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La Orestiada, justicia divina

En la trilogía de La Orestea, de Esquilo, Orestes asesina a su madre (Clitemnestra) en venganza por el asesinato de su padre (Agamenón) -quien regresaba de la guerra de Troya-, cuyo motivo fue el sacrificio de la Ifigenia, hija de ambos, para que éste pudiera continuar el viaje hacia Troya a cumplir su palabra empeñada en la empresa bélica. Se cumplía así una cadena de venganzas de sangre profetizada por el oráculo de Delfos.

El crimen es el móvil que le permite al autor criticar el sistema de justica de la época (450 a C); hasta ese momento la justicia era dictada por las leyes de los dioses, de la divinidad, y los crímenes de sangre familiar castigados por las Erinias (Furias). La profecía juega un papel fundamental, es una garantía del cumplimiento del Destino del héroe, destino que es superior a toda fuerza humana y contra el que es imposible ir en contra. Dicho de otro modo, el hombre no puede no cumplir lo que ha sido predicho.

Por tanto, el héroe cree que su acción es por demás justa ya que el modelo de justica de su momento no le da garantías de que el hecho que desencadena su venganza-perdición (el asesinato de su padre, en este caso) pueda tener un castigo. El resultado final de esta obra (Orestea) es la creación de un sistema de justicia (Areópago) integrado por hombres que juzgan los crímenes de los hombres, alejándose de las viejas y para ciertos móviles insuficientes leyes de los dioses, y cerrando así un ciclo de violencia. La sentencia la dictará un tribunal y no arcaicas deidades ansiosas de sangre.

Con el cierre de esta tragedia se inaugura un mundo más humano, para lo cual hay que tener presente la calidad de suplicante de Orestes. No es un héroe vencido sino un hombre que dio cumplimiento a fuerzas -profecías, por tanto fueron los dictámenes de los propios dioses los que guiaron sus pasos y por cuales debe afrontar un castigo.

Sin embargo, se puede evidenciar que “La Orestea es antibélica y muestra las consecuencias del exceso de poder. Y pide, de un lado, humanidad y compasión; de otro, respeto a las antiguas leyes. Todo ello, como siempre en la tragedia bajo la imagen del mito.”[1] Por tanto, el abordaje de lo mítico en este texto es un paso para acercarse a una posible interpretación de la configuración de la justicia en la actualidad, concluyendo que “el pensamiento mítico, por origen y principio, es pensamiento tradicional, porque el mito no tiene otro modo de comprender, explicar e interpretar la forma actual de la vida humana más que conduciéndola a un pasado remoto. Lo que arraiga es este pasado mítico, lo que ha sido desde siempre, lo que ha existido desde los tiempos inmemoriales, es firme e indudable.”[2]

Héroe Trágico

Antes de proseguir con el análisis que corresponde a la obra de Hamlet de Shakespeare, conviene establecer algunas ideas básicas sobre el héroe trágico. En la antigüedad mítica los héroes pertenecían a una “casta” de mortales en los que en sus líneas de sangre había presencia de sangre divina: pertenecían a lo que se podría denominar “aristocracia” (Orestes, hijo de Agamenón rey de Micenas; Hamlet hijo del rey Hamlet de Dinamarca; Batman, huérfano heredero de una gran fortuna).

En su constitución psicológica son personas que no son demasiado buenas ni demasiado malas, más bien deben tener una cuota de ambas características, son solitarios y tienden a la reflexión interna de sus pensamientos.  El héroe trágico de la mitología no es modelo de imitación como puede ser para el cristiano la figura de Jesús: un modelo de virtud a seguir.

El héroe trágico en un principio despierta la desaprobación a causa de su desmesura (hybris) como intento de transgredir los límites que los dioses han impuesto a los hombres, y por tanto debe ser castigado en lección a su audacia, y su destino -aprendizaje ineludible- cumplido, pero al que el héroe se enfrenta sin retroceder. Sabe que su fin será la perdición y sin embargo lucha contra la imposibilidad, aprende de sus errores, comprende su destino y se sabe responsable de sus propias desgracias.

La tragedia presenta a los hombres enfrentados a situaciones extremas: Agamenón decidiendo si sacrifica a su hija Ifigenia para continuar su viaje a Troya; Aquiles sabe que si va a la guerra encontrará la muerte pero igual se decide por la gloria eterna del guerrero en lugar de una vejez placentera y tranquila; Hagen es advertido por las musas que en su viaje al reino de rey Etzel encontrará la muerte en manos de la vengadora Krimilda, tras una resistencia de varios días y una apoteosis de sangre; Hamlet sabe que su desenlace significara su perdición, pues la empresa vengativa va en contra de sus convicciones religiosas: la muerte-asesinato de su tío significa su condena.

