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Por Miranda Cerdá Campano*

Hace dos años, Lenín Moreno llegaba a la Presidencia de Ecuador con la promesa de darle continuidad al proyecto político impulsado por Rafael Correa. Ese proyecto se vio traicionado por una serie de políticas que lo hicieron situarse en el grupo de los gobiernos conservadores de América Latina, aliados al imperio yanqui y sus políticas, tomando medidas que niegan una construcción sostenida por años.

A principios de este mes, Lenín Moreno anunció un paquete de medidas económicas consecuentes con el acuerdo que firmó en marzo con el Fondo Monetario Internacional. Por cadena nacional, el mandatario ecuatoriano anunció que se eliminaría el subsidio a las gasolinas y delineó reformas laborales y tributarias que benefician a los grandes grupos económicos en desmedro de los sectores trabajadores.

Bienvenido sea el Imperio

A mediados de 2018, con las visitas de altos funcionarios estadounidenses como Keith Mines, de la Oficina de Asuntos Andinos del Departamento de Estado, y del ex secretario de Estado, Thomas Shannon (en el marco de sus giras en contra de Venezuela), se aceleró la reedición de relaciones de buenos amigos entre los Gobiernos de Moreno y Trump, y Ecuador aceptó las líneas de cooperación económica y estratégica basadas en la “lucha contra el narcotráfico y la corrupción” y la “inversión extranjera”.

Ambas administraciones firmaron un memorándum de entendimiento y un convenio de cooperación que permitía a la Administración para el Control de Drogas yanqui (conocida con las siglas DEA) y al Departamento de Inmigración a actuar en territorio ecuatoriano. El acuerdo se produjo a pocos días de que en la frontera norte del país sean secuestrados y posteriormente asesinados a manos de un grupo delincuencial colombiano, los periodistas ecuatorianos Javier Ortega, Paúl Rivas y Efraín Segarra. Las presiones internas por ese hecho y la ofensiva diplomática estadounidense, iniciada unos meses antes, logró el retorno de las operaciones militares de la DEA, el FBI y otras agencias extranjeras a territorio ecuatoriano, bajo la excusa de la lucha contra las drogas en un país donde no existen cultivos, ni tampoco una profunda vinculación en el circuito económico del tráfico.

Si había algo seguía obstaculizando las relaciones con el imperio, era el asilo político otorgado a Julian Assange durante el gobierno de Rafael Correa. El fundador de Wikileaks no sólo era un hombre “peligroso” para Estados Unidos, también incomodaba a Lenín Moreno con algunos cables de cuando este era vicepresidente, que el portal publicó.

Los documentos daban cuenta de una preocupación excesiva de los EE.UU. por los problemas de salud de Moreno, que por entonces parecían impedirle su candidatura a la presidencia en 2013, como reemplazante de Correa. Esos cables confidenciales también muestran que la embajada estadounidense en Quito tenía como informantes a personas muy cercanas al actual presidente: eran los encargados de informar sobre la evolución de sus decisiones en relación a su posible candidatura presidencial.

¿Fueron dichos cables la razón del abandono de Assange por parte de Lenín Moreno? ¿O fue la renovada amistad entre Ecuador y EE.UU.? Quizás sea una mezcla de ambas cosas. Lo cierto es que esta decisión, junto al cambio de política respecto de Venezuela, le facilitó a Ecuador el acceso al préstamo de 4.200 millones de dólares del FMI.

Se agotó el discurso del odio

Como sucede en Argentina, durante todos estos meses Moreno agitó las banderas de que “todo es culpa del Gobierno anterior” y que “el pasado no va más”. Creyó que el respaldo de los medios de comunicación, la banca y las oligarquías de Quito y Guayaquil le permitirían sostenerse en la Presidencia. Pero lo que vive Ecuador es una crisis democrática de representación: la sociedad no siente que el Gobierno esté actuando en beneficio de las mayorías y agotado el discurso de odio que se venía imponiendo, el Presidente no tiene nada más para ofrecer.

El empleo se ha deteriorado, los servicios públicos escasean y no hay una construcción en defensa de la soberanía económica y política, como supo haberla en tiempos de Rafael Correa. Cabe recordar, que Lenín Moreno no ganó las elecciones planteando la salida de la Unasur, ni la adhesión al Cartel de Lima y mucho menos pactando con la vieja podredumbre política; ganó prometiendo continuar el proyecto de su antecesor y traicionó la propuesta desde el minuto uno.

Su imagen fue deteriorándose entre la población a medida que se alejaba del camino iniciado por la Revolución Ciudadana y que se comprendía que no era él quien gobernaba: tan sólo era la cara visible de un Poder Ejecutivo repartido entre los grandes grupos económicos, los medios de comunicación y, por supuesto, el imperio yanqui.

Un presidente que no tiene la capacidad de gestionar un Estado acaba siendo rehén de los intereses que lo sostienen en la medida que se los satisfaga. A su vez, la falta de autoridad terminó acarreando el deterioro de las instituciones que sistemáticamente intenta taparse con el discurso de la “pesada herencia”.

Ecuador es un ejemplo más de la incapacidad del neoliberalismo para brindar estabilidad económica, política y social, al mismo tiempo que deja entrever que acudir al gran prestamista mundial implica, para un país que previamente fue transformado bajo principios de soberanía, un retroceso inmenso.

Un pueblo con memoria

La fuerza del pueblo ha quedado manifiesta con la gran movilización indígena que ocupó Quito y otros puntos urbanos. El repudio al “paquetazo” neoliberal condujo al traidor a trasladar la sede de Gobierno a Guayaquil para alejarse de la creciente protesta social y cobijarse con la derecha social cristiana. La conciencia popular otorgó al pueblo ecuatoriano la posibilidad de pasar a la ofensiva y dejar solamente de resistir. Ahora, el rechazo al neoliberalismo salvaje se convierte en la posibilidad de reestructurar el orden político, económico y social.

La respuesta del gobierno ha sido la misma de siempre: la criminalización de la protesta, el establecimiento de un cerco informativo que oculte la realidad de los acontecimientos, el incremento de la represión y el establecimiento del toque de queda que se suma al ya establecido estado de excepción. Como es evidente, para el traidor de Moreno, la única forma de mantener el poder es a través de la fuerza. Y no sorprende: estas decisiones son condiciones impuestas por el FMI y los sectores empresariales de mayor poder. La injusticia de las decisiones gubernamentales se apoya en la reducción de derechos.

En la contundente respuesta social se anudan fuerzas y condiciones que pasan a definir una nueva coyuntura. Resalta el retorno de un movimiento indígena que, como en los años ‘90, retoma orientaciones y agenda empujado por las bases, y se observa una base correista que persiste a pesar de la descalificación y la estigmatización con que se les ha atacado desde diversos frentes. A diferencia de otros momentos de mandatos neoliberales, la movilización expresa la pérdida de los derechos conquistados durante el gobierno de Correa (bajo una fórmula que priorizó el trabajo por sobre el capital) y la resistencia al exterminio de las posibilidades de transformación que supieron abrirse.

Moreno se olvidó del pueblo y hoy todo el país se lo recuerda en las calles. La fuerza de los ecuatorianos recuerda que sí es posible resistir y organizar una contraofensiva a favor de los pueblos oprimidos del mundo.


*Periodista, columnista sobre Sudamérica del programa Marcha de Gigantes (Radio UNLP - AM 1390), redactora de Revista Trinchera y colaboradora de Agencia Timón.

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