La coyuntura obliga a repensarnos constantemente. O quizá sea parte de la tarea militante: asumir las contradicciones cotidianas y romper con el costumbrismo para hacernos las preguntas incómodas que ameritan respuestas urgentes.
En un diagnóstico prematuro se leen diversos fenómenos que dan cuenta de un cambio paradigmático. Habitamos hoy una sociedad sobre-fragmentada, donde lo que prima es la individualidad por sobre lo colectivo, bajo un disciplinamiento social locuaz en el que todos somos un poco títeres y titiriteros. El cuerpo social se volcó en una homogeneidad atomizada de identidades licuadas que se construyen desde la otredad como punto de partida. Hasta acá, nada nuevo.
De un tiempo a esta parte, podríamos pensar en cómo el liberalismo se fue filtrando en la porosidad de los diversos eslabones sociales hasta entrelazarse íntimamente en la génesis del pensamiento regional, gestando un pensar global que responde a intereses ajenos a los propios. ¿Es posible hablar de un pensamiento nacional-popular hoy, que no esté infectado por las características procaces del neoliberalismo en las prácticas más íntimas y cotidianas de la política desde sus distintas vertientes?
Ignorar las influencias de una sociedad plenamente intervenida por la manipulación económica, política y cultural de un imperialismo sobre-desarrollado sería ignorar el trasfondo de la cuestión. Dentro de ello, es también un gran error suponer que el poder real se sostiene sobre las estructuras institucionalizadas o gubernamentales. En ese sentido, podríamos explicar la crisis de representatividad política en la cual hoy se inscribe toda la región nuestroamericana.
La crisis política tiene diversos rostros y está plenamente signada por un tiempo sin claridad tangible. Hay quienes hablan de la misma como producto de la pérdida de los valores sociales y morales que conglomeran y ordenan a la comunidad; otros asignan que este estado de fragmentación aparentemente sin retorno responde a la modernidad, y del mismo modo hablan del fin de la historia como la conocemos. O mismo aquellos que explican este contexto como un retroceso que responde a tiempos cíclicos de crisis, necesaria para gestar nuevas transformaciones. Y aunque las lecturas son más amplias y tienen otros colores, todas coinciden en que el mundo de hoy es imperativamente desigual, fragmentado y caótico, lo que nos lleva a preguntarnos constantemente qué hacemos.
Me gustaría retomar lo que postula Dubet en “¿Por qué preferimos la desigualdad?“: traza la idea de una trampa que conduce a sostener desigualdades justas y desigualdades injustas. ¿Cuál es entonces el lugar donde radica la igualdad y la fraternidad?, y aquellas ideas revolucionarias y parteras de los tiempos violentos -léase modernos-. Nos encontramos nuevamente con que la desigualdad es una elección racional que impone un pequeño grupo poseedor de la mayor parte de la riqueza en detrimento de las mayorías.
Es decir, las élites políticas y económicas son las que deciden qué tan igual o desigual puede ser una sociedad. En esta clave, las desigualdades son producto de los mecanismos que componen las redes de relaciones donde se constituyen las ideologías y que luego se traducen a políticas que establecen los grupos de poder en cada sociedad para mantener el control.
La génesis misma de la formación individual y colectiva está transversalmente influenciada por las desigualdades. Partamos del sistema educativo. Sería muy ingenuo sostener que la educación en nuestro país -y ni hablar si lo traspolamos a un análisis nuestroamericano- no abona a la profundización de las desigualdades, cuando es parte del engranaje que articula en pos de mantener el orden establecido de las cosas. Un orden tan prolijamente articulado, interconectado e internalizado que funciona sin mayor requerimiento que las condiciones sociales establecidas.
Hay, a mi entender y a sabiendas de que puedo estar equivocada, algo que se dibuja sobre todas las lecturas. La dialéctica es siempre la misma: opresores-oprimidos. Imperialismo más o menos oculto, más o menos tangible, más o menos violento.
A todo tiempo le corresponden pensadores que se topan con una maraña de sucesos aparentemente inconexos, pero profundamente relacionados. Han sido pocos los tiempos de claridad, si es que alguna vez los hubo, y pocos los pensadores que han sabido interpretar la coyuntura de modo tal que pudieran trazar diagnósticos y proponer utopías dignas de ser defendidas como quien entrega su vida a las causas. Han sido apenas pequeños focos en un camino largo y tendido donde, como Silvio, podríamos cantar sosteniendo que muchas veces
comenzamos un día por los tiempos de siempre y todavía;
comenzamos felices
a juntar cicatrices,
como buenas señales de los años,
y, peldaño a peldaño,
levantamos paisaje
Y como replica llegado el final, quizá haya que recordar y sostener siempre que
el amor sigue en brete y el camino a machete
Releyendo a Cooke, podríamos sostener que si el caos de estos tiempos nos altera y nos quita el sueño, si la vorágine nos apabulla y no nos deja pensar, no creamos que esta es la primera vez que nos vemos presos del desencanto político. Ya lo expuso el Bebe en el ’64: “La despolitización es una política como cualquier otra, dentro de la no-ideología que no es otra cosa que la ideología de las clases dominantes”.