Incluso estas situaciones extremas son un móvil presente en la religión cristiana. Abraham sacrificando a Isaac o Jesús conociendo su destino pide a su padre: “Si quieres, aparta de mí ese cáliz. Pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya”, y aún así se apega al cumplimiento de su destino ineludible, pues “los padecimientos y muerte del héroe trágico son asumidos como parte de un orden divino inescrutable (…) una gran ceremonia cuyo sentido último era la aceptación jubilosa de la mortalidad del hombre y la superación del miedo a la muerte.”[3]

Hamlet, la justicia de los reyes

Volviendo al análisis que se ha emprendido llegamos a Hamlet. Es una obra de William Shakespeare de 1605, que también lleva un mensaje de crítica a su sistema social  y de justicia: su padre fue asesinado por su tío, quien además se casó con su madre y asumió el trono en Dinamarca. Hamlet, instado a vengar a su padre por el fantasma del mismo, se ve en un camino solitario y con una misión que él sabe, por ser cristiano y cometer un asesinato, será su perdición.

Aquí se ve el mismo móvil que en la Orestea: la justicia no es justa. ¿Quién juzgará el crimen de su padre si quien es el culpable ocupa el trono y además es el encargado de brindar justicia? Parece ser que sólo la justicia por mano propia, ante la falta de una justicia legal que pueda juzgar tanto a los poderosos como al pueblo, puede ser una salida; así signifique la perdición del héroe.

Si “La Orestea, descansa en una vigorosa afirmación de la justicia divina (de Zeús) y sus protagonistas alcanzan al final una conciliación con el orden divino, una aquiescencia y un consuelo que da sentido y justificación a los sufrimientos padecidos[4]”, en Hamlet vemos que el problema de la justicia se centra en el poder, en cómo llevar la misma a los poderosos: la justicia no es justa.

Vemos que “el desquite por una muerte real, sin embargo, nunca es asunto de risa. Es inherentemente trágico, no sólo porque la sangre engendra sangre, sino por las repercusiones que suele tener en la vida y personalidad del vengador virtuoso -Hamlet era un hombre virtuoso-: un hombre cruelmente aislado de la sociedad por el carácter de la misión que ha asumido. La circunstancia del vengador, forzosamente secreta, solitaria y extrema, conduce a la introspección. Propicia la meditación sobre las anomalías de la justicia, tanto humana como divina, sobre el tiempo pasado y sobre el valor de la vida y las relaciones humanas. Muchos vengadores se convierten en mordaces críticos de la sociedad de la que se han apartado. Algunos caen en la locura, no solo porque el dramaturgo necesite alargar la historia y retrasar el acto de venganza, sino porque la tensión que padecen en el período de solitaria preparación y espera acaba siendo psicológicamente insoportable[5].

Esto lo lleva al desenlace final: la venganza cumplida y su muerte. Se ha hecho justicia por mano propia en un baño de sangre, la sangre engendra sangre y la muerte de todos cierra el ciclo.  En esta obra nos encontramos que entre lo moderno y lo arcaico hay una relación “y no tanto porque las formas arcaicas parezcan ejercitar sobre el presente una fascinación particular, cuanto porque la clave de lo moderno está escondida en lo inmemorial y en lo prehistórico. Así el mundo antiguo a su fin dirige, para reencontrarse, hacia lo primordial; la vanguardia, que se ha perdido en el tiempo, sigue a lo primitivo y lo arcaico”[6].

Entonces cabe preguntarse si la justicia es justa con todos o si solo sobre una capa de la sociedad recae el valor punitivo de las leyes. Sin embargo en Hamlet hay algo más -mucho más- y es que parece que él no tiene opción: en el “ser o no ser, esa es la cuestión”, parece que no hay elección posible para enfrentar su destino-venganza trágica.

Creo que, en ese caso, la interpretación iría en el sentido del “del ser o parecer, esa es la cuestión” y ahí, el destino del héroe sigue siendo el mismo, la venganza como desenlace de su empresa. Pero en esa lectura hay una elección: sucumbir a la locura o parecer loco. Sucumbir a ella significaría un desenlace de muerte, mientras que parecerlo le deja una rendija por la que podría conservar su vida con un costo moral alto: llevar para siempre la marca de Caín, la culpa por el asesinato de su tío.


[1] Esquilo. Tragedias. Editorial Gredos. Introducción, Franciscos Rodríguez Adrados, Página XX.
[2] Cassirer, Ernst. Antropología Filosófica, capítulo II “Una clave en la naturaleza del hombre: el símbolo” . México, Fondo de Cultura Económica, 1992 (Edición original en alemán, 1944).
[3] Sófocles. Tragedias. Editorial Gredos. Introducción, Jorge Bergua Cavero, Página XIX.
[4] Sófocles. Tragedias. Editorial Gredos. Introducción, Jorge Bergua Cavero, Página XIX.
[5] Shakespeare, William. Hamlet. Editorial Aguilar. Introducción, Anne Barton.
[6] Agamben, Giorgio. ¿Qué es lo moderno?

Duver Arboleda
Duver Arboleda

Vengo de la tierra del café y de la ciudad de las montañas. Soy un proyecto de contador de historias y de periodista cultural, para lo que uso la fotografía, el vídeo y, sobretodo, la palabra. Escribo y «foteo» porque le apuesto a una sociedad justa. Mi lema: para todos todo.

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