¿Qué se puede decir sobre lo ya antes dicho? Quizá esto no sea más que un tumulto de palabras ya gastadas, que escasean y abundan al mismo tiempo. Palabras que bien podrían llamarse al silencio, ponerse en pausa ante el paso del tiempo.
Se cumplen 10 meses sin sus polémicas, sin los titulares labiando blasfemias en su nombre con la tinta sanguinaria de los medios hegemónicos, siempre los hegemónicos.
Se preguntarán a esta altura del partido, para quien son estas líneas, tanta saliva derrochada hace que sea tan obvio como innecesario nombrarlo. Es que ese dios, trasciende lo tangible en una metamorfosis eterna con los absolutos, se vuelve inmenso. Y el problema con la inmensidad, es que habita en la contradicción, es naturalmente incomprendida y cuestionada, gesta devotos y habilita a canallas para hablar en su nombre.
A mí como a Sacheri, también van a tener que disculparme. Porque en ese dios, en dieguito, se condensa la identidad de los herejes, de los oprimidos. Maradona no jugaba a la pelota, él era el maestro de una danza vengativa, es la síntesis de la identidad popular, de la barriada.
¿Cómo pedirle a un Dios de tal calibre que sea más humano? Si en su sonrisa danzaba Fiorito embestida de diamantes. En su zurda inmortal todavía podemos ver salpicaduras del barro del potrero en la jeta de los piratas, rojos de rabia.
No alcanzaba con dejar la celeste y blanca flameando en el alto cielo, no alcanzaba tampoco con coronarse como el mejor jugador del mundo.
El tipo tuvo el tupé de jugar otro partido, de levantar otras banderas. El Diego, gambetta y definición, leyó todas las jugadas, abrazó a Fidel, brindó en el alto cielo con el comandante Chávez, se guardó bajo el ala de las madres, se condecoró dentro de los hijos de la historia, es más, la apadrinó. Demostró maravillosas jugadas ante los dueños del mundo, no titubeó ante sus malicias y amenazas.
Y eso jamás se lo perdonaron, Maradona era jugador de cancha completa, abanderado del pueblo que hasta el último momento de materialidad física vibró ante su palabra.
Hace poco volví al bosque donde tuve el privilegio y el placer de verlo a través de un alambrado bailando, puteando, gritando y pidiendo disculpas. Si, puedo decir que presencié el momento en que un dios tuvo la grandeza para pedir perdón.
Fue inevitable piantar un lagrimón ante el choque de realidad tácita, pero no es más que una de las mágicas pruebas de haber sido contemporánea a la inmortalidad.
Una mezcla de imposibilidad, fantasía y optimismo. Porque el Diego es eso.
Del barro, al edén y del edén, al barro.
Se cumplen 10 meses sin el 10. Realidad ficticia de secuencias agónicamente increíbles. No quiero caer en redundancias del luto popular, ni explicar porqué siendo mujer y feminista revientan las fibras más sensibles de mi cuerpo.
Yo como el Diego, habito en la contradicción y le permito disolver los matices de moralidad en el panóptico punitivista de quienes ponen las reglas del juego, lo comprendo desde la ruptura de estructuras.
Y agradezco coincidir temporalmente con la arcilla que forjó el suelo por donde caminó tal deidad.