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Texto escrito en los días duros de la cuarentena del año pasado, algunos apartados siguen vigentes como deudas que arrastra el sistema para con los menos desde siempre.

Escuchando sin atención no nos dimos cuenta que las sirenas estaban entonando desde hace tiempo un canto fúnebre, un grito de auxilio y nosotros transitamos con los oídos tapados de miel para endulzar una melodía triste: en enero casi se desata una gran guerra cuando Estados Unidos decidió atacar a Irán; en febrero los incendios de Australia fueron tan grandes que las cenizas llegaban a Chile; en marzo el coronavirus (COVID-19) es declarado pandemia y casi el mundo entero, unos países antes y otros luego, entró en un largo período de cuarentena, de aislamiento social y obligatorio; en abril se desploma el precio del petróleo y lo que en un principio era una crisis ecológica devino en una crisis de salud, luego se transformó en una crisis política -entiendo que la salud es, también, una cuestión de política-, de ahí en crisis económica, y con la caída de los precios del petróleo la crisis es total.

Estábamos arriba del carro del progreso como forma de pensamiento, de las industrias como lugar de producción y del capitalismo como forma desregularizada de gobierno, que parecía prometer un crecimiento infinito, en un lugar donde los recursos son finitos y al ritmo actual no nos da ni da tiempo a la naturaleza de reponerlos[1]; las trompetas de la crisis estaban sonando hace mucho y nosotros, como especie, absortos en una razón que no razona, o que lo hace alejándonos de un algo esencial: nuestro habitar como una especie más en este planeta que llamamos hogar.

La razón que todo lo piensa, pensó en los bosques y vio que eran materias primas y con ello expulsó a las musas y fantasmas que allí habitaban; pensó los mares y amplió los límites del mundo para después comprimirlos y no vio a un Poseidón encolerizado, a una Escila y una Caribdis, a un Eolo que controlaba los vientos: vio allí que los mares tenían un límite, que los vientos y las tormentas eran explicables, que los monstruos marinos no son más que productos de la imaginación de tiempos antiguos y que el mar era -es- una fuente de recursos y de tránsito de mercancías. El grito de la razón es medible y cuantificable, y borró de un plumazo toda sacralidad y respeto por nuestro mundo, nos erigió en la especie que está por encima de todo y con ello olvidamos que somos una especie más en el orden natural de un hábitat compartido.

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Nos subimos como especie, como auriga, en el carro de la razón llevando luz a lugares en los que había sombra y dejando en la oscuridad lugares donde habían otras formas de claridad: mítica, religiosa, sacralidad, respeto por otras formas de ser y de habitar el mundo, formas que ligaban a nuestra especie con un ser/estar/habitar en un orden más respetuoso con la naturaleza. Y con ello no quiero decir que todo tiempo pasado fue mejor, pues siempre hubo barbarismos, injusticias, despotismo, pero nunca a la escala actual: que tiene la capacidad de borrar a la humanidad de un plumazo y no dejar siquiera el rastro de que una vez existimos y de que “fuimos capaces de imaginar la felicidad”[2]. Ya nos lo recordaba Esquilo cuando Prometeo canta su desdicha por haber entregado el fuego, “maestro de todas las artes”[3], a los hombres, y con ello la técnica: “puse en ellos -los humanos- ciegas esperanzas”[4]; pero por ciegas que hayan sido, las esperanzas estaban y están, y es justo estos momentos de crisis los que nos permiten cambiar el rumbo de los caballos del progreso y construir un orden social más justo, más equitativo y respetuoso con la naturaleza.

En estos momentos, justo cuando creíamos que el sistema moderno y las instituciones que de ella emanan estaban en crisis de legitimidad, nos damos cuenta que no, que es justo esta pandemia la que está poniendo en escena de nuevo a las instituciones modernas: la escuela se reinventa, el sistema de salud se fortalece, los políticos -algunos- toman medidas, y la política se sube al pedestal de las soluciones. Y esperemos que esta vez sea con intenciones transformadoras de realidades sociales más que injustas y que asumamos responsabilidades colectivas a problemas globales, pero sin dejar de lado que hay responsables mayores: no todos hemos consumido y explotado por igual. Los que más tienen más deben pagar, y no solo los millonarios individuales y las grandes multinacionales de manufactura, sino las naciones imperialistas que son las que más han socavado los cimientos de las libertades de los pueblos y naciones pequeñas, y sobre-explotado los recursos naturales del mundo entero en un banquete pantagruélico en el que las mayorías han quedado afuera y la maximización de las ganancias es para unos pocos.