Ante la despolitización, la única respuesta es la organización colectiva; la política de las bases como respuesta a la política mezquina. Es imperante que la unidad sea el eje central de todo escenario político, y se ponga en el centro lo que nos unifica como pueblo sin perder de vista a los enemigos de siempre. El imperialismo siempre fue y ha sido la cuestión central de nuestros problemas políticos, aunque algunos renieguen de esta categoría y se pierda como algo caducado.
Cabe preguntarnos justamente si no es su relego del análisis coyuntural lo que nos impide ver qué hay de trasfondo. ¿Quién mueve los hilos de nuestra historia, quién es el banquero de nuestra economía, quién es el verdugo de nuestra autonomía política? Si hemos perdido o vamos perdiendo nuestra soberanía política y económica, quizá sea porque nos han privado de nuestra identidad popular, manipulando el juego y haciendo del campo político un dramaturgo propenso al desencanto, una política domesticada.
La única alternativa a la atomización y fragmentación en ebullición, no puede ser otra que la conformación de nuevas consagraciones comunales, dentro de un cambio cuasi ontológico que se revele a la idea de una patria sometida, para parir y gestar una praxis liberadora que construya un proyecto político. No desde la otredad, sino integrando al otro en un todo/s.
Solo apostando en un otro, solo creando marcos de acción directa y concreta en colectivo, es que podemos pensar en la creación de nuevos horizontes políticos que además de defender lo construido hasta la fecha, nos inviten a reencantar el mundo, a embestirlo nuevamente en sueños transformadores; a recuperar el sentido político de la palabra democracia y hacer de la identidad popular una herramienta contra la internalización del enemigo de la que tanto habla Fanon. Solo retomando las categorías de la descolonización, hablando a viva voz del imperialismo, de opresiones y resistencias, sin tapujos y sin que las críticas a los modelos sean sinónimo de rupturismos, es que podemos entender la escalada de la violencia como la internalización y la respuesta a una desigualdad que crece con una profundidad grotesca.
La tarea es aún más escalofriante en la cotidianidad cada día más efímera hija de la liquidez de este tiempo, que de tan tirano se evapora y no nos permite frenar la pelota y visualizar el detalle, hasta marearnos como si viviéramos viajando sobre un tren sin frenos y sin paradas. Si ese movimiento constante no nos permite delimitar las estructuras que se proyectan precoces sobre nuestros ojos para desvanecerse, debemos poder convertirnos nosotros mismos en freno y pausa. No correr tras la agenda impuesta.
Ante tiempos veloces y violentos, lo único que puede salvarnos es recuperar el sentido político de la palabra política. Construir la unidad desde la diversidad. Que las cabezas y los cuerpos a los que abonan las bases distingan y construyan nuevos horizontes hacia donde dirigirnos por fuera de las mezquindades de la política liberal-burocrática. Y que, en todo caso, las discusiones sean para saldar desacuerdos y no para sumar a la profundización de la fragmentación del cuerpo político.
Tanto a nivel nacional como en el territorio nuestroamericano, existe y resiste en la pulsión de esta, nuestra tierra, una compleja unidad histórico-cultural que debe tomar por rehén a nuestro cuerpo político aburguesado. Hacer del arte estratégico y político, un campo que ponga en cuestión efectivamente los intereses en juego; y para ello debemos empezar por ser las bases quienes cuestionamos esos funcionamientos. Es preciso remover la desesperanza, recomponer las organizaciones y las representaciones sociales, salirnos de los travestismos políticos lavados y modernizantes, y preguntarnos como en su momento lo hacía Darcy Ribeiro:
“¿Dónde está la intelectualidad iracunda que se haga voz de este pueblo famélico? ¿Dónde están las militancias políticas que armen a los latinoamericanos de una conciencia crítica esclarecida sobre nuestros problemas y decidida a dejar atrás tantos siglos de padecimiento?”
Y aunque esto ya no sea de Darcy: ¿Qué significa hoy ser un intelectual comprometido con la Universidad Pública en la Argentina? ¿Qué significa habitar esas aulas? ¿Qué hacer cuando la política se fuga de la rosca y lo intransigente se vuelve imperante?
Darcy tenía otra característica muy particular que lo coloca en el panteón de pensadores de época que pudieron leer y actuar en consonancia con su tiempo histórico. Mantuvo la coherencia entre el decir y el hacer, y realizó las preguntas incómodas que nos obligan a repensarnos y situarnos en tiempo y espacio para ver de dónde venimos y preguntarnos hacia dónde vamos.