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POR MIRANDA CERDÁ CAMPANO*

Los cortocircuitos en el Gobierno de Jair Bolsonaro eran de esperarse. El actual presidente fue a la disputa presidencial del año pasado sin un partido político y sin la bendición manifiesta de los principales grupos de interés. Apostó a que la ruptura política que planeaba instaurar generara equilibrio para gobernar, aproximando a la escena a militares, evangélicos, ultraneoliberales y figuras públicas destacadas alineadas con su discurso de derecha.

Pero en lo que va de estos meses, sus proyecciones no se cumplieron y los militares comenzaron a diferenciarse de la familia Bolsonaro. Se trata de una fricción en curso, que ya tuvo algunos choques frontales vía redes sociales, como el de Carlos Bolsonaro y el vicepresidente Hamilton Mourão. De esta tensión, la principal causante de la grave crisis política, derivan otras: en estos cinco meses y medio, el secretario general de la Presidencia y el ministro de Educación fueron renunciados por desarreglos internos, con los militares en el medio.

Las internas en el Gabinete se alimentan de otras disputas, como las que algunos ministros tuvieron con representantes de los otros poderes públicos. Tal es el caso de los ministros de Justicia, Sergio Moro, y de Economía, Paulo Guedes, con el presidente de la Cámara de Diputados, Rodrigo Maia; o el cruce entre varios miembros y voceros del Poder Ejecutivo con algunos integrantes de la Corte Suprema de Justicia. En el medio, otras cuestiones hacen ruido a nivel institucional: pedidos de juicio político de parlamentarios oficialistas al propio vicepresidente.

Las decisiones de Bolsonaro no sólo carecen de respaldo puertas adentro de su Gobierno, sino que se traducen en un descontento social cada vez mayor. Las movilizaciones contra el presidente de Brasil llegaron a un punto culminante el pasado 15 de mayo, cuando miles de estudiantes salieron en los 27 distritos del país para protestar contra los recortes en Educación. Un mes después, los sindicatos y movimientos sociales convocaron la primera huelga general desde que asumió Bolsonaro como Presidente para protestar contra la reforma del Sistema Previsional. Se pretende destruir el sistema de pensiones para su privatización y su impacto se potenciaría con la reforma laboral aprobada por el Gobierno de Michel Temer.


#LULALIVRE

En paralelo a la deconstrucción de la capacidad de Bolsonaro para orientar la escena política, fue reapareciendo la figura de Luiz Inácio Lula da Silva. Hace varios meses se lanzó la campaña “Lula Livre”, un espacio que recibió el apoyo no sólo de círculos jurídicos y organizaciones sociales a nivel nacional, sino también de organismos internacionales, como el Comité de Derechos Humanos de Naciones Unidas que recomendó que el ex mandatario pudiera participar de las elecciones del año pasado.

Durante la gestión de Bolsonaro, cada vez más figuras del propio subsistema político-judicial comenzaron a admitir lo fraudulento de los procesos de investigación en su contra y lo injusto de su condena. Gilmar Mendes, miembro de la Corte Suprema que supo callar durante el juicio político a Dilma y que no hizo nada para que se rectificaran los procesos judiciales contra Lula, admitió en un reportaje a principios de este año que Lula no debió haber ido preso; y el propio Paulo Guedes, Ministro de Economía de Bolsonaro, reconoció en una reunión con seis presidentes de Tribunales de Cuentas estaduales en abril, que Lula “no robó ni un centavo y su patrimonio lo prueba”.

Por si no estaba clara la intencionalidad política del absurdo jurídico contra Lula, esta última semana una secuencia novedosa lo volvió a colocar en un lugar destacado. Y es que el domingo 9 de junio, el diario The Intercept Brasil divulgó tres reportajes exclusivos sobre la Operación Lava Jato en ese país y el papel político que ejercieron el actual ministro de Justicia y entonces juez, Sergio Moro, y el fiscal Deltan Dallagnol durante las investigaciones contra Lula. La opereta judicial le costó al ex presidente una pena de 12 años en prisión y la imposibilidad de participar de las elecciones de 2018. Su exclusión de la contienda electoral fue una pieza clave para abrir la senda del triunfo de Jair Bolsonaro.