¿Salud e igualdad?

El cine, como las demás artes, apela a su tiempo, y desde allí lanza críticas. Películas como La Isla, Los Recolectores, Los sustitutos, Gattaca, Elysium, son solo algunas distopías –que como toda distopía, habla más de su tiempo que de un futuro; el futuro es ahora- que tratan el tema de la salud: cuerpos modificados genéticamente para ser perfectos, clones criados y creados para ser reservorios de órganos para sus millonarios dueños, venta de órganos a cuotas, lugares creados en los que toda enfermedad e infelicidad son inexistentes, de nuevo, para una parte de la personas, mientras para la otra -sumida en la pobreza- la explotación laboral y la enfermedad son el pan de cada día. No hace falta preguntar si esas películas hablan del futuro, y eso tomando solo la salud como tema y dejando afuera las súper-ciudades, los totalitarismos, las crisis ecológicas.

No hace falta preguntarse si esta crisis de salud es igual para todos porque la respuesta es no. Lo que es igual es la posibilidad de infectarse, nada más, pero tampoco nada menos. Pues cómo va a ser igual que haya un foco de infección en una comunidad cuya dieta no llega a cumplir los requerimientos básicos del día a día, donde el hacinamiento está a la orden del día y por ende el aislamiento social es difícil, donde los habitantes están en contacto con focos de infección en su cotidianidad porque son los que habitan los cordones de miseria que deja la ciudad, son los que viven en medio de -y de- los desechos de las ciudades.

Mientras tanto, los que viven otra realidad ahora se sienten -sentimos- amenazados y ven la fragilidad del sistema de salud, y gritan desde sus redes sociales, y los medios de comunicación comienzan a pedir soluciones para lo que muchos vienen gritando desde hace mucho tiempo: la necesidad de un sistema de salud estatal fortalecido con políticas públicas y con justicia social. Es harto evidente que los ricos no nos van a dar soluciones a problemas que para ellos son, pareciera, un problema de clase: pues como recuerda la BBC[5], ellos hasta en épocas de pandemia solo buscan su bienestar, y si su bienestar es comprar pruebas -ya de por sí escasas- para realizar a sus empleados para entrar a sus barrios, lo van a hacer, de hecho: -lamentable, muy lamentable- lo hicieron.

Quizá lo que quieren recrear es esa aspiración mitológica de llegar y habitar un mundo en el que no haya enfermedad y todo sea felicidad, quizá busquen la posibilidad de hacer de sus lugares de residencia sus propios Campos Eliseos, esos en los que la dicha es eterna, los campos son verdes y florecidos y el sol acaricia; dejando para nosotros, los menos, ese temido Tártaro donde el sufrimiento es eterno. Sufrimiento es: la falta de vivienda digna, la falta de trabajo, de salud, de alimentos, la falta de justicia que brilla por su ausencia, se dice en otra distopía.

Lo que sí es nuevo es la atención que los gobiernos le están dando a un problema de salud que han convertido en un problema de seguridad policial y de control social. Si el problema para el sistema fueran las muertes ya habrían solucionado el hambre, la falta de agua potable y un sinfín de enfermedades curables. Pero lo nuevo está en el enfoque que se le ha dado a esta situación y que nos ha estallado en la cara: esta vez el problema no afecta solo a las capas socialmente relegadas. He aquí por qué el sistema le está dando la importancia que precisa, si es que afecta a todos: ricos, clase media y pobres. Entonces las demandas son atendidas, las políticas son desplegadas y los políticos toman medidas urgentes, no sea que el tinglado se les venga abajo y el costo político sea grande: te recortan libertades pero es por tu bien, para salvar tu vida, y la búsqueda de una solución es desesperada.

Somos una sociedad hedonista que vive pensando que los logros son técnicos y no sociales: celebramos que hemos llegado a la luna, pero no nos preocupamos por no llegar con un plato de comida a cada mesa. Solucionar la hambruna, la migración forzada, entre otras injusticias, sería más económico que mantener el orden injusto que hoy impera. Pero, al parecer, eso no da votos, ni crea una burbuja de presión desde las clases medias y ricas que, a través de las redes sociales y los medios de comunicación, ejercen presión para que los gobiernos tomen medidas urgentes.

