo ahí abajo, en el quinto subsuelo de la Biblioteca Nacional, porque en esto, y sólo en esto, el no es una individualidad sino la mitad de ese equipo que completa Paula; es una de la cabezas de un monstruo bicéfalo donde no hay uno sin el otro.
Un milagro, piensa.
Que María –le decimos por el nombre de pila, se sorprende como si fuera algo nuevo– nos dé acceso a la Babel guardada en la Fundación. O conseguir los mecenas que pongan el dinero para comprar algunas de las pocas colecciones que no se llevó alguna universidad gringa.
Un milagro, se repite.
Pero ellos no creen en milagros.
Creen en el empecinamiento del trabajo, el agua que horada la piedra.
Así que, pese a todo, esta noche, como casi siempre, gana la idea de que más importante que encontrar es buscar. Que es ahí, en el laburo, donde reside el sentido. Un juego de repetición. Recorrer una estantería, que pasen las horas, dos, cuatro, seis, y ante el cansancio o la desazón repetir, como una letanía: una vuelta más.
Una búsqueda frenética vestida con las ropas de la paciencia.
Se detiene frente a un estante y saca uno de los ejemplares a los que siempre regresa.
Pertinax Libris, los llama.
Este, por ejemplo, tiene algunas las características –primera edición, en alemán, tipografía gótica– de los libros en los que el Viejo anotaba. Pero no hay nada. Lo revisa de nuevo, como ya lo hizo cientos de veces, convencido de que algo se le tiene que haber pasado por alto las anteriores oportunidades y, al mismo tiempo, seguro de que no. Y es por esa certeza contradictoria que vuelve a éste –y a otra docena de libros– cada unos pocos días, como si se tratara de un ritual, a pasar las hojas buscando el subrayado, la anotación, la marca que lo desmienta y le dé sentido a la búsqueda.
Unos pasos más allá hay otro. “Adventures of Tom Sayer”, de 1886, edición en rustica de American Publishing Company. Hay apenas cuatro marcas en todo el libro. Cuatro líneas verticales a un lado de cuatro párrafos sin más anotación que un signo de admiración junto a la tercera de ellas. Pueden ser del Viejo o de cualquiera. Adrián cree que son de él. No sabe –en verdad no sabe– si reconoce el trazo en esas líneas verticales y el signo o sólo imagina reconocerlo.
Vuelve a los párrafos marcados, como cada vez que toma el libro.
WhenTom awoke in the morning, he wondered where he was. He sat up and rubbed his eyes and looked around. Then he comprehended. It was the cool gray dawn, and there was a delicious sense of repose and peace in the deep pervading calm and silence of the woods. Not a leaf stirred; not a sound obtruded upon great Nature’s meditation. Beaded dewdrops stood upon the leaves and grasses. A white layer of ashes covered the fire, and a thin blue breath of smoke rose straight into the air.
Gradually the cool dim gray of the morning whitened, and as gradually sounds multiplied and life manifested itself. The marvel of Nature shaking off sleep and going to work unfolded itself to the musing boy. A little green worm came crawling over a dewy leaf, lifting two-thirds of his body into the air from time to time.
They gradually wandered apart, dropped into the dumps, and fell to gazing longingly across the wide river to where the village lay drowsing in the sun.
They had paddled over to the Missouri shore on a log, at dusk on Saturday, landing five or six miles below the village; they had slept in the woods at the edge of the town till nearly daylight, and had then crept through back lanes and alleys and finished their sleep in the gallery of the church among a chaos of invalided benches.
Puede no querer decir nada. Alguien más puede haberlas marcado. No es claro que señalan exactamente. Pero Adrián no puede dejar de relacionar los cuatro párrafos con la semblanza de Twain de “Introducción a la literatura norteamericana”, en la que el Viejo escribió: “este gran libro abunda en admirables evocaciones de la mañana y de los atardeceres”.
Deja a Tom Sawyer en su estante y avanza un poco más, hasta otro de sus Pertinax Libris. Una primera edición, de 1934, en inglés, de tapa blanda y en bastante mal estado, de “A Question of Revenge” de Felix Lane, seudónimo del poeta Frank Cairnes. En la primera página todavía se lee el sello azul que dice Cirene Book Store, una librería del barrio sur de la que el Viejo era habitué en aquella época. La tapa, de una azul lavado muestra una mano escribiendo título y el nombre del autor, más abajo se ven siete redondelitos decrecientes, uno dentro del otro. La novela trata de la búsqueda de venganza de un hombre al que le mataron al hijo.
Adrián pasa las páginas, una a una, como tantas otras veces. Pero, a diferencia de todas esas otras, esta vez al llegar a la página 34, se detiene. Algo. Vuelve a la anterior y lee: 31. Nunca había reparado en esa página pegada. Palpa el grosor y la intuición hace el resto: abre el libro un poco más, separando las páginas pegadas del resto, y mira a trasluz.
Adrián reconoce la sensación. ¿Qué es ese rectángulo opaco entre las páginas?, piensa. La misma sensación que tuvo cuando, seis años atrás, halló el ejemplar de tapas anaranjadas del número 122 de la revista Sur con el cuento corregido. ¿Algo que me estaba esperando? Una corriente eléctrica ataca su cuerpo pequeño. ¿Y, desde cuándo me espera? ¿Cuántas veces tuve este mismo ejemplar en mis manos?
Su corazón es un caballo desbocado mientras las manos se le transforman en las de un cirujano. Con la pequeña navaja que lleva en el bolsillo del saco de pana negro separa las hojas. Precisión y cuidado. Hay un papel, doblado a la mitad, que continúa pegado a la página 33. Repite la operación, el cirujano Adrián. Cuando libera el papel, éste se trae adheridas el reverso de parte las letras de molde de la página. Tiene también algunas manchas de tinta, otras de humedad, un tachón. Y cuatro palabras manuscritas.
Cuatro palabras.
Cuatro palabras en una letra que Adrián conoce muy bien.
Las lee una y otra vez. No quiere llegar a ninguna conclusión todavía, pero le cae una lágrima que seca rápido con la manga del saco.
Oro puro en una mina casi abandonada, piensa.
Respira profundo una, dos, tres veces.
Después hace una pausa.
Y abre el papel.