Las filtraciones reveladas por el medio brasileño exponen mensajes que intercambiaban los fiscales de Lava Jato con el ex magistrado y dan cuenta de actitudes altamente controvertidas y legalmente dudosas del equipo que llevaba adelante la investigación. Los elementos señalan que se hablaba abiertamente sobre la voluntad de impedir la victoria electoral del Partido de los Trabajadores (PT) y que Moro colaboró de forma antiética con los fiscales para ayudar a montar la acusación contra Lula.    

Además, se prueba que los fiscales conspiraron para obstaculizar una entrevista preelectoral con Lula con el objetivo explícito de afectar el resultado de las elecciones; Dallagnol advertía que la entrevista “podría elegir a Haddad” o permitir “la vuelta del PT al poder”. El fiscal también se mostraba inseguro en relación al punto central de la acusación que terminó con la detención de Lula: que había recibido de regalo un apartamento triplex en la playa de Guarujá como pago de la constructora OAS por facilitar supuestos contratos millonarios con Petrobras. Nunca se pudo probar que Lula fuera propietario del inmueble y eso parecía alarmar a Dallagnol.

El reportaje demuestra en otra instancia, que Moro le proponía a Dallagnol cambiar el orden de las fases de la Operación Lava Jato, le demandaba agilizar nuevas operaciones y le brindaba consejos e indicios informales, además de anticipar algunas de sus decisiones.

Deltan Dallagnol – Sérgio Moro

El 12 de junio, The Intercept reveló una nueva conversación un grupo de procuradores. En ella, Deltan Dallagnol admitía al grupo “haber conversado una vez más con Luis Fux” (ministro del Supremo Tribunal Federal de Brasil) y señalaba que contaban con él para lo que necesitaran. En dicha conversación, el entonces Juez, Sergio Moro, respondió: “Excelente, en Fux confiamos”. Fux fue el ministro del STF que prohibió la entrevista a Lula en la campaña electoral, y en enero de este año, a pedido de Flavio Bolsonaro, concedió la suspensión a la investigación instaurada por el Ministerio Público de Río de Janeiro que investigaba los movimientos financieros de Fabricio Queiroz, ex asesor del senador Flavio Bolsonaro.

Desde hace años, diversos sectores de la sociedad denuncian los desvíos, abusos y acciones inconstitucionales cometidos en el marco de la Operación Lava Jato. Una operación que se levantó tratando de explicar que la corrupción constituía el meollo de la crisis institucional, pero que tenía un propósito claro: condenar la “ineficiencia de lo público”, “la incapacidad del Estado” y “la corrupción de los políticos”, para justificar el retorno a la senda neoliberal.

La Operación Lava Jato fue una estrategia muy bien elaborada con el objetivo de privatizar el sector para que las multinacionales (en su mayoría estadounidenses) accedan a las reservas de petróleo de Brasil en un momento de disputa por los recursos estratégicos a nivel mundial. Para legitimar esta venta de hidrocarburos, pero también de soberanía, era fundamental mostrar la ineficiencia e incapacidad de Petrobras como empresa estatal y sacar del camino la posibilidad de un gobierno popular que no cumpliera los designios de Donald Trump.

Todo el proceso de Lava Jato se hace en coordinación con el Departamento de Justicia norteamericano. Y aunque la injerencia se retruca desde un discurso en el que Estados Unidos aparece como el que viene a salvar a Brasil de la corrupción, se debe entender que cualquier intervención yanqui en Nuestra América no es ni un acto de amor por el resto de los países del continente, ni una mera casualidad: es el modo de control sobre su “patio trasero” y una clara puja por la hegemonía mundial.


*Periodista especializada en Sudamérica, redactora de Revista Trinchera y columnista del programa Marcha de Gigantes (AM 1390 Radio Universidad Nacional de La Plata) y colaboradora de Agencia Timón  

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