por M. Viviana Yopasa Ramírez*

El Movimiento Social de Mujeres (MSM), a partir de una experiencia histórica de resistencia y de cuestionamiento a las bases del modelo de sociedad vigente juega un papel preponderante en la transformación de las estructuras de poder del Estado y la sociedad. Sin lugar a dudas, a partir de los aportes realizados desde las movilizaciones de mujeres en la segunda mitad del siglo XX, ellas empiezan a cuestionar el sistema de pensamiento hegemónico patriarcal y sus formas de opresión en lo sociopolítico, económico, cultural y sexual.
Visibilizar la situación de subordinación y opresión de las mujeres constituiría los primeros eslabones de la lucha por el reconocimiento de sus derechos, cuyas demandas y exigencias de transformación, fue liderada por tres tendencias del movimiento: la primera, se considera como el movimiento feminista[1], desarrollado en Europa entre los años 60’s y 70’s, generalizándose en América Latina alrededor de los años 80’s, en contextos sociales y políticos como la restitución de la sociedad civil, la modernización del Estado y de la economía, así como la democratización política y social de la región: “En esta misma década se advierte el fracaso de las formas tradicionales de hacer política y se desdibuja el ideal revolucionario. Surgen los nuevos movimientos sociales y ello facilita, como se mencionó, la presencia del movimiento de mujeres que antecede los estudios académicos” [2]
Este feminismo perteneciente a la denominada “segunda ola del feminismo”[3], la cual define una oposición directa al modelo de sociedad patriarcalista (generalmente reproducido por el sistema económico y democrático neoliberal), entendiéndola como “la estructura básica de todas las sociedades contemporáneas, caracterizado por la autoridad impuesta desde las instituciones de los varones sobre las mujeres y las hijas-os en la familia. Para que esta autoridad se ejerza, el patriarcado domina toda la organización de la sociedad, de la producción, el consumo, la política, el derecho y la cultura. Las relaciones interpersonales, y por tanto la personalidad, están marcadas por la dominación y la violencia que se construye en la cultura y en las instituciones del patriarcado”[4]

El reconocimiento de este primer espacio histórico, social y político, permitió a las mujeres de este campo, consolidar los nuevos vértices del movimiento feminista: los derechos reproductivos y la libre opción a la maternidad y la sexualidad; la participación política plena y activa de las mujeres. A su vez se develaba con mayor claridad la desigualdad existente en la división sexual del trabajo y la violencia de la que eran y son objeto mujeres de todas las clases, razas y edades. El feminismo se presentaba como una forma múltiple y simultanea de toma de conciencia sobre los nuevos desafíos que exigía la realidad social de la época y que precisaba -en el movimiento- un proceso de consolidación de estas acciones.
Al interior de este feminismo también se evidenciaron dos claros perfiles, producto de las intermitencias y el proceso histórico que movilizaba sus luchas, principalmente, en el escenario político: Las feministas militantes en los partidos (que mantenían una lucha por la liberación de los sectores más oprimidos, dividiendo la lucha de los sectores dominados sobre el problema mismo de la mujer) y las feministas autónomas (convocando a un proceso de autoconsciencia y permanente trasformación). Se reflejaba allí, la temprana diferenciación de un movimiento en formación, que ponía en el escenario político la compresión de sus opresiones desde distintos ángulos y delinea las inserciones que los colectivos, organizaciones y redes de mujeres empezarían a tejer para formar diversas estrategias de resistencia.
En concordancia con lo anterior, se diría que mientras las “feministas autónomas que consideraban la opresión sexual como sobre determinante y las feministas de partido, que postulaban el papel de la explotación económica del capitalismo como el marco privilegio de la opresión sexual (…) El capitalismo aparece como beneficiario de la postergación social de la mujer por su interés en la mano de obra barata que genera la unidad domestica”[5]. Las dos apuestas políticas e ideológicas, han logrado visibilizar una fuerte tensión al interior del movimiento entre dos formas del acción: las mujeres que se relacionan y se visibilizan a partir de sus vínculos de negociación con el estado, en procesos de políticas públicas y presupuestos reivindicativos; y las que fomentan el fortalecimiento del movimiento desde la relación directa con la sociedad civil, cuestionando las democracias existentes y fortaleciendo por el contrario las alianzas con amplios movimientos sociales y de identidad, llamadas feministas radicales o mujeres autónomas.
La segunda tendencia, que emerge para finales de los 80’s y abarca toda la década de los 90’s, se consolida en organizaciones, grupos y colectivos de mujeres que generaron procesos de autoconciencia y gestionaron un trabajo con los sectores populares. Estos grupos son reconocidos como las expresiones del movimientos urbanos-populares de mujeres, haciendo una clara división con el movimiento feminista, desde sus críticas puntuales a la desigualdad entre roles sociales, los significados de género, el maternalismo y el sistema patriarcal en general.[6]
Esta tendencia, que tuvo un desarrollo importante en América Latina, se distinguió por generar procesos de autoconciencia y un trabajo participativo con los sectores populares: se vincularon mujeres de los barrios llamados “marginales” o “excluidos”, las madres comunitarias, mujeres trabajadoras. Las actividades giraban en torno a la reflexión sobre el género y los programas de desarrollo amparados en organizaciones no gubernamentales, que facilitaron mayores recursos fiscales para su infraestructura y demandas en servicios públicos[7]. Allí, las mujeres jugaron un papel fundamental, “organizándose para la autogestión de recursos dirigidos a cubrir necesidades básicas de alimentación, seguridad y servicios, basados en el espíritu comunitario y fuertes lazos de solidaridad. Ejemplos claros de este fenómeno son los comedores de madres y los comités del vaso de leche en Perú)”.[8]
La tercera tendencia, que corresponde a las mujeres de participación institucionalizada, refiere a mujeres adscriptas a espacios formales y tradicionales de participación política como los partidos, los sindicatos. Estas comenzaron un amplio proceso de cuestionamiento y organización autónoma al interior de esos espacios de legitimidad masculina por excelencia. Algunos de estos colectivos, al experimentar los primeros signos de subordinación, intentan modificar esos espacios o abrir nuevos caminos que les permitiera una mayor participación en la toma de decisiones a nivel local y nacional.

