El 26 de agosto de 1914 el segundo ejército ruso a cargo del General en Jefe Alexander Samsonov, daba inicio a la batalla de Tannenberg y con ella a la Primera Guerra Mundial. No muy lejos de estos acontecimientos, en Bruselas, el Kaiser y sus tropas avanzaban en la toma de Bélgica. Por aquellas horas, una mujer se inquietaba por el sonido de los obuses alemanes mientras daba a luz a Julio Cortázar.
De familia inmigrante, mezcla de franceses, vascos y alemanes, obtuvo un cromosoma mestizo que reivindicó durante toda su vida, pero que también le valió de suposiciones acerca de su nacionalidad, aunque siempre se percibió argentino. Después de algunos años nadando en la turbulencia generada por la guerra, que lo obligó a mudarse de país en varias oportunidades, su familia se instaló en Banfield. Supo describir la ciudad como el “meta suburbio” del que se habla en los tangos. Quizá hasta le fue de inspiración para algún que otro poema, de los que luego se hicieron milongas.
Se formó como Magíster en Letras, e incluso fue docente rural durante cinco años. Por medio de una beca viajó a París, y cuando finalizó, comenzó a trabajar como traductor de la UNESCO. Para este momento ya había realizado algunas publicaciones de poesía en las que se podía notar una influencia Borgiana. Con el boom de la literatura hispanoamericana en los 60 su nombre llegó al mismo nivel de reconocimiento que el del mismo Borges, García Márquez, Rulfo, Benedetti, entre otros.
Sus relatos superan la mera fantasía, porque su prosa está inmersa en un mundo muy parecido al real, con escenas cotidianas auténticas que, alejadas de la metafísica, le aportan un estilo único al género. Su sensibilidad artística fue el recurso con el que expuso sus preocupaciones sociales. De nuevo el arte como forma de denuncia. Esto lo llevó a coincidir en ideas e incluso aportar a los procesos políticos llevados adelante por los movimientos de izquierda en Nuestra América. Incluso hubo un tiempo en el que sus obras fueron prohibidas, y en más de una ocasión debió exiliarse.
El detonante de Cortázar había sido en el 62, cuando viajó a la Cuba de Fidel Castro a conocer de cerca esa cultura revolucionaria que lo cambió para siempre. Dejó de ser un intelectual introvertido para volverse un militante político, y su figura pública le sirvió para posicionarse fuertemente a favor de los derechos humanos. En los 70 viajó a Chile para apoyar la asunción de Salvador Allende, y más tarde a Nicaragua, donde aportó al movimiento sandinista.
Son varios los artículos que denotan el compromiso político que asumió como escritor. Uno de ellos es “Dossier Chile: el libro negro” que relata las injusticias cometidas por la dictadura de Pinochet, al igual que “Nicaragua, tan violentamente dulce”, una prueba de la lucha sandinista contra la dictadura de Anastasio Somoza. Existen algunos archivos fílmicos o sonoros que han logrado capturar las grandes elocuencias que supo relatar, pero parece interesante hacer hincapié en un discurso en particular que brindó luego de la revolución en Nicaragua y del que poco se ha oído hablar…
“Como toda generalización, querer hablar de cultura en abstracto no es demasiado útil; pero sí lo es abordarla dentro de un contexto dado y tratar de comprender su especificidad y sus modalidades […] Dejemos pues a otros el tema de las muchas revoluciones en la cultura desde los tiempos más remotos y hablemos concretamente de la cultura en la revolución […] Aquí yo siento que el plato y la cultura son ya una misma cosa, que en última instancia la cultura está presente en cada uno de los avances, de las iniciativas y de las realizaciones populares, que no es ya el privilegio de los que escriben muy bien o cantan muy bien o pintan muy bien, sino que la noción parcial de la cultura ha explotado en miles de pedazos, que se recomponen en una síntesis cada vez más visible y que comporta igualmente miles de voluntades, de sentimientos, de opciones y de actos. Alguien podrá decir que esta tentativa de descripción no parece lo suficientemente precisa: es justamente el tipo de crítica que podría hacer un hombre “culto” en el sentido académico del término, para quien cultura es ante todo una difícil adquisición individual, lo que naturalmente reduce el número de quienes la poseen y además los distingue claramente de los que no han accedido a ella”.
Julio Cortázar
Una característica que bien podría ayudarnos a comprender su obra es saber que tenía la palabra precisa, y la supo soltar en el momento indicado. No solo fue un escritor, poeta, novelista o la categoría que se le prefiera adjudicar: fue un revolucionario de la cultura. Romper con los paradigmas establecidos para esa pequeña élite dominante que nos dice enseñar de qué se trata la cultura y cómo debemos entenderla, es una ardua tarea por la que se han perdido vidas a lo largo de nuestra historia, y en la que este escritor ha dejado una huella imborrable.
Entender que en nombre de la cultura se han cometido las peores injusticias y que el acceso a ella es una cuestión de privilegios nos permite saber que desde el barro, estamos recomponiendo esa síntesis de la que habla Cortázar, para dar la batalla cultural que los pueblos ansían.
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