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Al ver y volver a ver las fotografías de Larraín se puede notar que, de alguna manera, cambió su vida confortable por una que no lo es: retrató la pobreza, los pueblitos en las montañas, la alegría de lo simple, caminos de piedra y tierra, risas maravillosas en medio de la destrucción y la miseria, alternando entre luces y sombras, cambiando el color por blancos y negros duros. En sus fotos se observan pies sucios de niños cansados, mafiosos orgullosos, poetas y mendigos, mujeres hermosas con risas aún más hermosas. Se encuentran simetrías ordenadoras, personas que suben, bajan, caminan, se mueven, bailan y se cruzan; hay reflejos en espejos de burdeles compuestos de manera tal que parecen indicar que el fotógrafo no veía lo tenía en frente sino que estaba atravesado por todo lo que a su alrededor ocurría, un ojo agudo  que más que ver observaba donde estaba la imagen y se sabía preparado para fotografiarla.

Sus fotos parecen como si fueran las de un caminante lento, de esos que se detienen observan y vuelven sobre sus pasos buscando el mejor ángulo, la luz, la cuidadosa composición; un caminante que busca los detalles, un vagabundo con una cámara y una sensibilidad y un arte que sigue maravillando; sus fotos parecen las de alguien imperceptible, como si sus personajes no lo vieran a él, que busca la belleza de lo cotidiano y la encuentra.

Larraín es un fotógrafo de lo simple, de lo elemental, en el que cada disparo es una foto para la que ya se ha tomado el tiempo de analizar el encuadre, la luz y  ha organizado los elementos compositivos ordenándolos por medio de líneas (escaleras, caminos, callejuelas), guiando, con ello, la mirada para recorrer la imagen.

Fotos enmarcadas dentro del encuadre por medio de espejos, de curvas que se pierden en un punto de fuga al que se dirigen los personajes; de puertas, de ventanas de tren, de todo se vale Larraín para componer: ángulos aberrantes, retratos hechos desde arriba, desde ras de piso, horizontes caídos, “errores” ejecutados con una maestría tal que sus fotos parecen no admitir crítica porque el mensaje no está en un detalle denotativo, sino que ayudan al valor connotativo, de la imagen -cualquiera sea-. Es decir que sus fotos pasan por el filtro de una subjetividad y una sensibilidad propia en la que no hay copia sino búsqueda, ya que no es creación porque retrata lo que va encontrando, lo que llama su atención. Y lo más increíble es que todo pareciera haberlo hecho en un segundo, el llamado instante decisivo de Bresson, y para ello, hizo de la cámara una extensión de su cuerpo que accionaba ya por el reflejo maestro de quien domina un arte.

Sus fotos son pasajeras y  he ahí el hecho que hace que sean sólidas. No son fotografías planificadas, son buscadas: fotografia lo que observa, de manera tal que despierta en el observador una sensación de estar allí, como en algunos fragmentos de las películas de Ang LeeIn the modo for love, The Grandmaster, por ejemplo- como si hiciera al público parte de la imagen, como si fuéramos un observador detrás de una cortina, como si rompiera la cuarta pared sin que el protagonista mire directamente a la cámara.

Es algo más sutil, más poético, menos evidente pero más efectivo: hace parte de la fotografía al espectador, indicando, de alguna manera, que en el andar lento las mismas imágenes se podrían realizar hoy si estuviéramos dispuestos a observar en lugar de ver, a caminar en lugar de movernos.

Hablar de una técnica de encuadre sería caer en un error porque hay de todo y bien ejecutado, de forma armoniosa y bella. Y si se pudiera hacer estaríamos en el error de limitar al arte a la ejecución de una técnica enmarcada en unas reglas irrompibles: ya no sería arte, sería repetición.

Concluir algo sobre las fotos de Larraín sería afirmar que hay algo que ya está aprendido, pero no es así, como en el arte, cualquiera sea, siempre se encuentra “ese algo” nuevo que sigue maravillando y del que se sigue aprendiendo.  Es un error lanzar conclusiones sobre un fotógrafo que antes de realizar la foto se integra – y nos integra- en lo que va a fotografiar: se hacía amigo, para hacerse casi invisible de niños de la calle, de mafiosos, de pescadores, de asesinos, sin olvidar que los va a retratar. Los conoce, se toma su tiempo, rompe inhibiciones en sus retratados, accede a su mundo, los captura. Una lección que no dan las escuelas de periodismo, ni de fotografía, sino que accedemos a ella legada por los maestros, por la experiencia, por la persistencia; una lección que aprendemos de la vida, del vagabundeo, del observar, del caminar despacio.

Breve biografía

Sergio Larraín nació en 1931 en Santiago de Chile, en el seno de una familia acomodada. Su padre era arquitecto y coleccionista de arte y fundador del Museo Chileno de arte precolombino; de su madre no hay datos. A sus 18 años partió a Nueva York a estudiar ingeniaría forestal, carrera que detestaba y es allí donde compró su primera cámara -una Leica III C-, arrancando, con ello, su camino en la fotografía y estudiando la carrera en la Universidad de Michigan.

Luego viajó con su familia por Europa y Oriente, y a su regreso a Chile se quedó a vivir en Valparaíso instalando su primer laboratorio casero para revelar sus fotos y realizando trabajos para revistas como la  brasilera “O Cruzeiro”. Ya corría la década del 50 cuando presenta su primera exposición y con ello le llegan trabajos encargados por fundaciones para que retratara niños que vivían en situación de calle. En el Año 1956 enviaba sus fotos al Museo de Arte Moderno de Nueva York y como respuesta recibía un cheque del director del mismo.

Estuvo en Londres becado por el British Council y allí realizó trabajos que le permitieron ingresar a la agencia Magnum Photos invitado por Henri Cartier Bresson, fundador de la misma, por lo cual se trasladó a París. En ese momento era el único latinoamericano en Magnun. Trabajó retratando a Pablo Neruda, cuyas fotografías hicieron parte del libro “Una casa en la arena”, también fue el fotógrafo permitido en el casamiento del Sha de Persia, reportaje que es publicado en la revista Paris Match.

Se dice -no pude encontrar la fotografía, ni testimonio que lo probara- que una de sus fotos tomada en la catedral de Notre Dame en la que al parecer se daba un “acto de malas costumbres” del que se dio cuenta después de revelar la foto, inspiró a Julio Cortázar, después de escuchar la historia del mismo Larraín, a escribir “Las Babas del Diablo”, cuento que inspiró a Michelangelo Antonioni para realizar la cinta Blow up.

En la década del 70 fue abandonando la fotografía. Ya vivía en Ovalle, un pueblo empotrado en la cordillera; allí se dedica a la pintura, a la escritura, a la meditación y el yoga. Ciudad en la que fallece en el 2012 de un problema coronario.

Duver Arboleda
Duver Arboleda

Vengo de la tierra del café y de la ciudad de las montañas. Soy un proyecto de contador de historias y de periodista cultural, para lo que uso la fotografía, el vídeo y, sobretodo, la palabra. Escribo y «foteo» porque le apuesto a una sociedad justa. Mi lema: para todos todo.

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