Quizá esto demuestre que la democracia liberal no es la mejor forma de gobierno, pues, si nos atenemos a la definición de Mill: la mayor cantidad de bienestar para la mayor cantidad de personas queda corta en nuestro tiempo histórico, donde las masas más humildes, las mayorías, están condenadas y confinadas a vivir entre los desechos de las ciudades y en condiciones sociales escandalosas. Quizá todo esto nos permita transformar nuestra democracia en una democracia inclusiva y generosa con las mayorías. Porque éste sistema de producción y de gobierno está haciendo agua y le está pasando como a Dédalo, que por no escuchar voló cerca del sol y se le quemaron las alas cayendo al vacío. En este caso el fuego recién empieza y lo podemos apagar.

Globalización, miseria y crisis

Los videos musicales nos muestran comunas/barriadas/villas miseria coloridas y alegres, pero nos alejan del drama y las historias de violencia y tragedia a la que han estado sometidos sus habitantes. Muestran, en definitiva, que el pobre es feliz. Esto no es más que una fachada del sistema de producción que oculta las consecuencias reales de un orden injusto: la consigna parece ser -en algunos programas de tele, vídeo clips y películas- que el pobre es más que pobre: es un pobre feliz.

De los beneficios de la globalización no se ve ninguno: por lo menos las mayorías no vemos ninguno. En cambio, sus consecuencias las padecemos todos.

La acumulación de riqueza mediante la circulación de mercancías a escala planetaria se la quedan unos pocos. Los beneficios del turismo salvaje son para aquellos que se pueden dar el lujo de “vivir una experiencia” y se llenan los bolsillos con la industria hotelera. La homogenización cultural se nota en la poca incorporación de prácticas/cosmogonías/lenguas vernáculas a producciones culturales locales, en la lógica cultural de hoy: todo es reductible a formas que garantizan el éxito y la venta afuera pero que nos hace más desconocidos hacia adentro.

La pérdida ha sido muy grande, la globalización a sentado las bases para “planchar” las formas de narrar nuestro ser/habitar/ver. Es válido pensar si todo producto de un lugar es de verdad de ese lugar, o si responde a las exigencias de las lógicas estéticas y de producción que gobiernan el mercado. Los estados nacionales negocian a la baja, la “cultura” es algo que se vende, que se compra y que se cuenta como experiencia; para eso están las redes sociales. No reconocemos la pluralidad hacia dentro de nuestras naciones, lo que consecuentemente lleva a una pérdida de identidad de un nosotros desconocido: hablamos de nuestros pueblos nativos para vender sus estéticas como algo exótico, pero no incorporamos sus cosmogonías y sus relaciones con la naturaleza a nuestras formas de ver el mundo, porque, de nuevo, no entran en el campo de la razón y la técnica: se puede vivir la experiencia Maya desde el turismo, pero no desde la grandeza de una cultura que hace parte del ethos de un ser centro americano.

Para entablar un diálogo con el mundo en forma de iguales deberíamos, primero, conocernos hacia adentro, reconocernos en la diferencia, y desde esa diferencia entrar en diálogo de iguales con el resto del mundo. Pero es ahí donde fallan nuestros gobiernos: para ellos la cultura no es un valor que genere riqueza, no es un commoditie que se pueda vender y se pague en dólares.

De la crisis de salud que devino en crisis casi total, y cuyas consecuencias no podemos aventurar -y sería irresponsable, además, arrojar profecías sobre lo que vendrá-, es poco lo que se pueda decir que no se haya dicho ya. En nuestros tiempos, los Tiresias parecen estar más aventurados en pensar que esta crisis es el final del capitalismo; Zizek, en que la sociedad que surgirá va a ser una sociedad de mayor control policial sobre la población; Byung-Chul Han, en que las cosas no van a cambiar y que el capitalismo se va a recomponer y que todo volverá a ser como antes, etc., pero en el que, en definitiva, o recomponemos el rumbo de este barco que se está hundiendo, o el barco se recompondrá sin nosotros. “No tenemos otro mundo al que podernos mudar”, y contradiciendo al cine y la publicidad: no parece que haya alguien externo que venga en nuestro auxilio.

Las trompetas del apocalipsis parecen estar entonando un canto fúnebre de fin del mundo, pero entonan una melodía de cambio, ya que volver a la normalidad es la peor de las pandemias. Necesitamos cambios profundos que nos permitan incorporar a nuestra esencia otras formas de producir, de estar, de habitar el mundo, pues este sistema que parecía estable no lo es y estaba -está aun- sostenido por una forma de producción y acumulación capitalista con el petróleo y la explotación de trabajadores y naturaleza como caballo de tiro de una forma social injusta.

