Podría hablar de cómo bajó su visera; de los ojos de Facundo, que brillaban como la luna cuando se reflejaban en los techos de chapa de la Provincia de Buenos Aires; o de su mirada y sus palabras juveniles, que iluminaban habitaciones oscuras. También sumaría que cuando mostraba los dientes sonriendo, la sensación era parecida a la que te agarra cuando se cuelgan las filas de foquitos de luz y se empieza a escuchar el retumbar del primer bombo, que da comienzo a los corsos en todos los barrios. Pero sería mentira, porque la verdad es que no lo conozco.
No voy a hablar de Facundo, porque lo único que sé es que era un pibe normal de 22 años y hacía lo mismo que todes. Pero como justo tengo su edad, tal vez pueda tomarme el atrevimiento y contar lo que hacemos y creo que sentimos les jóvenes.
Cuando nos despertamos antes de pensar que hace frío y que hay que ir a laburar o a estudiar o lo que sea, nos gusta poner música. Después abrimos Whatsapp y ahí retomamos alguna charla diciendo: “Uh disculpa, me quedé re dormido”. Con la compu medio apagada, vamos pensando en unos mates y en meterle el diente a lo que haya en la heladera.
Muchas veces nos quedamos colgades mirando los azulejos de la cocina mientras la pava se va calentando, hasta que alguien nos saluda haciéndonos una caricia en el hombro, y ahí no más metemos la primera charla del día diciendo: “No sabés lo que soñé”.
A esta edad sentimos como nunca, y nuestro cuerpo es una montaña rusa de sensaciones. Estamos de acá para allá, no paramos, vamos a recitales, a fiestas, ranchamos en alguna esquina, jugamos al fútbol y mientras picamos alguna flor, tiramos rimas entre risas. También changueamos, porque el laburo digno escasea y si tenemos suerte soñamos con recibirnos. Pero además nos preocupamos por el de al lado y nos involucramos; cada tanto, se nos escapa una sonrisa cuando miramos el celular por algún mensaje nuevo. Nos enamoramos, se nos pone la piel de gallina, nos corren escalofríos, y por la espalda pasan distintas sensaciones térmicas en una milésima de segundo; no hay reloj que tome la velocidad de nuestra frecuencia cardíaca, nos comemos el mundo. Y después nos la ponemos contra una pared dura y sin revocar.
A Facundo le pasó esto, eso sí lo puedo afirmar. Venía de una relación larga, con idas y vueltas, y en el medio pandemia quiso ir a la casa de su ex novia, arreglar las cosas y pasar un par de días juntes.
Sí. Salió durante la cuarentena, pero quién soy yo para juzgarlo, si al pibe seguro se le cerraba el pecho de angustia y para irse tuvo que pelearse con su vieja, que seguro temía por su hijo y por la posibilidad de que se contagie de Covid-19.
Pero en la tarde helada de Pedro Luro a Facundo no le subió la fiebre, no perdió el olfato, ni le dio dolor de garganta. A Facundo lo agarró una Hilux de la Policía Bonaerense y hace más de noventa días que no sabe nada de él.
Desde la vuelta a la democracia, en Argentina la verdadera pandemia viste de azul y tiene chapa y gorra.
¿Dónde carajo está Facundo?