Aunque cada una de las vertientes sugiere una dinámica, unos objetivos y una base social diferentes, lo que caracteriza a este movimiento es, precisamente, que las tendencias se interconectan, comunican y que tiene múltiples puntos de coincidencia, como las plataformas, las temáticas, la cultura y las reivindicaciones en las cuales convergen[9].
El espacio de actuación se convierte en un ámbito de relaciones entre lo estructural y lo cultural: allí se da una “creación interactiva (vincúlate de nuestras acciones), intersubjetiva (relaciones que nos conectan desde planos íntimos que tocan con las mentalidades y lo psicológico socialmente constituido) y dialógica de mujeres excluidas -por principio- del pacto moderno entre los hombres”[10]. Es a partir de la confluencia de la multiplicidad de identidades (o formas de concebirse de las mujeres) al interior del movimiento, que comienza el reconocimiento de esas “otras” que comparten una condición de subordinación (las mujeres negras, indígenas y lesbianas, en dónde se articulan el género, la raza y la opción sexual) y que representan una crítica a prácticas discursivas excluyentes que están presentes en la sociedad.
[1] Barbieri, Teresita; Oliveira, Orlandina. 1990 “Mujeres en América Latina: análisis de una década en crisis” Madrid, Editorial IEPALA. Pp. 40
[2] León, Magdalena. 2004. “Reflexiones para un debate sobre los estudios de género” En: Seminario memorias de género, Universidad Nacional de Colombia, Bogotá Pp. 12
[3] Entendida como el movimiento social de mujeres que se desarrollo en la década de los 60’s, durante un período de intensa protesta feminista en Europa y Estados Unidos (1968-1980). Esta etapa se caracteriza por incorporar una perspectiva subversiva, de transformación de largo aliento, y un compromiso por unir las luchas por la transformación de las subordinaciones de las mujeres con las transformaciones de la sociedad y la política. Tomado de: León, Magdalena “Reflexiones para un debate sobre los estudios de género”. En: “Género, mujer y saberes en América Latina, entre el movimiento social, la academia y el estado”. Universidad Nacional de Colombia, sede Bogotá, 2004
[4] Sánchez G., Olga Amparo. 2006. “Nuevas formas de resistencia civil de lo privado a lo público. Movilizaciones de la Ruta Pacifica 1996-2006. Medellín; Ruta Pacifica de las Mujeres” Pp. 45
[5] Luna, Lola (1995) “Historia, Genero y Política: Movimientos de mujeres y participación política en Colombia” Pp. 178
[6] Ibíd.
[7] Barbieri, Teresita; Oliveira, Orlandina. Op. Cit. Pp 43.
[8] Bruckmann, Mónic, Dos Santos, Theotonio. 1995. Los movimientos sociales en América Latina: un balance histórico. Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura. Pp. 16.
[9] Valente, Virginia. 1993. “Los intereses de las mujeres y los procesos de emancipación” Universidad Nacional autónoma de México. Pp. 10.
[10] Lagarde, Marcela. 2009. “Aculturación Feminista” 1998. En: Mazo López, Clara Inés “La identidad colectiva del movimiento social de mujeres” Corporación Vamos Mujer. Pp. 4
* Lic. En educación y Ciencias Sociales, Estudiante de Maestría en Sociología de la cultura y análisis cultural en Instituto de Altos Estudios Sociales (IDAES), UNSAM. Columnista del programa La Marea, (FM 90.5 Radio Futura), redactora de Revista Trinchera y colaboradora Agencia Timón.