Cambiar el sistema es una apuesta sobre el sistema mismo. Este nos hace creer que las soluciones no requieren esfuerzos y que siempre vendrá alguien a salvarnos, o eso es lo que vende la publicidad: adelgaza comprando esto y usándolo mientras ves televisión, en reposo, sin esfuerzo alguno; cuando algo apremia siempre hay un superhéroe que nos salvará; todo es consumir y nada de trabajo para llevar adelante soluciones reales que dejen aprendizajes y establezcan otro orden, en este caso uno más justo. Sin embargo, el barco ahora se está hundiendo y no parece que haya alguien externo que venga en nuestro auxilio: solo nosotros somos, como colectivo, los que podemos salvarnos a nosotros mismos. Los héroes son colectivos.

Hormigas de ciudad

Se ha hecho viral el aplauso que se le da al personal de salud, y no es que piense que no es merecido, es justo aplaudirlos. Pero también es justo aplaudir a un montón de héroes que escapan al censor -creo, establecido por los medios de comunicación y los usuarios de redes sociales que dicen quién es merecedor y quién no- que dicta a quién hay que reconocer. Nadie ha salido a aplaudir a los profesores que hacen milagros para mantener las clases de manera virtual y sostienen el sistema educativo, nadie ha salido a aplaudir a los recolectores de residuos que evitan que se acumulen en nuestras casas, a los kiosqueros de barrio que hacen que no tengamos que ir muy lejos a comprar provisiones, a los choferes que hacen que el mundo siga andando, a los cooperativistas que barren la veredas, cortan el pasto, levantan las hojas coloridas del otoño, juntan la mugre de las calles; que hacen, en definitiva, el trabajo que otros no harían. Para todos ellos y muchos otros, no hay aplausos. Ellos: ¿son héroes de segunda? No, no y no: son las hormigas de ciudad, son los que la hacen funcionar, los que la limpian, la construyen, la mueven. Además del personal de salud, ¿a quién aplaudirás hoy?

Conclusión:

La sociedad actual es como un Narciso, ese que cayó al agua y se ahogó en la contemplación de sí mismo enamorado de su reflejo, pues era hermoso. Nosotros, como sociedad, estamos en caída, creyendo que nuestro reflejo, fundamentado desde la razón y la técnica, es hermoso. Pero esta pandemia nos está mostrando que el reflejo es espantoso y que tememos asomarnos a ver: incendios temibles, destrucción de la Amazonía, envenenamiento de los mares y ríos, hambrunas, pandemias, extinción en masa de la especies, pérdida de biodiversidad… No, nuestro reflejo no es hermoso, y sin embargo estamos cayendo obnubilados por una imagen de superioridad, y cegados por unos medios de comunicación y una academia y una forma de habitar y ser en el mundo al servicio del capital y del hambre voraz de acumulación de unos pocos. Ese es, creo, el reflejo, por lo menos el que veo. Pesimista, sí, pero creo que “los únicos interesados en cambiar el mundo son los pesimistas, porque los optimistas están encantados con lo que hay”[6].

Quizá como civilización -acudiendo a orientalismos- estemos viendo aquello que Buda vio después de una vida alejado de todo lo que le hiciera daño: la muerte, la vejez, la enfermedad. Y estemos ahora por empezar a ver al mendigo feliz, y comprender con ello que podemos vivir con menos, sin tantos atavíos superfluos creados por el gran mercado y vendidos y promocionados por la publicidad que aprovechando nuestro deseo explota nuestra debilidad y nos crea necesidades innecesarias. Empezar a ver que podemos transformar este mundo en uno más justo, en que las quijotadas son necesarias, en que otro mundo no solo es posible, sino necesario.

Perdón por tanto pesimismo y gracias por leerme.

Artículo publicado originalmente en MiLugarSinNombre


[1] https://www.lavanguardia.com/natural/20170802/43270260867/humanidad-agota-recursos-un-ano-tierra.html

[2] http://www.cubadebate.cu/temas/cultura-temas/2010/02/21/gabriel-garcia-marquez-una-frase-de-domingo/#.XrGLDKhKiUk

[3] Esquilo. Prometeo encadenado.

[4] Esquilo. Prometeo encadenado. Verso 250.

[5] https://www.bbc.com/mundo/noticias-internacional-52316908

[6] José Saramago

Duver Arboleda
Duver Arboleda

Vengo de la tierra del café y de la ciudad de las montañas. Soy un proyecto de contador de historias y de periodista cultural, para lo que uso la fotografía, el vídeo y, sobretodo, la palabra. Escribo y «foteo» porque le apuesto a una sociedad justa. Mi lema: para todos todo.

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