Por Agustina Flores*

Las prácticas ilegales por parte de grandes empresas, grupos de poder y gobiernos de turno en las grandes vegetaciones de nuestro país tienen precedentes desde el primer momento del consumismo. Un saqueo voraz, que nunca parece satisfecho, acecha los profundos bosques de la comunidad Wichí en Salta y todo el Noroeste argentino, y aprovecha toda oportunidad de pasividad social para atacar. Esta es la implicación de este contexto de pandemia y aislamiento obligatorio.
Al cumplirse un mes de cuarentena y en el marco de una emergencia social y sanitaria en la región, la organización ambientalista Greenpeace denunció que entre el 15 y el 31 de marzo pasado se desmontaron 2.172 hectáreas en cuatro provincias del noroeste, entre las que se encuentra Salta. No está de más mencionar que 130 hectáreas fueron adjudicadas a una finca del presidente de la Sociedad Rural Salteña, Ignacio García del Río, siendo esta una institución de alto nivel jerárquico en la Provincia. El gobierno se dio por desentendido de la situación al no hacerse cargo y derivó el problema a otros organismos. El ministro de Producción y Desarrollo Sustentable de la Provincia, Martín de los Ríos, respondió a las denuncias alegando que “si el proceso (los desmontes) ocurrió durante el aislamiento obligatorio, ya es competencia de organismos judiciales nacionales porque hablamos de una violación de un decreto promovido por el Gobierno nacional, y eso excede nuestro poder de policía”.
De esta manera, el panorama que se desata a raíz de estas prácticas capitalistas, pareciera formar parte un entramado con diferentes actores que cuentan con el poder suficiente para autoabastecerse con beneficios a base de mentiras y chanchurrias. La población en la ciudad se queda bajo techo y la ambición empresarial se lo quita todo a las comunidades nativas de los bosques.
Las expropiaciones de estas tierras mediante sus mecanismos con lógicas de consumo llevan décadas de práctica. El Estado siempre las utilizo a su favor, quitándoles todo sin pudor. Un ejemplo que vale la pena mencionar sucedió en la Argentina oligarca y colonialista de 1930, que se expandía hacia la región del noroeste arrasando con los Pueblos Originarios. El Estado resolvió fundar una ciudad en un lugar estratégico del actual Chaco, Ciudad de Castelli, tierra ocupada hasta ese entonces por diferentes comunidades nativas. Allí se produjo un “acuerdo”, cuyo consenso se desconoce, que consistía en que los caciques que lo firmaron guiasen a las comunidades a abandonar el lugar. A cambio, el Estado Nacional les cedió un extenso territorio de 10.000 hectáreas en el Impenetrable chaqueño.

Nunca se tuvo en cuenta la voracidad del sistema capitalista y, tarde o temprano, los emprendimientos económicos o extractivistas llegaron para llevarse todo. Las mentes ambiciosas ven a las comunidades autóctonas como personas externas a ellos, que no forman parte de la sociedad: no son civilizadas y no entenderían el golpe que les dan, como planteaba Domingo F. Sarmiento en su “Civilización y Barbarie”, dos siglos atrás. Las comunidades de Pueblos Originarios del Noroeste Argentino siempre fueron marginadas, se les quitó todo tipo de derecho por un par de monedas. Por más que hayan pasado casi 100 años de lo sucedido en el Impenetrable de Chaco, la situación tiende siempre al mismo fin saqueador.
Volviendo a la actualidad, hoy existe la Ley de Bosques, la cual anhela la preservación de los mismos y fue sancionada en 2007 y reglamentada recién en 2009 tras el reclamo de más de 70 organizaciones sociales. Establece que cada provincia debe realizar un ordenamiento territorial de los bosques nativos (OTBN) a través de un proceso participativo, que categoriza los usos posibles para las tierras boscosas: desde la conservación hasta la posibilidad de transformación para la agricultura, pasando por el uso sustentable del bosque. Sin embargo, tales ordenamientos no suceden o no se realizan de forma adecuada, dado que apenas se le asignó a la conservación de los bosques nativos el 8,5% de lo estipulado por ley. La historia se repite una y otra vez.
¿Qué pasa con las comunidades cuyos bosques son saqueados y cuyas vidas son ignoradas? No les queda más opción que luchar hasta el último suspiro. La comunidad Wichí es la de mayor presencia en territorio salteño, y también uno de los sectores más empobrecidos y desprotegidos. Se los condena a la marginalidad: no cuentan con agua corriente, salud pública y ni siquiera un DNI, y aún así destruyen sus hogares, sus farmacias y sus almacenes naturales, siendo sentenciados a muerte.
El pasado 28 de enero se decretó la emergencia sociosanitaria en Salta a causa del registro de ocho niños fallecidos, seis de ellos de la comunidad Wichí, por desnutrición y deshidratación. Los datos demuestran por qué la provincia se encuentra debajo del promedio nacional en el índice de desarrollo humano (índice promedio de tres datos: la esperanza de vida al nacer, los años de educación promedio y el PBI per cápita), además de las necesidades básicas insatisfechas que se traducen en hacinamiento, ausencia de cloacas, entre otras. Esa es la pandemia que más fuertes les pega, la de la falta de derechos y recursos.
En cuarentena, la situación se agrava aún más en todos los aspectos. La emergencia social que se vive a nivel mundial ocupó la agenda de los gobiernos, dejando sin lugar a problemáticas igual de urgentes y preocupantes como lo son las condiciones que llevan a la muerte de dichas comunidades ancestrales.
Mujeres Wichís que se encontraban en el hospital junto a sus hijos en grave estado de salud, fueron desplazadas para utilizar la sala para tratamiento por coronavirus. Desde el INADI (Instituto Nacional contra la Discriminación, la Xenofobia y el Racismo) se sostuvo que la situación de emergencia sanitaria vinculada a la epidemia no puede bajo ningún punto desatender la problemática de desnutrición e histórica vulneración de derechos y acceso a la salud de los pueblos originarios.
Los continuos desmontes no concentran ninguna resistencia por parte del pueblo al estar estos obligados a permanecer aislados. Sin monte no hay vida, no hay trabajo, no hay alimentos. El genocidio no tiene freno, e incluso se aceleró en estos días con total impunidad.

La información sobre concientización y métodos para protegernos del COVID-19 no llega a sus manos, o por lo menos no en su idioma. Existe un vacío con respecto a la accesibilidad de la información y las estrategias de participación indígena en la sociedad y viceversa son nulas o mal implementadas. Los bonos brindados por el Gobierno nacional no llegan a sus manos por no contar con un DNI o acceso a internet. Las comunidades quedan, una vez más, marginadas al sistema.
Un virus constante de hambre y sed, los persigue desde hace años. No discrimina la edad, mata a sus niños y a sus mayores por igual. ¿La cura? El derecho a la Tierra que les pertenece, con la que sobreviven y crecen, a la que protegen y florecen. De igual forma, el acceso a una salud y educación dignas, que por seres humanos les debe ser inherente. Pero siempre, permitiéndoles vivir junto a sus bosques.
La traducción de Wichí es: “los que viven la vida plena”. Es una deuda de la democracia dar lugar a que hagan honor a su nombre, reivindicando tanta lucha y resistencia ancestral. En cambio, se los condena a morir aislados, no por el coronavirus, sino por un sistema que los margina y los calla.
* Estudiante de Licenciatura en Comunicación Social con orientación en periodismo en UNLP, redactor en Revista Trinchera
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